Cómplices - fragmento 1

Esto es una historia gay y erótica un poco larga dividida en 3 fragmentos por la comodidad a la hora de leerlo en esta web. Los fragmentos son inseparables.

Cómplices – fragmento 1/3

NOTA IMPORTANTE: Esto no es un relato corto. Es una historia gay y erótica un poco larga dividida en 3 fragmentos por la comodidad a la hora de leerlo en esta web de TodoRelatos. Los fragmentos son inseparables , es decir, no se entiende uno sin el otro.

Es el producto de la petición de muchos de mis lectores a los que les gustan los relatos relajados, sin prisas, detallados… Está escrito para vosotros. En él encontraréis pasajes de violencia, pánico, intriga y, por supuesto, erotismo y sexo.

No voy a tener en cuenta la valoración, pero si queréis darla, hacedlo en esta primera parte. Os lo agradeceré.

Dedicado a mi gurú toledano J A T a quien tanto le debo, en quien tengo depositada toda mi confianza y al que tengo un poco abandonado.

1 – En el mismo camino

Muy vacía estaba la estación para encontrarnos en pleno verano. En realidad, iba a coger un tren para ir a una zona más bien fresca, pero se supone que es lo que la gente busca de estos lugares: su frescor. Todos huimos de la ciudad para que no nos pille el calor y nos tenga encerrados en casa un buen tiempo.

Mis padres me habían llevado ya casi un mes a la playa, pero yo siempre prefería pasar otro mes (o casi un mes) en la sierra con mis tíos Pedro y Cloti. En realidad yo no me llevaba tan bien con mis padres como con ellos. Pensaba, incluso, que si encontrase alguna vez un buen trabajo en el pueblo, desaparecería de casa de mis padres.

Me daba la sensación de que me había ido a la estación demasiado pronto. En realidad, soy así para todo; no me gusta llegar tarde a los sitios. Hasta tenía el billete reservado desde una semana antes.

Miraba a un lado y a otro esperando a que llegase la hora y alguna gente entraba cargada de maletas o con una simple bolsa. Entre ellos, me llamó la atención un chico con una bolsa bastante abultada. Parecía fuerte, pero iba inclinado hacia un lado. La bolsa debería llevar demasiado peso. Cuando me fijé bien, me di cuenta de que aquel tío estaba para hacerle unos cuantos favores «¡Otra vez, no, joder! ¡No me gustaba empalmarme por la mañana!».

El chico dio una vuelta mirando a las oficinas y se acercó luego a los bancos ¡Lo sabía! Tenía que sentarse justo enfrente de mí. Me iba a dar la mañana. Pero no fue así, sino peor. Se acababa de sentar y de dejar su bolsa en el suelo cuando se levantó y se acercó a mí.

  • ¡Hola! – dijo -; soy Julio.

  • ¡Hola! – le tendí la mano -; soy Nico.

  • ¿Tomas el primero que sale? – preguntó sonriente -.

  • ¡Sí, sí! – le dije -; el de Villarrecuas ¿Y tú?

  • Ammm – miró a las oficinas - ¡Ese, ese tomo también!

  • ¡Vaya! – me eché a un lado en el banco -; siéntate aquí si quieres.

  • ¡No, no, espera! – me dijo - ¿Te importa echarle un vistazo a mi bolsa? Tengo que ir a la oficina.

  • ¡Ah, claro! – miré la bolsa - ¡No te preocupes!

En realidad pensé que nadie iba a coger aquella bolsa tan pesada y a salir corriendo antes de que volviese de la oficina. Le vi andar más erguido (lo cual me aseguraba que no tenía la espalda torcida) y me fijé en sus andares y en su culo ¡Joder, era atractivo, pero además tenía un cuerpazo!

Estuvo poco tiempo en la oficina (no había ya nadie) y volvió sonriente hasta el banco y se sentó a mi lado.

  • ¿Vas a dejar la bolsa ahí enfrente? – le pregunté -.

  • ¡Ah, sí! – suspiró - ¡No sabes cuánto pesa!

  • Supongo que vas a pasar unas vacaciones allí – le dije - ¿O te bajas antes?

  • ¡No, no! – contestó muy seguro -; voy hasta allí.

  • Yo voy a casa de mis tíos – le dije - ¿Vas al albergue juvenil?

  • ¡Supongo! – me miró indeciso - ¡Espero que haya sitio!

  • Es muy grande – le dije – y en esta época ya empieza a quedarse vacío. Se acercan los estudios.

  • Creo que sí – miraba su bolsa -; si no hay sitio ya buscaré.

  • Bueno, Julio – le dije - ¡En la calle no te vas a quedar! Ya te diré dónde viven mis tíos.

  • ¡Jo, qué corte! – no quiso mirarme -; no tengo morros para eso.

2 – Un asiento ocupado

Entramos en el vagón y cada uno buscó su asiento. Puse mi maleta en lo alto y me fui a ayudarle a subir su bolsa.

  • ¡Joder, Julio! – lo miré de cerca - ¿Qué llevas ahí dentro?

  • ¿Pesa, verdad? – me miró asqueado -; pues la verdad es que he metido todo lo que cabía, pero creo que me he pasado con los libros.

