Cómplices - fragmento 3 (final)

Cómplices - fragmento 3 (final)

Cómplices – fragmento 3/3

NOTA IMPORTANTE: Esto no es un relato corto. Es una historia gay y erótica un poco larga dividida en 3 fragmentos por la comodidad a la hora de leerlo en esta web de TodoRelatos. Los fragmentos son inseparables , es decir, no se entiende uno sin el otro.

No voy a tener en cuenta la valoración, pero si queréis darla, hacedlo en el fragmento 1. Os lo agradeceré.

13 – Prisionero en libertad

Cuando llegué al pueblo, bajé del autobús sin prisas, cogí mi maleta y salía a una plaza bastante grande. Hacía mucho frío. Enfrente había un quiosco que era en realidad un bar. Atravesé la calle sin tráfico y me acerqué a la barra de mármol. El camarero me dio los buenos días y me preguntó qué iba a tomar. Como vi que todos los hombres que había allí tomaban una copa de un licor, le hice señas con el dedo para que me pusiera una. Era algún tipo de aguardiente que quemaba, pero me iba a hacer entrar en calor.

Dejé pasar un rato y llamé al camarero. Le pregunté que dónde podía encontrar a Manolo el perritos y me dijo que vivía en la calle del fondo, en lo más alto.

  • ¡Espere, señor! – dijo amablemente -; posiblemente no esté en su casa.

Fue al otro lado del quiosco y habló algo con un pequeño que jugaba allí. El niño salió corriendo atravesando la plaza y volvió al rato a sus juegos. Poco después vi venir andando parsimoniosamente a un hombre, le preguntó algo al camarero y le dio la vuelta al quiosco hasta llegar a mí.

  • ¿Eres Nico, verdad? – me estrechó la mano - ¡Traes poca ropa para el frío que hace aquí!

Llamó al camarero por su nombre y le hizo señas para que nos sirviera dos copas.

  • Manolo – le dije -, gracias por todo, pero no sé si debo tomarme otra copa de esto.

  • Es un aguardiente raro de aquí – me dijo -; calienta el cuerpo pero no marea si no te bebes una botella.

  • No sé nada de lo que tenemos que hacer – le dije -; usted sabrá cuáles son los planes.

  • ¡Lo sé todo, Nico! – dijo -; lo que diga tu tío Pedro son casi órdenes para mí. Le debo demasiadas cosas, pero – bajó la voz – luego hablaremos de eso ¿Ves aquella calle que sube hasta el cerro? ¡Pues debajo de ese cerro vivo yo! ¡Bebe que nos vamos!

Atravesamos la plaza y vi la calle estrecha, empinada, larga y con el suelo muy rugoso. Había que subir hasta arriba.

  • ¡Medio metro! – llamó a un chico - ¡Te doy dos euros si le subes a este señor la maleta hasta mi casa!

Era un joven de unos 15 años al que le gustó la idea, pero cuando íbamos a mitad de la calle, tiraba el pobre con dificultad de mi maleta. Llegamos a la casa, que quedaba justo enfrente y bajo el cerro. Era una casa muy rústica y poco cuidada. Manolo entró por la puerta casi desvencijada y yo cogí la maleta, puse juntos dos billetes de cinco euros y se los di al chico reliados. Me miró extrañado.

  • ¿Cinco? – me dijo - ¡No tengo cambio!

  • Son todos para ti – le dije -; esto es mucha cuesta.

Manolo no salía y el chico corrió calle abajo loco de contento pero, de pronto, se paró y se volvió a mirarme. Levantó los brazos con un billete de cinco en cada mano. Estaba asustado. Entonces, le hice una señales diciéndole que sí, que todo eso era suyo. Abrió muchos los ojos y le oí gritar «¡Gracias, gracias!» mientras corría otra vez calle abajo. Al poco tiempo salió Manolo con los dos euros en la mano.

  • Pero…. – miró a todos lados - ¿Y el chico?

  • Ya le he dado su propina – le dije -; parece un chico muy formal.

  • ¡Pasa, pasa, hombre! – tiró de mi brazo - ¡Te vas a helar!

