Con el diablo en el cuerpo (1 y 2). Corregida.

En busca de confesar sus pecados, una sensual pecadora termina en el lugar correcto para superar sus aflicciones. Versión completa y corregida.

Con el diablo en el cuerpo (1 y 2). Corregidos.

Con el diablo en el cuerpo (1).

Ana se sentía cansada, observaba la celebración desde la barra, con la copa de campaña aún sin probar. Estaba harta de todo, de su trabajo, de sus compañeros, de la gente que conocía y de la “fama” que últimamente le acompañaba.

Había logrado el contrato más importante del último año y todos la miraban con nuevos ojos. Incluso, uno de los socios principales del estudio de abogados al que conocía la invitó a una cena con otros socios y directivos. Sin embargo, Ana sólo quería dormir.

  • Si supieran que he ganado ese contrato sudando –susurró para ella-. Literalmente sudando.

Aquella última frase le hizo recordar aquella noche junto a Bill, el directivo al que le había terminado sacando la firma para finalizar el contrato. Aquella noche borrosa, llena de imágenes surrealistas  y erógenas. Un pensamiento llevó al siguiente y la culpa le hizo sentir el amargo sabor de aquella victoria que se contagió a su primer trago de champaña.

Ana era casada. “Felizmente casada”, decía ella. Pero su forma de actuar dejaba muchas dudas, especialmente el último año. Ella sabía eso y necesitaba parar. Necesitaba salir de ahí y dejar de fingir que todo estaba bien cuando no lo estaba. Su matrimonio estaba en peligro, lo sentía desde hacía semanas. La forma en que la miraba su esposo había cambiado. Sus ojos, que antes sólo mostraban amor y adoración, ahora empezaban a mostrar desprecio y rabia. Él sabía algo y Ana debía remediar la situación antes de perder al único hombre que había amado. Antes de perder lo único que la mantenía cuerda.

Salió del bar a pesar de la insistencia de su jefe y Carolina, su “mejor amiga”. No se iba a dejar engatusar esta vez, necesitaba ir a un lugar de paz y tranquilidad. Requería el sosiego para su mente perturbada y pecadora.

Era temprano, seis de la tarde y el día todavía no se había transformado en noche.  No sabía que estaba pensando cuando fue a aquel bar, no era bueno empezar a beber tan temprano. Pero la verdad era que lo hacía, y mucho últimamente. Algo estaba mal. Muy mal.

Se subió a su automóvil y arrancó el motor, no sabía dónde ir o dónde refugiarse. Condujo sin sentido y sin proponérselo llegó a una pulcra iglesia enclavada en un sector de la ciudad donde había vivido con su familia de niña. Habían sido buenos tiempos, tiempos en que todo parecía encajar y las cosas no estaban manchadas como ahora.

Estacionó su lujoso automóvil y caminó indecisa hasta la iglesia.

“Qué hago aquí”, se preguntó.

Sin embargo, avanzó por el pasillo y se sentó en un banco. Observó no más de tres personas rezando a un Cristo de madera tallado con maestría, de tez blanca y hermosas facciones, ojos azules y una corona de espinas de oro que le perlaba la frente con el carmesí de la sangre divina. No recordaba que el lugar fuera tan opulento, pero conociendo a su familia nunca hubieran ido a misa a una iglesia de barrio, donde no sólo se hablara de los pobres, sino se conviviera con ellos.

Espero obtener algo de paz en aquel lugar, pero luego de media hora sólo se sentía entumecida por el frío. Pensaba que quizás era hora de retirarse cuando vio salir a media docena de personas salir por una puerta, entre ellos el cura. Era un hombre alto, fornido y de aspecto bonachón. Su barriga y su barba le daban el aspecto de un papá noé tan típicamente gringo, aunque tenía el cabello castaño salpicado de canas. Mientras despedía a los feligreses el cura la vio, ella lo saludó con una venia y el “hombre santo” respondió con un leve saludo con su cabeza. Luego le dijo algo a una joven rubia y marchó a la salida con el resto de los  feligreses.

La rubia se acercó a ella. Era una muchacha de su edad (unos veinticinco años calculó), guapa, de ropa holgada y maneras delicadas. A pesar de las vestimentas pudo apreciar que era una chica de curvas femeninas, con unos ojos celestes enmarcados en el cabello amarillo que destacaban.

  • Hola –dijo la mujer-. Soy Priscila, coordinadora y catequista de la parroquia.

  • Hola. Soy Ana –respondió.

  • ¿Vienes a hablar con el padre? –preguntó la rubia-. El padre Patrick está despidiendo al grupo de oración, pero estará disponible pronto ¿Vienes a confesarte, muchacha?

La rubia parroquiana la confundía con las chicas jóvenes que vienen a confesarse a esa edad en que están confundidas entre sus creencias cristianas y el “deseo” que empiezan a sentir sus cuerpos. Siempre la confundían con chicas de entre dieciocho y veinte dos años. Ana tenía aspecto juvenil, era una chica de curvas pronunciadas, bonito rostro de ojos esmeraldas, pómulos altos y labios carnosos. Su cabello trigueño recogido y el traje de dos piezas entallado poco le servían para aparentar más edad y menos para disimular del todo las curvas naturales de su cuerpo. Especialmente el último tiempo, en que Ana luchaba por acentuarlas con elegancia. Sin embargo, tal vez si necesitaba confesarse y contarle a alguien lo poco virtuosa que era como mujer. Había pasado tanto tiempo desde su última confesión.

  • Si, por eso he venido –dijo Ana-. Necesito confesar mis pecados.

  • Muy bien –dijo Priscila, con una sonrisa comprensiva-. Sígueme, Ana. Este lugar está helado y supongo que tienes frío. Sólo prendemos los calefactores antes de las misas. El padre ha tenido que ahorrar, incluso acá.

  • Ok –acordó Ana, más alegre.

Caminaron hasta la misma puerta donde Priscila había salido hace un momento y se adentraron por un pasillo hasta una pequeña salita.

  • Pensé que me llevaría al confesionario –dijo Ana, confundida al ver el lugar.

  • Lo hubiera hecho, pero últimamente hay gente, muchachos traviesos, que se escabullía a escuchar los secretos de la gente en el confesionario –se excusó la rubia-. Es por eso que el padre Patrick trae a la gente aquí para las confesiones a esta hora. Para lograr más intimidad y que el secreto permanezca en los oídos de dios y en su intermediario, el padre Patrick.

  • ¡Ah! Entonces, muy bien –respondió Ana.

La hermosa abogada no quería que sus oscuros secretos fueran a parar a oídos de un niñato. Ana se acomodó en un sillón y repasó el lugar con la mirada. Una puerta en un extremo, un pequeño comedor, un librero, otra mesita y tres sillones eran todo en el lugar. Que sumaba como adornos cruces y pequeños cuadros religiosos.

  • ¿Deseas un té o un café irlandés? –preguntó la rubia muchacha.

  • ¿irlandés? –preguntó Ana.

  • Con un “engañito” –Priscila esbozó una sonrisa pícara-. Ya sabes, para el frío.

  • No lo sé… –empezaba a decir la abogada, pero fue interrumpida por Priscila.

  • No sólo es bueno para el frío. También ayuda a soltarnos para la confesión, especialmente cuando es difícil hablar del tema. Te lo aseguro –aconsejó la rubia de ojos celestes-. Además, yo también te acompañaré con uno ¿ok?

  • Está bien… un café irlandés entonces –pidió Ana.