  • ¡Oye! – le dije en voz baja -, cuando arranque el tren, podrías venirte al asiento de mi lado. Esto va casi vacío y ya no se subirá nadie. Si se sube alguien en algún pueblo

  • ¡Ah, no importa! – dijo -, si se sube alguien y le han dado ese asiento, pues te vienes tú a este.

  • ¡Buena idea!

El tren comenzó a moverse y nosotros anduvimos por el pasillo hasta los dos asientos donde yo tenía mi plaza. Nos sentamos y comenzamos a hablar un poco de todo. Entre otras cosas, me dijo que era la primera vez que iba allí (solo, además) y que si no me importaba acompañarle a ver algunos lugares interesantes. Me ofrecí, evidentemente. Estaba dispuesto a enseñarle muchas más cosas, si se dejaba. No sé de qué estábamos hablando, pero me di cuenta de que no tenía el carné para el albergue y, pensando que era la primera vez que iba, le dije que tendría que sacarlo. Me pareció que no le gustó mucho aquella idea. Se quedó muy serio y callado.

Estaba claro para mí que aquel tío no quería estar solo; y lo estaba. Pensé entonces que, de alguna manera, podría convencer a mis tíos para que se quedase conmigo. En realidad, mi mente calenturienta ya empezaba a pensar que podría haber «ciertas» posibilidades.

  • ¡Oye, Julio! – interrumpí el silencio -. Sé que tal vez no quieras, pero se me está ocurriendo una idea.

  • ¿Una idea? – se extrañó - ¿Para qué?

  • Vas solo, ¿no? – me quedé pensativo -. Quizá preferirías estar con alguien. Tú mismo me has dicho que si podía enseñarte algunos lugares.

  • ¡Sí! – contestó sin entender - ¿Cuál es la idea?

  • El albergue es muy barato – le dije -; no es una cuestión económica, pero podría inventar algo para que te quedases conmigo en casa de mis tíos.

  • Ya te digo que me da corte – respondió -, pero si te soy sincero, ya que te he conocido, no sería igual para mí estar solo que contigo ¡Me caes bien!

  • ¡Gracias! – cada vez imaginaba más cosas - ¡Tú también me caes muy bien!

  • ¡Gracias, Nico! – dijo -, pero tú eres el que conoces a tus tíos. No quiero ser un estorbo, aunque podría colaborar económicamente

  • ¿Qué dices? – le interrumpí -; si quieres, algún día invitas a algo o compras cualquier cosa.

  • Me pareces un tío sincero, de puta madre – dijo – y con buenas intenciones. No quiero mentirte.

  • ¿Mentirme? – me asusté - ¿Me estás ocultando algo?

  • Sí y no – contestó -. No iba a ningún sitio.

  • ¿Cómo?

  • Cuando llegué a la estación – dijo – no sabía ni siquiera a dónde ir. Me he escapado de casa, Nico.

  • ¿Algún problema gordo? – me preocupé - ¡Yo con mis padres me llevo fatal!

  • Sí – bajó la voz -; pensaba llegar a la estación y echarlo a suertes. Llevo de todo, ya lo has visto, pero pensaba quedarme en un lugar lejano y trabajar.

  • ¡Espera, espera! – dije - ¿Sabes que yo muchas veces he pensado en irme a casa de mis tíos y trabajar en Villarrecuas? He terminado mis estudios ¡Se acabó!

  • Yo no los he terminado – dijo -, pero tengo un nivel cultural suficiente.

  • De momento – lo miré ya insinuante -, no estamos solos. Se me ocurre decirle a mis tíos que te conozco de siempre y que me acompañas al veraneo. La cosa está en convencerlos luego de que nos quedaríamos a trabajar allí. Yo llamaría a casa para que no se asustasen, pero a mis padres les iba a dar igual.

De pronto, puso su mano sobre la mía, que estaba encima de mi pierna, y la acarició brevemente ¡Uy, uy!, me dije, ¡este está pensando lo mismo que yo! Si mi ojo clínico no me fallaba, aquel gesto me confirmaba mis fantasías. Faltaba entonces corroborar lo que pensaba.

  • Vamos a partir de la base de que nos conocemos desde hace mucho – le dije -; supongamos que somos tan amigos que parecemos hermanos.

  • ¿Tú crees que se creerán eso?

  • Sí, se lo creerán – continué -, pero tenemos que comportarnos como si de verdad nos conociéramos desde siempre.

Entonces fui yo el que puso mi mano sobre las suyas, que estaban cruzadas encima de sus piernas. Me llevé una sorpresa. Levantó los dedos pulgares y me acarició la mano mientras me miraba.

  • ¿En qué piensas, Julio? – estaba muy dudoso - ¡No son más que ideas!

  • Son buenas ideas – se acercó a mí -; cuando te vi, supe que tendrías buenas ideas. No tenía billete para ningún sitio; te lo he dicho. Por eso, al saber a dónde ibas, me fui a la oficina y pedí uno para… ese sitio… ¡Villarrecuas!

Me expuse mucho. El tren estaba parando en alguna estación. No separé mi cara de la suya aunque había gente moviéndose por el pasillo. Lo besé en la mejilla y me retiré para ver su expresión. Me sonrió abiertamente.

