Con el diablo en el cuerpo (2).
En busca de confesar sus pecados, una sensual pecadora termina en el lugar correcto para superar sus aflicciones.
Con el Diablo en el cuerpo (2).
Ana miró a los ojos negros del hombre y a la mujer que estaba a su lado. Aquella situación era extraña. Ella confesándose a dos desconocidos, a un cura cincuentón y a su rubia y leal feligrés. Había algo extraño en aquella reunión que preocupó a la abogada, pero desechó aquellos pensamientos. Estaba más preocupada de que ellos no notaran su estado de excitación.
Me parece que debes continuar con la confesión, Ana –repitió el padre Patrick-. Necesito saber más para que podamos expiar tus faltas.
Esta bien, padre. Continuaré –dijo Ana, con una sonrisa extraña en el rostro-. He cambiado tanto desde aquel tiempo. He envenenado y corrompido a la niña inocente que era.
Lo que pasa es que ya no somos niños –respondió el fornido sacerdote-. Los adultos debemos lidiar con la verdad del mundo, con las luces y las sombras.
Así es –concordó Ana, antes de proseguir con su historia-. Después de mi primera infidelidad con Ramiro, me prometí no serle infiel nunca más a Tomás. Nos casamos y por un tiempo me sentí la mujer más dichosa del universo. Por mucho tiempo me pregunté que me pasó esa noche con Ramiro. Mi esposo es un hombre muy inteligente y un profesional muy por sobre el promedio, en los más altos estándares en nuestra profesión. El también es abogado. Consiguió un importante empleo y para nuestro matrimonio el sueño de una casa propia y una vida de ensueño se hicieron realidad. Además, juro que estoy muy satisfecha en el sexo con mi esposo… sin embargo, algo no estaba bien conmigo… o tal vez era mi situación. No sé.
Yo… –continuó la hermosa abogada, con la mirada en el pasado- poco después conseguí un trabajo en un bufete. Pero comparado con el estudio de abogados de Tomás, mi trabajo era poca cosa, casi una broma. Sin embargo, me esforcé por resaltar mis condiciones y mi profesionalismo. Al poco tiempo me di por vencida.
, me di cuenta.
Era un lugar de poca monta, pobre para mis altas aspiraciones –prosiguió Ana, ensimismada en el relato-. Vivía con esos pensamientos, quejándome de un empleo mal remunerado. Sin las luces o el glamur que tenían los trabajos de mi esposo y otros abogados que conocía. Me sentía lejos de los grandes casos y de los grandes personajes. Me sentía frustrada hasta que un día me enteré que un importante bufete iba a contratar un profesional. Era un puesto para tiburones y pesos pesados, una oportunidad única. Entonces, se me metió entre ceja y ceja que ese puesto era para mí.
- No contaba con los antecedentes para postular –continuó Ana. Las manos apoyadas en la falda habían subido la prenda, mostrando sus piernas enfundadas en medias negras-. Me faltaban calificaciones y no cumplía los requisitos. Pero no me di por vencida.
, me convencí a mí misma.
, me convencí.
¿Saben lo que es estar realmente obsesionada con algo? –preguntó Ana al padre y a Priscila, levantando el rostro femenino.
Si –respondió Priscila, acariciando el brazo de la abogada.
Yo lo estaba, absorbida por conseguir ese trabajo –continuó la hermosa abogada-. Vivía esos días y noches planeando como llegar a la selección, como lograr ese trabajo para alcanzar el estatus y la notoriedad que mi vida merecía. Dicen que cuando uno desea algo con fervor, las cosas resultan. No sé si fue por eso, pero por un hecho fortuito, encontré la oportunidad de entrar a aquel bendito concurso.
, me sorprendí diciéndole a mi comprensivo esposo.
