Compañeros de clase (4)

Confesiones de un marido acomodado en plena crisis matrimonial.

COMPAÑEROS DE CLASE, 4.

Tampoco quiero dar la impresión errónea de que uno era (o es) poco menos que un semental y que me pasaba los días persiguiendo féminas con las que copular. En absoluto, cabe recordar que estas confidencias, completamente verídicas, tienen un marcado acento sexual. No veo por ello la necesidad de meterme en otra clase de vericuetos emocionales, ni en otros aspectos de mi vida, que creo sinceramente que carecen de un especial tipo de interés. Aunque contado así todo junto no lo parezca, en efecto, hubo temporadas, que a pesar de mi afición creciente a enrolarme en cualquier navegación sexual que se me pusiera por delante, lo cierto es que no me comía un colín.

Eso pasó justamente cuando volví de Berlín con Mercedes. Por un momento imaginé que nuestra " joint venture " de Berlín proseguiría si quiera de vez en cuando, al menos para liberar nuestras sendas cargas de adrenalina. Pero no fue así. Mercedes no es que fuera concretamente esquiva, pero su densa agenda familiar, agregada a los largos horarios del trabajo no daba para pensar en poco más allá. Y como yo tampoco la veía muy motivada al momento de acercarse, pues tampoco provoqué una mayor fusión. Todo llegará, pensé.

De vuelta a la academia de inglés, donde esperaba ver a Celia de nuevo, pasó otro tanto. Pasaban los días de clase y ella no aparecía. Llegamos a organizar una cena de hermandad entre los alumnos, pero tampoco se acercó. Reconozco que me molestó esa inesperada independencia que mostraba, Celia había supuesto para mí un trofeo enorme, un subidón de vanidad que de otra manera no hubiera encontrado. Una mujer bella y casada, inteligente, tímida y que yo podía convertir a mi antojo en mi más preciado objeto sexual, y hasta podía, si me lo proponía -o eso me había parecido hasta entonces-, arruinarle la vida, hacer de ella una vulgar fulana. Su falta de voluntad ante mis deseos me concedía el estatus de deidad. Me propuse que cuando volviera a mí lo pagaría caro

Y un día apareció por clase. Todavía no habíamos entrado y tras unos saludos de rigor vino directa hacia a mí para pedirme mi tarjeta, mi teléfono,... Yo actué mecánicamente, un poco despistado preguntándome a qué venía su prisa por mis datos.

He encontrado un trabajo que no puedo rechazar, unas pocas horas las mañanas que me permiten seguir cuidando de casa

Sí, claro. Debes aceptarlo. Te irá muy bien -acerté a decir, falsamente, pues lo cierto es que me estropeaba todos los planes y me alejaba de ella, creía yo definitivamente.

Te llamaré-fue todo lo que me dijo para despedirse.

Pero no lo hizo en un mes, por lo menos. Despareció de mi vida y yo comencé a pensar que mi buena estrella me había abandonado.

Un día salía de trabajar, sobre las 18.30, y sonó el móvil. Era Celia, me citó en media hora en un café del centro. Era casi verano en el Mediterráneo. Calor, brisa húmeda, terrazas concurridas, cervezas frescas, extranjeras ligeras de ropa buscando su liberación... Fiel a su costumbre me invitó a sentarnos dentro, le asustaban las posibles miradas furtivas que volaran despistadas por el centro de la ciudad y pudieran poner en peligro de fémina casada célibe y muy fiel. Me hablaba de sus progresos en el trabajo, su tediosa vida familiar,… Estaba sonando un tema de Jazz de Sister Rosetta Tharpe que afortunadamente me tapaba casi toda su conversación, yo apenas la escuchaba a ella pero la miraba con deseo. Su cara había cambiado, parecía incluso feliz y ya no me necesitaba. La verdad, yo estaba confuso ante esa renovada Celia, tenía que reaccionar.

Pedí dos gin-tónic. Ella no bebe, pero no me lo rechazó. Estaba eufórica, le daba la impresión de comenzar de nuevo y se sentía optimista, excepto en lo referente a su matrimonio, que lo daba por perdido y había decidido abandonarlo en ese e irrescatable punto muerto. Le pedí explicaciones por su repentina y prolongada ausencia:

¿Ah, pero te debo explicaciones?

