Con discreción y con el señor cura no hay pecado
La devoción de Pelayo abrió las puertas del cielo para el padre Amancio
Apenas entró en la habitación de su hijo Borja percibió el inconfundible olor a semen, y esto lo puso furioso: Borja estaba acompañado por su preceptor, don Carlos, un fraile dominico que le habían recomendado precisamente por su castidad y modestia.
El caballero recorrió el cuarto a grandes zancadas en busca de pruebas que confirmaran su presunción, pero la escena ante sus ojos era la de una normalidad total: a ambos lados de un escritorio de roble exquisitamente labrado se hallaban Borja y don Carlos con sendos libros y cuadernos delante, las ropas compuestas, los rostros serenos e inocentes sorprendidos por la súbita y alarmada entrada de don Pelayo.
Desconfiado, don Pelayo rodeó la mesa varias veces como si se tratase de una cacería en su levantamiento de presas, pero no pudo descubrir absolutamente nada. Sin embargo… Su fino olfato no podía haberle jugado una mala pasada semejante, el olor era definitiva y llanamente a semen, un olor que, aunque se confesase diariamente y cumpliera cientos de penitencias, conocía tan bien y lo disfrutara aunque con culpa.
Don Pelayo, de familia noble y conocida, sufría desde muy joven de fantasías sexuales que no estaban bien vistas en su círculo, por lo que debía satisfacerlas en absoluto secreto. Educado con rigidez por sus padres primero y por su tutor después, había sido un muchacho tímido que únicamente se sentía feliz en la caballeriza. En ella había descubierto una vez a un gañán contratado para cuidar de los caballos de la familia echado sobre una montaña de heno masturbándose. Cuando recordaba aquella escena sus narinas se inflamaban todavía recomponiendo una y otra vez el aroma del heno, del sudor y del semen del campesino, que sin darse su lugar le había tomado la mano dirigiéndola hacia su moreno instrumento para asociarle, mientras le ordenaba que la comiese sin demora.
-Siéntala, señorito… puede sobar y mamar todo lo que guste.
Hipnotizado por el aroma y la voz queda del muchachote, Pelayo hundió su rostro en la entrepierna del sirviente y se la tragó de un bocado mientras se derramaba en su boca una apreciable cantidad de esperma caliente y amargo. Limpiándose la boca con la manga, asqueado y excitado a un mismo tiempo, corrió a refugiarse en su habitación de la que solo salió a la hora de la cena.
Durante todo ese tiempo su cabeza se llenó de imágenes que tenían nombre, color, olor y sabor… Pero su vergüenza ante la situación vivida le conminó a encerrarse en sí mismo. Al día siguiente, al ir a ensillar, volvió a ver al peón en la caballeriza que le miró apenas fingiéndose distraído.
-Buenos días, señorito – saludó el muchacho.
Pelayo no respondió y se escabulló rápidamente montado en su jaca. Se dirigió a la capilla del pueblo en busca de don Amancio, el confesor de la familia del tutor.
Y allí en la nave vacía y en semipenumbras juró solemnemente por los huesos de sus antepasados olvidar el incidente.
Pero existen cosas que son imposibles de olvidar sin ayuda, y el inexperiente Pelayo tuvo la convicción de que debía buscar el perdón, por lo que pidió a don Amancio que escuchara su confesión. El cura lo condujo al vestidor para oírle y pasó llave a la puerta por si las moscas.
Deshecho en llanto, Pelayo narró con pelos y señales lo acaecido. Muy a su pesar, hubo de repetir una y otra vez la situación, los detalles, lo que había sentido, lo que había dicho el gañán, lo que él respondiera, así como describir el tamaño, el olor, el sabor, la cantidad y calidad de la muestra, mientras la respiración del confesor se hacía más entrecortada y la voz se iba enronqueciendo mientras exigía que reiterara, que no había entendido bien.
-Bueno… pues menudo problema tenemos aquí – dijo el santo varón cuando se hubo repuesto del sofoco- Esto es secreto de confesión, pero tal vez tú quieras contar a tu tutor esta malhadada experiencia para que dé su merecido a ese vulgar. ¡Que justamente un campesino, hijo mío!
¡Con lo sucia que es esa gentuza!
-¡No, padre! Yo no quiero que nadie lo sepa, ¡por favor, guárdeme este terrible secreto!
-Claro, claro, hijo. Yo soy una tumba, por cierto. Pero prométeme que no dejarás que ese campesino se acerque a ti nunca más. Fíjate lo subvertido de este tiempo, en que los sirvientes quieren gobernar a los señores. Eso no es lo que ordena la santa madre iglesia, que predica que cada cual debe guardar su lugar…
-Sí, padre. Lo prometo – sollozó el adolescente.