El café irlandés estaba fuerte, tenía más whisky de lo Ana hubiera esperado, pero le calentó el estómago y el cuerpo. Además, Priscila bebió del suyo como si nada. Conversaron mientras probaban sorbos de la bebida caliente, Ana le contó que era abogada y casada, Priscila le dijo que trabajaba medio día como secretaria y el resto del día se dedicaba a sus dos hijos y a la iglesia. También era casada. Ambas, tomaron buena nota de las curvas de la otra. Era extraño ver a dos chicas tan guapas en aquel lugar de la parroquia.

  • El padre Patrick necesita de mi ayuda para ciertas labores –dijo con una sonrisa enigmática la rubia parroquiana-. Así que ayudo en lo que puedo, en la catequesis y algunos talleres. Dios es caritativo con los hombres. Ha puesto meritos y defectos en nosotros para que aprendamos a lidiar con el mundo. Sin ellos, sólo seríamos animales o “robots”, seres de pura razón.

Ana le sonrió. Algo le dijo que era un discurso prefabricado, como los que ella misma hacía cuando estaba litigando frente a un juez. Sin embargo, la conversación derivó en otros asuntos y olvidó aquellas “piadosas palabras” de “Sor Priscila”. Ana había terminado el café cuando llegó el padre Patrick. Era un hombre grueso, alto, de tez blanca y cabellos negros. Sus ojos negros la examinaron como un pastor examina a una oveja perdida.

-  Hola. Soy el padre Patrick –se presentó con acento extranjero. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años-. Tráenos dos cafés irlandeses, Priscila. Por favor. Hace frío.

  • Yo… -Ana iba a negarse a tomar otro de los fuertes cafés del padre, pero el padre no la dejó y continuó hablando.

  • He tenido mucho que hacer el día de hoy –continuó-. Siento no haber podido atenderte antes, muchacha. Ahora, dime tu nombre y que te trae a la casa del señor.

  • Soy la señora Ana Bauman de Moro, abogada –dijo todo eso para que al padre le quedara claro que no era ninguna muchacha y que además era casada.

  • Vaya –dijo el padre, repasando con su vista el cuerpo de Ana. Ana estaba acostumbrada y no se inmutó-. Lo siento mucho. Al verla pensé que era más joven e “inocente” o quizás de esas muchachas precoces que causan estragos en los programas de farándula y televisión.

Ana iba a replicar algo molesta el comentario del cura, sin embargo, Priscila los interrumpió. Sirvió una nueva ronda de café irlandés y se sentó en el sillón de al lado, mientras el padre se sentaba al frente, al lado de una mesita. La abogada no sabía por qué demonios “Sor Priscila” tenía que quedarse en la habitación, pero ahí se quedó, como si fuera de lo más normal. Necesitaba privacidad para su confesión.

  • Sabe “Señora” Ana –el cura enfatizó sus palabras mientras probaba unos sorbos de su café con “malicia”-, el verdadero trabajo de gente como yo, luego de dar a conocer la palabra de Dios, es la salvación de las almas. Muchos de mis compañeros sacerdotes no toman en serio este trabajo. Piensan que si alguien les dice sus pecados y ellos lo escuchan, todo quedara arreglado y saneado con un Ave María y dos Padre Nuestros. Pero la verdad es más complicada. Porque para expiar el pecado es necesario que el pecador se muestre tal como es y se arrepienta. Para eso necesita valor y conocerse a sí mismo.

El cura parecía alargarse con las explicaciones, sin embargo, Ana le encontró sentido a las palabras del padre Patrick. Bebió de su café y se dedicó a escucharlo unos minutos.

  • Lo ves –continuó el sacerdote-. Ahora dime, vienes por una confesión o he estado hablando demás los últimos minutos.

El cura sonó risueño, salvando las últimas barreras que Ana tenía. Ahora estaba más predispuesta y relajada. La verdad es que el café le sintió muy bien. Cuando le pasó la taza a Priscila, le dio las gracias y se sintió relajada. Especialmente, cuando la rubia se retiró del lugar.

“Finalmente”, pensó Ana.

  • Así es, padre –la boca se le secó. Estaba nerviosa-. Vengo porque he pecado.

  • Muy bien, muchacha. Te escucho –el sacerdote estaba serio, meditabundo.

  • He caído en el pecado de la carne –dijo Ana, incapaz de decir algo más.

El cura la miró, confuso.

  • ¿Pecado de la carne? –preguntó-. ¿Qué quiere decir con eso, Señora Ana?

  • Esto… Yo… Usted sabe… -quiso aclarar sus dichos la hermosa abogada, pero le era imposible seguir adelante.

  • No, no lo sé –respondió el cura, con aquel acento irlandés.

Ana quería que se la tragara la tierra. Estuvo tentada a salir corriendo del lugar, sin embargo, cuando pensó que no podría soportar un minuto más junto al padre Patrick, éste la sorprendió llamando a Priscila.

  • Priscila, Querida. Quiero que le cuentes tu historia a la Señora Ana –pidió el padre-. Ana, te pido que permanezcas en silencio y escuches.

Ana así lo hizo. Estaba agradecida de no tener que hablar en aquel instante.

  • ¿Padre, podría beber una copa de su brandy irlandés? –preguntó la rubia catequista, para sorpresa de Ana-. No es fácil contar esta historia a una desconocida.

El rostro de Priscila estaba avergonzado, lleno de pudor.

  • Está bien hija. Sé que es duro lo que te exijo –dijo el padre, comprensivo-. Pero lo hacemos por la salvación de una hermana. Sírvete una copa de brandy y aprovecha de traer una copita para Ana y otra para mí.

Servido el licor, Priscila bebió su copa y empezó a contar su historia. De como ella había sido una mujer pecadora, infiel. Como había llegado desesperada a la iglesia, sin poder más con la culpa y la lujuria que a veces la dominaba. Luego de “follar” con su tío político hasta causarle la muerte había llegado a hablar con el padre Patrick. El había logrado encausar su vida, sabiéndose pecadora y así, expiar poco a poco sus pecados.

  • Antes tenía al diablo en el cuerpo. Era una hembra folla-hombres, una puta incorregible que me hacía daño a mi misma –terminó diciendo la rubia y joven parroquiana-. Pero aprendí a aceptar mis errores y lo que soy realmente. El padre Patrick me ayudó. Ahora soy una mujer casada, pero me siento libre y en paz  conmigo misma. Soy una servidora de esta iglesia.

La dureza de sus palabras, le parecieron escandalosas a Ana. No había eufemismos en su discurso, no hablaba del pecado de la carne, Priscila decía claramente follar. , habían sido sus palabras. No había mentiras en su relato, sólo la crudeza de lo que ella había hecho. Su pecado estaba totalmente expuesto.

  • Ve, Ana –expuso el padre Patrick-. ¿Ha visto cómo Priscila ha expuesto toda su verdad?

  • Si –contestó Ana, nerviosa de lo que se le iba a pedir.

  • Ahora, Priscila ha hecho un resumen de lo que fueron varias horas de “dura” confesión –continuó el sacerdote irlandés con su perfecto español a pesar de ser extranjero-. Sin embargo, la crudeza de su relato la liberó ¿Sería Usted capaz de hacer lo mismo?

  • No lo sé, padre –respondió Ana, insegura-. Supongo que podría hacerlo.

  • Es por el bien de su mente y su alma –el cura no se rendía-. Notó que estás muy afligida. Estás sufriendo, hija ¿no?

  • Si, padre… estoy sufriendo –el sollozo salió de la boca de Ana, sin esperárselo.

