Con dos amigas
Una conocida y su amiga... Vaya pasada.
Estaba en casa de Carmen, una conocida. Solíamos coincidir en el mismo lugar, pero hasta ese día nos habíamos limitado a mirarnos sin decirnos nada. Pero aquel día al mirarnos nos habíamos sonreído, y después nos acercamos. Nos presentamos, hablamos un rato, y quedó patente la mutua atracción que sentíamos. Quedamos para esa misma tarde en su casa; el motivo: tomar un café, pero al decirlo su mirada insinuaba otros horizontes más prometedores.
Estábamos en el salón, sentados en el sofá. Carmen llevaba un vestido sin mangas que se ajustaba perfectamente a su extraordinaria figura, remarcando su silueta. Yo procuraba que los ojos no se me fueran a sus muslos cuando éstos quedaban al descubierto al sentarse ella, pero no podía evitarlo. “¿Te gustan?”, preguntó, levantando un poco más el vestido y acariciándolos con el dorso de la mano. La insinuación era evidente. “Los adoro”, respondí, poniendo mis manos sobre las suyas, acompañando el movimiento de roce sobre sus muslos. Ella se acercó y apoyó su mejilla en la mía. “Son para ti”, me susurró en el oído. Separé mis manos de las suyas y acaricié sus cabellos de color miel, deslizando una mano hacia la nuca. Giré la cabeza y nuestros labios quedaron juntos. Abrí los míos y atrapé su labio inferior. Nuestros ojos, muy próximos, decían lo que no hacía falta decir. Ella me abrazó y nuestras bocas se unieron por fin en un profundo beso cargado con toda la pasión retenida hasta ese momento.
Yo notaba a Carmen un poco tensa. Era apenas una muchacha y había quedado prendada de mí, pero ahora que todo estaba echado a rodar parecía mostrarse un poco reacia, como si le diera miedo el descubrir las relaciones sexuales con alguien mayor que ella. Anticipándome a sus temores, la tranquilicé con amables palabras de cariño y ternura, pero pensando en realidad en el festín que me iba a dar con aquella muchacha. Seguíamos abrazados en el sofá en una postura algo incómoda, la verdad. Pensé que si le pedía que fuéramos al dormitorio se retraería más, pues parece que hacerlo en una cama es más auténtico que en otra parte. Así que le sugerí que rodáramos sobre la alfombra. Estuvo de acuerdo y quedamos de rodillas sobre la moqueta, sus ojos un poco por debajo de los míos, su boca entreabierta, una de las tirillas que sujetaba el vestido caída sobre el brazo. Le cogí la cabeza y acerqué mi boca a la suya para recuperar el beso interrumpido. Notaba que su resistencia iba desapareciendo, dando paso a una entrega total, a una entrega sin reservas, asumida ya su condición de sierva sexual.
La sujeté por los hombros y acerqué su cuerpo al mío, hasta notar el relieve de sus senos, frutos tropicales que deseaba poder acariciar sin límite. Bajé la otra tirilla del vestido y éste cayó al suelo, dejando al descubierto su cuerpo de mujer ya formada, pese a su juventud. Acaricié sus pechos a través del sujetador mientras la miraba a los ojos, haciéndole entender quién iba a llevar la voz cantante. Ella no ponía reparos sin bien tampoco sabía cómo participar, pues no sabía adónde dirigir sus manos, extremos de unos brazos caídos a lo largo del cuerpo. Le dije que fuera desabrochando los botones de la camisa y luego los del pantalón. Tenía la polla dura por la excitación de mis caricias en su cuerpo. Luego me tumbé en el suelo para que me quitara los pantalones y la ropa interior. Apareció entonces el enorme falo, apuntando el techo, ansioso por hundirse en el cofre sagrado del sexo de mi amada. El glande estaba rojo por la pasión y el deseo.