-Bien, estás perdonado. Haré de cuenta que aquí no ha pasado nada. Pero dime: ese sucio instrumento del demonio, ¿Era grande? ¿Era grueso? Porque mira, ¡atreverse con un señorito! Voy a darte un ejemplo.
Y diciendo esto, arremangó la sotana hasta las ingles para exhibir a Pelayo un polla de enormes dimensiones, erecta y húmeda, mucho mayor que la del peón de la caballeriza.
-Esta sí que es de bendición, Pelayo. Solo un varón de Dios puede pedir, que no exigir, las atenciones de un chico de tu prosapia. ¿Quieres asirla? Prueba su dureza, hijo.
Pelayo la miró con timidez, pero sin miedo: era la verga de un santo varón, de quien le aconsejaba cada semana, por lo que no podía ser nada malo. Además, el cura lo había dicho, el pecado era cosa de la plebe. Así que la cogió firmemente, acercando su nariz a la enorme cabeza que se coronaba con una gota cristalina. Su olor era parecido al del gañán, menos denso, quizá debido a los ayunos prolongados del sacerdote.
-Prueba, hijo. Póntela en la boca y verás que no sabe a demonio. Ve hasta dónde puedes llevarla sin atorarte.
Pelayo obedeció y la tomó primero con cuidado, porque el grosor hacía que fuese difícil introducírsela en la boca. Pero haciendo un esfuerzo instintivo con las comisuras de sus labios consiguió comerse la cabeza y saborear la gota con su lengüita golosa aunque inexperta, lo que hizo suspirar de gusto al confesor. Animado por la reacción del cura, la introdujo más hasta tocar la garganta, lo que le provocó una arcada. Sus ojos lagrimearon por la sensación de ahogo que fue percibida de inmediato por el sacerdote.
-Respira por la nariz, hijo. ¡Qué bien lo haces, vaya! Mueve la cabeza arriba y abajo, ve hasta que la garganta no oponga más resistencia.
Pelayo tomó nota y comenzó a asentir cada vez más aprisa sin retirar el instrumento de su boca. En pocos minutos sintió que se endurecía mucho y se engrosaba mientras disparaba una serie ininterrumpida de descargas en su garganta.
-¡Ah, sí, sí! ¡Así! ¿Sientes cómo me voy y te lleno de bendiciones, hijo? – gemía don Amancio con voz entrecortada.
Pelayo asentía con su cabeza, incapaz de retirar aquel trabuco de su boca por miedo de ofender al cura que se retorcía de gusto mientras el adolescente tragaba gota a gota la copiosa descarga de santa lefa… Cuando notó que ya no había más y la polla de don Amancio se estaba reduciendo la expulsó y comenzó a lamerla para dejarla reluciente, continuando su labor por las bolas del cura, peludas y sudorosas, que despedían un delicad olor a almizcle debido a la excitación.
Con una mirada severa, el cura se bajó la sotana que había arrollado en la cintura y levantó al jovencito arrodillado frente a él.
-Bendito seas, hijo. Has hecho un servicio muy grande a tu confesor. Pero la humildad cristiana implica discreción, y esta buena acción no debe ser conocida por nadie. ¿Me entiendes?
-Sí, padre.
-Bien. Entonces ve, y no acudas más al llamado pecaminoso del mozo de cuadra. Yo estoy dispuesto a instruirte en ejercicios espirituales y edificantes tres veces por semana para apartarte de las tentaciones del pueblo bajo.
Hasta la muerte del padre Amancio unos treinta años después, religiosamente tres veces por semana Pelayo acudía puntualmente a recibir las bendiciones y a aprender a dominar su garganta para inhibir las arcadas. Incluso después de casado con Blanca, prematuramente fallecida cuando su hijo Borja apenas tenía siete años, todos los lunes, miércoles y viernes iba a la iglesia a instruirse en su labor humanitaria sin importar si era Cuaresma, Adviento, Pentecostés o Navidad, lo que le ganó fama de santidad en la región.
Por eso cuando entró en la habitación de Borja y percibió el conocido aroma, se sintió enormemente agraviado. Bastaba con un santo en la familia, y ya había conversaciones de enlace para el chico ni bien tuviera la edad adecuada con una señorita de excelente y noble familia. Durante la cena, pidió al preceptor que se reuniera con él en su despacho. Don Carlos accedió de inmediato y juntos fueron con sus pocillos de café a conversar a la biblioteca.
-Don Carlos, me agradaría saber acerca de los progresos del niño –dijo de improviso.