Ana siempre se había mostrado fuerte, indiferente. Era una mujer que hacía lo que quería, ambiciosa y arribista. Sin embargo, sabía que era el momento de ceder.

  • En cuanto Priscila se vaya continuaré con mi confesión –dijo.

  • No –le contestó el padre, sorprendiéndola.

  • Pero el secreto de confesión, padre. Yo… -empezó a reclamar Ana.

  • Creo que no es justo que Priscila te haya revelado sus pecados y secretos, que tú hayas escuchado su historia y ella no pueda escuchar la tuya. Priscila se quedará. Es lo justo, muchacha. Además, es una mujer con un alma caritativa, te ayudará a comprender tu propia situación. Doy testimonio de su entrega por los demás.

  • Pero… -Ana estaba con rabia, a punto de estallar o llorar.

  • Nada de peros… -cortó la súplica con dureza el cura.

En ese momento de duda de la abogada, Priscila le tomó la mano y con una caricia en el brazo la trató de calmar.

  • Tranquila –le dijo la bonita rubia-. Estaré a tu lado sólo para apoyarte, no para juzgarte. Sólo Dios puede juzgar, no los hombres.

  • Gracias –le contestó Ana. La caricia cálida le había calmado.

Se le había escapado una lágrima que Priscila secó con una caricia de sus dedos. La suave caricia en su rostro ganó la simpatía de Ana, que le dejó sentarse en el sillón de al lado.

  • Bueno, Padre –empezó de nuevo-. He sido… más bien, soy una mujer infiel. Le he faltado a mi marido, a mi compromiso con él. Además, tal vez sufro de ninfomanía, no estoy segura.

  • Así que era eso –dijo el cura, comprensivo-. Continúa… ¿Desde cuándo eres infiel?

  • ¿Desde cuándo soy infiel? –Ana estaba descolocada con las preguntas directas del padre Patrick-. No lo sé.

  • Vamos muchacha, di la verdad. Sabes muy bien la primera vez que fuiste infiel. Y seguramente, la segunda y la tercera –las palabras del sacerdote eran duras, sus ojos negros fríos y autoritarios.

Ana bebió de la copa que le ofreció Priscila y luego rememoró.

  • Mi primera infidelidad fue un mes antes de casarme –confesó finalmente.

  • Detalles, muchacha. Detalles –requirió el cura-. Quiero saber si existen atenuantes en tu caso.

  • Fue en una fiesta en honor a mi hermano. El primer hombre con que fui infiel a Tomás, en aquel entonces mi novio, fue un joven oficial, un militar como lo habían sido mi padre y mi abuelo. Ramiro fue uno de los compañeros de promoción de mi hermano, que también siguió la tradición familiar. Ambos habían ingresado a la escuela de oficiales del ejército. Ramiro y mi hermano se conocieron ahí, y yo lo conocí por la amistad que ellos forjaron. Ramiro empezó a visitar a mi casa y entabló amistad con mi padre, rápidamente. Era un chico guapo y varonil, se transformó rápidamente en el pretendiente ideal para mí, según mi padre.

“El es perfecto para ti, hija”, decía mi padre.

Por supuesto, yo le rechacé –Ana continuó mientras masajeaba su esbelto cuello-. A pesar que me sentía atraída por Ramiro, el hecho que mi padre lo propusiera como mi novio  futuro esposo me hizo sentir rechazo. Yo era la “rebelde” de mi hogar, no iba a aceptar las continuas imposiciones de mi padre. Ya me había sometido durante muchos años a su machismo, a su anacrónico mandato en casa. Y no iba a ceder en aquello, especialmente cuando después me puse de novia con Tomás. Y mi actual esposo es un adonis… -Ana se interrumpió y buscó algo en su cartera.

De su billetera sacó una foto de su esposo. Era un tipo guapo y atlético, vestido en traje de polo. Cualquiera hubiera dicho que era la foto de uno de los modelos de los anuncios de Tommy Hilfiger. Sin duda, un tipo muy atractivo. Priscila se quedó mirando la foto un buen rato antes de regresársela a Ana.

  • Tomás era mi vida… es mi vida –Ana se corrigió-. Pero aquellos días me sentía diferente. Al fin me sentía libre de la autoritaria presencia de mi padre, de su forma machista de ser. Había encontrado a un hombre hermoso, compresivo y sensible que se desvivía por darme todo lo que yo había soñado. Un hombre inteligente como Tomás, que me había cautivado de la cabeza a los pies.

  • Sin embargo –la voz de Ana se apagó-, esa misma efervescencia me hizo creer que el mundo estaba en mis manos, me sentía muy segura. Quizás por eso, esa noche fui descarada con Ramiro. Ya no tenía que rechazarlo por mi padre, era libre de tomarme unas copas con “su elegido” y no temer nada. Me iba a casar en unas semanas, coquetear con Ramiro era inofensivo.

“¿Por qué no?”, me repetí esa noche con unas copas en el cuerpo.

“Sólo faltaban unas semanas y seré la mujer de Tomás ¿Por qué no tontear con el chico un rato?”, me dije.

“Mi padre había perdido la batalla”, pensé.  “Era libre de sus machistas formas”, continué mientras lo miraba desde lejos.

  • Así que lo busqué e inicié una conversación amistosa. Hablamos y me gustó estar con aquel atractivo hombre. Nuestros coqueteos, poco a poco. Bailamos y bebimos muy unidos. La verdad es que no sabía que hacía, era una niña que jugaba con fuego que no sabía cómo terminaría aquella noche –se tomó una pausa en el relato Ana, con el rostro entre sus manos. Empezó a sollozar, avergonzada.

  • Tranquila, muchacha. Continúa cuando puedas –se mostró comprensivo el padre Patrick, mientras Priscila le acariciaba el hombro con ternura-. Pero quiero que seas detallada en lo que nos cuentas. Tal vez no es tan grave el pecado como piensas. Deja que yo me forme mi propia impresión.

  • Está bien, padre –respondió Ana, luego de probar un trago del brandy que Priscila le dio a beber-. Esa noche era una fiesta de amigos y parte de mi familia, pero más tarde los más jóvenes nos trasladamos a un pequeño chalet. Había bebido un poco más de la cuenta, pero aún mantenía a raya a Ramiro mientras el chico susurraba más piropos a mi oído. Una y otra vez intentaba robarme un beso y yo le rechazaba, una y otra vez. Sin embargo, aquel rechazo más parecía un juego coqueto de mi parte que la defensa de mi honor como novia. Luego de un rato, Ramiro me hizo notar que la fiesta estaba terminando, ya no estaban mis hermanos en el lugar y sólo quedaban un par de primos borrachos y algunos desconocidos en el salón. Me dijo que era hora de salir a tomar un poco de aire.

Ana hizo una pausa y bebió de la copa, nuevamente. Sus ojos turquesas estaban brillantes. Se sacó la chaqueta del traje de dos piezas, alegando que tenía calor. La camisa plateada y entallada dejó entrever unos senos grandes bajo la seda. Los negros ojos del padre Patrick observaron a la mujer, ahora podía notar lo reveladora de la elegante ropa de la abogada. Las curvas de Ana eran dignas de divina admiración, se sorprendió pensando el padre.

  • Ramiro me llevó al balcón de una de las piezas desocupadas –continuó Ana-. Yo alegué, pero él me llevaba bien tomada de la cintura y estaba algo bebida, “alegre”. Ramiro es un tipo seguro, divertido y… atractivo. Seguimos hablando mientras bebíamos una copa de algo que no recuerdo. Ramiro me decía cosas al oído. Palabras y piropos que no eran apropiados para una joven que estaba a punto de casarse. Pero que me hacían sentir halagada.