Por supuesto, aunque yo no te las deba a ti. Acábate eso, vamos a dar una vuelta.

No se lo acabó del todo pero poco le faltó. Como Celia había decidido dedicarme aquella tarde noche yo me propuse aprovechar bien aquella ocasión, o sea que le sugerí ir a un lugar tranquilo, a un pub de moda que había en la zona del ensanche y seguir tomando unas copas. Era un lugar discreto, poco concurrido a esa hora tan temprana para noctámbulos. Celia pidió una tónica, pero al acercarme a la barra le pedí un nuevo gin tónic. Al probarlo me miró molesta, pero con el tiento preciso le volví a acercar la copa a su boca y la obligué a diera un buen trago. Celia no estaba acostumbrada a beber y sabía que de seguir haciéndolo se pondría en mis manos, lo cual, dicho sea todo, no era una buena garantía de indemnidad. Pero se bebió ese y otro más que le pedí.

Yo creo que no pasó un cuarto de hora cuando me rogó con los ojos entornados y sonrisa floja que la dejara en casa. La contesté agarrándola de la melena y metiendo la mano en su entrepierna sin ningún miramiento, le dije susurrando: "te vas acordar de ésta, zorra; tú no me vuelves a ignorar sin mi permiso". Me miró asustada, pero sin ninguna voluntad.

El local, como mandan los cánones, estaba solitario y a media luz. Sólo unos cuadros indescifrables en varios colores sobresalían iluminados de aquella oscuridad forrada de moqueta morada en todas las paredes. Al fondo de la barra se distinguían dos tipos charlando, cuya voz apenas superaba la música de fondo. Una camarera de unos treinta, rubia y de pelo largo secaba vasos de forma displicente mientras escuchaba a la pareja de clientes. Unos de los tipos fumaba, tenía melena gris y algo de barba. No pegaba mucho con la sobria modernez abstracta de aquel local. El otro, delgado y moreno, algo más joven y más conversador, también tenía el pitillo encendido y parecía por su desparpajo que era un habitual del lugar.

Me acerqué a hablar con ellos y dejé a Celia en la mesa algo mareada de alcohol y con el escote desabrochado. Acto seguido la cogí, me la llevé al rincón más apartado y oscuro del local donde los desconocidos nos esperaban. La dejé sentada en un sofá tapizado de cuero. Los tipos se acercaron a ella sin perder un segundo. El más joven abordó a Celia por la retaguardia. El tipo canoso se desabrochó el pantalón y en un santiamén colocó su pene en la boca de Celia.

Celia no se podía creer lo que estaba pasando. Los tipos ni siquiera la habían saludado, ¿se trataba de una violación incitada por mí? No exactamente. Celia tenía en su boca aquel cilindro de carne todavía más bien informe y blando, de fuerte olor y de sabor rancio y salado, algo sudado. No era una violación. Celia al principio hizo una mueca entre la sorpresa y la repulsa, pero en ningún momento dio la impresión de rechazar la peluda y enhiesta oferta de aquel sujeto cuando se la introdujo en la boca de malos modos y agarrándola del pelo. Sí, le encantaba que jugaran con ella, le volvía loca que se la rifaran como a una perra, nunca había sentido algo así.

Celia comenzó a juguetear con la polla en su boca, empezó a mover su cabeza y lamer el glande, todo sin demasiada prisa. El sujeto la agarró por la cabeza y le introdujo la verga hasta casi la nuez. El pene crecía por momentos en su boca. Con una mano llegó a acariciar los testículos henchidos muy cerca de sus labios, mientras que con la otra mano pajeaba al animal de barba que la horadaba. Por detrás ya notaba el calor del otro pene en su vagina, notaba su vaivenes y sin proponérselo logró adaptar el bamboleo de su culo con las mamadas que le brindaba al guarro al que se la chupaba, todo con verdadera pasión de conversa. Se sentía puta, sucia y aquello era liberador, refrescante como una cascada. Apenas se había dado cuenta de que su lomo estaba al desnudo, que su camisa y su chaqueta estaban tirados en el suelo y el tipo joven la agarraba de las tetas mientras se la follaba cada vez con mayor presión y empuje, jugando con sus pezones, casi haciéndola daño.

