Compañeros de clase (5)

El desafuero ha llegado a ambos miembros del matrimonio, que viven su sexualidad por separado de una manera ambivalente...

COMPAÑEROS DE CLASE 5.

Han pasado los meses y todavía puedo recordar sin esfuerzo la lengua de Mercedes posándose con sensual parsimonia sobre la vulva inflamada de mi esposa, rodear sus labios con la punta deteniéndose sobre su clítoris, ver cómo con saña escupía sobre su coño extendiendo la saliva para introducirle el dedo corazón casi de forma ansiosa… Creo que esa imagen robada de aquella íntima y excepcional cita, entre dos buenas amigas que pasaron a ser desaforadas amantes, la recordaré mientras viva. Desde aquella mañana, sin haber yo provocado nada al respecto, ambas parecen haberse alejado casi definitivamente de mi lado, lo cual me dice a la vez que el acercamiento entre ellas debe ser cada vez más intenso, seguramente todavía tan desmedido y fresco como el primer día, las dos locas de deseo por seguir gozando del tesoro que mayor y más secretamente guardaron.

¿Me preguntáis que si todo esto ha afectado a mi trabajo, el compartir equipo y objetivos con Mercedes, mi ex -amante, y ahora la amante de mi mujer? Por supuesto que sí nos ha afectado. Mercedes me rehúye en la oficina a la más mínima excusa, apenas puede sostenerme la mirada unas décimas de segundo, lo cual no deja ser un serio obstáculo a la hora de compartir reuniones frecuentes como tenemos por obligación. Pero lo cierto es que hasta hace pocos días yo tampoco miré de forzar las cosas, mi intención primera era que ella misma se diera cuenta de que conmigo no iba a tener un enemigo o rival. Como veis, pues, desgraciadamente nuestra antigua complicidad parece haberse desvanecido del todo como un sueño lejano, y en parte, claro que sí, me duele. Aparte de ser mi amante, Mercedes representaba para mí lo que se dice habitualmente una cómplice perfecta.

Y me duele también porque, cuando contemplaba a Mercedes colocar a mi mujer sobre la cama y el culo en pompa, y a continuación observaba atónito y sudoroso cómo con soltura le introducía un consolador plateado en el coñete, cuando veía a Natalia con la cara aplastada sobre la almohada, con la expresión arrugada, los ojos cerrados, desencajada de placer, gritando como una poseída, noté que tal frenesí no fue utilizado conmigo por ninguna de ellas en ninguna ocasión. Entre ellas vi pasión de veras. O esa es la impresión que yo tengo. Y por supuesto no he interrumpido ni por un momento, ni tengo intenciones de hacerlo, esa maravillosa relación. Claro que sí, estar fuera de ella me escuece y me incomoda de lo lindo.

De modo y manera que mientras mis dos heroínas se alían para ignorarme y seguir retozando juntas, yo me vuelvo a mi vida, a veces tediosa, otras no tanto. Dicho sea de paso, todo junto me llevó a muchas semanas de abstinencia sexual, hasta que cierta mañana de sábado salí a comprar a la panadería algo de pan y pastas para desayunar. Era ya una mañana fresca y soleada de otoño, muy temprano, y cuando volvía de la panadería vestido de deportista dominguero me encontré de cara con aquella vecina mirona que un par de meses atrás me sorprendió espiando a mi propia esposa y masturbándome al aire libre en la terraza de mi casa. Nos paramos a dos metros el uno del otro, como sorprendidos por el encuentro. Si lo recordáis, se trataba una mujer de unos cincuenta y algo, bien conservada pero sin exageraciones, un poco entradita en carnes pero todavía prietas y jugosas, la verdad. Llevaba pelo corto y teñido, bien peinado y con raya al lado a lo chico, una nariz más bien redonda que culminaba una mirada azul, muy profunda. Todavía al día de hoy apenas nos hemos cruzado unas cuantas frases, pero además de por su acento, yo juraría que debe ser alemana por su aspecto de nibelunga tan saludable.