La noche en que pasó aquel hecho fortuito –siguió Ana después de beber de su copa-, estábamos en una fiesta de despedida de unos amigos que se iban al extranjero. Nos paseábamos por el lugar, cuando nos presentaron a un chico de lentes y su chica, amigos de los festejados. La verdad es que me parecieron sólo un geek más y su “peor es nada”. El tal Federico era un tipo insípido, lo menos interesante sobre la faz de la tierra, salvo por una cosa: El chico trabajaba como parte de un grupo de “Hunter Head”, personas que se encargan de buscar los profesionales con los perfiles que requieren determinadas empresas. Incluso, algunos profesionales les pagan a los Hunters para que les busquen un empleo en alguna empresa.
No sé como salió el tema –continuó Ana, inmersa en el relato-, pero me enteré que era la empresa en que trabajaba los cazatalentos profesionales encargados de hacer la primera selección de abogados en el concurso que yo tanto anhelaba. De un momento a otro, Federico Soto Mancilla se transformó en la llave para cumplir mis sueños.
Es gracioso ¿no? –comentó Ana, luego de beber un sorbo de su copa-. Es increíble como alguien tan diferente y tan ajeno a nuestra clase puede tener tanto poder sobre nuestro futuro. Aquel geek de cabello negro y grasiento, lentes gruesos que me miraba de soslayo con una mezcla de deseo y frustración, era la solución para mi problema.
En aquel momento, pensé rápido –Ana dio énfasis al relato, reviviéndolo-. Debía hablar con él a solas, pero aquella noche era difícil. Matías no se despegaba de mi lado y su novia tampoco. Increíblemente, Yo, una mujer hermosa y sensual, con un semental guapísimo como mi marido, me pasé toda la noche buscando con la mirada al tipo más insípido y nerd de la fiesta.
Finalmente –la voz de Ana empezaba a distorsionarse por el alcohol ingerido-, cuando vi que la novia de Federico fue al baño, me separé de mi marido, excusándome que iba a buscar un trago. Sin dudarlo, fui directo hacia él y le pregunté donde podía servirme un trago. Él, algo nervioso, me indicó la cocina.
<¿Me preparas un trago, Federico? Soy muy mala mezclando el alcohol. No entiendo de medidas. Nunca nada me queda sabroso>, le dije todo eso con tono coqueto, aunque muy disimulado.
Todavía estábamos a la vista de algunos amigos –Ana parecía continuar su relato sin asomo de duda-. Federico, un poco sorprendido y avergonzado por mi petición, me acompañó a la cocina. Yo siempre he sido una chica guapa, lo sé. Desde mis doce o trece años he llamado la atención de compañeros de colegio, incluso de maestros y adultos de todas las edades. Aquello me trajo algunos problemas con mi estricto y machista padre, pero esa es otra historia. Ahora, imaginad a ese espécimen infrahumano lleno de pequeñas espinillas en la frente yéndose a la cocina con la chica más guapa de la fiesta. Una chica bonita, alta, de senos firmes y curvas armoniosas como yo. Cualquier tipo no dejaría de aprovechar la ocasión para algo, pero Federico era lo más tímido que existía en la humanidad y tuve que conducir la conversación todo el rato.
Mientras preparaba el trago –Ana continuó bajo la atención de Priscila y el cura-, yo me movía con cierta coquetería a su lado, preguntándole sobre su trabajo. Una vez que estuve segura que Federico efectivamente trabajaba en la selección que yo tanto soñaba me puse manos a la obra. Lo que fuera que deseaba hacer para convencer a Federico para integrarme a la selección no podía hacerlo ahí. Debía buscar una excusa para reunirme con él en un lugar privado, otro día. Al final, le inventé una historia que tenía un laptop con un virus y necesitaba de su talento informático para solucionarlo, porque yo era completamente inepta en el tema.
Le insistí con una pequeña inclinación de mi torso, mostrándole mis grandes y firmes senos en el escote del minivestido negro que usaba esa noche –sin darse cuenta Ana imitó el sensual movimiento que había hecho esa noche, dejando al cura con los ojos abiertos-. No sé cómo se me ocurrió eso, pero logré que él aceptara. Me despedí dándole un beso de despedida en la mejilla y rozándole uno de mis senos en su hombro. Fue tan divertido ver su cara de tonto, pero aguante la risa. Era mi boleto de ida a la gloria y no podía echarlo a perder. De hecho, tuve que volver para limpiarle el lápiz labial de su mejilla. Hasta el día de hoy me produce hilaridad ese momento.