  • ¡Oye, chico! – le dijo un señor del pasillo - ¡Ese es mi asiento!

  • ¡Ah, perdone señor! - se levantó y le contestó amablemente

  • ¡Siéntese, siéntese! Nosotros nos iremos a mi sitio.

El hombre lo miró muy agradecido y esperó a que saliéramos de allí con mi maleta, pero el asiento de al lado de Julio ya estaba ocupado. Tuve que dejar la maleta allí y él se fue a su sitio. El resto del camino estuve mirando el paisaje por la ventanilla. Desde donde estaba no podía verle y ninguno de los dos nos acercamos al asiento del otro.

3 – Fin del viaje

El tren comenzó a frenar. Habíamos llegado. Bajé mi maleta y me acerqué a ayudarle a bajar su pesada bolsa.

  • ¡Ya hemos llegado! – le dije -. Tendremos que ir andando a casa de mis tíos. No viven al lado de la estación, pero tampoco viven lejos, así que tendremos que ir andando. Llevaremos tu bolsa entre los dos y diremos que ahí vienen tus cosas y las mías.

  • ¿No está lejos? – preguntó extrañado -; no creo que en un pueblo haya nada lejos.

  • ¡No! – le dije -. Al salir de la estación, se coge calle arriba hasta llegar a la plaza. Viven en la primera calle que sigue, a la derecha.

Me miró sin expresión. En realidad tampoco soy muy expresivo, pero me dio la sensación de haber comprendido que, en un simple viaje de tren de algo más de dos horas, había hecho una amistad que le merecía la pena. Yo deseaba ya estar a solas con él y ver lo que pasaba.

Bajé antes con mi pequeña maleta y, cuando estaba esperándolo, se me acercó un conocido a saludarme. Hacía un año que no nos veíamos y me preguntó muchas cosas, pero sabiendo cómo corren las noticias en los pueblos, no le dije nada de mi nuevo amigo. No quería que empezasen a pensar cosas que, todavía, no eran ciertas.

Cuando terminé de hablar – no me entretuve demasiado – ya había salido Julio del vagón, pero no lo veía por allí. Me asomé a la calle y lo vi subir solo con todo el peso. Ya había llegado a la plaza, así que le seguí sin correr demasiado. Ya estaba en la parte llana de la acera.

Mientras subía, no lo vi volverse para mirarme y entró por la primera calle, como yo le había dicho.

Al volver la esquina lo encontré allí esperándome en la sombra. Había soltado la bolsa en el suelo.

  • ¿Queda muy lejos la casa? – preguntó con curiosidad -.

  • ¡No! – me paré -, es esa de ahí enfrente; la de la puerta verde.

Cruzamos sin tener demasiado cuidado del tráfico, porque por allí casi no pasaban coches. Estaba casi a la salida del pueblo por esa parte.

  • No es una calle larga – dijo -; se ve ahí cerca que se convierte en carretera.

  • Así es – le aclaré -, esa es una carretera muy estrecha. Da a un camino que lleva al bosque de San Luís, pero la gente de aquí no es muy partidaria de ir ¡Hablan de cosas raras!

  • ¡Pues a mí me encantan los bosques! – dijo -. No me asusta adentrarme demasiado ni perderme.

  • Este no es tan grande como para perderse – le dije -; la gente dice que no se debe ir al atardecer ni por la noche. Pero a mí lo que me aterra es que hay que cruzar antes por un puente bastante estrecho, unos dos metros, sobre el lago. Sólo se puede ir a pie y tiene casi 80 metros de largo pasando sobre las aguas a muy poca altura.

  • ¡A mí me gusta el riesgo! – dijo - ¡Tienes que llevarme!

  • Pues tendrás que pasarlo solo – le contesté -; en la parte central hay unos 50 metros de profundidad.

Llamamos al timbre y esperamos un poco. Nos abrió mi tía Cloti, que se abrazó a mí sin poder disimular su emoción.

  • ¡Ay, mi niño! – exclamó - ¡Ya estás aquí! ¡Cuánto tiempo sin verte!

  • Vengo acompañado, tía – le dije algo indeciso -; es mi amigo Julio. Somos casi inseparables.

  • ¡Hola, hijo! – lo besó cariñosamente -; este despistado de amigo que tienes nunca nos ha hablado de ti.

  • Cuando vengo – le dije más seguro -, me despego tanto de la ciudad que me oirás hablar poco de aquello.

  • ¡Tienes razón, Nico! – dijo seria - ¡A veces ni nos hablas de tus padres! Pero… ¡pasad, pasad, por Dios! ¿Os vais a quedar en la puerta con ese peso encima?

  • ¡No, no! – entramos tras ella -; la cosa es que él piensa quedarse en el albergue y aquí vienen cosas de los dos.

Mi tía se paró, se volvió y me miró extrañada. Miró la bolsa y miró luego a Julio, que se había quedado muy serio.

  • ¿En el albergue? – dijo extrañada - ¡Pensé que se quedaría aquí! Aquello no me gusta. Allí trabaja Maruja y dice que se pasa mucho frío incluso en verano. Esta casa es calentita y tenéis un dormitorio con dos camas que podéis aprovechar ¿Vas a dejar a tu mejor amigo allí solo? Además, me parece una tontería andar deshaciendo maletas y dando viajes de un sitio a otro ¡Espero que no te importe dormir con Nico, Julio! Es un dormitorio muy grande.