Yo ya iba con el desayuno en la mano, me faltaban escasos cien metros para llegar al portal de casa, pero como veía que ella me aguantaba la mirada fijamente esperé alguna reacción más por su parte. Y esa no se hizo esperar. Me cogió de la mano para colocarme a su lado, y enseguida me soltó. Nos metimos en su portal, y luego en el ascensor. Iba vestida con un chándal de color azul celeste y unas deportivas. Llevaba el monedero en la mano, pero resultaba evidente de que había cambiado su intención de ir a comprar. En el ascensor me seguía aguantando la mirada, había picado al ático. En un momento dado y sin dejar de mirarme dejó ir su mano derecha a mi paquete, el cual manoseó y estrujó suavemente como una fruta madura, hasta que llegado al ático la fruta se convirtió en una estaca retadora. Desde el ático y sin soltar mi paquete accedimos por una puerta de madera roída a la azotea. Había ropa tendida y algunas alfombras. Estiró una de las alfombras sobre el suelo de la azotea entre un conjunto de sábanas tendidas, lo cual formaba un escaso parapeto para el espectáculo gozoso que se iba a dar en unos pocos segundos.

Bajo el chándal no llevaba nada, me mostró un par de tetas considerables, blancas y fuertes, con dos pezones enormes y abultados. Todavía de pie los dos, metió mano a mi paquete de nuevo y sacó mi verga a pasear. Además de pocas palabras, o más bien ninguna, ella tenía muy claro de lo que se trataba todo aquello. Admito que yo estaba un poco confuso, pero sobre todo caliente, la intrépida teutona me había puesto pero que muy caliente. Mientras agarraba mi pene se acercó para darme un pequeño mordisquito en la oreja, luego hizo lo propio con mis pezones y se arrodilló para practicarme una descomunal mamada que me sentó como una ráfaga de aire fresco y liberador. Es probable que alguien nos viera allí arriba, me daba exactamente igual, había edificios más altos alrededor nuestro y el aire agitaba las sábanas. Ya completamente desnudos, la monté de rodillas y por detrás, dejándome ver su culo amplio y su coñete peludo y rizado. Aquel fue uno de los polvos de mi vida, aunque no fuera la mujer, ni con mucho, más bella con la que yo he estado, lo que no deja de confirmar que sexo y belleza se complementan, sí de acuerdo, pero que no tienen porque acompañarse necesariamente. Eso sí, sus jadeos eran sordos, contenidos, nada sueltos. Luego se giró y la follé a lo misionero, mientras disfrutaba con boca y manos de unas tetas irrepetibles y abundantes. En efecto, en la soledad de mis viajes, a veces incluso en la ducha, me he pajeado muchas veces pensando en aquella cita abrupta ya al aire libre.

De vuelta al vestíbulo de entrada, ya sólo, me dio por mirar en los buzones. Helga, así se llamaba. En ese momento creí de veras que aquello no se repetiría, por mi parte no estaba dispuesto a hacer el papel de loco adolescente cada cuarto de hora, y encima a menos de dos manzanas de mi casa, mis propios hijos pasaban cada mañana por delante de esa portería para ir al colegio. Pero me equivoqué una vez más, y de qué manera. Fueron muchas veces las que paré por aquel portal tras dejar a mis hijos en el colegio, de paso a la panadería o tras una imaginaria sesión de jogging los fines de semana. La primera vez me llevó ella misma hasta su casa y nos follamos a lo animal en el comedor, con la tele puesta y rodeados de libros amontonados por todas partes.

Heidi era profesora de filosofía en un instituto privado y una lectora enfermiza. Había adelgazado algo, pero seguía mostrando unas curvas formidables y amplias. A mí su abundancia apelmazada me gustaba con locura, su inexistente locuacidad todavía más. Una vez allí dentro lo entendí todo. Al final del pasillo pude ver una silla de ruedas junto a la puerta de una habitación, luego me contó que su marido, tras un desgraciado accidente de tráfico había quedado tetrapléjico y rara vez salía del universo oscuro de su habitación. Esa misma sesión inicial en su casa, tuvimos que interrumpir aquel polvo suculento tras oír que su marido la requería para que le acercara un vaso de agua. Le hizo esperar unos diez minutos hasta que me vació del todo mis hinchadas gónadas a base de apretar los músculos de su vagina sobre mi pene caliente. Se me escapó un alarido de rendición, pero allí no hubo quejas por parte de nadie.