Carmen estaba a gatas, a mi lado, asombrada por la enormidad del pene. Su boca se había abierto en un ¡oh! silencioso. Sus manos asieron mi lanza con temor, como si necesitara tocar para creer. Yo la miraba y sonreía. “Es para ti”, le dije. Seguía teniendo la boca abierta. Yo alcé un poco las caderas para elevar aquel misil que aguardaba su destino. “¡Vamos!”, la animé. Lentamente inclinó la cabeza y mientras lo sujetaba por la base introdujo el capullo en su boca. Al principio no hacía nada, pero luego le dije que debía apoyarlo contra la parte interna de la mejilla y lamerlo con la lengua. Aprendió rápido porque fue una mamada de campeonato. Los cabellos caían sobre su rostro y no me dejaban ver la felación. Me incorporé y se los aparté. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera reconcentrada en su labor. En esta posición podía alcanzar su cuerpo. Acaricié su espalda, sus nalgas, sus muslos. Desabroché el sujetador y quedaron liberados sus senos, apuntando al suelo. Con una mano cogí uno de aquellos trofeos, suave, turgente, firme; el pezón estaba erecto, y lo pellizqué con mimo. Ahora la cabeza de Carmen subía y bajaba sobre el miembro, uniendo a la mamada la sensación del coito. Yo notaba las pelotas hinchadas. Le dije que parara pues si no me iba a correr.
Con un giro de cabeza hizo que sus cabellos quedaran hacia atrás, mientras se sentaba en la alfombra, con el sujetador caído sobre el pecho. Se deshizo de él con un ademán. Yo estaba de rodillas frente a ella. “Lo has hecho muy bien”, alabé, y era verdad. “Tienes una picha muy grande”, dijo. Me cogí el cilindro y apunté hacia ella. Andando de rodillas fui hasta su lado, incliné la cabeza sobre la suya y nos besamos uniendo nuestros cuerpos. El miembro quedaba entre ambos, a la altura de sus tetas y contra ellas me froté: con una mano sujetaba la polla y la restregaba contra sus tetas, primero una y luego la otra. Un líquido blanquecino había aparecido en la punta del bálano y con él humedecí sus pechos. Estuvimos así, retozando, un rato. Luego le quité la braguita y quedó ante mí el pórtico de su sexo, excitado, palpitante, brillante a causa de la humedad que ella también había ido generando. Me incliné sobre su coño y metí dentro la lengua, acariciando sus paredes interiores.
Luego me puse sobre ella y, cogiendo el miembro con una mano, fui metiéndosela poco a poco. Al principio costó un poco, pues Carmen era virgen, pero con un poco de empeño logré clavar mi lanza en su territorio. Luego me dediqué a follarla bien a gusto, sin atender otras consideraciones que mis propios impulsos, sin otro afán que satisfacer mi hambre de aquella muchacha-mujer.
La polla se deslizaba a las mil maravillas en su chochito recién estrenado, estrecho y perfectamente acoplado sobre el bastón que lo ocupaba. Carmen, sometida totalmente, se dejaba hacer sin reaccionar. Yo seguía a lo mío. De vez en cuando magreaba sus tetas, la besaba en la boca o me comía sus pezones, que seguían tiesos, señal de que tampoco era insensible a lo que estaba ocurriendo. Al rato, con unos espasmos de gozo, me corrí sin poderlo remediar, inundando su interior con el líquido preciado, elixir de vida. Esperaba que hubiera tomado medidas anticonceptivas… por su bien.
Agotado, caí en la alfombra a su lado. “Lo has hecho muy bien”, le dije; aunque no me constaba que se hubiera corrido, tampoco parecía haberlo pasado muy mal, pese a ser su primera vez.
“Me has hecho mujer”, fue su respuesta, mientras me cogía la cabeza y me besaba profundamente. “Vuelve a estar en mí”, dijo. Yo señalé a mi hijo predilecto en su estado fláccido, y le dije que antes habría que ponerlo en forma. Comprendió perfectamente. Se puso entre mis piernas, agachada sobre el alicaído miembro para metérselo en la boca y comenzar una reanimación del animal dormido. Aquella muchacha sabía cómo hacer una buena mamada. Tanto, que al poco rato estaba yo de nuevo en disposición de ataque.
Pero esta vez sí le dije que estaríamos mejor sobre una cama: uno ya no va teniendo edad para ciertas cosas. Me llevó al dormitorio y nos echamos. La besé y llené de caricias, no dejando ni un centímetro de su piel sin besar o acariciar. Ella hizo lo mismo conmigo. Le pedí de nuevo que me la chupara. El falo estaba duro como una roca, tieso, apuntando al techo, rojo de ansia por ser satisfecho. De rodillas a mi lado, Carmen se inclinó sobre el fabuloso tótem, sujetándolo por la base y metiéndose la punta del capullo entre los labios. La sensación era maravillosa, y yo me dejaba inundar por las oleadas de placer que su recién adquirida pericia me proporcionaba. Luego comencé a sobar sus nalgas; pasando una mano por debajo de su entrepierna, también acaricié su sexo, húmedo aún por mi anterior eyaculación. Me apeteció sodomizarla, pero pensando que quizá ella no estuviera de acuerdo me conformé con penetrarla desde atrás. Hice que se pusiera a gatas sobre la cama y yo me situé a su retaguardia. Acaricié sus nalgas, con la piel erizada por la excitación, y luego acerqué mi dardo a su diana: lentamente fui metiendo la polla hasta que casi toda hubo desaparecido en su interior. Luego, con suavidad, la fui follando. Esta vez Carmen sí se corrió. Su cuerpo comenzó a agitarse y su garganta dejaba escapar ligeros gemidos de gozo.