  • No quiero molestar, señora – dijo Julio -, solo quería venir a conocer el pueblo. Nico siempre me ha hablado muy bien de él.

  • ¡Pues claro! – me apretó por la cintura - ¿Cómo te va a hablar mal de este pueblo si aquí tiene a sus tíos?

  • ¿Y tío Pedro? – pregunté - ¿Está en su relojería?

  • ¡Sí, sí! – pasamos hacia el dormitorio -, ya sabes que eso no puede dejarlo. Yo me he quedado hoy aquí; no tengo esa obligación diaria ¡Pasad!

Entramos en el dormitorio con dificultad. La bolsa pesaba mucho, pero la dejamos enseguida en el suelo con mi maleta y Julio miró a su alrededor.

  • ¡Vaya! – exclamó - ¡Es un dormitorio grande y muy bonito!

  • La ventana da atrás – le dije -; desde ahí se puede ver el riachuelo que baja hacia el lago y parte del bosque.

  • Sigo diciendo, señora – le habló Julio a mi tía -, que no quiero serles una carga.

  • No me hables más de eso, Julio – le contestó -, que si eres amigo de Nico, eres como nuestro sobrino.

  • ¿A qué hora llegará tío Pedro? – pregunté - ¡Quiero que también conozca a Julio!

  • Mientras cierra la tienda y llega – me respondió – os da tiempo a preparar las cosas y a dar una vuelta para enseñarle a Julio algo. Yo tengo que terminar la comida. Aquí os dejo tranquilos. ¡Cerrad la puerta, Nico, que ya sabes que a tío no le gusta que la tengas abierta!

Salió y cerró la puerta sonriéndonos. Respiré profundamente y me senté en la cama de la derecha, que era la que yo usaba siempre. Julio se acercó a mí en silencio. Levanté la cara para ver sus ojos y se pegó a mí un poco más hasta poner sus rodillas en las mías. Abrí un poco las piernas y entró por allí hasta pegar su cuerpo al mío y abrazar mi cabeza contra él.

  • Me gusta este sitio – dijo - ¡Es tan silencioso!

  • A mí me gustas tú – contesté – y, sobre todo, lo que queda ahora a la altura de mi boca.

Tenía mis labios casi apoyados en su bragueta y notaba perfectamente que estaba empalmado. No dijo nada. Volví un poco la cara y besé ansiosamente su bulto bajo los pantalones. Cuando me di cuenta, su mano había bajado la cremallera y había abierto la portañuela. Pude ver unos calzoncillos ajustados de color burdeos; estaban abultados y mojados. Metí mi mano allí y lo acaricié sin apretar. De pronto, metió su dedo pulgar en el elástico y tiró de él bajando los calzoncillos por delante. Su polla asomó por la portañuela ante mis ojos. No me moví.

  • ¡Cómemela! – dijo - ¡Seguro que haces unas mamadas de puta madre!

No dejé de mirar su polla, sino que acerqué mi boca a ella despacio. Noté su olor particular. Me gustaba su olor. Comencé a lamerle el líquido, pero en poco tiempo, me apretó la cabeza y la metió en mi boca hasta el fondo. Me asusté. Apretaba mi cabeza contra él una y otra vez y comencé a mamársela. Todo fue muy rápido. No veía nada más que su pantalón y notaba su polla caliente apretando en el fondo de mi boca. Se movía con rapidez adelante y atrás y puse mis manos en la cama para sujetarme. Le oí quejarse un poco y tirar aún más de mi cabeza encogiéndose de placer. Su leche golpeó en mi interior en varios chorros muy potentes. Sentí náuseas y, cuando ya creí que había terminado, hizo otro movimiento brusco y soltó un chorro más.

  • ¡Toma! – me ofreció unos pañuelos -; escupe ahí y límpiame el nabo.

Me la saqué de la boca rápidamente y escupí su leche en un pañuelo. Cuando le sequé bien la polla, se la metió en los calzoncillos y se subió la bragueta. Había esperado el momento de quedarnos a solas mucho tiempo. Me quedé pensativo. Había sido muy frío conmigo. No era eso lo que esperaba de él. Su sonrisa y su mirada me decían otra cosa. Ni siquiera me besó ni me acarició.

  • ¡Bueno! – dijo volviéndose a su bolsa -; ahora vamos a deshacer el equipaje. Luego me haces otra ¿vale?

  • ¡Sí, vale! – respondí asustado - ¡Saquemos las cosas de la maleta y la bolsa!

Pusimos el equipaje sobre mi cama y comencé a sacar mi ropa en silencio. Me miró disimuladamente. Supuse que habría notado en mí un cierto cambio de comportamiento. Yo comprendí que me había equivocado de persona. Se acercó sonriendo y me echó el brazo por los hombros.

  • ¡Traes poca ropa! – me habló al oído - ¡Yo también! Ya te he dicho que el resto está lleno de libros. Los dejaré en la bolsa.