Ni ella ni yo mostramos jamás el menor atisbo de arrepentimiento por el adulterio, obligado maná para ella, poco más que un fenomenal pasatiempo para mí. Helga me dio de las mejores horas de sexo de mi vida sin pedirme nada a cambio, nada excepto plena concentración a la hora del acto, cosa que en absoluto me costaba con una amante tan entregada y metódica. Eso sí, a veces eché en falta algo de detenimiento, de goce sensual en los preliminares. Helga era muy mecánica para eso, rápido me apretaba la verga para metérsela en el coño y moverse como una barca hasta que al cabo de no mucho rato acababa con mi aguante y me corría sobre ella o encima de ella, porque eso sí, le gustaba que me corriera sobre sus pechos, sobre su culo, sobre su boca. Recuerdo aquellos encuentros sudorosos de sexo tenso y poderoso con sincera nostalgia, y el caso es que hacíamos poco más que follar y follar. Sí, nada más, una vez acabábamos, me dejaba recuperarme apenas cinco minutos y con una cortés mirada me invitaba a marchar. No puedo decir que mantuviéramos lo que se dice una conversación, jamás. Simplemente no le interesaba. Si hablábamos era sólo para acordar esta o aquella postura:

  • Dame más fuerte, más fuerte, empuja más fuerte- solía decirme mientras agarraba mi culo con las dos manos.

Sólo una vez me dejó acercarme al baño para darme una ducha rápida. Fue también un día temprano por la mañana, antes de ir a trabajar. La cogí haciendo el desayuno. A su inicial indiferencia al abrirme la puerta y hacer el café, un atisbo de pretendida superioridad con el que siempre me recibía, confieso que esa vez respondí de forma un poco caníbal, atrapándola por la espalda y sin dejarla moverse de la encimera. Yo me encontraba especialmente caliente y bastante irritado, la noche anterior había reconocido el perfume de Mercedes en el cabello de mi mujer y aquello, no sé por qué a estas alturas, me molestó profundamente. Estiré la mano y la unté primero de mermelada y de mantequilla y se la restregué por todo el esfínter. Aunque me dijo que no le gustaba la idea, noté que de todas formas se desabrochaba la bata de dormir y se frotaba los pezones y echaba mano de su clítoris. Yo no estaba para pensar ni para conceder ruegos y ella debió notar que me encontraba ofuscado por algo, era evidente habida cuenta mi excesiva agresividad, de modo que con la polla bien embadurnada, como pude se la metí por el culo hasta asegurarme de que toda ella iba bien adentro. Apenas me quité la americana, con los pantalones en los pies, la penetré con la corbata puesta y todo, una y otra vez, agarrándola fuerte de las tetas hasta que notaba su dolor, hasta que por fin jadeó a conciencia y sin tapujos mientras yo iba frotando su cuello con la lengua, e insultándola como nunca lo había hecho con ella: ya bien sabéis lo soez que puedo llegar a ser cuando me pongo así de salvaje: "zorra, so-puta, ¿que te crees, la más lista del convento?, pues que sepas que no, imbécil, que follas como una vulgar ramera, y que te voy a poner el culo como un bebedero de patos, cerda, más que cerda".

Creo que aquello acabó de convencerla de las ventajas de traspasar las fronteras del sexo anal, cuando la claridad del vicio deja paso al desenfreno sin tapujos, cuando el cuerpo termina abdicando al más puro y descarnado descontrol. No terminé de correrme del todo en ese envite, aquel día llegaba convencido de dejarla derrotada más allá del escaso cuarto de hora que habitualmente le proporcionaba, dada su superioridad orgásmica sobre mi sorprendido y breve control. Pero esta vez no, esta vez me dio igual todo, su marido, sus vecinos, sus ganas de mirarme como a un colegial caprichoso y torpe y me propuse hacerla gemir, sufrir y gozar de verdad.

