Comprando el silencio del cura

A lo que tiene que recurrir una joven para comprar el silencio de un cura.

Aquel sábado noche aproveché que mis padres estaban en la casa de la sierra y que me habían dejado sola en la vivienda de la ciudad para salir de fiesta con unas amigas. Yo era una adolescente a punto de cumplir los diecisiete años y mis progenitores me ponían como hora tope de regreso a casa la 1.00 de la madrugada. Si no respetaba esa hora, me castigaban durante una semana sin móvil y sin paga. Pero aquel día de primavera tenía vía libre para llegar a la hora que me diese la gana ante la ausencia de mis padres. Les había prometido que no saldría porque tenía que estudiar de cara a los exámenes de la última parte del curso pero los engañé.

Un poco mareada por los efectos del alcohol ingerido durante la noche caminaba de regreso a casa a las 7.30 de la mañana ya del domingo. Me lo había pasado genial y ahora tocaba descansar y dormir para estudiar más tarde, cuando me despertase. De repente, y cuando me hallaba a escasos metros de la puerta de casa, oí a mi espalda una voz:

  • Natasha, ¿de dónde vienes a estas horas?

Era don Federico, el cura de la iglesia del barrio y el director del colegio religioso en el que yo estudiaba. “Mierda, justo lo que me faltaba”, pensé en cuanto me percaté de su presencia. El sacerdote se dirigía a la parroquia para preparar la misa dominical de las 8.30.

  • Hola, don Federico. Es que se me ha hecho un poco tarde sin darme cuenta y bueno...
  • Ya lo veo. Seguro que tus padres no lo saben, ¿verdad?- dijo el sacerdote.

Esa frase sonó como una cierta amenaza y no me equivoqué. Le conté brevemente que ellos estaban fuera, en la sierra y luego guardé silencio, esperando la reacción del cura, que conocía a mis progenitores desde hacía bastantes años.

  • Hija, acompáñame a la iglesia. Quiero darte una pequeña charla que seguro que te será útil. Sólo será unos minutos. Luego te dejaré que vayas a descansar.

No me apetecía nada aguantar el sermón de don Federico pero, si me negaba, estaba convencida de que se iría de la lengua y de que le contaría a mis padres mi salida nocturna y lo tardío de mi regreso. Así que no me quedó más remedio que acompañarlo a la parroquia para evitar males mayores. Tras llegar a la iglesia me pidió que me sentara en una silla. Eso hice y él tomó asiento en otra frente a mí, situándose cara a cara.

  • Hoy te has portado muy mal. Te has aprovechado de la ausencia de tus padres para hacer algo que sabes de sobra que a ellos no les gusta que hagas. Has traicionado su confianza. Además, has bebido en exceso: hueles a alcohol y estás un poco bebida y, encima, con esa ropa....

Don Federico hizo una pausa y recorrió con la mirada el ceñido vestido rojo que yo lucía y cuyo tejido finalizaba sólo un par de centímetros por debajo del inicio de mis muslos. El cura contemplo unos instantes mis piernas antes de fijar su vista en mis zapatos de tacón. Ese vestido y los zapatos los había comprado a escondidas de mis padres y únicamente los usaba en ocasiones como ésas, en las que me quedaba un fin de semana sola en la vivienda y salía hasta más tarde de lo normal con mis amigas. Pero aquel día el sacerdote me pilló y la cosa se iba a complicar.

  • Sé que tu madre te castiga con una semana sin paga y sin móvil cuando violas las normas marcadas. Me lo ha contado más de una vez. ¡Ay Señor, Señor! ¿Y ahora qué hago yo? ¿Hacer la vista gorda o velar por el bien y la educación de esta jovencita y contárselo a su madre? A la pobre le voy a dar un buen disgusto cuando le diga que su querida Natasha regresaba al amanecer a casa, “alegre” por la bebida y vestida como una auténtica.....putita.
  • Por favor, Don Federico, yo....
  • ¡Psssst! ¡No me interumpas, maldita sea! ¡Mírate! El vestido es tan corto que hasta se te ven las bragas- exclamó el párroco, cuya voz sonaba ya con un evidente tono de enfado.

En efecto, lo escueto de la prenda y mi posición de sentada en la silla hacían que, pese a que tuviera las piernas cruzadas, mis braguitas fuesen visibles para el sacerdote.

  • ¿Es así como educamos a las jóvenes en nuestro centro de estudios? ¿Te crees que vestida de esa forma, como una vulgar zorra, no dañas la imagen del colegio? ¿Acaso quieres que tenga una charla con tus padres sobre todo esto, sobre el engaño, sobre tu borrachera y sobre tu atuendo provocativo?- me preguntó don Federico cada vez más irritado y con la cara roja por la indignación y por el esfuerzo al hablar.

Pero, mientras me daba la regañina, no dejaba de mirar mi entrepierna. Primero lo hacía con disimulo. Sin embargo, pronto comenzó a realizarlo ya con cierto descaro. Luego se acercó más a mí y se quedó observando el escote de mi vestido.

  • ¡Y encima esto! ¡Casi todo el canalillo al aire y la mitad de las tetas fuera!- continuó vociferando.
  • Por favor, no le diga nada a mis padres. Se lo suplico. No deseo que me dejen sin móvil y sin paga semanal- le pedí intentando subir un poco el vestido por la zona del escote para evitar las miradas del cura, que se habían convertido en lascivas.

No obstante, la mano del párroco apartó la mía de la prenda e impidió que me tapase.