Quise suavizar un poco aquella situación y me ofrecí a ayudarle, pero sacó una llave pequeña y abrió un candado, corrió una larga cremallera y tiró sobre la cama un puñado de ropa desordenada volviendo a cerrar la bolsa y poniéndole el candado. No vi ningún libro. Seguramente, tuvo que notarme tenso; se acercó a mí y me volvió hacia él despacio abrazándome y besándome en la mejilla. Me sentí más tranquilo.

  • Tengo que colgar esta ropa en el armario – me dijo - ¡Fíjate el desorden que traigo!; no soy tan ordenado como tú, pero la ropa colgada pierde las arrugas.

  • Si quieres - le dije -, puedo decirle a mi tía que le dé un repaso con la plancha.

  • ¡No, no, es igual! – me contestó -; no traigo nada que deba estar bien planchado. No quiero molestar a tu tía.

  • No es molestia – le dije -; supongo que yo le daré algunas cosas para que las repase. Se supone que son de los dos.

  • ¡Exacto! – me miró con mirada burlona - ¡Se supone!, pero no lo son. Tú te pones tu ropa y yo me pongo la mía. Soy un poco especial para eso.

Volví a callarme pero intentando que no me notase que aquella situación me resultaba muy incómoda. Fuimos sacando las perchas del armario y colgando cosas, pero observé que su ropa la colgaba a la derecha bien retirada de la mía.

  • ¿Nos dará tiempo a que me enseñes algo del pueblo? – me habló normalmente - ¡Queda poco tiempo, creo!

  • Si quieres – le dije -, empezamos por ver la casa. No es muy grande, pero es interesante.

  • ¡No es mala idea!

4 – Hacia el lado contrario

La llegada de mi tío fue espectacular. Mi tía Cloti no dejaba de hablar mientras él me abrazaba y me preguntaba cosas. Luego, le presenté a Julio, que estuvo muy correcto, pero vi en los ojos de mi tío una mirada que me era conocida.

El almuerzo fue muy cordial, pero seguía observando que, aunque mi tío hablaba con Julio normalmente, a veces, lo miraba de aquella forma que yo sólo comprendía ¿Qué estaba viendo en él?

Era temprano cuando acabamos y no quisimos echarnos a la siesta. Yo, en cierto modo, temía encontrarme otra vez en una situación tan incómoda como la que había vivido. Incluso llegué a pensar en decirles a todos, de alguna forma, que no iba a quedarme tanto tiempo. Suponía que Julio se despegaría de mí.

  • ¡Vamos! – me tomó por la cintura - ¡Enséñame algo del pueblo!

  • ¡Sí, hijos! – dijo mi tía - ¡Tenéis que aprovechar el tiempo! ¡Vamos, vamos!

Salimos de la casa despacio. No hacía calor ni siquiera al sol. Me había vuelto para cerrar la puerta y, cuando fui a decirle que iríamos a la plaza, ya iba calle abajo; hacia la carretera.

  • ¡Espera, Julio! – le grité -; hay otras cosas que ver antes. No es necesario ir hacia aquella parte todavía.

No se volvió a mirarme y me paré extrañado. Como no dejaba de caminar, me di un poco de prisa hasta alcanzarlo.

  • ¡Eh, tío! – le dije cariñosamente - ¡Corres demasiado!

  • Me atrae ver eso que dices – me miró un instante - ¿Está muy lejos?

  • ¡No! – le contesté indiferente -. Es posible que hasta el lago de San Luís haya unos quinientos metros. En realidad es un embalse, pero es muy peligroso, Julio. Lleva una fuerte corriente que balancea el puente y va a parar a una caída de unos cincuenta metros. Seguro que caerse al agua es mortal. Yo no lo paso.

  • ¿Le tienes miedo a eso o al bosque? – dijo -; si el lago se llama de San Luís y el bosque también… ¡déjame averiguar el nombre del puente!

Lo miré expectante mientras él seguía con la vista clavada al frente buscando ya el poder ver algo.

  • ¡El Puente de San Luís! – contestó - ¿A que no me equivoco?

  • ¡Pues no! – le dije -; casi es normal que se llame así, ¿no?

  • Muy poco original, creo – le pareció ver algo -, hay muchos santos para ponerle a las tres cosas el mismo nombre. Ya me parece oler sus aguas. Pasaremos sin prisa. Por aquí no hay nadie.

  • ¡Verás, Julio! – me detuve -; no es que no quiera ir al bosque, es que no puedo pasar por ese puente ¿Me entiendes? ¡Me aterra!

  • ¡Vamos! – apretó el paso - ¡Vas conmigo! ¿Qué va a pasarte? Si quieres, tú vas delante y yo voy vigilándote.

Ni siquiera podía imaginar aquella situación. Mis vellos se pusieron de punta y me temblaron las piernas.

  • No quiero ser pesado, Julio – le dije disimulando mi pánico -, pero podemos ir mañana en un coche rodeando el lago ¡No puedo pasar por ahí!

Se paró repentinamente y se volvió a mirarme extrañado. Dio dos o tres pasos hacia mí y se paró bastante cerca.

  • Te he dicho que vas a pasarlo conmigo – sonrió de forma extraña -; no corres ningún peligro. Cuando está ahí, es porque se puede pasar.