Como ven, estaba perdida. Obsesionada por conseguir ese trabajo –quiso justificarse Ana, mientras cruzaba sus femeninas y sensuales piernas-. Pero se justificaba ¿no? No era cualquier trabajo, era uno en un millón. Uno de esos que cambia la vida de una persona ciento ochenta grados ¿me entienden?
El padre Patrick y Priscila se miraron, comprendiendo que tipo de persona era Ana, la abogada.
Con el teléfono de Federico y una cita para ese miércoles en un café, debía pensar rápido –prosiguió Ana con el relato-. Sabía que el chico estaba de novio. No sabía que tan serio iba con su chica, pero si comprendí una chica como yo podía volver loco a un tipo como Federico. Lo sabía porque luego de la escena en la cocina y durante el resto de la celebración de despedida, Federico no me quitó el ojo de encima. Y yo tampoco. Procuraba mostrarse amistosa con él. Además, cuando nos encontramos en un pasillo un par de veces, lejos de los ojos del resto de los invitados, tonteaba coqueta con el pobre chico, que se ponía todo nervioso.
Sin duda, fue una de las cosas que jamás pensé hacer –dijo Ana-, me había prometido serle fiel a Tomás, pero aquello no tenía nada de desleal. Era sólo un par de miraditas, sonrisas y roces que poco o nada tenían de sexual. Dejar que vea un poco más de lo normal era sólo eso, mostrar un poco más. Y más había mostrado en verano en la playa, usando bikini.
Para el día miércoles ya tenía un plan de acción –continuó expresándose Ana, cada vez más elocuente por el alcohol-. Pensé que tendría que ir al límite de lo que una mujer casada debía hacer, pero me propuso respetar a mi esposo. Sin embargo, ni yo sabía que tan obsesionada estaba con ese trabajo. Primero, me maquillé para la ocasión, algo más de lo habitual. Luego, elegí algo sexy y casual y partí a la reunión. Llegué al lugar de la reunión con un minivestido de color verde, una chaqueta hasta la cintura, negra y abrochada, y unos zapatos de taco alto que resaltaban aún más mis piernas y mi trasero. Además, me había puesto un brasier push up para que Federico notara aún más mi femenino torso. La cara que puso al verme era un poema, se levantó con tanta torpeza que casi hace caer la silla y derrama el agua que bebía. Lo saludé con un beso en la mejilla y me senté. Sin embargo, antes, desabroche la chaqueta, dejando a la vista un escote amplio y redondo que ocupó la mirada de Federico varios segundos. Era un tonto, pensé. Pero me concentré en mi futuro y guardé las apariencias.
Parecía todo pan comido ¿no? –dijo Ana, levantándose del asiento y bebiendo de su copa-. Yo toda una femme fatale sirviéndome en bandeja a un pobre e inocente geek.
Ana empezó a caminar por el lugar, gesticulando. Caminando como lo haría una femme fatale, desabrochando un par de botones de su camisa, inclinándose para demostrar como había insinuado las curvas de su escote o su voluptuoso trasero al chico, y así demostrar la manera en que había llevado la conversación desde el insignificante arreglo de una computadora hasta lo que le interesaba, la selección del abogado y su interés para que la integrara arbitrariamente al concurso.
Y aquel muchacho resultó que tenía una “elevada ética profesional” –continuó Ana su exposición, ante la mirada atenta del sacerdote-. Eso me dijo tartamudeando cada frase. Sin embargo, no di el brazo a torcer. Conduje el asunto a “mis terrenos”. No perdería esa oportunidad por la miserable conciencia de un geek, un personaje venido en menos. Supe que aquel día debía ir un poco más allá de lo razonable. Pero valía la pena.