La luz y la chimenea estaban encendidas y allí dentro se estaba muy bien. En la mesa de camilla que había en el centro, vi sentado a un joven – de mi edad, aproximadamente – que se quedó mirándome. Se levantó y me hizo sitio para que me sentase.

  • ¡Hola! – le dije -; soy Nico.

  • ¡Hola! – sonrió -; yo soy Rufo.

  • ¡Sentaos, sentaos al calor! – dijo Manuel -. Mira, Nico. Este es mi sobrino Rufo. Se quedó huérfano y vive conmigo. Seréis buenos amigos.

  • ¿Esto es un portátil? – acarició Rufo la bolsa - ¡Me encantan los ordenadores!

  • Sí, Rufo – le dije -; traigo algunas cositas más para distraernos.

  • ¿Me dejarás que te lo toque?

No pude evitar recordar muchas cosas, pero reaccioné a tiempo.

  • ¡Claro! – le dije -; los dos nos entretendremos con él.

  • Ahora, Rufo – dijo Manolo -, necesito que vayas a dar un paseo. Con una hora habrá suficiente. Tengo que hablar cosas con Nico. Pero no te tardes más, que estará al venir doña Rosario con la comida.

  • Sí, tito – se levantó -; voy a buscar a alguien por ahí ¡Hasta luego, Nico!

Manolo se sentó conmigo y comenzó a hablar.

  • No hace falta que me digas nada – dijo -; tu tío Pedro me ha contado una historia que lamento. Ahora se te busca; ya saben que tú eras el que estaba con Julio… Aquí estás a salvo, pero no podrás destacar en nada. Si alguien reconoce tu cara de haberla visto en la foto del cuartel, tendremos que pensar en otra solución. De momento, sería mejor que pasases unos días en casa. No pienses que es tan agobiante. Este salón es interior, pero para aislarnos del frío. Arriba tienes un dormitorio grande y con ventana para Rufo y para ti. Tienes mesa y lamparita para escribir. Lo que no tiene, hijo, es línea de teléfono ni Internet. Ya veré lo que puedo hacer.

  • Sí, Manolo – le dije -, yo lo pagaría; necesito subir todo esto y cambiarme la camisa. Me la manché esta mañana con el desayuno. El conductor del autobús me dijo que podía cambiarme

  • ¿El conductor? – se asustó - ¿Te ha visto la mancha y has estado hablando con él?

  • ¡Sí! – dije -; pero no le di importancia.

  • ¡Tú no, Nico! – se levantó -, ¡pero el conductor es de aquí, de este pueblo! Si te ha reconocido o te reconoce, habrá que cambiar los planes inmediatamente.

  • ¡Lo siento! – me vine abajo -; no intento más que conocer, agradar y ayudar a gente y siempre acabo metiendo la pata.

  • ¡Vamos, Nico! – me tomó por los hombros - ¡No seas tan pesimista! ¡Ya verás como todo se soluciona!

  • Tengo que llamar a tío Pedro, Manolo – dije -; me pidió que le avisase desde aquí cuando llegase.

  • ¡Sí! – dijo -; también me he enterado de que tenías un móvil. Supongo que te has deshecho de él.

  • ¡Claro! – le dije - ¡Es lo que me dijo mi tío!

  • Estemos tranquilos entonces – se sentó suspirando - ¡Llámalo! ¡Ahí a tu lado tienes el teléfono!

Descolgué y llamé a mi tío. Seguía esperando en casa cualquier novedad.

  • ¿Dónde estás, Nico? – preguntó -; supongo que habrás hecho todo lo que te dije.

  • Sí, tío - contesté -, ya estoy en el pueblo con Manolo.

  • ¡Muy bien! – se serenó -, ahora tienes que hacer lo que él te diga ¿Qué has hecho con el teléfono?

  • Lo que tú me dijiste – le expliqué -; le quité la tarjeta, que la tengo aquí, y lo arrojé a una fuente.

  • ¿A una fuente? – se extrañó - ¿Por qué?

  • Porque con el agua dejará de funcionar totalmente.