Me salí de ella y me tumbé a su lado. “Ha sido fabuloso”, dijo sonriendo. Yo me dije que no había terminado todavía… La abracé y me puse sobre ella, luego guié la punta del pene hacia la entrada mágica de su sexo y volví a metérsela. Al notar cómo entraba mi lanza en su pasillo, abrió los ojos, sorprendida por la potencia de aquel animal sin freno que la poseía. Volví a follarla con ganas, acariciando mientras sus hermosos senos, erizados por el placer que Carmen sentía. Luego cambiamos de postura e hice que se pusiera a horcajadas sobre la polla y que fuera bajando la grupa. Yo sujeté el miembro y a medida que sus nalgas descendían iba desapareciendo en su interior. Le dije que cabalgara sobre mí. Sus movimientos eran extraordinarios y yo alcancé altas cotas de placer y gozo. Incorporándome podía lamer sus pezones, puntas sobresalientes de unas tetas bien formadas, firmes y suaves, que me dediqué a paladear.
Estábamos así, y yo casi a punto de correrme, cuando llamaron a la puerta. Carmen, sobresaltada porque no esperaba a nadie, me dijo que me quedara quieto mientras ella iba a ver quién era. Al rato volvió, diciendo que era Margarita, una amiga suya, y que le había contado lo que estábamos haciendo. Margarita, incrédula, quiso comprobarlo y asomaba la cabeza por la puerta observándome en mi desnudez sobre la cama, con el falo empinado. La chica no estaba mal y entre Carmen y yo la convencimos para que pasara y se sentara en la cama. Margarita, que no quería pasar por mojigata, entró en la habitación y se sentó sobre la cama. Yo intenté calmarla con palabras amables, al tiempo que acariciaba su cabello. Pareció relajarse. Carmen se había vuelto a desnudar y me acariciaba a mí. Yo estaba con la polla dura de verdad pues iba a correrme cuando su llamada nos interrumpió. A los pocos minutos, Margarita estaba ya más suelta y preguntaba a la otra que qué tal y esas cosas. “Pruébalo tú misma”, le dije yo mirándola. Desvió la mirada, pero yo comencé a desabrochar su blusa, pasando luego una mano por entre la tela, acariciando sus senos a través del sujetador. Gotitas de sudor asomaban en su frente, producto de su nerviosismo, pero yo seguí metiéndole mano. Luego la tumbé sobre la cama y pasé una mano por debajo de su falda, acariciando sus muslos y notando la calidez de su entrepierna. Puse mis labios sobre los suyos y ella aceptó el envite porque su lengua buscó la mía y me abrazó apretando su cuerpo contra el mío.
Carmen estaba quieta al lado de la cama. Era su primera experiencia sexual y se iba a meter en un trío: no estaba mal, pero no sabía muy bien qué hacer. Acabé de desnudar a Margarita, deseoso de dar salida al orgasmo que me recorría el cuerpo buscando un escape. Yo sabía dónde estaba el túnel en el que mi máquina derramaría su pasión. Margarita y yo seguíamos besándonos. La sujeté por detrás y acerqué la punta del miembro a la entrada de su sexo. Ella se mostraba un poco reacia, pero con unas suaves palabras de cariño su voluntad cedió y finalmente pude metérsela. Antes de continuar le pregunté si era también la primera vez y respondió que sí. ¡Qué suerte: dos vírgenes en una tarde! Le dije que Carmen había disfrutado y que ella también lo haría. Luego la follé bien a gusto. Tenía un cuerpo estupendo, joven y bien formado, como el de mi otra amante. La polla, humedecida por el deseo, se deslizaba perfectamente en el corredor de su vagina. Yo estaba loco de deseo y quería prolongar aquellos momentos todo lo que fuera posible, pero la urgencia de mi ansia no admitía demora y después de unos minutos alcancé el orgasmo, derramando un potente río lechoso en el interior de Margarita, que al notar aquel torrente en su interior lanzó una exclamación de sorpresa. “¡Quema!”, dijo en un susurro. Tras unos empujones finales vacié mi lujuria en aquella muchacha y quedé tumbado a su lado, agotado pero feliz.