Por mi parte me acerqué a la barra y me puse a charlar con la camarera. Le pedí que subiera un poco el volumen de la música.

¿Sientes curiosidad por lo que pasa ahí dentro? -le pregunté a la chica.

No, me lo imagino perfectamente.

Lo digo porque como parecías estar mirando en aquella dirección

Era un gesto de simple reacción a los gemidos, parece que lo está pasando en grande tu amiga

Eso parece, sí. Acércate un instante, quiero decirte algo al oído, en voz alta suena mal.

Y se lo dije.

Me acerqué un momento a la escena de los hechos mientras la camarera atendía a una pareja que entraba por el otro extremo del local. Contemplaba a Celia que se hallaba doblada hacia delante sobre sus caderas, el culo en pompa, penetrada por el tipo joven desde atrás y con la boca llena de la carne blanda y rugosa del tipo de barba. La escena era excitante, yo no cabía de gozo y me vanagloriaba abiertamente de ver a Celia rendida a su más sucia voluntad. Me acerqué a su oído y le dije: "Esto es para que me ignores sin mi permiso. Aunque veo que, en el fondo, te gusta, so zorra". "Te quiero, Juan", alcanzó a decir Celia por un momento. "Amórrate, que todavía no has acabado", le soltó el sujeto de barbas acercándosela al pene.

Al momento se acercó la camarera, que no pudo vencer su curiosidad y se puso justo a mi lado a contemplar cómo escarmentaban a Celia, que obnubilada en la penumbra y con las medias de liguero como única prenda, empezaba a correrse sin remedio.

De pronto el tipo de barba la apartó de su boca. Celia se irguió un poco con la boca abierta y los ojos entornados, y el sujeto, con su verga a dos manos, aprovechó para verter todo su semen sobre las tetas de Celia que gemía de puro gusto mientras que por la espalda apuraba las últimas acometidas del tipo joven que la apremiaba con violencia. Yo, por mi parte, ya estaba venciendo la resistencia de la joven camarera, a la que tenía abrazada por detrás y con los senos bien agarrados, firmes y apretados, mientras ella me frotaba el pene con la mano trabajando por su espalda. Al cabo de unos segundos, Celia, que rezumaba semen por todas partes, caía vencida como una vulgar zorra abatida sobre la moqueta del suelo.

La camarera se acercó y se agachó hasta Celia con una toalla húmeda que había traído desde un cuarto contiguo, y con dulzura comenzó a limpiarle el semen a Celia. Primero extendió la toalla por sus pechos mientras la miraba con ternura a los ojos, rodeó con mimo sus pezones amoratados y tras varios y largos segundos de dedicación bajó hasta su estómago y su vientre. Celia seguía algo confusa, perdida de sudor por todas partes, todavía un poco aturdida de alcohol y extenuada por la cabalgada reciente. Pero la camarera, que parecía saber qué le pasaba por dentro a Celia, se esmeró en mimarla con suma tranquilidad y delicadez. Siguió frotando el cuerpo de Celia con suavidad, utilizó una segunda toalla húmeda y abrió de piernas a Celia y apaciblemente comenzó a frotar su vagina. Así lo hizo, muy lentamente de arriba abajo y de abajo arriba, durante por lo menos un par o tres de minutos.

Celia, al principio notó el frescor de la toalla en su vagina y eso le alivió. Le retornó la sensación de limpieza y cierta calma perdida con la batalla que había librado hasta hacía escasos cinco minutos. Pero con el paso de los segundos el frotamiento comenzó de nuevo a nublar su vista, el calor intenso retornaba a su vulva enrojecida e hinchada y su respiración volvió hacerse más profunda y rápida. Sus pezones volvieron a emerger erectos y la piel se le ponía de gallina. La joven camarera, por su lado, seguía con paciencia y dulzura frotando a Celia, esperando que la reacción se diera en su preciso momento, ni antes ni después. Después de todo, Silvia, así se llamaba, sabía que para Celia era la primera vez que una mujer le trataba de esa forma tan íntima y eficaz.