  • ¿En qué fuente lo has tirado? – preguntó inseguro - ¿En cualquiera?

  • ¡No! – le aseguré -; antes de entrar en la estación había una plaza. Allí lo tiré.

  • ¿Qué dices? – gritó - ¿Has tirado el teléfono a una fuente junto a la estación?

  • Estará inutilizado, tío – le expliqué -; ya no sirve para nada.

  • ¡Te equivocas! – volvió a gritar -; es posible que el teléfono no funcione, pero lleva un número impreso dentro que va unido a tu nombre cuando lo compras para evitar robos ¡Ahora, si lo encuentran allí, te buscarán en los alrededores! ¡Si hay una estación de autobuses cerca, yo pensaría que has cogido uno de ellos para escapar!

  • No creo que lo encuentren, tío – dije -; además, ¿lo va a encontrar precisamente la policía?

  • ¡Pues esperemos que no sea así!

Manolo me pidió que le diese el teléfono y estuvieron hablando bastantes cosas. Unas las entendía y otras no. Al final, me despedí de él, que me deseó toda la suerte del mundo, y colgué.

  • ¡Bueno! – dijo Manuel -; ya te he dicho que lo sé todo sobre ti. Tu tío es un hombre al que no se le escapa nada. Por la mirada, sabe cómo son las personas. Y nunca se equivoca. Yo le debo la vida. Los dos éramos compañeros de la Guardia Civil. Luego, él se dedicó a sus relojes allí y yo a mis perritos aquí. Ahora cuido de Rufo. Te aclararé que él piensa como tú ¡No olvides esto! Estaréis muy a gusto juntos.

  • ¿Qué piensa como yo, dices? – pregunté extrañado - ¿En qué sentido?

  • Habla mucho con él cuando estéis a solas – dijo en voz baja -; te darás cuenta de lo que te estoy diciendo. ¡Ah, ya viene! Ahora vendrá una vecina, doña Rosario, que nos hace la comida y nos lava la ropa ¡Guisa muy bien!

14 – La celda deseable

El almuerzo fue delicioso. Hablamos mucho y Rufo me miraba contento de tener allí a alguien de su edad. Supuse que no quería estar solo y que estaba deseando de meterle mano a mi portátil. Les dije que instalaríamos Internet y que yo lo pagaría.

Rufo me miraba como si yo fuese alguien especial para él, pero la verdad es que iba a compartir la habitación con un joven muy bello, educado, prudente y cariñoso. Me gustaba su mirada indecisa, su cabello rubio corto y muy rizado y su blanca palidez rosada por el frío de la sierra. Sus manos eran de dedos largos y finos y ¡ya quisieran muchos tener sus modales en la mesa! Vestía vaqueros y botas cortas de piel y llevaba una camisa azul a cuadros entreabierta, que dejaba ver una camiseta blanca. Cuando salió a la calle y entró, me fijé en su chaquetón de piel forrado de borrego; como el cuello. Aquel era un lugar muy frío.

Recogimos la mesa entre los tres y yo ayudé a Rufo al fregado. El agua de allí siempre salía helada, así que la tubería que daba a los fregaderos pasaba por el hogar de la chimenea para calentarse. Nos reímos mucho mientras fregábamos y Manolo daba cabezadas meciéndose en su butaca delante de la tele.

Cuando acabamos, subimos mis cosas a la habitación. Me quedé parado en la puerta al verla. Estaba adornada a su gusto y parecía la habitación de un jovencillo. Entró decidido a quitar todo aquello y a poner las cosas «como nos gustara a los dos», según dijo.

  • Quitaré todas mis cosas, Nico – dijo -, así pondremos las cosas de los dos.

  • ¡No, no, espera, Rufo! – entré despacio y mirando - ¡No quites nada! ¡Me gusta cómo está y no traigo cosas para poner! Pondremos el portátil en la mesa. Necesito un cajón para guardar otras cosas ¡Traigo también una PSP!... y algunos juegos. Considéralos ahora como tuyos.

  • ¡Ah, claro! – exclamó - ¡Por eso pesa tanto tu maleta! ¿No?