La “elevada ética profesional” se mantuvo a pesar de mis provocaciones, de mi fingida angustia y de mi coqueteo inocente –Ana parecía rememorar su rabial-. Decidí cambiar de táctica. Entonces, le propuse que tratáramos el asunto en un lugar más privado, en mi departamento. Esa semana mi hermana y su marido habían viajado fuera de la ciudad y yo tenía una llave de su departamento. Por cualquier imprevisto. No dudé en utilizarlo e incluir ese recurso a mi plan. Estaba decidida a hacer cambiar de opinión a Federico.
Entonces, lo llevaste al departamento de tu hermana –Priscila, con su cabello rubio recogido hacia un lado, era la viva imagen de la comprensión encarnada en una sensual muchacha de veintitantos -. ¿No sentiste que estabas haciendo peligrar tu matrimonio?
No, la verdad es que no –respondió Ana, segura-. Me sentía desafiada por aquel miserable hombre, no iba a aceptar un no como respuesta. La verdad es que me sentía impelida a usar a ese hombre y luego aborrecerlo. No medía las consecuencias.
¿Qué pasó? –preguntó el padre Patrick.
Lo llevé al departamento de mi hermana –continuó Ana, que volvió al sillón y cruzó sus piernas despreocupada-. Hablamos del tema. El había descubierto mis reales intenciones y a pesar que se negaba a mis deseos no se marchaba.
, pensé. Yo empecé a intuir que me deseaba y ante la incapacidad de ir más allá sólo deseaba prolongar su estadio a mi lado. Me deseaba, pero era incapaz de tomarme. Aquello sería su error, me propuse –la inescrupulosa abogada cruzó las piernas y el cura pudo vislumbrar la tela blanca de su calzón-. Serví unas copas de algo fuerte mientras conversábamos. Federico me explicó como seleccionaban a los postulantes mientras analizaba mi perfil laboral en su laptop y me trataba de hacer entender que no poseía los requisitos para el cargo. Me faltaba experiencia y capacitaciones, etc. Según él, era imposible que me seleccionaran. Pero lo que él no sabía es que me sobraba ambición.
Indiferente a lo que me dijo, le pedí que me integrara a la selección –dijo Ana-. Le pedí que ingresara mis antecedentes corregidos, que falseara datos de mi currículum laboral y me dejara participar de la entrevista de trabajo. El se negó nuevamente, alegando esa supuesta ética de trabajo mientras sus ojos se le iban a mis senos.
, pensé.
Ese tipo era un cerdo e iría directo al matadero –la voz de Ana estaba cargada de odio-. Nos habíamos bebido un par de copas y yo empecé a desesperarme cuando Federico se escapó al baño. No sabía qué hacer. Mientras observaba su laptop un archivo de video en el escritorio llamó mi atención.
Aquello fue el destino –dijo Ana, con una sonrisa soberbia en su hermoso rostro-. Abrí el archivo y de inmediato pude ver la imagen de una muchacha rubia y alta caminando por una sala de estar mientras un hombre la seguía, atado de una correa. Adelanté un poco la grabación, era una chica que dominaba al hombre, haciendo que este le comiera el coño y obligándolo a darle placer.
Porno, este cretino le gusta el porno, me dije –continuó Ana, con una sonrisa en el rostro y los ojos turquesas muy abiertos-. Y no cualquier porno. Adelanté el video observando la escena, pensando que hacer, como ocupar esa nueva arma contra Federico. De pronto, sentí sonar el agua correr en el baño. Debía ser rápida antes que Federico regresara. Sin dudarlo, retrocedí la grabación, más o menos donde el esclavo gateaba hasta la entrepierna de la mujer y empezaba a lamer el coño de su ama. Luego, sin detenerme a pensar, me saqué mi pequeña tanga, la que escondí en mi cartera.
Me sentía extrañamente decidida cuando Federico volvió a la habitación –Ana parecía inquieta. Sin proponérselo, se mordió el carnoso labio y llevo con una mano el trigueño cabello a un lado-. Él se acercó a su computadora, pero quedó de pronto paralizado ante la imagen de la muchacha sentada en una mesa mientras el hombre le comía el coño.
