Con el dedo en la llaga y el fuego en el culo.
Apasionados, Carlos y Amanda se descubren a así mismos, gozando y mutándose.
A Carlos le gustaba sentirse necesitado y su esposa, Amanda, le encantaba hacerlo sentir imprescindible.
En la cama eran uno para el otro. A él le gustaba hacerse de rogar y a ella, rogarle.
Antes de casados se habían gozado como Dios manda. Y después, como Dios y el diablo mandan.
Entre los dos habían hecho lo que está permitido y algunas pocas más, pero no habían integrado a un tercero a la cama.
El la había inquirido sobre su historia sexual y ella, sin temores, le contó las veces que se perdía con sus compañeros de curso a besuquearse y nada más. Le narró también las veces que con su amiga Susana, con la que eran uña y carne, habían tenido situaciones dudosas pero que no pasaron a mayores. Y que, como a él le constaba, había llegado virgen a su cama.
Por su parte él le dijo que había tenido unas pocas novias y que con solo una de ellas se había acostado, que acostumbraba a salir de putas y, cuando no había, se calmaba con la mano. Recordó que cuando niño tenía un compañero con el que se juntaba a masturbarse, cada uno por sí mismo, y que su experiencia, en serio, había sido con ella.
Desde luego que los dos se creyeron a pesar de saber, en su fuero íntimo, que no habían confesado su prontuario sexual.
Pero a los dos años más o menos, llegó el tiempo en que la rutina comenzaba a hacerse sentir y, para calmarla, a su manera dieron rienda suelta a las fantasías calenturientas. El caso es que ambos, en sus respectivos trabajos, maquinaban todo el día sobre la fantasía que podían hacer valer esa noche frente al otro y así fueron construyendo un mundo imaginario y disoluto, en el que las cosas aprendidas de internet tenían la capacidad de abrirles los ojos a mundos desconocidos.
Los juegos fueron sucediéndose y la lengua tomó un lugar más significativo que las manos.
II
Una noche en que el calor mataba toda calma y el sudor terminaba con toda pulcritud, ambos, desnudos en la cama jugaban a imaginar las sombras que las luces de la calle proyectaban en el techo, con el balcón abierto y una escasa brisa que enfriaba las pieles sudorosas, ella se inclinó sobre el murmurando “eres lindo, eres mi mundo” y él, quieto, “te quiero” respondió al momento que sentía sobre su piel los labios de ella con un placentero estremecimiento que le recorrió desde el hombro a la cabeza y a los pies.
Entre las zonas erógenas de Carlos, en el imaginario mapa de su cuerpo, no figuraban los hombros que ella había descubierto lengüeteando suavemente. Ella supo que sus arrumacos lo agitaban por una sutil vibración de la piel acariciada por la punta de su lengua. El quiso abrazarla y retomar el control del macho y ella se lo impidió. “Quédate quieto, las manos al espaldar”, ordenó y él obedeció.
“Ahora, yo mando”, le dijo con toda la zorra dulzura de que era capaz. “No puedes moverte sin mi permiso, ¿lo prometes?” “Sí, promesa”. Y ella continuó lamiendo el sudor de su hombre y su boca fue bajando hasta alcanzar los pectorales de un Carlos que se dejaba descubrir a sí mismo prisionero de la lascivia de su mujer, quien mezclaba en sus toques las manos, usadas como avanzada para calentar el camino, y sus labios, lengua y dientes con los que recorría el sendero de una piel cada vez más ardiente, encendiéndole como brasa.
Cuando sus manos acariciaban el vientre masculino, de reojo vio la verga endureciéndose y pensó en sus tetas (“si a mí me excita, seguro que a él también”, se dijo) y su boca, como una mamona, saltó y atacó la tetilla izquierda, primero, dedicándose a chupetearla, besarla y morderla como un pezón en flor hasta sacar gemidos de un Carlos a cada momento más entregado. Segura del impacto de su boca arrancó con la areola derecha y sus caricias incendiaron al macho que exhibía la mayor erección de los últimos tiempos.