  • No, Rufo – me acerqué a él - ¡Verás! Dime en qué cajón podemos guardar las cosas que te digo. Las otras cosas que vienen en la maleta las dejaré ahí guardadas. Necesito comprarme ropa ¿sabes? Me gustaría tener ropas como las tuyas; me gustan.

  • ¿Te gustan mis ropas? – entreabrió la boca -; mañana te llevaré a la tienda donde las compré.

  • ¡Sí, vale! – me reí -, pero no quiero que nos vistamos los dos iguales como si fuésemos hermanos gemelos.

  • ¿No te gustaría? – se acercó aún más a mí -; a mí no me importaría.

Me reí y lo empujé a la cama.

  • ¡Que sí, hombre! – me acerqué a mirarlo -; me gusta tanto tu ropa que no me importaría que vistiésemos de la misma forma.

  • ¿De verdad? – se incorporó - ¿Te vas a comprar ropa como esta?

Me acerqué más a él y toqué su camisa. Miró mi mano y me sonrió.

  • Es de franela – dijo -; abriga mucho, pero dentro de la casa da un poco de calor.

  • A mí me sobra el traje – le dije -; ahí afuera hace mucho frío, pero aquí no.

De pronto, sin que lo esperase, se sentó en la cama y me cogió la mano. La acarició levemente y me miró:

  • ¿Nos quitamos la ropa?

  • ¿Qué? – no hice ningún gesto -.

  • Podemos quitarnos la ropa – dijo -, aquí estaremos más cómodos así.

Sólo tenía dos opciones: o le decía que sí o le decía que no.

  • Si sube Manolo – le dije – y nos ve desnudos, pensará que estamos locos.

  • ¡Bueno! – dijo mirándome -; él ya sabe que estamos locos. Le gustaría, pero nunca entra aquí.

  • ¡Está bien! – me solté de su mano -; si tú lo dices… ¡Vamos a quitarnos todo!

Se puso en pie y comenzó a desabrocharse botones con rapidez. Yo dejé a un lado las cosas y me fui quitando prendas. Él me miraba de vez en cuando y me sonreía. Parecía muy contento y su vista comenzó a darse unos paseos por mis piernas, mi pecho y… acabó mirándome sin pudor de arriba abajo. Viendo esa reacción, hice lo mismo. Me gustaba su cuerpo y, según me pareció, le gustaba el mío.

  • ¡Oye! – me quedé pensativo - ¿Por qué dice Manolo que los dos pensamos igual?

  • ¿Pues no lo ves? – se miró el pecho - ¿Acaso no te gusta mi cuerpo?

  • ¡Rufo! – bajé la voz - ¡Manolo está abajo!

  • ¡Mira, Nico! – se acercó peligrosamente -; mi tío Manolo sabe todo sobre mí, pero también sabe todo sobre ti. A mí me gustan los chicos, no las chicas. Supongo que te ha querido decir eso ¿Te gustan las chicas?

Como lo vi un poco asustado y casi tapándose, me eché a reír, lo abracé y le grité:

  • ¡Nooooo! ¡Nooooo! ¡Me gustan los chicos!

Me miró contentísimo y se sentó en una de las sillas de la mesa.

  • Ahora – dijo muy serio -, pienso que a lo mejor yo no te gusto

  • ¡Eh, oye! – me fui hacia él - ¿Quién te ha dicho eso?

  • ¿Sí te gusto? – me miró con timidez - ¿Aunque sea un poquito?

  • ¡Me gustas! – dije casi riéndome -, pero no sólo un poquito.

  • ¿Me enseñas tu portátil? – dijo mirándolo - ¡Espero que no te importe que lo toque!

Lo miré fijamente a los ojos brillantes de felicidad y me senté a su lado.

  • Puedes tocar lo que quieras. Yo te diré lo que no sepas.

Su mano se posó sobre mis calzoncillos como si cogiese el ratón de un ordenador.

15 – Estrenando ropa

Comprendía entonces perfectamente que Manolo sabía lo que podría pasar y Rufo se comportaba y me tocaba con ilusión pero con total naturalidad.