<¿Qué haces?, me dijo>
Trató de acercarse a su computadora para detener la grabación, pero me puse en medio. El trató de rodearme, pero no lo dejé pasar. Mi mente trabajaba a mil por hora. Había llegado el momento de tomar al toro por las astas o más bien por los cojones –la sonrisa de Ana era picara, descarada-. Cuando tomé a Federico de su entrepierna con mi mano saltó en su lugar. Le ordené que se sentara y de inmediato acató mi orden. Él quería hablar, quizás justificar la presencia del video porno, pero lo hice callar.
¿Saben que hice para callarlo completamente? –preguntó Ana a sus oyente. Su sonrisa era amplia y sus dientes perfectos brillaron en aquel poco iluminado lugar de la parroquia.
-No –dijeron casi al unísono el cura y la parroquiana.
Saque mi tanga de la cartera, se la mostré y luego se la puse en la boca, “amordazándolo” con ella –Ana lanzó una risita divertida y luego tomó aire para continuar-. Federico se quedó quieto y callado, sorprendido supongo. Completamente a mi merced.
Le dije –Ana se levantó, haciendo una parodia de sí misma-: Sabes lo que quiero y ahora yo sé lo que tú quieres. Podemos tener un trato, yo haré que me recuerdes cada vez que vuelvas a mirar ese video. Lo recordarás, porque los protagonistas seremos tú y yo. Hice eso mientras hacía esto.
Ana se apoyó en la mesita que estaba junto al sillón del padre Patrick y se subió el vestido, mostrando los muslos femeninos enfundados en sus medias cubriendo hasta la porción superior de sus muslos. Luego dejó caer la tela y acarició uno de sus senos antes de mostrar un instante uno de sus senos. Finalmente, llevó un dedo a la boca y le dio un beso. Luego, llevó su dedo frente al rostro del padre Patrick, depositando la yema a los labios del sacerdote. El cura estaba pálido, incapaz de salir de su sorpresa.
Priscila dio la impresión de moverse, enojada. Tal vez con la intención de defender al cura de aquella impúdica fémina. Pero el párroco la detuvo.
Tranquila, Priscila. Todavía no es el momento –le ordenó el padre. Luego se dirigió a la abogada-. Es algo descarada, Señora Ana. Pero estamos aquí para conocer a la pecadora, no a la mosquita muerta que ha aparentado ser frente al resto.
Ja… mosquita muerta… –rió Ana, irónica y salida de su papel de mujer acongojada-. Veo que la historia causa impresión en usted padre.
La muchacha indicó risueña el bulto que se formaba bajo la incipiente barriga del sacerdote irlandés.
Vamos, dejémonos de tonterías –le reclamó el cura-. ¡Habla, muchacha! –Exigió- ¿Qué pasó?
Pasó lo que debía pasar –continuó Ana, aún de pié-. Su ética laboral se derrumbó por el depilado coño de una mujer. No tardó ni treinta minutos en falsificar los antecedentes que necesitaba, creando una base de datos que corroboraría toda la historia laboral. Finalmente, estaba dentro de la selección. Me sentí tan pletórica y contenta que lo celebré con un par de tragos, incluso besé al miserable bastardo antes de empezar con mi parte del trato. Sí, había llegado el momento de desnudarme.
Ana quedó en silencio, mirando al cura. Divertida. Le quitó la copa de brandy a Priscila y se la bebió en un instante.
¿Quiere ver qué hice? –preguntó Ana, desvergonzada y visiblemente borracha-. ¿Quiero mostrarle lo que hice, padre Patrick? ¿Puedo?
Muéstrate pecadora –la retó el padre Patrick-. Quiero ver a Satán en toda su expresión para poder expulsarlo de aquella dulce carne.
Así lo haré, padre –dijo desafiante Ana-. No se preocupe. Pero sólo simularé, no me desnudaré frente a usted…
Por supuesto, no esperaba que lo hicieras –dijo el cura. En su rostro rosado fue imposible esconder la decepción.