Los planes de Amanda, de descender besándolo, se fueron al tacho; soltó la teta para lanzarse a adorar la verga y, abriendo las piernas, ofrendar su vulva a la boca de un Carlos que ya, a ese momento, había olvidado su promesa de quedarse quieto con las manos en el respaldar, se ayudó con ellas a recibir el magnífico culo de Amanda; metiéndose entre sus piernas, mezcló sus labios con los de la mujer hasta ubicar su lengua, cual pija, entre los pliegues de la vagina, gozando el amable calor de esa boca-concha y la calidez de la boca de ella trabajándole la verga.
Ella se soltó y casi se sentó sobre él para estremecerse una y otra vez y caer con su tragadero abrazado a la pija para amarla con la lengua, subiendo y bajando cual cachucha, hasta que latió hinchándose y descargó uno, dos, tres meteoros de lava que, como caramelo esperado, llenaron su vestíbulo. Con la velocidad de un rayo se dio vuelta y besó a Carlos quien, al recibirla con la boca abierta, se dio cuenta que compartía con él su propio semen.
En una milésima de segundo quiso retobarse, pero no lo hizo; al fin y al cabo, a él le gustaba que ella degustara y tragara su leche, ahora no podía rechazar el propio esperma; se abrió al beso cremoso, dándole en reciprocidad el flujo de la concha de la propia Amanda, cada vez más enamorada.
Le gustó su lefa y se le vinieron encima los años ocultos de juventud.
Después de tanto tiempo, más de una década, su primo Miguel hizo su aparición en la memoria y, con él, los atorrantes del barrio con los que aprendió a catar el sabor del esperma: a descubrir el valor de los baldíos y de las casas abandonadas como escondites aptos para paladear los efluvios de cada uno de ellos y sentirse vivo, requerido objeto útil de uso recurrente; pensándose necesitado y dispuesto a satisfacer el placer de los otros y el suyo propio cada vez que el apuro del otro lo permitía.
Ella nunca supo que aquel intercambio de manados entre ambos, en ese simple hecho, de hacer el amor como macho y hembra, y a la inversa, iba a despertar fantasmas desconocidos en las vivencias de un Carlos, también desconocido.
A la mañana, cuando las emanaciones del sexo desenfrenado aún no se habían agotado, él le preguntó a boca de jarro “al jugo de quien te hizo acordar mi esperma anoche” y ella, dura de rostro y de sonrisa angelical, “al tuyo, no conozco otro”, lo que fue contestado con la expresa expresión de una fenomenal dedeada que casi le llega a la tripa. “Amor, dijo ella, me has empapado”.
III
Todas las tardes él la pasaba a buscar por su trabajo y, en una de ellas, al entrar al living, él la empujó de frente contra el sofá y ella quedó arrodillada y desconcertada con las tetas contra el respaldo. Fue el momento en que le bajó la tanga y se lanzó a oler y lamer el culo amado, transpirado y oliente a un día de ajetreo, y ella le pedía llorosa que la deje lavarse, y él, cada vez más arrecho, más se emperraba con cogerla con la lengua el traste y limpiarla, también a lengüetazos, los restos de orina y los grumillos del papel que quedan en la almeja, hasta que ella se dobló sobre sí misma, orgasmeando: “Ya está, ya llegué, estaba sucia”. “Pero rica”, fue la réplica.
Aquella noche cenaron a deshora algo frugal porque al otro día había que trabajar.
Mucho tiempo después ella confesó, en alguno de sus diarios, que sus jugos en realidad eran de otro. Fue un secreto que, entre tantos, se guardaban en el arcón de las cosas ocultas, únicas y repetidas.
IV.
Aquel sábado habían decidido salir de boliche. Por la tarde, en los preparativos, ella y comenzó a esparcir una crema sobre el pecho de su marido, quien la aceptó sin saber qué era, hasta que ella le dijo que le había gustado mucho mamarle las tetas, pero que le habían molestado las vellosidades, que se le salían los pelos y quedaban en su boca y, por eso, ahora le depilaba.
Ante la protesta de él, ella le recriminó y le hizo notar que no era el primer hombre que se depilaba, que después le iban a crecer los pelos y que, además, ya era irreversible.