“Eres tan hermosa. Si no tuvieras tu boda en un mes más te besaría ahora mismo” “Tu piel es tan suave. Si no estuvieras de novia te comería ese cuello a besos” “Tienes un cuerpo de diosa, Ana. Menos mal que estás de novia o aquí mismo que pierdo toda compostura”

  • Me decía todo eso y yo lo dejaba seguir susurrando palabra tras palabra a mi oído. Estaba tan cerca que su aliento producía cosquillas en mi cuello –Ana continuó hablando, con la mirada perdida en el pasado-. Como dije, era una chiquilla jugando con fuego, pero aquel juego travieso me gustaba. Él era tan atractivo, todo un galán. Sabía que había muchas amigas que deseaban a Ramiro, pero yo estaba segura que él sólo me deseaba a mí. Yo amaba a mi novio, pero en ese momento me olvidé de él y del resto del mundo.

“Si fueras soltera y me desearas ¿sabes lo que haría?”, me dijo en algún momento.

  • ¿Qué? Respondí yo, la muy tonta –Ana bebió de un trago su copa y se la entregó a Priscila-. El me besó. Me besó, sorprendiéndome en un estado en que no podía rechazar aquel beso.

  • Me fundí en sus brazos y me dejé conducir adentro de la habitación, me era imposible separarme de él. No pude honrar a Tomás Matías, mi novio y futuro esposo –Ana continuó, su respiración era entrecortada al recordar-. Sus besos y caricias me llevaron a la cama, nos sentamos. Fue el momento en que pude escapar, lancé un reclamo. Pero Ramiro me acalló con una caricia y un nuevo beso. No había vuelta atrás.

Ana quedó en silencio. Sin embargo, Priscila le entregó una nueva copita de brandy. Instándola a continuar.

  • Caímos a la cama – prosiguió Ana, con la copa entre los labios-. Las manos de Ramiro exploraron lo que él siempre había deseado, lo que yo había prometido que sólo sería de mi novio. Ramiro confesaba con deseo su adoración por mí cuerpo mientras levantaba mi vestido para ver mis piernas y me lleno de elogios cuando comenzó a tocar mis senos.

“Te he deseado tanto tiempo” “Dios ¡Que hermosa eres!” “¡Que senos!”, susurraba a mi oído.

Yo estaba excitaba, lo dejaba acariciarme. Pero no me atrevía a tocar. Sentía mucho calor, pero en aquel tiempo era muy tímida y retraída. Mis padres me habían enseñado que los seres humanos deberían compartir el amor como hombres no como animales y una señorita debía ser especialmente virtuosa, incluso en la intimidad con su esposo. Sólo después de casada logré soltarme en la cama, en el sexo. Primero con mi esposo, luego con mis amantes.

  • No te desvíes de la historia, querida –pidió el padre Patrick.

  • Esta bien, padre –dijo Ana, bebiendo de su copa. Preguntándose si era la segunda o la tercera copa de Brandy que ingería-. Estaba excitada. Nos besábamos extendidos en la cama, las manos de Ramiro no paraban, iban de mis senos a mi trasero en una caricia profana que encendía mi lujuria.

  • El seguía halagándome en susurros, calentándome –continuó la trigueña abogada-. Yo no podía estar más excitada. No tarde en sentir los dedos de Ramiro en mi sexo, al principio opuse resistencia. Era lo que había aprendido, como señorita y futura esposa de Tomás Matías.

  • Pedí respeto, aunque no era lo que deseaba –La hermosa abogada empezó a respirar agitadamente-. Deseaba ser tomada por aquel hombre. Quizás por eso me rendí al deseo tan fácilmente, con dos dedos de Ramiro penetrándome rítmicamente. Estaba en la gloria. Me entristece decirlo ahora, pero empecé a hablar, a pedirle a mi amante “cosas”.

  • ¿Qué le pedías a Ramiro? –interrumpió el padre, inmerso en el relato.

  • Le pedía que me tomara –dijo Ana, los ojos turquesas brillando salvajes-. Le pedía que me follara. Que me hiciera suya. Por supuesto, el no esperó más. Mis ruegos eran todo lo que había deseado escuchar esa noche. Me sacó mi calzón juvenil, se subió arriba mío y me penetró. Fue torpe, pero estaba tan mojada que no me dolió demasiado, incluso la rudeza de Ramiro hizo que deseara sentir su pene más adentro de mi cuerpo. Era una locura, pero disfruté cada envestida. Podía sentir el pene de mi amante, sus labios en mis senos y su aliento en mi cuello confabularse para que yo, una señorita bien enseñada, actuara como una puta. Todo me llevó a que de mi boca salieran frases que jamás pensé decir.

“!Fóllame!” “Cógeme, soy tuya” “Dame más duro, cabrón”

  • Estaba hecha una puta –dijo de pronto Ana-. Tal vez, eso he sido siempre… una puta.

Quedó un momento en silencio, como tratando de recuperar la compostura.

  • No había forma de detener lo que pasó esa noche –continuó Ana, luego de un suspiro-. Cuando mis piernas estaban entrelazadas a la cintura de mi amante, sentí que Ramiro apresuró sus embestidas contra mi ardiente coño. Entonces, empezó a descargar su semilla en mí. Su semen me llenó y sólo el orgasmo que tuve evitó que saliera corriendo de la habitación, desnuda y muerta de miedo.

  • Lejos de eso –continuó Ana, luego de una pausa-, nos besamos un rato más. Hasta que mi calentura se transformó en culpa, en vergüenza y en miedo de perder a quien realmente amaba, mi novio.

  • Aquella fue mi primera infidelidad –terminó Ana-. Reviviéndolo hoy, me parece un desliz torpe e inocente.

La conclusión de Ana no dejaba dudas.

“Aún había mucho por contar”, pensó el padre Patrick.

  • Me parece que debes continuar, muchacha –dijo el cura mientras Priscila llenaba la copita del cura-. Necesito saber si tienes el diablo en el cuerpo.

Ana levantó la vista con el rostro enrojecido y observó al cincuentón cura y su rubia feligrés. No quería que notaran su estado. Sin quererlo, Ana se había excitado al recordar su primera infidelidad.

Con el Diablo en el cuerpo (2)

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Ana miró a los ojos negros del hombre y a la mujer que estaba a su lado. Aquella situación era extraña. Ella confesándose a dos desconocidos: un cura cincuentón y su rubia y leal feligrés.

Había algo extraño en aquella reunión que preocupó a la abogada, en esos dos espectadores que la observaban con expectación. Pero desechó aquellos pensamientos. Estaba más preocupada de que nadie notara su estado de excitación.

  • Me parece que debes continuar con la confesión, Ana –repitió el padre Patrick-. Necesito saber más para que podamos expiar tus faltas.

  • Esta bien, padre. Continuaré –dijo Ana, con una sonrisa extraña en el rostro-. He cambiado tanto desde aquel tiempo. He envenenado y corrompido a la niña inocente que era.

  • Lo que pasa es que ya no somos niños –respondió el fornido sacerdote-. Los adultos debemos lidiar con la verdad del mundo, con las luces y las sombras.

  • Así es –concordó Ana.

Ana bebió un sorbo de Brandy antes de proseguir con su historia.