Se dio la vuelta y se estiró en el suelo, se llevó mi mano a la vagina. Le metí dos dedos, luego tres y cuatro, hasta que al cabo de un par de minutos, ya bien lubricada, mi mano entera se ocultó tras su bello púbico. Ya no eran gemidos sino rugidos de placer, ya no me miraba con aires de marquesa sino con ojos tiernos de puta agradecida. Recibía mis escupitajos en boca, tetas y coño sin inmutarse, por fin tenía aquello que buscaba cuando me observaba sedienta desde aquella ventana, en aquel lejano día en que yo descubrí la aventura de mi mujer. En algún otro rincón de aquel piso, un pobre hombre observaba la oscuridad de la habitación con dolor y rabia, con absoluta impotencia, con ganas de desaparecer. Ni siquiera las llamadas de una vecina escandalizada con nuestro repertorio de quejidos vulgares nos detuvo en el mutuo castigo. Fue luego ella la que me introdujo su índice en el culo: No sé de qué manera y dónde exactamente me tocó por dentro, pero puedes estar bien seguro de que provocó que me corriera en una cantidad y fuerza como nuca lo había hecho. Y la corrida desproporcionada traería sus consecuencias, como ahora os contaré. Abierta de piernas y con el coño inflamado, embadurnada por todas partes, Heidi me señaló el baño con su mirada cansada, sonriente y agradecida. Me duché en un santiamén, me tomé su zumo y su tostada, me subí los pantalones, me ajusté la corbata y salí a la calle.

Me dirigí a la oficina. Llegaba tarde a una reunión, pero por suerte al llegar me dijeron que se había retrasado dado que uno de los jefes alemanes aún estaba en el control de salida del aeropuerto. Todavía llevaba el pelo mojado. Estaba a punto de entrar en la sala de reuniones, donde ya se llevaban conversaciones previas informales entre diferentes jefes de los diversos departamentos y el director gerente (seguro que aderezadas con algún chiste malo), cuando Mercedes me cogió del brazo justo en la puerta y me alejó de allí. "Ven un momento". Me llevó a una sala de reuniones en la misma planta, unas tres o cuatro puertas más allá. Lo cierto es que iba muy atractiva, como siempre en estas ocasiones. Traje chaqueta negro con falda por encima de las rodillas, medias negras a juego y tacones altos, una blusa blanca con chorreras calculadamente desabrochada hasta el inicio del canal, que dejaba ver un pequeño escote que culminaba unos pechos duros y firmes, apresados por unos aros metálicos de firma francesa. Ojos ligeramente pintados, una leve sombra azulada, pelo recogido en una cola alta y labios de rojo intenso. Una ejecutiva con aires de loba.

  • ¿Te has dado cuenta como llevas el pantalón?- me dijo Mercedes mientras sacaba una toallita húmeda de su bolso-. ¿Qué, de fiesta en casa?

Una considerable mancha de semen, medio seca, sobre el pantalón del traje me delataba. Su pregunta no era inocente, mientras la formulaba a la vez que me frotaba el pantalón con precisión, casi de rodillas, evitaba mirarme. Se incorporó: "listo, ya está más o menos limpio; te felicito por el fin de fiesta".

  • La fiesta no fue en casa, ya lo sabes. ¿Estás celosa?
  • Yo, ¿por qué? - me preguntó Mercedes aterrorizada.
  • Pues porque como bien sabemos ya, seamos claros, no paras de follarte a Natalia, mi mujercita traviesa.
  • ¿Estás loco?, ¿De qué me hablas?
  • No vengas con remilgos, Mercedes. Os he visto, con mucho detenimiento y envidia, pero os he visto.