Federico se sentó en la silla mientras yo le observaba a unos metros de distancia –continuo Ana, de pié-. Le puse nuevamente el calzón de la boca y le ordené que permaneciera en silencio. Primero me saque los zapatos de tacón. Lo hice lentamente, sensualmente. Luego jugué con mi falda, la subía y la bajaba. Le daba la espalda y me inclinaba. Quería que me deseara como a nadie. Quería que me recordara bien antes de desecharlo.
Ana se movía en la pequeña habitación, con sensualidad ensayada. Como una odalisca que danza para su señor y la cohorte. Subía y bajaba su falda, no demasiado, sólo para dar énfasis a su relato. Pero aquello era suficiente para caldear el lugar.
Padre –interrumpió Priscila con el rostro colorado- voy a ver si alguien queda en la iglesia.
Está bien, hija. Ve –le dijo, a penas desviando la mirada de la sensual abogada-. Tú continúa, Ana. No te detengas.
Yo me movía por la habitación exultante de alegría por estar en competencia por el trabajo que tanto deseaba –continuó Ana, recordando-. Federico me miraba con aquella cara de imbécil que hasta el día de hoy me devuelve una sonrisa. Yo me acercaba a él y levantaba mi vestido, espantando su timidez, provocándolo. El estiró los brazos para alcanzarme, pero le ordené que se quedara sentado, quieto.
, le dije.
El acató mi orden. Yo era su dueña y él me pertenecía –el hermoso rostro de Ana mostró por primera vez un perfil perverso-. Esa sensación me excitó. Sin saber porque llevé mis dedos a mi coño desnudos, sin protección. Mi pequeño calzoncito oscuro seguía en la boca de Federico, que me miraba con ojos de león encerrado mientras una erección empezaba a exponerse bajo el pantalón. Mis dedos helados tocaron mi coño, estaba caliente y sorpresivamente muy húmedo. La caricia arrancó extrañas sensaciones en todo mi cuerpo, me hizo desear tocarme más. Cuando me di cuenta, deseaba desnudarme. No había vuelta atrás, continué haciéndolo, justo enfrente del “bendito geek”.
Así, lo vé –dijo Ana, con voz cargada de sensualidad.
Ana se acercó al padre Patrick y llevó un dedo bajo el vestido. Era un descaro hacerlo frente a un servidor del orden divino, pero también había un morboso sentimiento que alentaba a la abogada a hacerlo, a traspasar los límites. Se suponía que era una confesión, pero aquello parecía una provocación y un striptease.
El padre se mantuvo firme, a pesar que su entrepierna despertaba ante la salvaje actitud de la hermosa abogada. El cura no podía ver directamente desde su posición la entrepierna de la mujer, pero las piernas largas y femeninas, enfundadas sensuales pantis negras, eran expuestas en toda su expresión. Además, la actitud lasciva de Ana estaba cada vez más desatada.
Vamos Ana –pidió el padre, sofocado y casi rojo, tragando saliva-. Continúa, muchacha.
Pasó que terminé por sacarme el vestido –Ana hizo el amago de subir su vestido, pero lo único que consiguió fue dejarlo en la porción superior de sus muslos-. Federico estaba a un metro, callado con mi tanga en la boca observando como yo me giraba con una mano ocultando mi coño mientras mi otra mano trataba de sacar el sujetador a juego con el tanga. Fue un momento excitante, estaba nuevamente fuera de mí. Mi cuerpo se dejaba llevar por la lujuria, otra vez. Le ordené a Federico que se moviera alrededor mío como un perro y él lo hizo.
, le dije mientras retiraba el tanga que lo silenciaba.
, me respondió.
<¡Los perros no hablan!>, le recriminé, dándole una nalgada que dejó mis dedos marcados en su trasero.
, ordené, autoritaria.