  • Esta – dijo – es la ropa mía que más me gusta y esa, la tuya que más me gusta, pero nos vestiremos los dos de la misma forma para salir. Diremos que somos primos. Todo el pueblo lo sabrá enseguida.

  • Eso es lo malo, Rufo – le dije -, que yo tengo que estar oculto aquí un tiempo.

  • ¡No importa, Nico! – seguía acariciándome -; cuando ya puedas salir compraremos lo que necesites. Para estar aquí, no necesitas ropas. Como tenemos la misma talla, te prestaré mis camisas y mis pantalones para bajar al salón. Tío Manolo no querría verte así abajo.

De momento, aparte de gustarme su comportamiento y su forma de pensar, me gustaba su cuerpo; todo su cuerpo. Como veía que para él era tan natural acariciarme la polla sin preguntar, alargué mi mano hasta la suya, que estaba erecta. Nos acariciamos un rato y miramos por la ventana. El día estaba gris y se veía todo desde allí arriba. La calle bajaba muy inclinada desde el cerro y era muy rugosa porque, cuando llovía mucho, se convertía en un río y había peligro de resbalarse. Al fondo estaba la plaza con una iglesia muy pequeña y, rodeando todo el pueblo, había un bosque de árboles de color verde muy oscuro.

Eché mi cabeza en su hombro sin dejar de observar y se me vino a la cabeza una pregunta.

  • ¡Oye, Rufo! ¿Por qué a un pueblo pequeño y perdido como este le pondrían Pintres?

Apoyó su cabeza sobre la mía y subió su brazo para acariciar mis cabellos.

  • ¡Verás, Nico! – dijo -; lo que a ti te parece un nombre muy raro, no es tan raro. Aquí hubo una pequeña colonia inglesa hace tiempo. Vinieron a explotar una mina de carbón y montaron sus casas en medio de este bosque de pinos ¡Mira su color! ¡Siempre están verdes! Ellos lo llamaron «Pine Trees»… algo así como «árboles-pino», supongo. Luego, los españoles fueron cambiando la forma de decirlo: Pintres.

  • ¡Es bonito! – susurré -; el pino es un árbol que siempre está verde. Significa muchas cosas. Por eso se pone un pino como árbol de Navidad.

Nos miramos sonriendo y muy de cerca hasta que acabamos besándonos. Así estuvimos un buen rato: besándonos y acariciándonos sentados a la mesa frente a la ventana.

  • ¿Y tú por qué estás aquí, Nico? – preguntó -; aquí vive poca gente porque no es un lugar muy agradable.

  • Yo estoy aquí – le expliqué – porque me hacen culpable de la muerte de un chico. En realidad era bastante desagradable y me hizo mucho daño, pero yo jamás le hubiese tocado un pelo. Luego, estuve algún tiempo con otro chico. Aparentemente era muy agradable y muy cariñoso conmigo, pero me traicionó; fue el que dijo que yo había matado al otro. Ahora, después de entregarme a ellos, soy yo el que tengo que ocultarme si no quiero acabar en la cárcel.

  • ¡Vaya! – me miró - ¡Lo siento, porque te creo!

  • Tu tío – le comenté - me ha dicho que te quedaste huérfano y él te cuida.

  • ¡Bueno! – me acarició el pecho -, es verdad que me quedé huérfano y él me cuida, pero estoy aquí por otro motivo. Jugaba con los que yo creía que eran mis amigos. Nos fuimos al campo. Éramos siete y yo era el más… tímido de ellos. Supieron que me gustaban los chicos y el viaje al campo lo pensaron para violarme; los seis. Uno detrás de otro. No quiero saber más nada de ese mundo falso. Prefiero esta soledad – volvió a mirarme – y, si estoy solo contigo, mejor.

  • Esas cosas ya pasaron – le dije – y vas a estar conmigo si quieres.

  • ¡Claro! – miró atrás - ¿Te apetece que nos echemos un poco a la siesta?

Lo pensé con mucha tranquilidad y mirándolo sin parpadear.