Disimulé mi estado interior y seguí andando despacio. El lago quedaba ya a la vista y podía verse también dónde acababa el camino. No sabía realmente con quién estaba. No sabía lo que podría estar pasándosele por la cabeza pero, o seguía adelante o me exponía a salir corriendo hacia atrás, que me diera alcance y que me hiciera pasarlo a la fuerza. Se me estaba secando la boca y no llevábamos agua. Casi no podía tragar saliva. El lago estaba ya tan sólo a unos diez metros. Julio se acercó a mí hablando normalmente de cosas que ni siquiera puedo recordar y me echó el brazo por encima de los hombros agarrándome fuertemente. Seguía su paso decidido. Mi respiración se iba acelerando y no podía disimularlo. Él tenía que estar dándose cuenta de que yo no iba dando un plácido paseo, pero no se detuvo ni un instante; ni siquiera se detuvo a la entrada del puente. Cuando me di cuenta ya íbamos caminando atravesando las aguas.

Quise pensar que me llevaba bien agarrado para que me sintiese más seguro. No dejaba de hablar y de mirar a un sitio y a otro. Hubo un momento en que me fallaron las piernas y creí que me caía, pero me agarró y continuó la travesía. No quería mirar a los lados, pero tampoco era capaz de volver la cabeza para ver cuánto habíamos cruzado ya o si venía alguien a quien hacerle alguna señal. Me pareció que llegábamos a la parte central. Se paró y se acercó a la baranda sacando la cabeza. Seguí mirando al frente.

  • ¡No se ve el fondo! – dijo - ¡Debe ser cierto eso de que es tan profundo! ¡Además… se balancea con la corriente!

No quería hacer ningún movimiento. Notaba perfectamente cómo se balanceaba el puente hacia los lados. Él seguía hablando cosas cuando comenzamos a caminar otra vez. Seguimos al mismo ritmo y me fui tranquilizando algo cuando nos acercábamos a la otra orilla.

Se paró al pisar tierra y me miró contento.

  • ¿Ves? – dijo - ¡Ya estamos aquí! ¡No pasa nada!

Continuamos caminando – ahora cuesta arriba y adentrándonos en el bosque – cuando mi mente comenzó a trazar algún plan. No sabía lo que podría hacer conmigo en el bosque. Estaba seguro de que volvería a la casa sano y salvo a no ser que quisiera verse metido en un lío muy peligroso. Pensé en dejarlo adelantarse un poco y correr luego hacia abajo procurando que no me viese. Tendría que volver a pasar el puente, corriendo y solo. Deseché aquella idea y me dejé llevar por el destino.

5 – El escondite

Me ahogaba. Necesitaba beber. Iba perdiendo fuerzas y quedándome atrás, pero él no se volvía; seguía contando una historia que ni me interesaba ni recuerdo.

Se me nublaba la vista cuando me pareció verlo bastante más arriba que yo. Miré a los lados con disimulo y me adentré corriendo, como pude, entre los árboles. Busqué un lugar muy frondoso y me oculté tras las ramas de unos arbustos sentándome a la sombra. Aspiré para intentar desahogarme, pero no podía bajar el ritmo de mi respiración. Puse atención. Había dejado de hablar. Me quedé inmóvil y escuchando aterrado ¿Qué iba a hacer? ¡Había cometido un error! Si me encontraba, pensaría que me estaba ocultando de él; si se iba y me dejaba allí – posiblemente hasta el anochecer -, tendría que volver solo, pero nos encontraríamos antes o después.

Me levanté y me puse a disimular haciendo como el que orinaba. En pocos segundos le vi pasar camino abajo buscándome y le grité:

  • ¡Eh, Julio! ¡Estoy aquí! ¡Me estaba meando! ¡Espera!

Se acercó despacio y conseguí mear de verdad.

  • Como me decías que te daba tanto miedo el puente – dijo -, pensé que te estabas cagando del miedo.

  • ¡No, no! – intenté normalizarme - ¡Me estaba meando!

  • Podías haber meado allí – señaló al camino - ¡No veo que pase nadie!

  • Es igual - terminé de mear con él a mi lado -, ya he terminado.

  • ¡No, espera! – dijo muy serio -; ahora me estoy meando yo.

Se la sacó de forma que me quedaba visible y comenzó a mear haciendo dibujos con el chorro de la orina y, en uno de esos dibujos, apuntó hacia mí y me puso empapado.

  • ¡Julio! ¿Qué haces? – lo miré entristecido - ¿Por qué me haces esto?

  • Me gusta tener la vejiga vacía para hacer ciertas cosas, Nico – se fue acercando a mí -; este sitio es bueno. No se ve desde el camino.

Se la escurrió exageradamente y comenzó a andar. Se me acercaba con las manos en los bolsillos y se paró muy cerca.

  • Bájatelos ya, ¿no? – miró a mis pantalones - ¿O prefieres que te los baje yo mismo?

No sabía sus intenciones claramente, pero me las imaginaba. Lo que no entendía era por qué hacía todas aquellas cosas. Tendríamos que volver a casa de mis tíos y allí tenía yo todas las de ganar. De todas formas, observando su manera de mirarme, aflojé mi cinturón, desabroché el botón y bajé la cremallera. Entonces, se agarró a mí bruscamente, me dio la vuelta y me bajó los pantalones y los calzoncillos de un tirón dejándome caer sobre un árbol.