Las dos mujeres estaban quietas y calladas, sin saber muy bien qué hacer o decir. Acaricié el rostro de Margarita, que no se había corrido, y le prometí que lograría alcanzar el placer que su amiga había sentido. Luego me dirigí a Carmen, recordándole que estaba en su derecho de seguir disfrutando pues era con ella con la que estaba follando cuando nos interrumpieron tan gratamente. Pero le dije que antes deberían animarme un poco pues tenía el pito fláccido y así no podía hacer nada.
Me preguntaron qué podían hacer para que yo recuperara el tamaño adecuado y les dije que no estaría mal que entre ellas jugaran un poco, dando a entender que quería verlas hacer el amor. No sabían muy bien por dónde empezar o qué hacer, pero luego se abrazaron, de rodillas ambas en la cama, y comenzaron a besarse las mejillas, los párpados... Estuvieron así un rato. Luego, Margarita más audaz, comenzó a acariciar los pechos de Carmen, que a su vez puso el cuenco de la mano sobre el sexo de su amante. Yo comenzaba a estar de nuevo en forma y la polla empezaba a empinarse poco a poco. Sus besos se hicieron más apasionados y sus lenguas se mezclaban en sus bocas. La mano de Carmen se había metido en el sexo de la otra que comenzaba a jadear, sintiendo sin duda la proximidad del orgasmo. Le dije que no continuara masturbándola pues quería que se corriera mientras yo la follaba. El ambiente era de paranoia, pues aquellas dos mujeres parecían carecer de voluntad propia y obedecían todo cuanto yo les indicaba, y eso me gustaba (aunque no entendiera por qué sucedía lo que estaba pasando), pues tenía a mi disposición dos hembras fabulosas dispuestas a todo por mí, y teníamos todo el tiempo para nosotros tres.
Continuaron con sus caricias, ahora tumbadas en la cama, a mi lado, repasando la superficie de sus cuerpos con las manos o con los labios. Yo abracé a Margarita por detrás, la incorporé y pasé las manos sobre sus tetas, recreándome con su tacto. Hice que girara el cuello y la besé en la boca. Mis manos habían descendido y acariciaban su vientre y el pubis, rozando los rizados pelos que anunciaban la proximidad de su coño. Sentía el miembro lleno de potencia, pero antes quería seguir gozando con las caricias y con los besos. Me tumbé junto a Carmen y le dije a Margarita que se estirara a los pies de la cama, entre mis piernas y que me la chupara. Carmen le dijo que sabía muy bien. Luego abracé a Carmen y me comí sus tetas a besos: tenía la piel erizada y los pezones erectos, señal de que estaba disfrutando de veras. La otra se aplicaba en su labor de hacerme una mamada y cierto es que lo hacía muy bien. Seguí concentrado en Carmen, que respondía a mis caricias con las suyas, susurrándome al oído cosas como que me quería, que la hiciera sentirse mujer y así, síntoma del delirio del que estaba presa. Al rato, cuando ella estaba ya bien caliente, le dije a Margarita que lo dejara. Luego me puse sobre Carmen y le dije que guiara el miembro hacia su sexo. Lo cogió por la base y lo llevó hasta la entrada de su coño y luego elevó las caderas para sentir cuanto antes la máquina fabulosa en su interior. Ansiosa como estaba por alcanzar de nuevo el orgasmo, y fruto de los roces y caricias previos tanto con su amiga como conmigo, no tardó en alcanzar el éxtasis glorioso de sentir un buen orgasmo. También contribuyó la poderosa lanza que la poseía y mis embates briosos que no cesaban, taladrando una y otra vez aquel cuerpo magnífico. Pese a que se había corrido, seguí follándola, pues sabía que yo aún tardaría un rato en correrme; es más, esperaba estar mucho tiempo sin hacerlo porque la maravillosa sensación que tenía quería que durara mucho tiempo.