  • Sé que si me echo ahora contigo a la siesta – le dije -, no va a poder levantarnos nadie de la cama. Lo deseo más que nada, pero ya nos hemos ido conociendo un poco y, supongo, que a Manolo le gustaría que nos sentásemos con él un rato. Esta noche, Rufo, va a ser nuestra noche; nuestra verdadera noche.

  • ¡Sí! – le brillaron los ojos - ¡Una noche para ti y para mí! ¡Aquí, en el silencio absoluto! ¡Vamos! Te daré alguna ropa mía para bajar. Tío Manolo va a comprender muchas cosas y le gustará vernos a los dos iguales ¡Vistámonos y bajemos con él!

16 – Cuando no tienes nada que temer

Bajamos las escaleras vestido yo con sus ropas y levantó la mirada Manolo muy despacio. Además de vernos vestidos de la misma forma, observó que nos acercábamos a él tomados de la mano.

  • ¡Sentaos, chicos, sentaos! – dijo -; pronto se hará de noche y apetece el calor de las llamas.

  • Venimos a hacerte un poco de compañía – dijo Rufo -; la tele no es compañía.

  • ¡Es cierto! – bromeó Manolo -; no se puede hablar ni discutir con ella, pero tengo ahora a dos jovencitos iguales frente a mí.

  • ¿Piensas discutir con nosotros, tío? – preguntó Rufo intrigado - ¿Qué hemos hecho?

  • ¡Ay, mis jóvenes compañeros! – dijo -; ignoráis que discutir no es siempre pelear, sino intercambiar pareceres.

  • Tú mismo – le dije – has dicho que los dos somos iguales. Ahora somos todavía más parecidos.

  • ¡Sí, es verdad! – contestó – y viendo lo que veo en tan poco tiempo, me parece que cada vez seréis más parecidos y, quizá, algún día seáis iguales.

Nos miramos pícaramente y conteniendo la risa. Rufo apretaba mi mano bajo la mesa de camilla y tuvimos una larga charla con Manolo. Estaba claro que él sabía lo que ya estaba ocurriendo entre los dos, pero también sabía que Rufo no quería salir de Pintres por nada del mundo y sospechaba que yo, algún día, si todo se aclaraba, iba a querer volver a la civilización. Pensaría, tal vez, que una vez borrados mis temores por saberme inocente, partiría de allí dejándolos solos. Pensé entonces que, haciendo eso, traicionaba a Rufo en lo poco que habíamos intimidado.

Y charlando mucho tiempo, riendo y jugando a las cartas, se hizo de noche y vino doña Rosario con la cena. Preparamos la mesa para que Manolo no se levantase, cenamos y fregamos lo poco que habíamos ensuciado.

Nos despedimos para ir a descansar y allí quedó Manolo viendo algo en la tele (anuncios y más anuncios, supuse) y subimos los dos al dormitorio; a nuestro dormitorio. Nos desnudamos y cruzamos el pasillo hasta la ducha. El termo eléctrico era muy pequeño, así que habría poca agua caliente para los dos, por eso me dijo Rufo que nos ducharíamos juntos. Y la ducha fue respetuosa; fue una ducha para lavar nuestros cuerpos como en una ceremonia. Nos secamos bien; ya habíamos visto nuestros cuerpos completos.

Envueltos en una sola toalla de baño, pasamos al dormitorio tiritando un poco y caímos en la cama abrazados hasta entrar en calor.

  • ¿Vas a irte un día cuando se demuestre que tú no has matado a nadie? – me preguntó Rufo muy triste - ¡Me quedaré otra vez aquí solo; con tío Manolo!

  • ¿Crees que yo haría eso?

  • No lo puedo ver en tus ojos – me dijo – como lo ve tu tío Pedro.

  • ¿Y para qué iba a querer irme si ya tengo en mis brazos lo que buscaba?

  • ¿De verdad piensas eso? – me acarició embobado - ¿Te quedarías aquí?

  • ¡Sí! – lo besé -; tú me has dado la clave, Rufo; no quiero saber nada más de ese mundo falso y cruel.