  • Después de mi primera infidelidad con Ramiro, me prometí no serle nunca más infiel a Tomás. Nos casamos y por un tiempo me sentí la mujer más dichosa del universo. Por mucho tiempo me pregunté que me pasó esa noche con Ramiro. Mi esposo es un hombre muy inteligente y un profesional muy por sobre el promedio, en los más altos estándares en nuestra profesión. El también es abogado. Consiguió un importante empleo y para nuestro matrimonio el sueño de una casa propia y una vida de ensueño se hicieron realidad. Además, juro que estoy muy satisfecha en el sexo con mi esposo… sin embargo, algo no estaba bien conmigo… o tal vez era mi situación. No sé.

  • Yo… –continuó la hermosa abogada, recordando- poco después conseguí un trabajo en un bufete. Pero comparado con el estudio de abogados de Tomás, mi trabajo era poca cosa, casi una broma. Sin embargo, me esforcé por resaltar mis condiciones y mi profesionalismo. Al poco tiempo, me di por vencida.

“En aquel lugar no llegaría a ninguna parte”, me di cuenta.

Era un lugar de poca monta, pobre para mis altas aspiraciones –prosiguió Ana, ensimismada en el relato-. Vivía con esos pensamientos, quejándome de un empleo mal remunerado. Sin las luces o el glamur que tenían los trabajos de mi esposo y otros abogados que conocía. Me sentía lejos de los grandes casos y de los grandes personajes. Me sentía frustrada hasta que un día me enteré que un importante bufete iba a contratar un profesional. Era un puesto para tiburones y pesos pesados, una oportunidad única. Entonces, se me metió entre ceja y ceja que ese puesto era para mí.

Las manos apoyadas en la falda habían subido la prenda, mostrando sus piernas enfundadas en medias negras.

  • Me faltaban calificaciones y no cumplía algunos requisitos –continuó Ana-. Pero no me di por vencida.

“Tengo la determinación y las herramientas para el cargo”, me convencí a mí misma.

“Sólo necesitó entrar en la selección, dar la entrevista y el puesto será mío. Necesitaba esa oportunidad”, me convencí.

  • ¿Saben lo que es estar realmente obsesionada con algo? –preguntó Ana al padre y a Priscila, levantando el rostro femenino, noble como el de un ángel.

  • Si –respondió Priscila, acariciando el brazo de la abogada.

  • Yo lo estaba, absorbida por conseguir ese trabajo –continuó la hermosa abogada-. Vivía esos días y noches planeando como llegar a la selección, como lograr ese trabajo para alcanzar el estatus y la notoriedad que mi vida merecía.

  • Dicen que cuando uno desea algo con fervor, las cosas resultan –la sonrisa de Ana era amarga, pero la belleza de la abogada era innegable para el padre Patrick-. No sé si fue por eso, pero por un hecho fortuito, encontré la oportunidad de entrar a aquel bendito concurso.

“Es mi destino”, me sorprendí diciéndome al espejo.

  • La noche en que pasó aquel hecho fortuito –siguió Ana después de beber de su copa-, estábamos en una fiesta de despedida de unos amigos que se iban al extranjero. Nos paseábamos por el lugar, cuando nos presentaron a un chico de lentes y su chica, amigos de los festejados. La verdad es que me parecieron sólo un geek más y su “peor es nada”. El tal Federico era un tipo insípido, lo menos interesante sobre la faz de la tierra, salvo por un trascendental factor que afectó mi vida de inmediato: El chico era parte del grupo de personas que estaba seleccionando los candidatos para el puesto que yo tanto anhelaba.

  • No sé como salió el tema –continuó Ana, inmersa en el relato-, pero me enteré que Federico era parte de la empresa head-hunter, cazatalentos profesionales, encargados de hacer la primera selección de abogados en el concurso del estudio al que yo deseaba pertenecer. De un momento a otro, Federico Soto Mancilla se transformó en la llave para cumplir mis sueños.

  • Es gracioso ¿no? –comentó Ana, luego de beber un sorbo de su copa-. Es increíble como alguien tan diferente y tan ajeno a nuestra clase puede tener tanto poder sobre nuestro futuro. Aquel geek de cabello negro y grasiento, lentes gruesos que me miraba de soslayo con una mezcla de deseo y frustración, era la solución para mi problema.

  • En aquel momento, pensé rápido –Ana dio énfasis al relato, reviviéndolo-. Debía hablar con él a solas, pero aquella noche era difícil. Matías no se despegaba de mi lado y su novia tampoco. Increíblemente, Yo, una mujer hermosa y sensual, con un semental guapísimo como mi marido, me pasé toda la noche buscando con la mirada al tipo más insípido y nerd de la fiesta.

  • Finalmente –la voz de Ana empezó a sonar distorsionada por el alcohol -, cuando vi que la novia de Federico fue al baño, me separé de mi marido, excusándome que iba a buscar un trago. Sin dudarlo, fui directo hacia Federico y le pregunté donde podía servirme un trago. Él, algo nervioso, me indicó la cocina.

“¿Me preparas un trago, Federico? Soy muy mala mezclando el alcohol. No entiendo de medidas. Nunca nada me queda sabroso”, le dije aquella mentira con tono coqueto, aunque muy disimulado.

  • Todavía estábamos a la vista de algunos amigos y yo trataba de pasar lo más desapercibida para el resto –Ana parecía continuar su relato sin asomo de duda-. Federico, un poco sorprendido y avergonzado por mi petición, me acompañó a la cocina. Quizás porque lo arrastré rápidamente hasta el lugar, pero estoy seguro que no me hubiera seguido de buena gana si no fuera la chica que soy.

  • Yo siempre he sido una chica guapa, lo sé –Ana sonó muy segura, incluso pareció erguirse en el asiento para que el padre y su parroquiana la vieran, para que notaran su belleza y sus curvas-. Desde mis doce o trece años he llamado la atención de compañeros de colegio, de maestros y adultos. Hombres de todas las edades me deseaban. Al principio, no lo noté, era una niña. Pero cuando descubrí la fuerza que ejercía mi belleza supe que podía abrirme muchas puertas. Era caprichosa, lo soy. Aquello me trajo algunos problemas con mi estricto y machista padre, pero esa es otra historia.

  • Ahora  –retomó la historia Ana-, imaginad a ese espécimen infrahumano lleno de pequeñas espinillas en la frente yéndose a la cocina con la chica más guapa de la fiesta. Una chica bonita, alta, de ojos claros y senos firmes, etc. En fin, una chica con las curvas armoniosas como yo. Cualquier tipo no hubiera dejado la oportunidad de aprovechar la ocasión para algo, pero Federico era lo más tímido que existía en la humanidad y tuve que conducir la conversación todo el rato.

  • Mientras preparaba el trago –Ana continuó bajo la atención de Priscila y el cura-, yo me movía con cierta coquetería a su lado, preguntándole sobre su trabajo. Una vez que estuve segura que Federico efectivamente trabajaba en la selección que yo tanto soñaba me puse manos a la obra. Lo que fuera que deseaba hacer para convencer a Federico para integrarme a la selección no podía hacerlo ahí. Debía buscar una excusa para reunirme con él en un lugar privado, otro día. Al final, le inventé una historia que tenía un laptop con un virus y necesitaba de su talento informático para solucionarlo, porque yo era completamente inepta en el tema.

“Reunámonos durante la semana ¿te parece?”, le dije muy afable y coqueta.