  • ¡Abre las piernas, anda! – su voz sonaba como la de un loco -; me será más fácil follarte si te inclinas un poco y abres las piernas ¡Oh, mira qué culito tan bonito!

Le oí bajarse los pantalones con prisas mientras seguía hablando. Me agarré con todas mis fuerzas al tronco y esperé. Me abrió las nalgas tirando de ellas con sus dedos. No quería mirar atrás. En poco tiempo, puso la punta de su polla en mi culo y apretó a empujones. Me estaba haciendo mucho daño, pero no quería gritar. Me temblaba todo el cuerpo y un dolor espantoso me llegaba hasta el estómago y me quemaba los testículos. Comenzó a follarme sin piedad y apoyé mi cara en el tronco llorando. No podía soportar tanto dolor mientras él seguía hablando melodiosamente. Estaba deseando de que se corriera y la sacara, de ponerme los pantalones y de volver. Sabía que iba a amenazarme para que no dijese nada, así que, aún aguantando el dolor, fui pensando en lo que debería hacer. Comenzó a gemir fuertemente y apretó mucho más. Iba a correrse; deseaba que se corriera lo antes posible. Apretó al fin hasta empujarme hasta el tronco del árbol y levantarme del suelo como si me estuviese empitonando un toro. Respiró agitadamente algunas veces y la sacó de un solo tirón.

Caí al suelo semidesnudo, llorando y temblando; lo miré casi sin verlo y le vi ponerse los pantalones.

  • ¿Por qué me haces esto, Julio? – farfullé como pude - ¡No te entiendo!

  • Ya me he dado cuenta de que eres cortito – tiró de mi brazo

  • ¡Ponte en pie! ¡Paso de seguir subiendo tanta cuesta para no ver nada más que árboles! ¿Esto es lo que tenías que enseñarme del pueblo? ¡Ooooooh, qué bonito! ¡Vamos, ponte los pantalones que estás ridículo! ¡Volvamos!

Me subí los pantalones como pude intentando luego mantenerme erguido, pero tuve que agarrarme a él.

  • Yo te ayudaré a volver, Nico – dijo -, no sé por qué te pones así. Creí que querías que te follara, ¿no?

Definitivamente pensé que Julio no estaba bien de la cabeza y que era mejor seguirle la corriente, así que me agarré a él y volvió a ponerme su brazo sobre los hombros. Bajamos el camino bastante deprisa y el dolor en mis entrañas era insoportable. Él seguía hablando cosas. El comienzo del puente y el lago se veían ya cerca. Me esperaba otro rato de pánico.

6 – Un cambio repentino

Se paró justo antes de entrar en el puente y allí insistió sobre lo peligroso que podría ser caerse a las aguas, sobre la profundidad, sobre el balanceo y la inestabilidad del puente… En definitiva, su monólogo intentaba asustarme aún más. Luego, sin decir otra cosa, comenzó a andar llevándome cogido por los hombros y viéndose casi obligado a mantenerme en pie. Era tanto el dolor y el miedo a aquella situación, que ni siquiera pensaba en el peligro que podía esperarnos.

Cuando llegamos a lo que, aproximadamente, sería la mitad del puente, me soltó y dio unos pasos solo.

  • ¿Ves? – dijo dando unos saltos - ¡No pasa nada! Esto es seguro. Se balancea bastante, pero muy lentamente. Es como ir en un barco. Para estar más seguro, es mejor ponerse de lado y abrir un poco las piernas.

  • ¡Por favor, Julio, sigamos!

  • ¡No, espera! – abrió mucho los ojos -, quiero probar una cosa.

Casi me caigo al entablado del suelo. Me arrodillé despacio. Se pegó de espaldas a la baranda de la derecha, se apoyó en ella con los dos brazos y saltó hasta sentarse en la barandilla.

  • ¡No, Julio! – le grité - ¡No hagas eso, es peligroso!

  • No me lo parece – dijo mirando a su alrededor -; siento como la corriente pasa a gran velocidad bajo mi cuerpo y la veo retirarse hacia lo lejos ¡Ven aquí! ¡Pruébalo!

  • ¡No puedo! – le dije arrodillado en las tablas -; ni siquiera puedo ponerme en pie.

  • ¿Ah, no? – me miró como extrañado - ¡Te pondré yo en pie y te sentaré aquí, a mi lado!

Viendo que estaba dispuesto a hacerlo, hice un esfuerzo y me levanté. El puente aún se balanceaba más con nuestros movimientos y me sentí mareado. Cuando me di cuenta, estaba empujando sus zapatillas con los pies para sacárselas. Las dejó caer al suelo y comenzó a balancearse sobre la baranda. Como pude, di unos pasos para pasar al otro lado frente a él.

  • ¡Por Dios, Julio! – le rogué - ¡Por lo que más quieras en este mundo! ¡No hagas eso! ¡Estás corriendo mucho riesgo!