Me abrazó muy emocionado y mi mano bajó hasta acariciarle su miembro. Necesitaba que supiese que, igual que él me necesitaba a mí, lo necesitaba yo a él.

  • ¡Nico! – dijo pegado a mi cuerpo - ¡Sé que no te vas a ir! Aquí lo tienes todo. Incluso esa maleta negra que nadie sabe donde está, pero quiero que sepas que me tienes como persona. Es muy importante compartir la vida, pero también es muy importante compartir nuestros cuerpos ¡Dime lo que piensas de eso!

  • Una vez – le dije – a los dos nos hicieron mucho daño en el cuerpo y en nuestros sentimientos. Lo que creo es que nosotros no vamos a hacernos daño; ni en nuestros sentimientos ni en nuestros cuerpos.

  • ¡Vamos! – dijo incorporándose - ¡Quiero demostrártelo!

Se puso a gatas sobre la cama y tiró de mí para que me pusiese detrás de él. No quería que recordase aquello que había pasado, pero notaba que él necesitaba tenerme dentro para comprobar que ese tipo de cosas se hacen por otras razones y no por mero placer o por despecho.

Comencé a penetrarlo con miedo, pero noté que sus gemidos eran del placer de sentirme dentro

  • ¿Te hago daño? – me eché sobre él -.

  • Me haces el daño que quiero sentir de ti – susurró - ¡Sigue, por favor!

Comencé despacio a follarlo y volvía su cabeza para sonreírme. Estaba gozando lo que él quería. No pude aguantar demasiado y comencé a gemir echándome sobre su cuerpo. Le besé todas las partes que pude de su espalda y su cuello y una de sus manos apretó mi cuerpo contra el suyo hasta que notó que me vaciaba dentro de él. Esperó un poco mientras yo la sacaba con mucho cuidado y se volvió a abrazarme llorando ¡Me pareció tan feliz!

Volvimos a abrazarnos otro rato y, superando mis temores para él, me puse yo a gatas y le hice señas. Se colocó de rodillas tras de mí y noté cómo buscaba mi agujero. No sentí miedo ninguno, sino el deseo de tenerlo dentro como él me había tenido a mí. Así, cuando me penetró y se corrió casi gritando de placer, comprendí que los dos nos habíamos demostrado cuándo esas cosas se hacen por cariño, amor, afecto o como se le quiera llamar.

Se bajó de la cama y trajo la toalla para limpiarnos un poco.

  • El agua del termo – me dijo en voz baja – tardará un buen rato en volver a calentarse. Te lavaré luego.

  • ¡Gracias! – acaricié su mejilla -; yo te lavaré a ti.

Y durante aquella noche, hicimos muchas más cosas hasta caer rendidos desnudos y abrazados bajo la colcha.

Cuando bajamos a desayunar, encontramos a Manolo leyendo el periódico.

  • ¡Acercaos, acercaos, que hay buenas noticias! – dijo dejando de leer -. La policía tiene pruebas suficientes para demostrar que N.N.N. no cometió ningún crimen. Las huellas del puente revelan con claridad que Nico no se acercó a Julio en ningún momento cuando éste calló, o se tiró, a las aguas.

  • ¡Perdona, tío Manolo! – preguntó Rufo - ¿Quién es ese N.N.N.?

Manolo se echó a reír con gran estruendo y se echó hacia atrás en su butaca.

  • N.N.N., querido sobrino – le contestó -, está a tu lado. Es Nicolás Núñez Navarro ¡Es inocente! Ahora, esos del «colectivo gay», quieren una indemnización para él y que se penalice a O.T.D., Otilio, por aportar datos con mala fe. Sigue sin aparecer esa maleta negra (señaló a nuestro dormitorio arriba) llena de dinero ¿Vas a ir para que te indemnicen, Nico? ¡Ahora eres libre! Dicen que no se te puede culpar de nada, sino que has sido una víctima.

Lo miré con una sonrisa burlona y me abracé a Rufo ante su vista.

  • La recompensa que yo necesito – le dije – ya la tengo. La maleta negra, ahora es de nosotros tres ¿Para qué quiero volver?