  • Le insistí con una pequeña inclinación de mi torso, mostrándole mis grandes y firmes senos en el  escote del minivestido negro que usaba esa noche –sin darse cuenta Ana imitó el sensual movimiento que había hecho esa noche, dejando al cura con los ojos abiertos-. No sé cómo se me ocurrió eso, pero logré que él aceptara. Me despedí dándole un beso de despedida en la mejilla y rozándole uno de mis senos en su hombro. Fue tan divertido ver su cara de tonto, pero aguante la risa. Era mi boleto de ida a la gloria y no podía echarlo a perder. De hecho, tuve que volver para limpiarle el lápiz labial de su mejilla. Hasta el día de hoy me produce hilaridad ese momento.

  • Como ven, estaba perdida. Obsesionada por conseguir ese trabajo –quiso justificarse Ana, mientras cruzaba sus femeninas y sensuales piernas-. Pero era razonable lo que hacía ¿no?

El padre Patrick y Priscila no supieron que decir. Ana no necesitó palabras de aprobación, pues, estaba convencida que la mayoría de las ocasiones llevaba la razón. Ana era muy beligerante. Sólo su esposo era capaz de hacerla ver sus errores, mediante paciencia, amor y comprensión. Pero hacía mucho que Ana no le escuchaba. El tiempo no le alcanzaba a Ana para hablar.

  • Aquel trabajo era uno en un millón –continuó convencida la hermosa fémina-. Uno de esos que cambia la vida de una persona ciento ochenta grados ¿me entienden?

El padre Patrick y Priscila se miraron con complicidad, comprendiendo que tipo de persona era Ana Bauman, la abogada.

  • Con el teléfono de Federico y una cita para ese miércoles en un café, debía pensar rápido –prosiguió Ana con el relato-. Sabía que el chico estaba de novio. No sabía que tan serio iba con su chica, pero si comprendí una chica como yo podía volver loco a un tipo como Federico. Lo sabía porque luego de la escena en la cocina y durante el resto de la celebración de despedida, Federico no me quitó el ojo de encima. Y yo tampoco. Procuraba mostrarse amistosa con él. Además, cuando nos encontramos en un pasillo, lejos de ojos ajenos, le coqueteaba al pobre chico, que se ponía todo nervioso.

  • Sin duda, fue una de las cosas que jamás pensé hacer –dijo Ana-, me había prometido serle fiel a Tomás, pero estaba convencida que lo hacía por nuestro bien. Además, aquello no tenía nada de malo o desleal. Era sólo un par de miraditas, sonrisas y roces que poco o nada tenían de sexual. Dejar que vea un poco más de lo normal era sólo eso, mostrar un poco más. Y más había mostrado en verano en la playa, usando bikini.

  • Para el día miércoles ya tenía un plan de acción –continuó expresándose Ana, cada vez más elocuente por el alcohol-. Pensé que tendría que ir al límite de lo que una mujer casada debía hacer, pero me propuso respetar a mi esposo. Sin embargo, ni yo sabía que tan obsesionada estaba con ese trabajo.

  • Primero, me maquillé para la ocasión, algo más de lo habitual –Ana volvió a masajear su cuello mientras se mordía con sensualidad el carnoso labio inferior-. Luego, elegí algo sexy, pero casual. Entonces, partí a la reunión. Llegué al lugar de la reunión con un minivestido de color verde, una chaqueta hasta la cintura, negra y abrochada, y unos zapatos de taco alto que resaltaban aún más mis piernas y mi trasero. Además, me había puesto un brasier push up para que Federico notara aún más mi voluptuoso y femenino torso. La cara que puso al verme era un poema, se levantó con tanta torpeza que casi hace caer la silla y derrama el agua que bebía. Lo saludé con un beso en la mejilla y me senté. Sin embargo, antes, desabroche la chaqueta, dejando a la vista un escote amplio y redondo que ocupó la mirada de Federico varios segundos. Era un tonto, pensé. Pero me concentré en mi futuro y guardé las apariencias.

  • Parecía todo pan comido ¿no? –dijo Ana, levantándose del asiento y bebiendo de su copa-. Yo toda una femme fatale sirviéndome en bandeja a un pobre e inocente geek.

Ana empezó a caminar por el lugar, gesticulando. Caminando como lo haría una femme fatale, desabrochando un par de botones de su camisa, inclinándose para demostrar como había insinuado las curvas de su escote o su voluptuoso trasero al chico, y así demostrar la manera en que había llevado la conversación desde el insignificante arreglo de una computadora hasta lo que le interesaba, la selección del abogado y su interés para que la integrara arbitrariamente al concurso.

  • Y aquel muchacho resultó que tenía una “elevada ética profesional” –continuó Ana su exposición, ante la mirada atenta del sacerdote-. Eso me dijo tartamudeando cada frase. Sin embargo, a pesar de mi decepción inicial, no di el brazo a torcer. Conduje el asunto a “mis terrenos”. No perdería esa oportunidad por la miserable conciencia de un geek, un personaje venido en menos. Supe que aquel día debía ir un poco más allá  de lo razonable. Pero valía la pena.

  • La “elevada ética profesional” se mantuvo a pesar de mis provocaciones, de mi fingida angustia y de mi coqueteo inocente –Ana parecía rememorar su rabia-. Decidí cambiar de táctica. Entonces, le propuse que tratáramos el asunto en un lugar más privado, en mi departamento. Esa semana mi hermana y su marido habían viajado fuera de la ciudad y yo tenía una llave de su departamento. Por cualquier imprevisto. No dudé en utilizarlo e incluir ese recurso a mi plan. Estaba decidida a hacer cambiar de opinión a Federico.

  • Entonces, lo llevaste al departamento de tu hermana –Priscila, con su cabello rubio recogido hacia un lado, era la imagen encarnada de  la comprensión hecha mujer -. ¿No sentiste que estabas haciendo peligrar tu matrimonio?

  • No, la verdad es que no –respondió Ana, segura-. Me sentía desafiada por aquel miserable hombre, no iba a aceptar un no como respuesta. La verdad es que me sentía impelida a usar a ese hombre y luego aborrecerlo. No medía las consecuencias.

  • ¿Qué pasó? –preguntó el padre Patrick.

  • Lo llevé al departamento de mi hermana –continuó Ana, que volvió al sillón y cruzó sus piernas despreocupada-. Hablamos del tema. El había descubierto mis reales intenciones y a pesar que se negaba a mis deseos no se marchaba.

“Quería algo, por eso seguía ahí”, pensé.

  • Yo empecé a intuir que el chico me deseaba –Ana intranquila, incómoda en el asiento-, pero ante la incapacidad de ir más allá sólo deseaba prolongar su estadio a mi lado. Me deseaba, pero era incapaz de tomarme.

  • Aquello sería su error, me propuse –la inescrupulosa abogada cruzó las piernas y el cura pudo vislumbrar la tela blanca de su calzón-. Serví unas copas de algo fuerte mientras conversábamos, sentados frente a su computadora. Federico me explicó como seleccionaban a los postulantes mientras analizaba mi perfil laboral en su laptop y me trataba de hacer entender que no poseía los requisitos para el cargo. Mientras explicaba, miraba nervioso mis piernas y mi rostro.

  • Me faltaba experiencia y capacitaciones, etc. –continuó Ana, jugueteando con su falda-. Según él, era imposible que me seleccionaran. Pero lo que él no sabía era que esa palabra estaba desechada, no la respuesta que yo quería. El no conocía la medida de mi deseo y que me sobraba ambición.