  • ¿Ahora quieres cubrirte? Has estado toda la noche por ahí, puteando, mostrando prácticamente las tetas a todo el que quisiera mirarlas y ahora te preocupas por esconderlas?

Los ojos de don Federico expresaban cada vez más deseo y lujuria y pronto el cura confirmó mi impresión:

  • Está bien. Tú ganas. Seré bueno. Dios siempre dice que tenemos que perdonar, así que predicaré con el ejemplo. Te perdonaré. Eso sí, antes deberás cumplir una penitencia- me indicó.

Respiré con alivio al oír esas palabras y luego le comenté:

  • Rezaré lo que me pida, Don Federico y prometo portarme mejor a partir de ahora.

El cura sonrió de oreja a oreja y soltó una fuerte carcajada que me infundió temor. Los dedos del párroco se posaron sobre mi escote y deslizaron el vestido hacia abajo, lo suficiente como para dejar al aire mis senos desnudos, sin sujetador que los cubriese.

  • No me refiero a la típica penitencia del rezo, hija- afirmó a la vez que se deleitaba contemplando mis grandes y bien desarrolladas tetas.

La impresión y los nervios de la situación me dejaron paralizada. Cuando el cura puso sus manos sobre mis pechos y empezó a masajearlos, comprendí a qué se refería exactamente con lo de la penitencia. Temiendo el castigo que me impondrían mis padres, dejé que el sacerdote siguiera tocándome. Sus dedos jugueteaban con mis oscuros pezones, que no tardaron mucho en endurecerse. Al mismo tiempo aprecié cómo bajo el fino pantalón gris del cura iba creciendo a pasos agigantados el bulto en el entrepierna y me asombré del tremendo paquete que se le formó al párroco. Con la lengua pasó don Federico a rozar mis pezones hasta dejarlos empapados de saliva. Mi respiración se aceleró y de mi boca salió un leve suspiro de gusto que fui incapaz de evitar. Después de haber chupado y succionado a su antojo la cima marrón de mis tetas, don Federico se llevó la mano a la bragueta del pantalón y se bajó la cremallera:

  • Mete la mano y saca lo que hay dentro- me pidió.

Obedecí e introduje la mano en el hueco creado en el pantalón. Un slip blanco ocultaba la hinchada verga del sacerdote. Aparté la prenda y noté cómo estaba húmeda por el líquido preseminal. Inmediatamente asomó la polla del cura, tiesa y maciza.

  • ¡En cuclillas, vamos!- me ordenó don Federico.

Me agaché sin rechistar y adopté la postura solicitada. El párroco me agarró, entonces, por los pelos y empujó mi rostro contra su erguido miembro.

  • Abre la boca y dale un par de ricas chupadas. Estoy seguro de que ya se lo habrás hecho a más de un niñato de modo que no creo que te suponga ningún esfuerzo.

El párroco se equivocaba: jamás le había comido, hasta ese momento, a ningún tío la polla. Ni siquiera sabía muy bien cómo hacerlo. Separé los labios y la verga del cura fue resbalando a través de ellos hasta quedar alojada por completo en el fondo de mi garganta. Sufrí un par de arcadas al notarme casi sin aire y con semejante tranca dentro de la boca pero pronto me recuperé y, ante la mirada expectante de don Federico, comencé a mamarle la polla. El glande quedó rápidamente al descubierto y sentía cómo esa esfera rozaba con mi lengua. El sabor intenso de la punta del falo del cura invadió mi boca, a la vez que la polla entraba y salía despacio. Durante unos instantes mantuve ese ritmo pausado pero don Federico me pidió que acelerara, ya que la hora de la celebración de la misa se acercaba. Cambié el ritmo y aumenté la velocidad de la felación. De forma rauda mi rostro se movía sobre el pene del cura, cuyos gemidos rompían el silencio de la habitación.

  • ¡Arggghhhh...! Así, sigue así. Lo estás haciendo increíble....¡Dios......!- exclamaba con la voz entrecortada por el deleite.

Aumenté más la velocidad de la mamada, mientras contemplaba cómo mis propias tetas se bamboleaban de un lado a otro por la vehemencia del movimiento de mi cabeza sobre la polla del párroco. Tras dar un par de embestidas más, y en medio de un gran grito de placer de don Federico, mi boca comenzó a recibir uno tras otro varios chorros de semen, que me fui tragando como buenamente podía. Mantuve la verga aprisionada entre mis labios hasta que el miembro dejó de expulsar leche blancuzca y caliente. Fue entonces cuando el sacerdote extrajo su verga de mi boca y, aún húmeda y con restos de esperma alrededor del rojizo glande, volvió a introducirla dentro del pantalón. Me cubrí las tetas y recompuse el vestido, dispuesta a salir de allí una vez cumplida mi penitencia.

Ha pasado justo un año desde entonces. Don Federico no le contó nada a mis padres, respetando así el acuerdo establecido entre nosotros y todavía hoy, cuando lo veo a diario en el centro de estudios, no puedo evitar recordar la felación que le hice y su leche fluyendo por mi, hasta aquella jornada, virgen boca. Tampoco dejo de pensar en qué habrá hecho y qué hará con las braguitas que yo llevaba aquel domingo y que tuve que entregarle como último requisito para comprar su silencio. Aunque duela reconocerlo, las bragas estaban empapadas cuando me las quité para dárselas porque unos instantes antes me había corrido de gusto, mientras aún tenía la polla del cura en la boca.