De pie, al lado de la cama, estaba Margarita, observando fascinada cómo yo me estaba cepillando a su amiga. Cuando reparé en ella detuve mis empujes y me incorporé. Acaricié sus caderas y sus muslos y le pregunté si quería cambiarse por la otra. Respondió que sí. Bajé de la cama y la llevé contra la pared, sujetándola por los hombros. La besé apasionadamente y también acaricié sus pechos, su torso, su piel excitada por la emoción de follar, reciente para ella. La cogí por los muslos y la levanté, apoyando su espalda contra la pared. Cogí el miembro hinchado por el deseo y lo puse en la entrada de su coño, dilatado por el deseo de recibir dentro de sí aquel regalo. La metí un poco y luego la volví a sujetar con las dos manos. Lentamente fui metiéndola toda, empujando suavemente. Cuando estuvo dentro la miré y volví a besar sus labios. Luego me dediqué a follarla con maestría torera. Margarita había pasado sus piernas por detrás de mi cintura, apretándose todavía más contra mí. Seguíamos unidos por un profundo beso y mis manos aferradas a sus nalgas la apretaban contra mí; podía notar el relieve de sus senos sobre mi pecho y bajé la cabeza para comerme ese manjar delicioso: sus tetas también estaban tiesas por el deseo y la emoción del juego sexual. Finalmente, con un profundo suspiro de placer, alcanzó el orgasmo y su cuerpo se agitó presa del delirio febril del deleite que estaba sintiendo. Me salí de ella.
Quedamos de pie en un lado de la habitación. Carmen seguía tumbada en la cama, desde donde nos había estado observando mientras se masturbaba, pues confesó que se había excitado mucho viéndonos hacer el amor. Le dije a Margarita que fuera ella la que masturbara a nuestra compañera y enseguida se puso a su lado, acariciando sus cabellos y extendiendo una mano para colocarla en el sexo de la otra. Luego cambié de idea. Hice que Carmen siguiera tumbada y le pedí a Margarita que se pusiera entre sus piernas, con la cabeza sobre el sexo de su amiga. Sin dudarlo (tal era el ambiente de frenesí que había) se puso a lamer el coño de Carmen, que la sujetaba por el pelo, agitándose como una posesa. Yo, por mi parte, me situé tras Margarita, acariciando sus nalgas y sus muslos, colando una mano por debajo para acariciar su sexo, húmedo por el reciente orgasmo. Se me había ocurrido sodomizarla, pero pensé que sería un poco fuerte para aquella primera vez. En lugar de eso, apunté la polla sobre la vulva y luego se la fui metiendo poco a poco. Margarita agitaba las caderas para mejor sentir el dardo candente en su interior. La poderosa máquina que era mi polla taladraba una y otra vez el sexo de una de mis amantes, yo era incansable y follaba loco de contento, pues las sensaciones que estaba viviendo eran una maravilla. Al rato el cuerpo de Carmen se estremeció al alcanzar el orgasmo; su amiga se aplicaba en lamer todo el flujo que la otra derramaba, enjugando el néctar de pasión que se derramaba en su boca y su cara.
Nuevo cambio de postura. Esta vez senté a Carmen sobre el tótem fálico, pero dándome la espalda. Sentándose a horcajadas, Carmen iba bajando la grupa mientras yo sostenía el miembro, que iba desapareciendo en su interior. Pasé las manos por delante para acariciar sus senos y comenzó a agitarse sobre mí, proporcionándome momentos de gran placer. Luego le pedí a Margarita que se pusiera de pie delante de Carmen para que ésta le devolviera la lamida. Tampoco le hizo ascos, pues enseguida adelantó la cabeza y hundió la lengua en las profundidades de nuestra amante. Margarita la sujetaba por la cabeza para sentir muy dentro de sí el animal que recorría su interior proporcionándole tanto gusto. Yo tenía a Carmen sujeta por las caderas, clavándole la polla hasta lo más hondo, follando como nunca hasta ese día lo había hecho. Esta vez fue Margarita la que se corrió, bañando la cara de su amiga con el licor de su pasión. Luego paramos durante unos momentos.
Estábamos los tres sentados sobre la cama. Les pregunté qué les había parecido su primera experiencia, y contestaron que de haber sabido antes lo bien que se pasaba, haría tiempo que se habrían iniciado. Eso me halagó y sonreí ampliamente. Había dado con dos viciosillas: esperaba poder estar a la altura. Para demostrarlo era bien ostensible la erección del miembro.