  • Indiferente a lo que me dijo, le pedí nuevamente que me integrara a la selección –dijo Ana-. Le pedí que ingresara mis antecedentes corregidos, que falseara datos de mi currículum laboral y me dejara participar de la entrevista de trabajo. Por supuesto, Federico se negó nuevamente, alegando esa supuesta ética de trabajo mientras sus ojos pervertidos se dirigían a mis senos, una y otra vez.

“Cerdo”, pensé en ese momento.

  • Ese tipo era un cerdo e iría directo al matadero –la voz de Ana estaba cargada de odio-. Nos habíamos bebido un par de copas y yo empecé a desesperarme cuando Federico se escapó al baño. No sabía qué hacer. Mientras observaba su laptop un archivo de video en el escritorio llamó mi atención.

  • Aquello fue el destino –dijo Ana, con una sonrisa soberbia en su hermoso rostro-. Abrí el archivo y de inmediato pude ver la imagen de una muchacha rubia y alta caminando por una sala de estar mientras un hombre la seguía, atado de una correa. Adelanté un poco la grabación, era una chica que dominaba al hombre, haciendo que este le comiera el coño y obligándolo a darle placer.

  • Porno, este cretino le gusta el porno, me dije –continuó Ana, con una sonrisa en el rostro y los ojos turquesas muy abiertos-. Y no cualquier porno. Adelanté el video observando la escena, viendo como la mujer dominaba a su esclavo hasta que lo orinaba en la cara.

  • Yo seguía pensando que hacer –continuó Ana-, como ocupar esa nueva arma contra Federico. De pronto, sentí sonar el agua correr en el baño. Debía ser rápida antes que Federico regresara. Sin dudarlo, retrocedí la grabación, más o menos donde el esclavo gateaba hasta la entrepierna de la mujer y empezaba a lamer el coño de su ama. Luego, sin detenerme a pensar, me saqué mi pequeña tanga y la escondí en mi cartera.

  • Me sentía extrañamente decidida cuando Federico volvió a la habitación –Ana parecía inquieta. Sin proponérselo, se mordió el carnoso labio y llevó con una mano el trigueño cabello a un lado-. Él se acercó a su computadora, pero quedó de pronto paralizado ante la imagen de la muchacha sentada en una mesa mientras el hombre le comía el coño.

“¿Qué haces?”, me dijo

  • Trató de acercarse a su computadora para detener la grabación, pero me puse en medio. El trató de rodearme, pero no lo dejé pasar. Mi mente trabajaba a mil por hora. Había llegado el momento de tomar al toro por las astas o más bien por los cojones –la sonrisa de Ana era picara, descarada-. Cuando mi mano tomó a Federico de su entrepierna saltó en su lugar. Lo inmovilicé así y le ordené que se sentara. De inmediato acató mi orden. Él quería hablar, quizás justificar la presencia del video porno, pero lo hice callar.

  • ¿Saben que hice para silenciarlo completamente? –preguntó Ana a sus oyente. Su sonrisa era amplia y sus dientes perfectos brillaron en aquel poco iluminado lugar de la parroquia.

-No –dijeron casi al unísono el cura y la parroquiana.

  • Saque mi tanga de la cartera, se la mostré y luego se la puse en la boca, “amordazándolo” con ella –Ana lanzó una risita divertida y luego tomó aire para continuar-. Federico se quedó quieto y callado, sorprendido supongo. Completamente a mi merced.

  • Le dije –Ana se levantó, haciendo una parodia de sí misma-: Sabes lo que quiero y ahora yo sé lo que tú quieres. Podemos tener un trato, yo haré que me recuerdes cada vez que vuelvas a mirar ese video. Lo recordarás, porque los protagonistas en tu mente y en tu recuerdo seremos tú y yo. Hice eso mientras hacía esto.

Ana se apoyó en la mesita que estaba junto al sillón del padre Patrick y se subió el vestido, mostrando los muslos femeninos enfundados en sus medias que cubrían hasta la porción superior de sus muslos, donde pudo vislumbrarse la parte de la desnudez de sus generosos y femeninos muslos.

Luego, con la misma actitud desenfrenada, dejó caer la tela de su falda y acarició uno de sus senos antes de remover la tela de su camisa y su sujetador para mostrar un instante uno de sus grandes y erguidos senos. Finalmente, llevó un dedo a la boca y le dio un beso, beso que depositó en los labios del padre Patrick. Cuando separó la yema del dedo de los labios del cura, este estaba pálido y era incapaz de salir de su sorpresa.

Priscila dio la impresión de moverse, enojada. Tal vez con la intención de defender al cura de aquella impúdica fémina. Pero el párroco la detuvo.

  • Tranquila, Priscila. Todavía no es el momento –le ordenó el padre. Luego se dirigió a la abogada-. Es algo descarado lo que hizo, Señora Ana. Pero estamos aquí para conocer a la pecadora, no a la mosquita muerta que ha aparentado ser frente al resto.

  • Ja… mosquita muerta… –rió Ana, irónica y salida de su papel de mujer acongojada, como una diablesa expuesta-. Veo que la historia causa impresión en usted padre.

La muchacha indicó risueña el bulto que se formaba bajo la incipiente barriga del sacerdote irlandés.

  • Vamos, dejémonos de tonterías –le reclamó el cura-. ¡Habla, muchacha! –Exigió- ¿Qué pasó?

  • Pasó lo que debía pasar –continuó Ana, aún de pié-. Su ética laboral se derrumbó por el depilado coño de una mujer. No tardó ni treinta minutos en falsificar los antecedentes que necesitaba, creando una base de datos que corroboraría toda la historia laboral. Finalmente, estaba dentro de la selección. Me sentí tan pletórica y contenta que lo celebré con un par de tragos, incluso le di un beso al miserable bastardo mientras bailaba de felicidad. Fue sólo un instante de celebración, pues, tuve que empezar con mi parte del trato. Sí, había llegado el momento de desnudarme.

Ana quedó en silencio, mirando al cura. Divertida. Le quitó la copa de brandy a Priscila y se la bebió en un instante.

  • ¿Quiere ver qué hice? –preguntó Ana, desvergonzada y visiblemente borracha-. ¿Quiero mostrarle lo que hice, padre Patrick? ¿Puedo?

  • Muéstrate pecadora –la retó el padre Patrick, con una cruz en la mano-. Quiero ver a Satán en toda su expresión para poder expulsarlo de aquella dulce carne.

  • Así lo haré, padre –dijo desafiante Ana-. No se preocupe. Pero sólo simularé, no me desnudaré frente a usted…

  • Por supuesto, no esperaba que lo hicieras –dijo el cura. En su rostro rosado fue imposible esconder la decepción.

  • Federico se sentó en la silla mientras yo le observaba a unos metros de distancia –continuó Ana, de pié-. Le puse nuevamente el calzón de la boca y le ordené que permaneciera en silencio. Primero me saqué los zapatos de tacón. Lo hice lentamente, sensualmente. Luego, jugué con mi falda. La subía y la bajaba. Le daba la espalda y me inclinaba coquetamente. Quería que me deseara como a nadie. Quería que me recordara bien antes de desecharlo.

Ana se movía en la pequeña habitación, con sensualidad ensayada. Como una odalisca que danza para su señor y la cohorte. Subía y bajaba su falda, no demasiado, sólo para dar énfasis a su relato. Pero aquello era suficiente para caldear el lugar.

  • Padre –interrumpió Priscila con el rostro colorado- voy a salir. Debo ver si queda alguien en la iglesia.

  • Está bien, hija. Ve –le dijo, a penas desviando la mirada de la sensual abogada-. Tú continúa, Ana. No te detengas.