Y fue cuando la vio cerrar los ojos a la vez que abría la boca cuando Silvia se acercó a Celia y la besó. Y lo hizo como sólo sabe hacerlo una mujer con otra mujer. Atrapó sus labios y los matizó con su lengua. La rodeó por la espalda con el brazo izquierdo y con su mano derecha comenzó suavemente a dibujar sobre su pezón. Celia notaba arder su interior, no podía creer que estuviera deseando de esa forma a otra mujer, ni que lo hiciera así, con esa desinhibición, tirada en el suelo de un bar, ante la mirada de extraños que amenazaban con echarse de encima de ellas de un momento a otro. Pero el torrente de deseo que la arrastraba era ya muy superior a su antiguo pudor, se sentía ramera y eso le asustaba, pero debía reconocer que le encantaba ser poseída y humillada ante varias personas. Y lo peor (o lo mejor), no lo sabía hasta ese momento: le encantaba el sexo con otra mujer.

Silvia, ya sabedora que Celia estaba completamente rendida a sus artes encantadoras, comenzó con besos algo más lujuriosos, con la lengua fuera, incitando a que Celia la imitara. Su mano buscó el tupido vello púbico de Celia y con los dedos comenzó a jugar con sus rizos, como haciéndole cosquillas en varias direcciones. Celia fue progresivamente impacientándose y resolvió tumbarse y abrirse nuevamente de piernas para que Silvia la acometiera como mejor gustase. Silvia se subió encima de ella, se quitó el vestido que llevaba y con su muslo comenzó por frotarle el coño mientras la abrazaba y la comía a besos. Celia se volvió a correr apenas la tomaron de esa forma. Estaba extenuada, pero ese nuevo y recién descubierto deseo resultó ser mucho más fuerte que ella.

Una pareja de clientes, más los dos tipos que apenas se habían recuperado de la cabalgada sobre Celia de hacía menos de un cuarto de hora, contemplaban en silencio la escena. Yo me había quedado en un rincón frente a Celia, asegurándome de que me viera, y comencé a mastubarme. Primero, con el pantalón puesto, algo más tarde con la verga al aire. Otro tanto hicieron los tipos de la barra, y la curiosa parejita comenzaba con juegos de manos mientras sudorosos observaban como Celia y Silvia comenzaban a masturbarse entre sí. Pero fue de nuevo Silvia, que se retiró de encima de Celia, quien de nuevo tomó la iniciativa y levantó las piernas de Celia de modo que su coñito hambriento quedara mirando al techo y las piernas hacia atrás.

Primero la besó después de apartar el poco bello rebelde que quedaba a la superficie, luego sorbió su entrepierna, la lamió profundamente, hasta que ella misma, excitándose con los jadeos de Celia, comenzó a experimentar con sus dedos entre los hinchados labios de su amante. Primero le introdujo todo el índice, le sumó enseguida el corazón y el anular. A los pocos segundos Celia volvía a gemir fuera de sí mientras se sentía penetrada por su nueva amante. Y así fue Silvia metiéndole con violencia mientras yo me acerqué para correrme encima de Celia ("toma guarra, ya nos veremos otro día, que te follen bien, so puta", llegué a decirle) tal y como mis amigos hicieron poniéndola perdida de semen como si metida estuviese bajo una ducha bien caliente…Allí la dejé, dentro del local, hecha una vulgar ramera incapaz de controlar su la fiebre de su sexo, tan entera e inmaculada como hasta entonces se había comportado ella.

Eso no pude contemplarlo personalmente, pero estoy seguro de que Celia fue largo tiempo pasto de la lujuria de aquellos tipos en esa noche, una noche peculiar en la que me dormí al lado de mi mujer y eso no sucedía desde hacía al menos diez días.

Pues sí, amigos míos, nada como unas vacaciones sexuales fuera del hogar para darse cuenta la hermosura que uno guarda en su casa como un tesoro olvidado. Aquella noche, tras abandonar a Celia y al llegar a mi cama, pude contemplar a mi mujer semidesnuda en todo su esplendor, sus piernas descubiertas legendariamente largas y su torso, apenas mal tapado por un camisón de verano de tirantes, exquisitamente proporcionado. Sus senos se dibujaban perfectamente bajo la seda, y su pezón derecho, se dejaba ver en gran parte de forma deliciosamente descuidada. Dormida me parecía el ser más adorable y deseable de la creación. Qué lástima que tanto nos costara entendernos en lo básico, es decir, en lo sexual, y más concretamente en lo que cada uno queríamos del otro. Seguro que algunos de vosotros me diréis por ello malvado, promiscuo, lascivo. Yo diría liberado, simplemente.