-Sin duda, don Pelayo. El señorito Borja es un alumno aventajado, y con certeza, a sus quince años ya está suficientemente apto para ingresar en la universidad.
-Bien, bien… Usted es un excelente preceptor, padre.
-Gracias, señor. Pero el mérito es del alumno, que es aplicado, inteligente y despierto – repuso el cura.
-No lo dudo en absoluto, padre. Pero mi pregunta apunta, perdóneme, hacia otros aspectos de su educación. Sabe usted que dentro de tres años deberá casarse con la hija de los barones de Quiroz, y desconozco si mi hijo esté capacitado para cumplir con los deberes de su estirpe.
-El señorito Borja será sin duda un buen esposo, don Pelayo. Sobre todo un esposo cristiano y modesto como el señor.
-Pero ¿usted ha conversado con él acerca de las cuestiones del matrimonio? Me refiero a aspectos relativos a la intimidad, concretamente.
-Bueno, desde el punto de vista de la fisiología, el señorito Borja conoce todo lo que necesita saber al respecto. Experiencia práctica no tiene, ya que un joven cristiano y de familia de bien debe ir a su matrimonio ante Dios y los hombres tan virgen como su prometida.
-Pero… discúlpeme nuevamente. ¿Ha observado usted si de alguna forma haya atentado contra su castidad?
-Perdón, don Pelayo, pero no le comprendo.
-Vaya, vaya. Si ha notado usted que el niño se solace con pajillas. A eso me refiero, don Carlos.
-No que yo sepa, señor. Siendo cura además de su preceptor, jamás me ha confesado tal cosa.
-Porque ayer, cuando entré a la habitación donde estaban estudiando, me pareció percibir un cierto desasosiego.
-¿Desasosiego, señor don Pelayo? ¡Pero si estábamos estudiando tranquilamente! Usted mismo lo ha podido comprobar…
-Sin duda, sin duda. Pero en el aire flotaba un cierto aroma perturbador –insistió don Pelayo.
-Me temo que no le comprendo, don Pelayo. Un aroma perturbador ¿de qué tipo?
-Mire, padre. Con toda franqueza: creí sentir un aroma a polla, con el perdón de su investidura.
-Me sorprende usted, don Pelayo. Imposible, estábamos ambos cubiertos de ropa, como usted ha visto. Por lo general es un olor que solo puede ser percibido de cerca y en pelota, lo que no era el caso. Doy fe que el señorito Borja es un joven de excepcional pureza y en cuanto a mí, soy un hombre de Dios…
-Sin duda, don Carlos. Le pido las disculpas del caso. Y por favor, reserva.
-No hay problema, señor. Me hago cargo de sus temores de padre. Pero me pregunto…
-¿Qué cosa? –preguntó el caballero.
-Me pregunto si su señoría no estará necesitando una confesión a fondo, para saber si el demonio no está tentándole con sus engañosos ardides…
-Quizá, quizá… Últimamente desde el fallecimiento de don Amancio que en paz descanse he relajado un tanto mi costumbre de confesiones semanales. Creo que tiene usted toda la razón.
-No lo dude, señor don Pelayo. El padre Amancio, que era un santo varón, como bien usted sabe, nos falta a todos…
-¡Oh! ¿También a usted, padre? –preguntó don Palayo intrigado.
-Por supuesto. Era mi director espiritual también. Y un varón de Dios al cual martes, jueces y sábados yo visitaba para instruirme en ejercicios espirituales rígidos, muy rígidos…
-Ya lo creo, padre Carlos. A mí me instruía lunes, miércoles y viernes, y siempre con fiera rigidez.
-Era un santo, un santo… Quizá usted y yo podamos retomar los ejercicios, don Pelayo. Si el señorito da el examen de ingreso y va a la ciudad a estudiar, tal vez quiera usted no prescindir totalmente de mi servicio. Además, yo estoy tan aficionado a la casa, que me entristecería mucho dejarla de un día para otro.
-Hecho, don Carlos. El lunes mismo Borja rendirá examen, y usted permanecerá aquí para ejercitarnos. Espero que su estadía en el solar siga siendo agradable e interesante.
-¡Gracias, gracias, señor! –repuso el cura alborozado desabotonando la parte inferior de la sotana - ¿Le agradaría comprobar ahora mismo mis aptitudes?
-Claro, don Carlos –dijo el prócer invitando al sacerdote al sofá- Hagamos ahora una somera exploración, y después que la casa entre en silencio sírvase pasar por mi habitación para continuar nuestra conversación. Pero le advierto que mis devociones obedecen las reglas seculares de la madre iglesia: do ut des…