Las miré a los ojos, preguntando sin palabras cuál de las dos se animaba a continuar. Carmen se acercó a mí y me abrazó, llenando mi cuerpo con sus caricias y besos. Una de sus manos se deslizó por mi pecho hasta alcanzar el objeto de su adoración, luego comenzó a agitarlo haciéndome una paja. Entre tanto mis manos rodeaban su cuerpo y mi boca buscó la cruz de su pecho, aspirando su aroma de hembra en celo. La otra nos miraba sin decir nada, pero acariciándose los pechos con sus manos. La atraje hacia donde estábamos y con una mano le acaricié el rostro para luego bajar por sus hombros, caderas y muslos, y volver a subir por su sexo, húmedo a causa del último orgasmo, y sus senos. La otra seguía masturbándome, pero le dije que me hiciera una mamada. Obediente, se situó en la posición adecuada y atrapó con los labios la punta del glande.
Le dije a Margarita que se echara a mi lado, y la abracé. Mientras estábamos retozando, la otra seguía aplicada a su labor, subiendo y bajando la cabeza: me estaba follando su boca. No me explicaba a qué se debía esta subordinación ciega a mis caprichos, pero intentaba aprovecharla. Estaba cautivado por la hermosura de aquellas mujeres. Tenía la polla tan dura que apenas cabía en la boca de Carmen, que se afanaba en cubrir toda la superficie del capullo. Mientras, la otra se agitaba en mi abrazo, mostrando su ansia de ser poseída. Yo estaba a punto, pues notaba bullir las pelotas llenas de semen, dispuesto a ser lanzado en el interior de un hueco propicio. Ahora sí me decidí por la sodomización. Hice que Margarita se pusiera a gatas sobre la cama y yo me situé a su retaguardia, palpando la piel de sus nalgas y sus muslos. Comencé a decirle palabras amables, y que a lo mejor aquello le dolía un poco, pero que no pasaba nada. Ella estaba tan ida que no veía el momento de recibir en lo más profundo de su ser aquel bastón que yo ya tenía dispuesto. La sujeté por las caderas y fui guiando la punta del miembro hasta la entrada secreta. Fui empujando lentamente, y al principio costó un poco, pero finalmente pude meter una parte de la descomunal máquina en su interior. Por fuerza tenía que estar haciéndole daño, aunque iba con cuidado. Pero ella lo único que deseaba era que la poseyeran, no importaba cómo. Empujé un poco más, y logré introducir casi todo el miembro. Estiré las manos y alcancé sus tetas, que magreé a placer. Luego me dediqué a follar aquel culito maravilloso que se ajustaba perfectamente para dar cabida a la polla tiesa que lo traspasaba una y otra vez. Con algún gemido por su parte, Margarita comenzó a agitarse, meneando la cabeza a un lado y otro, víctima de un nuevo orgasmo. Llamó a su amiga para que se pusiera delante de ella y poder así lamerle el chochito; Carmen aceptó encantada, preguntando cuándo le iba a tocar a ella ser empalada de aquella manera. Margarita inclinó la cabeza y hundió la lengua en la cueva de su amiga que también comenzó a jadear presa del frenesí orgasmático, mientras me decía que quería que me corriera en su boca para sentir el sabor de mi leche. Le prometí que no tardaría porque comenzaba a notar como se acercaba el gran momento.
Me salí de Margarita, que cayó derrumbada sobre la cama, como si no tuviera fuerzas, y me acerqué a la otra. La puse a gatas frente a mí, que estaba de rodillas sobre la cama, y le ofrecí la verga tiesa, a punto de estallar, para que se la comiera enterita. Cogí su cabeza y empujé a fondo, hasta notar cómo la campanilla rozaba el capullo. Luego retrocedí y quedó dentro de su boca un tercio, aproximadamente, del enorme falo. Ella frotaba el miembro contra la parte interior de sus mejillas y con la lengua acariciaba el capullo. Cuando noté que se acercaba el orgasmo, hice que alzara los ojos y me mirara. El estallido surgió de pronto, y la pilló por sorpresa, pues su mirada se agrandó ante lo inesperado de la inundación lechosa que se abría en su boca. Yo la sujetaba fuerte, pues de lo contrario hubiera escapado de aquel torrente; el semen se desbordaba de su boca, que no podía tragar todo aquel caudal, aunque hacía todo lo posible para apurar todo el río blanco que se abría paso en su boca. Ella me había cogido el miembro y lo agitaba con frenesí, buscando agotar aquel tesoro que probaba por primera vez. Fue una corrida de aúpa, y así se lo hice saber cuando se echó hacia atrás, finalizada la blanca corriente. Confesó que era delicioso y se inclinó sobre mis partes para acabar de lamer cualquier resto que pudiera quedar.