Sin duda, Mercedes se hallaba presa del pánico, su cara maquillada perdía lustre y estaba a punto de desencajarse. Al sentirse ofendida y ofuscada, o más bien abrumada, se dirigió hacia la puerta sin mirarme, pero sin llegar a alcanzarla. La cogí del brazo y la abofetee tres o cuatro veces. Me miró horrorizada. "Un sólo grito y en un cuarto de hora todo el mundo en la oficina, y fuera de la oficina, incluido tu marido, sabrá que eres una zorra lesbiana", le dije. "Eres un cerdo, no lo soy y suéltame de una maldita vez". Otros cuatro guantazos provocaron que irrumpiera en un llanto contenido de rabia e impotencia: "Que te calles, zorra", proferí mientras mi mano frotaba su entrepierna. "Que me sueltes cabrón, déjame…". Forcejeábamos violentamente, ella trataba de resistirse sobre una mesa de juntas, pero yo ya había destrozado sus bragas tras raer a tirones sus medias. Cuatro guantazos más, y ya tenía los dedos metidos en su coñete bregándola de forma brusca, sin miramientos. Le había metido mi pañuelo en la boca para prevenir sus gritos y de vez en cuando la abofeteaba mientras progresivamente vencía su resistencia.

El rímel ya la bajaba por sus mejillas delatando su inicial llanto, pero cada vez era más mía, cada vez me miraba con menos odio y mayor ruego, me pedía clemencia, una clemencia que no iba a tener. Con una mano sujetaba sus brazos por detrás mientras que con la otra, ya casi quieta, le desabroché la blusa y tiré de su sostén. Le saqué el pañuelo de la boca, seguro como estaba que ya iba rendida y sumisa, y la acerqué hasta mi pene. Cuando algo estaba a punto de decir se la metí en la boca hasta el fondo y comencé a moverme hacia delante y hacia atrás. Durante tres o cuatro minutos Mercedes se empleo a fondo y me dejó perdido de pintalabios. Le dí la vuelta y sin piedad ninguna se la comencé a meter por el culo, con rabia, con celos, con suma precipitación, con ansiedad. Me costaba eyacular y la di la vuelta. Mercedes ya no se resistía y me miraba con una extraña serenidad, ya presa del placer, concentrada en su vulva que caliente me absorbió como antaño solía.

  • Eres un jodido cerdo, cabrón, pero admito que follas como nadie -me dijo Mercedes en pleno baile y sobre la mesa.
  • Lo mismo digo.
  • No quería interferir en vuestra relación. No tenía previsto nada con Natalia, pero sucedió todo tan de repente y…Te ruego me perdones, Juan.
  • No, perdóname tú a mí…Se me ha ido la cabeza… Yo tampoco interferiré en vuestra historia…, por mucho que me gustaría ser invitado, la verdad.
  • La quieres todavía, ¿no es así?
  • Pues no estaba muy seguro de ello hasta hace unas semanas…, pero cuando os vi en la cama y me di cuenta de lo que allí había en realidad
  • Ah!…anda…, déjalo y…acaba ya de… joderme…, cabrón, que no terminas un polvo… y…y ya estás… pensando… en el siguiente… ¡Uf!

Como quiera que acabó descompuesta de cara y aderezo, allí la mantuve encerrada (sin bragas y con la blusa y el sostén maltrechos) en compañía de su portátil hasta entrado el mediodía, momento en que, vacía ya la oficina de personal, pudo salir por el ascensor hasta el parking sin ser vista, excepto por el personal de limpieza, que en principio no se fija mucho en quien entra o quien sale… o eso parece. La disculpé en la reunión de ventas tres horas antes, y aún me dio tiempo de besarla intensamente antes de verla marchar sonriente, pero algo triste…Y lo cierto es que yo estuve en ese confuso y contradictorio estado de ánimo durante varios días. Por vez primera en todo ese largo año en que nos dimos a la aventura sexual por separado yo y mi mujer, caí en la cuenta de que verdaderamente estaba ya fuera de mi vida, aún que siguiéramos compartiendo lavabo y cama. Y lo que es peor, este tema empezaba a pasarme factura, había perdido el control de forma peligrosa