El relato de Ana continuó mientras Priscila dejaba la pequeña habitación.

  • Yo me movía por la habitación exultante de alegría por estar en competencia por el trabajo que tanto deseaba –continuó Ana, recordando-. Federico me miraba con aquella cara de imbécil que hasta el día de hoy me devuelve una sonrisa. Yo me acercaba a él y levantaba mi vestido, espantando su timidez, provocándolo. El estiró los brazos para alcanzarme, pero le ordené que se quedara sentado, quieto.

“Te he dado permiso para ver, no para tocar”, le dije.

  • El acató mi orden. Yo era su dueña y él me pertenecía –el hermoso rostro de Ana mostró por primera vez un perfil perverso-. Esa sensación me excitó. Sin saber porque llevé un par de dedos a mi coño desnudo, sin protección. Mi pequeño calzoncito oscuro seguía en la boca de Federico, que me miraba con ojos de león enjaulado mientras una erección empezaba a exponerse bajo el pantalón. Mis dedos helados tocaron mi coño, estaba caliente y sorpresivamente muy húmedo. La caricia arrancó extrañas sensaciones en todo mi cuerpo, me hizo desear tocarme más. Cuando me di cuenta, deseaba desnudarme. No había vuelta atrás, continué haciéndolo, justo enfrente del “bendito geek”.

  • Así, lo vé –dijo Ana, con voz cargada de sensualidad.

Ana se acercó al padre Patrick y llevó un dedo bajo el vestido. Era un descaro hacerlo frente a un servidor del orden divino, pero también había un morboso sentimiento que alentaba a la abogada a hacerlo, a traspasar los límites. Se suponía que era una confesión, pero aquello parecía una provocación y un striptease.

El padre se mantuvo firme, a pesar que su entrepierna despertaba ante la salvaje actitud de la hermosa abogada. El cura no podía ver directamente desde su posición la entrepierna de la mujer, pero las piernas largas y femeninas, enfundadas en sensuales pantis negras, eran expuestas en toda su expresión. Además, la actitud lasciva de Ana estaba cada vez más desatada.

  • Vamos Ana –pidió el padre. Sofocado y casi rojo, tragaba saliva para hablar-. Continúa, muchacha.

  • Pasó que terminé por sacarme el vestido –Ana hizo el amago de subir su vestido, pero lo único que consiguió fue dejarlo en la porción superior de sus muslos-. Federico estaba a un metro, callado con mi tanga en la boca observando como yo me giraba con una mano ocultando mi coño mientras otra mano trataba de sacar el sujetador a juego con el tanga. Fue un momento excitante, estaba nuevamente fuera de mí. Mi cuerpo se dejaba llevar por la lujuria, otra vez. Le ordené a Federico que se moviera alrededor mío como un perro y él lo hizo.

“Eres mi perro ¿cierto?”, le dije mientras retiraba el tanga que lo silenciaba.

“Si”, me respondió.

“¡Los perros no hablan!”, le recriminé, dándole una nalgada que dejó mis dedos marcados en su trasero.

“Los perros ladran, no hablan. Ladran felices cuando ven a su amo” “Ladra para tu ama, mi perrito”, ordené, autoritaria.

  • Federico ladró –Ana parecía excitada, el alcohol y el relato descarnado sin duda había sacado la ninfómana al exterior-. Por fin pude reírme en su cara. Era su dueña, la ama de un perro pulguiento y sometido que se movía a mis pies. Le ordené que trajera mis zapatos de taco en la boca, le ordené que moviera la cola y que ladrara una y otra vez. Luego, le ordené que se rascara las pulgas y así lo hizo. Que girara, que se sentara y que ladrara nuevamente. Le azoté el trasero para que supiera quién era su ama. Y el obedeció en todo. Sin un esbozo de desobediencia.

  • Sonreí satisfecha –la sensual abogada estaba acalorada, sus mejillas sonrosadas la hacían ver aún más deseable, pero el cura se mantenía estoico-. Finalmente, me calcé los zapatos que mi perro había traído para mí y desnuda me apoyé contra la pared. Así.

Ana se apoyó contra un estante lleno de viejas biblias y otros textos religiosos que se asentaba contra la pared y recreó la escena. Los ojos negros del cura se extendían esta vez no sólo a porción superior de las largas y deseables piernas sino también al pequeño calzón de encaje de color blanco que salió finalmente a la vista.

El padre Patrick estaba rojo, temblando en su asiento. Nadie hubiera sabido si de cólera o lujuria.

  • Me metí un dedo en el coño, no lo pude evitar. De esta forma –Ana echó a un lado su calzón de encaje blanco y un dedo se perdió en su entrepierna, dejando al cura atónito-. Estaba caliente y me masturbé un rato. No sé cómo había llegado a eso, pero la verdad no me importó. Le pedí a mi perro-hombre que oliera mi coño. Quería que identificara el aroma de su ama.

  • Así lo hizo mi perro –continuó Ana apoyada en el librero, frente al padre Patrick. Tenía un dedo en el coño y una mano jugueteando con su cabello-. Federico estaba inmerso en su rol del mejor amigo del hombre. Verlo tan cerca, oliendo mi coño me excitó aun más. Pude haber dejado las cosas ahí, pero la experiencia había gatillado un oscuro e irrefrenable deseo en mi cuerpo.

“Lame el coño de tu ama”, le ordené.

  • Las palabras salieron de mi boca sin que mi mente las pensara –relató Ana, con el dedo hundiéndose más y más en su coño, frente al cura-. Sentir la lengua de aquel perverso y feo individuo en mi cuerpo fue una experiencia que me cambió. A pesar que Federico era un hombre indeseable bajo circunstancias normales, comprendí que bajo ciertas condiciones o escenarios cualquier individuo, por feo o desagradable que fuera, podía resultar un amante adecuado o al menos una experiencia excitante. Así que disfrute de cada lamida que invadió mi coño. Incluso, cuando estaba completamente excitada y perdida, le ordené penetrarme con la punta de su lengua.

“Eres mi perro… buen perro. Así me gusta”, le decía.

  • Y el ladraba sobre mi coño –dijo Ana, retirando su dedo del coño y mirando desafiante al cura mientras se lo llevaba a la boca-. El orgasmo no demoró en llegar, lo disfruté. No lo puedo negar, no a usted, padre Patrick. Fue un orgasmo rico, intenso. La suma de aquella perversión me llevó a tal orgasmo que me obligó a ser malvada con Federico, sólo por el hecho de haberme dado placer. Era un hombre horrible, alguien a quien yo hubiera despreciado en cualquier otra situación y que sin embargo, había logrado excitarme. Debía castigarlo por eso. Y así lo hice.

“Ven aquí, perro”, le ordené.

“Báñate y bebe de la orina de tu ama”, le dije.

  • Entonces, cuando el dejó su cara bajo mi vagina, empecé a orinar sobre él –El rostro de Ana estaba serio, sombrío-. Fue extraño, pero el sentirme tan dominante sobre alguien me produjo una sensación de superioridad. Algo extraño y excitante. Al final, creo que el diablo se había apoderado de mi cuerpo aquella tarde. No fue la primera vez ni la última.

“Échate en el suelo y quédate ahí”, ordené a Federico, el geek-perro.

  • Tomé mis cosas y me dirigí a la salida –dijo Ana, mientras observaba con deseo la entrepierna del padre Patrick-. Sin embargo, le dije una cosa antes de salir por la puerta.

“Limpia todo antes de salir” “Has sido un buen perro”