Caí rendido sobre la cama, al lado de Margarita, que seguía adormecida. Carmen, que también parecía cansada, se acurrucó a mi lado. Quedamos los tres en un estado de sopor después de los esfuerzos realizados. Al rato desperté. Las dos seguían dormidas, pero Margarita estaba soñando porque no paraba de repetir: “Más adentro, más adentro. Métemela toda. Sí”. La experiencia de la tarde le había calado hondo, y hablando de calar yo tenía el arma casi dispuesta, en fase claramente creciente. Me acerqué a Margarita y sin despertarla la puse boca arriba, separé sus piernas, me puse sobre ella apoyando las manos en la cama y rocé la entrada de su coño con la punta del capullo. Incluso dormida reaccionó a aquella presencia pues instintivamente alzó las caderas y el miembro se introdujo un poco más. Yo estaba totalmente recuperado y no quería otra cosa que meter bien a fondo mi dardo en su diana. Con un fuerte empujón acabé de clavársela y ella se despertó, con la agradable sorpresa de estar siendo poseída. Dando un gritito de alegría me abrazó y comenzó a moverse, acompañando sus movimientos a los míos. Riéndonos como niños estuvimos jodiendo un rato, hasta que nuestra compañera se despertó con nuestras risas. Quiso también participar y me empujó para que saliera de la otra y la poseyera a ella. Habían perdido toda la capacidad de medida y no veían límites a su desenfreno. Les dije que habría para las dos, y que no había ninguna prisa.
Me senté en el borde de la cama, puse a Margarita sentada sobre mi espada y luego me tumbé hacia atrás. Le dije a Carmen que, a su vez, se sentara sobre mi cara para poderle comer aquel chochito tan estupendo. Se colocó sobre mí y poco a poco fue bajando hasta apoyar sus nalgas en mi cuello; luego comencé a lamerle los labios exteriores para, lentamente, ir metiendo la lengua en su cofre sagrado. Una profunda exclamación de bienestar surgió de su garganta. Estirando las manos podía yo alcanzar sus hermosos pechos que acaricié con mimo. Al rato, un sabor salado me indicó que se había corrido. Apuré aquel licor sublime. “Ha sido estupendo”, dijo. La otra, mientras, seguía galopando sobre la inmensa picha que tenía dentro, y por sus gemidos intuí que estaba próxima a alcanzar el orgasmo. Efectivamente, al poco rato comenzó a agitar la cabeza a un lado y otro, presa de un delirio febril y tras unos espasmos finales cayó sobre mí derrumbada pero satisfecha, sin duda. Les dije que lo hacían muy bien, y que estaba muy contento de haberles descubierto el mundo del placer carnal. Yo no me había corrido, y ellas parecían insaciables. Así que decidí que íbamos a continuar, por lo menos hasta que yo lograra correrme.
Les pregunté cómo les apetecía ahora. Ante su indecisión, les dije que recuperaran su anterior postura de amarse entre sí. Menos cohibidas que antes, comenzaron el juego de caricias y roces. Ambas tenían la piel erizada por la emoción de descubrir sus respectivos cuerpos; sin llegar a ser lesbianas, lo que les apetecía era obtener placer sexual, y dado que sus barreras morales parecían haber caído, todo era bien recibido. Yo estaba tumbado en la cama, con la picha tiesa, observando y disfrutando de la escena que tenía lugar ante mis ojos. Margarita, que parecía ser la más atrevida, acercó su sexo al de su amiga, como si quisiera follársela; la otra, en respuesta, acercó el suyo también, y ambos quedaron juntos, frotando cada una su sexo contra el de su camarada. Sus bocas estaban unidas en un profundo beso, y sus manos recorrían la piel del cuerpo de la compañera, sin dejar un centímetro sin recorrer. Carmen empujó a la otra por los hombros hasta lograr que quedara de rodillas ante ella; luego adelantó la pelvis para que su amiga pudiera comer el manjar que le tenía preparado. Ni corta ni perezosa, Margarita adelantó la cabeza hasta hundirla entre las piernas de su amante, deleitándose con el profundo aroma de hembra que exhalaba su cuerpo, y hundiendo profundamente la lengua en el corredor excitado de Carmen. Yo estaba cachondo de verdad, y deseaba hincarla en cualquiera de ellas, aunque probablemente lo haría en ambas.