La sesión, huelga decirlo, terminó con una revolcada apoteótica en la que ella le mamó las tetas de él y él las de ella.
Y sus manos se fueron más allá de todo, no dejaron hueco sin erotizar.
Su verga entró hasta donde pudo en la caverna sin fondo de su mujer y ella apretó el culo de su marido contra su cuerpo; el travieso índice femenino horadó la argolla y el esfínter se abrió como nunca antes; su mujer notó esa dilatación y el simultáneo crecimiento de la verga en sus adentros, mucho más grande de lo normal, hasta que llegó en una eyaculación imperial, desparramando y llenándola de leche en toda la vagina.
Nunca supo si había llegado al punto g de él, pero sí comprendió que por allí andaban las caricias por descubrir.
V
Anochecía en el parque. Era un domingo como tantos otros y ellos encontraron un asiento casi escondido entre ligustros, en el que se sentaron dándose amores una al otro y el otro a la una.
La penumbra fue ideal para que el metiese su manos bajo la falda y sus dedos entre la piel de ella y la bombacha; comenzando a despertar el nunca adormilado clítoris; ella gimió “amor” y, en cuatro con la cabeza entre sus piernas, arremetió con la lengua en la concha de su hembra hasta que una voz, “¿Qué hacen ahí?!!!?” los cortó de plano y dos uniformados se plantaron frente a ellos.
Eran dos guardias; las negociaciones fueron largas y complicadas y, ante la violación a la ley y el orden, y el temor de ir a parar a la comisaría, cedieron y él largó lo poco que tenía y ellos lo consideraron poco. Uno de los uniformados lo alejó del centro de la escena y el otro la revisó a tal punto que, tras abrirle ambos agujeros, por delante y por detrás, la clavó sin miramientos. Cuando los gemidos de ella hicieron evidente su orgasmo, se intercambiaron entre sí y el vigilante que lo tenía a él, fue contra la mujer ya entregada y el otro vino a custodiarlo.
Si algo quedaba sano en ella aquella noche se rompió y, como Carlos quiso resistirse, terminó con la verga del primer cogedor entre sus labios, quien terminó por correrse por segunda vez, y el marido por alimentado por el semen del desconocido vigilante.
Los dejaron libres. Ambos caminaron en silencio hacia el auto. Entre las luces, él le pidió disculpas y ella lo amó diciéndole miles de consuelos porque en el fondo, para ella, aquello era una anécdota más. En verdad, las vergas de ambos guardias eran mucho más grandes que la de su marido y ella gozó de forma inesperada, con la infidelidad blanqueada y justificada, ya que él había visto y oído todo. No obstante, lo abrazaba y lo calmaba “para mí, tú eres suficiente”, decía.
Fue una noche de tragedia, frustraciones y llanto en el apartamento de Carlos y Amanda que se resolvió cuando ella le chupó la verga y, con sus dedos, le excavó el agujero y a él le creció la macana como obelisco y se deslechó en la boca de su mujer, mientras ella le meneaba suavemente, desde adentro, el punto g.
Al amanecer el lloró por no haberla sabido defender de los rondines aprovechadores y ella lo calmó, mamándole el culo y, poniéndose el arnés, lo hizo suyo.
Y las palabras de ella diciéndole “quiero que seas mi hembra”, “soy tu macho”, se mimetizaron con los movimientos de la pelvis y el bailar de la verga sustituta en sus entrañas hasta que entre tanta danza el, sin tocarse, estalló desechándose en la cama y ella llegó al orgasmo, o lo fingió a tal punto que él prefirió creerle.
Desde luego que aquel incidente nunca entró en sus fantasías expresas y ninguno de los dos lo sacó de la noche de las velas, pero ambos sabían que algo había cambiado.
Él podía ser ella y ella podía ser él.
VI
10 años después de que Carlos probara la leche de Miguel y todo lo que vino a posteriori, lo vio tomando café allí, justo en frente del lugar en que los santos cantan y no pudo menos que sentir un agradable cosquilleo en su esfínter.