Federico ladró –Ana parecía excitada, el alcohol y el relato descarnado sin duda había sacado la ninfómana al exterior-. Por fin pude reírme en su cara. Era su dueña, la ama de un perro pulguiento y sometido que se movía a mis pies. Le ordené que trajera mis zapatos de taco en la boca, le ordené que moviera la cola y que ladrara una y otra vez. Luego, le ordené que se rascara las pulgas y así lo hizo. Que girara, que se sentara y que ladrara nuevamente. Le azoté el trasero para que supiera quién era su ama. Y el obedeció en todo. Sin un esbozo de desobediencia.
Sonreí satisfecha –la sensual abogada estaba acalorada, sus mejillas sonrosadas la hacían ver aún más deseable, pero el cura se mantenía estoico-. Finalmente, me calcé los zapatos que mi perro había traído para mí y desnuda me apoyé contra la pared. Así.
Ana se apoyó contra un estante lleno de viejas biblias y otros textos religiosos que se asentaba contra la pared y recreó la escena. Los ojos negros del cura se extendían esta vez no sólo a porción superior de las largas y deseables piernas sino también a un pequeño calzón blanco de encaje que salió finalmente a la vista.
El padre Patrick estaba rojo, temblando en su asiento. Nadie hubiera sabido si de cólera o lujuria.
Me metí un dedo en el coño, no lo pude evitar. De esta forma –Ana echó a un lado su calzón de encaje blanco y un dedo se perdió en su entrepierna, dejando al cura atónito-. Estaba caliente y me masturbé un rato. No sé cómo había llegado a eso, pero la verdad no me importó. Le pedí a mi perro-hombre que oliera mi coño. Quería que identificara el aroma de su ama.
Así lo hizo mi perro –continuó Ana apoyada en el librero, frente al padre Patrick. Tenía un dedo en el coño y una mano jugueteando con su cabello-. Federico estaba inmerso en su rol del mejor amigo del hombre. Verlo tan cerca, oliendo mi coño me excitó aun más. Pude haber dejado las cosas ahí, pero la experiencia había gatillado un oculto e irrefrenable deseo en mi cuerpo.
, le ordené.
- Las palabras salieron de mi boca sin que mi mente las pensara –relató Ana, con el dedo hundiéndose más y más en su coño, frente al cura-. Sentir la lengua de aquel perverso y feo individuo en mi cuerpo fue una experiencia que me cambió. A pesar que Federico era un hombre indeseable bajo circunstancias normales, comprendí que bajo ciertas condiciones o escenarios cualquier hombre -o mujer-, por feo o desagradable que fuera, podía resultar un amante adecuado o al menos una experiencia excitante. Así que disfrute de cada lamida que invadió mi coño. Incluso, cuando estaba completamente excitada y perdida, le ordené penetrarme con la punta de su lengua.
, le decía.
- Y el ladraba sobre mi coño –dijo Ana, retirando su dedo del coño y mirando desafiante al cura mientras se lo llevaba a la boca-. El orgasmo no demoró en llegar, lo disfruté. No lo puedo negar, no a usted, padre Patrick. Fue un orgasmo rico, intenso. La suma de aquella perversión me llevó a tal orgasmo que me obligó a ser malvada con Federico, sólo por el hecho de haberme dado placer. Era un hombre horrible, alguien a quien yo hubiera despreciado en cualquier otra situación y que sin embargo, había logrado excitarme. Debía castigarlo por eso. Y así lo hice.
, le ordené.
, le dije.
- Entonces, cuando el dejó su cara bajo mi vagina, empecé a orinar sobre él –El rostro de Ana estaba serio, sombrío-. Fue extraño, pero el sentirme tan dominante sobre alguien me produjo una sensación de superioridad. Algo extraño y excitante. Al final, creo que el diablo se había apoderado de mi cuerpo aquella tarde. No fue la primera vez ni la última.
<Échate en el suelo y quédate ahí>, ordené a Federico, el geek-perro.
- Tomé mis cosas y me dirigí a la salida –dijo Ana, mientras observaba con deseo la entrepierna del padre Patrick-. Sin embargo, le dije una cosa antes de salir por la puerta.