Les pedí que se acercaran. Solícitas como siempre, Carmen se puso a gatas entre mis piernas y comenzó a chupármela; Margarita se tumbó a mi lado y nos abrazamos con pasión. Pellizqué sus pezones y besé su garganta. Deslicé una mano hacia abajo, hasta encontrar el pórtico de su tesoro, que acaricié masturbándola suavemente. Ella me besaba los párpados o me mordía el lóbulo de la oreja. La tumbé boca abajo, alcé un poco su grupa y se la metí hasta el fondo, deseando llenar con mi artefacto todo el espacio de su vagina. Con briosos empujones comencé a follarla hasta notar que las sacudidas de su joven cuerpo delataban un nuevo orgasmo. Continué un poco más y luego me salí de ella. La otra estaba fascinada, y quería que la sodomizara, igual que había hecho antes con Margarita. Me puse de pie, con la picha enhiesta, y le dije que se pusiera a cuatro patas sobre el suelo; La cogí por las pantorrillas, la alcé y ella quedó apoyada con las manos en el suelo; la tenía sujeta como si fuera una carretilla, y ante mí tenía la vista de su sexo abierto. Fui avanzando hasta sujetarla por los muslos, luego preparé la polla y la acerqué a la entrada de su dilatado coño, presto para recibir aquel regalo. Lentamente fui metiendo mi clavo en su ranura hasta que estuvo bien embutido. Luego, con movimientos rítmicos, la follé bien a gusto. Mis embates hacían sacudir su cuerpo, pero ella resistía bien y de vez en cuando le preguntaba qué tal estaba; ella respondía que bien, que le parecía que le había metido la polla hasta la garganta y que era una sensación magnífica. Al rato se corrió, y aunque me pedía que continuara, me salí de ella.
Margarita estaba tumbada en la cama boca arriba; había encogido y abierto las piernas y me mostraba el orificio de su sexo, dispuesto a recibir al visitante que yo tenía preparado. “Ven y cómeme”, dijo. Me puse delante de ella, pero en lugar de la lengua le metí el nabo. Sus rodillas se me clavaban en el pecho, al tener las piernas encogidas, lo que hacía que su rajita se estrechara, con lo cual la follada me supo mejor, pues la estrechez de su coño dificultaba la penetración. Sin embargo, jodimos con gran entusiasmo. Debía ser multiorgásmica, pues no pude contar las veces que se corrió. Al rato lo dejamos.
Yo seguía empalmado pues todavía no me había corrido. Mientras me decidía cómo iba a continuar follando, ellas se entretenían de nuevo besándose y abrazándose. Realmente, parecían insaciables. Caí en la cuenta de que no había sodomizado a Carmen y que ella me lo había pedido. La llamé a mi lado y comencé a meterle mano en el chocho, masturbándola. Luego la puse a gatas sobre la cama deshecha, separando las rodillas y alzando un poco la grupa. Acaricié la piel de sus nalgas, separando la línea que las divide y acerqué la punta del pene a la entrada trasera. Con un poco de esfuerzo fui metiéndosela. Ella jadeaba, supongo que sentía dolor, pero no protestaba. Lentamente, el descomunal miembro se abría paso por el estrecho túnel hasta que una buena parte estuvo dentro. Removí un poco las caderas para mejor asentar la posición, la sujeté por las caderas y comencé a agitarme con un movimiento de vaivén, taladrando su culito hermoso con mi poderoso animal. Mientras la follaba de esta manera, le pedí a Margarita que se pusiera bajo Carmen, y a ésta le dije que inclinara la cabeza y lamiera el coño de nuestra amiga. Sin dudarlo, las dos obedecieron. Ella se corrió al poco rato, y la otra también parecía estar gozando porque sujetaba la cabeza de Carmen como si quisiera meterla entera en su sexo. Yo también notaba próxima la llegada del orgasmo y ralenticé mis embates para retardarlo lo más posible, tal era el gusto que sentía al joder aquel culito maravilloso. Pero no lo pude retener más y al cabo un potente chorro de semen se vertió en el ano de Carmen, que, sorprendida por aquel aluvión, soltó un gemido. Fue una corrida estupenda que duró varios minutos, durante los cuales el surtidor de mi polla no dejaba de manar néctar. Agotado, me retiré de allí y caí sobre la cama, junto a Margarita, que enseguida se aprestó a lamer los restos de la eyaculación, buscando también mi reanimación.
Estaba agotado, pero aún sentía que podía continuar durante un rato. Margarita seguía chupándome la polla y yo me relajé. Sabía cómo dar placer a un hombre, pues su lengua era experta en lamer y relamer el falo masculino…