Se paró y me miró inexpresivo mientras balanceaba sus piernas moviendo los dedos de los pies dentro de sus calcetines. Hubo un momento de tensión. Si se caía hacia atrás, las aguas lo arrastrarían hasta la muerte. Él sabía el riesgo que corría, pero allí estaba mirándome con la cabeza inclinada hacia un lado. Fue levantando despacio las piernas equilibrando el peso echando su cuerpo hacia atrás. Vi sus piernas casi estiradas apuntando a mi pecho y pasó por mi cabeza una imagen: si me golpeaba con fuerzas, me haría caer a las aguas por el otro lado. Quise moverme para correr hacia el otro extremo, pero empujó con fuerzas en mi pecho y caí aterrorizado al suelo aferrado a la barandilla. Le oí gritar. Había perdido el equilibrio y lo vi caer hacia atrás al lago. Su cuerpo estaba siendo arrastrado por la corriente y pasaba gritando mi nombre bajo el puente con los brazos levantados casi rozando los hierros. Me levanté asustado y dolorido por todos lados. Me volví y le vi alejarse con la corriente agitando los brazos y gritando.

  • ¡Nico, Nico, ayúdame! – se hundía de vez en cuando - ¡Ayúdame, no me hagas esto!

Sabía que iba hacia una muerte segura y sus gritos resonaban en mi cabeza, pero no había nadie cerca ni forma humana de ayudarle. Echarse a las aguas a por él era echarse en los brazos de la muerte ¿Cómo podía salvarlo? No pude reaccionar de otra forma: corrí hacia el extremo del puente para volver cuanto antes a casa de mis tíos ¿Qué iba a decirles? Tenía que improvisar.

Llegué a tierra dolorido, lleno de pánico, asfixiado, sudando… seguí caminando por el camino pero arrastrando los pies. Me acerqué a un lado y limpié muy bien mis zapatillas de rastros en la hierba. Luego, subí por la carretera con unas fuerzas que no tenía hasta apoyarme en la puerta verde de mis tíos.

En ese momento, se abrió la puerta y estuve a punto de caerme al interior. Mi tía me sujetó y me miró asustada. Iba a la compra.

  • ¡Nico! – farfulló - ¿De dónde vienes? ¡Estás empapado! ¡Pasa, pasa y sécate! ¿Y Julio?

Entré en la casa y encontré a mi tío Pedro en pie y preparado para irse a su relojería.

  • ¿Qué es esto? – dijo muy serio - ¿Dónde está Julio?

Hablé como pude. Tenía que inventar una historia.

  • ¡No lo sé! – le dije - ¡Se me ha perdido y he estado buscándolo!

  • ¡Vamos, Cloti! – dijo -; ve tú a la compra mientras que yo hablo con este jovencito.

Mi tía salió de la casa refunfuñando y mi tío se acercó a mí severamente. Estaba temblando y aguantando dolores de todas las clases.

  • ¡Hueles a orines! – dijo - ¡Pareces un mendigo! ¡Dúchate rápidamente, no puedo llegar tarde a mi relojería y sin aclarar esto!

Le pedí una bolsa de plástico para la basura y me trajo una de la cocina; una bolsa grande y negra para echar allí toda la ropa que traía encima. Corrí al dormitorio a por unas calzonas y una camiseta (miré asustado la ropa de Julio) y me metí en el baño. Lloraba y moqueaba aguantando el dolor mientras me desnudaba. Puse toda la ropa empapada en la bolsa, la até fuertemente y la dejé bajo el lavabo. Bebía algo del grifo, me duché rápidamente y me puse desodorante. Mi tío me esperaba.

  • No se me escapa una mirada – dijo -. Conozco miradas como las de Julio. No sé lo que te ha pasado, pero lo voy a saber porque me lo vas a contar tú. Los ojos de tu amigo Julio esconden algo que no me gusta. Quizá otros no lo vean, pero yo sí. Siéntate ahí y dime lo que ha pasado.

Le pedí un vaso de agua y comencé a hablar como pude.

  • ¡Tío, de verdad! – sollocé - ¡No sé lo que ha pasado! Cuando salimos de la casa perdí de vista a Julio. He estado buscándolo por muchos sitios, pero no sé dónde está.

  • No me creo eso, jovencito – se acercó a mí para acariciarme -; olías a orines, a sudor… ¿Te has orinado encima por ir buscando a Julio? ¿Has bajado hasta el Puente de San Luís? Te aterra, ¿verdad? Comencemos por el principio. No tengo mucho tiempo para irme a mi relojería.

  • ¡No sé dónde está!

  • ¡Verás, Nico! – me dijo -; no te culpo de nada. Sé cómo eres, pero también sé muy bien que Julio no es tu amigo y, en sus ojos, hay algo que no controla. Es un ser perverso: lo adivino. Por eso quiero saber lo que te ha hecho.

Estuve dando rodeos sin mencionar el paseo que realmente habíamos dado. No hacía nada más que insistirle en que Julio había desaparecido y no pude encontrarlo. Pero entre las explicaciones detalladas del carácter de Julio que me dio mi tío y mi insistencia diciéndole que no sabía nada de él, oímos abrirse la puerta y cerrarse luego de un portazo. Mi tía entró con la cara descompuesta y me miró. Mi tío se acercó a ella.

  • ¿Qué te pasa? – la abrazó - ¿Qué has visto?

(continúa en fragmento 2)