Al salir de la oficina, lejos de acercarme a casa, me fui al centro a cenar con solas con mis pensamientos. Natalia, Mercedes, yo, los niños, el trabajo, la academia, Eulalia, Helga,… Mi vida había entrado en una extraña deriva en busca de sexo furtivo, en busca de algo no concreto que me llevaba dando tumbos sin saber en dónde acababa todo, un síntoma inequívoco de que a pesar de que me cuerpo gozaba, yo no terminaba por ser feliz del todo…Era hora de ir tomando decisiones. En esas fui pasando las horas de la noche en el rincón de una coctelería, un escocés tras otro, apenas interrumpido por una conversación con un camarero que sobre las tres de la madrugada me dio el aviso de cierre. Más tarde no sé exactamente por dónde llegué a vagar, el caso es que amanecí en una habitación pequeña y algo oscura de un burdel del ensanche, acostado y abrazado a una joven mulata que debió aburrirse a mi lado tratando de resucitar el fantasma de Tutankamón. Dejé un par de billetes sobre sus enormes pechos, qué lástima no haber estado en condiciones yo para gozar de ella como era debido, me dije.

Serían las ocho de la mañana cuando entré por la puerta de casa. Me preparé un buen café. El aroma debió despertar a Natalia que, todavía en pijama y apoyada sobre el marco de la puerta, me contemplaba sentado en la cocina mirando por la ventana y con la taza humeante en mi mano.

  • Es hora de que hablemos, ¿no te parece? -le dije sin apartar la mirada de la ventana.
  • Quizá sí, de vez en cuando conviene hacerlo.
  • No es momento de extenderse en detalles, si te apetece me echaré yo toda la culpa, pero resulta evidente que así no vamos a ninguna parte. Tú tienes ya tu vida y pareces feliz, y yo, lo que queda de la mía…Y no quiero interferir más en la tuya ni condicionarte
  • Y yo te lo agradezco. Estuve hablando ayer tarde con Mercedes. Pero quiero que sepas que a diferencia de ella, yo sí supe desde el primer momento que estabas espiándome tras la ventana el día que nos acostamos juntas… Pude verte sin dificultad, pero no me importó que estuvieras allí, ni que supieras mi nueva devoción… Ayudó a me excitara todavía más… Por mi parte confieso que tampoco he estado brillante estos últimos meses. Cuando probé tu néctar de dioses, creo que me gustó tanto que me emborraché. No debí juzgarte. A fin de cuentas, a pesar de mis reparos iniciales he acabado siendo tan promiscua como tú. Sí, Juan, cariño. Tú me abriste las puertas del cielo, yo entré con mucho miedo, pero lo que vi me encantó. Creo que tanta libertad me ha sentado genial, me siento otra, más dichosa, más viva, no sé, totalmente diferente. No, ahora no debes arrepentirte por eso
  • Y no lo hago, sólo que…En fin, qué más da ya… Dame unos días y me marcharé sin hacer ruido. Los detalles de lo demás, que los acaben nuestros abogados, no me siento capaz de discutir sobre nada de esto
  • Puedes irte cuando te apetezca, Juan, pero yo no estaba pensando en eso, precisamente
  • ¿Ah, no? Entonces
  • Entonces, creo que debiéramos hablar más profundamente de todo esto. Lo que tengo, poco o mucho, esta casa, todo lo que hemos conseguido durante todos estos años se debe en gran parte a ti, y yo no estoy dispuesta a renunciar a ello tan rápidamente, ni hablar. Quién sabe, ya que no hemos convertidos en dos buenos expertos en aventuras extremas, quizá se nos ocurra algo que nos divierta a los dos conjuntamente
  • ¿Ah, sí? ¿En qué estabas pensando, si se puede saber…?
  • Acércate… Déjame que te lo diga al oído
  • ¡Natalia!