El sexo entre mi esposa y yo no era un condicionante que en exclusividad y rigor conformara nuestra civilizada opción de unión matrimonial. Natalia, como sabéis, no era ni mucho menos una tonta de remate. Conociéndome, sabía que mi temporal desinterés sexual por ella se traducía en un inmediato interés por alguna otra aventura, y aún así me dejaba hacer…, claro está, eso era porque ella por su lado había decidido tomar su camino. Lo supe porque, además de imaginarlo de forma previa, tuve la suerte o la desdicha de comprobarlo y verla en acción.

Llegaron a sospechar que yo había contemplado la escena, y de hecho creo que mi mujer me vio observándola a través del espejo de la habitación. He querido hablarlo con ella de lo que sucedió, pero ni encuentro el momento adecuado ni ella parece tampoco muy dispuesta a hablar de nada de ello. El caso es que un viernes por la tarde, con los niños ya aparcados en casa de los abuelos, me dirigí al gimnasio con el fin de desentumecerme del agobio de la semana en la oficina. Las ventas habían frenado nuevamente su incremento sostenido, y sin que eso supusiera que debían saltar las alarmas en la central de Alemania, sí ponía en guardia de nuevo a los halcones de la dirección financiera. Lo primero que hacen, cuando sucede algo así, es repasar el volumen del coste salarial por si las cosas comienzan a complicarse más allá de lo esperado. Y como los rumores circulan más rápido que el viento, sin que nada sucediera en realidad ya me veis hablando de nuevo con los delegados sindicales y encajando sus amenazas sin fundamento. Las discusiones, sin una base real y contra todo pronóstico, se agriaron más de lo debido. Total, que el gimnasio me sentaría de coña, me dije.

Mercedes, mi segunda de a bordo en la oficina (y ya sabéis que fuera de ella también a veces), se hallaba aquellos días extrañamente rígida y esquiva. Apenas podía contar con su apoyo como tenía por costumbre, siempre me ofrecía alguna escusa que la separaba de mi conversación. Yo tampoco me atrevía a dirigirle una orden formal y la situación me incomodaba sobremanera. No estaba acostumbrado a que entre Mercedes y yo hubiera el menor atisbo de incomunicación. Yo achaqué su actitud a las presiones de las que os he hablado. Pero estaba equivocado, no era así.

No me escucharon abrir la puerta de casa, eso es evidente. Dejé la bolsa en la cocina y desde allí ya pude advertir unos familiares sonidos que me chocaron al no ser yo su destinatario directo. Sin especiales precauciones me dirigí a mi habitación y los sonidos se hicieron más evidentes detrás de la puerta del dormitorio. Mi mujer estaba follando con alguien, no podía ser otra cosa. Estaba desconcertado, pero no furioso. A aquellas alturas ya no me parecía que eso fuera lo procedente. Es más de suceder en otra parte me excitaría la hostia. Lo que me molestaba en realidad era el poco de seso de traer a casa nuestras pasiones secretas, pues en cualquier momento mis suegros, (que tenían llaves), mi hijos mismos podían entrar y sorprenderla como yo lo hacía. Pero parecía evidente que se trataba de algo que en ese momento se había tornado inevitable para Natalia, algo así como una descomunal sorpresa ante la que se vio incapaz de resistirse. Me contuve, pues, pensando en ello. No abrí la puerta del dormitorio y preferí dirigirme a la terraza para desde allí contemplar la escena sin interrumpirles.

Efectivamente, la cortina se hallaba en gran parte abierta.

Y allí estaban, ajenas por completo a mi presencia.

Natalia se hallaba debajo sujeta de las muñecas por unas de las manos de Mercedes, quien con fuerza la besaba, le comía los pezones sobre el sujetador, la mordisqueaba a la vez que con la mano libre la masturbaba sobre las bragas. Natalia no estaba del todo desnuda, todavía llevaba puesta su ropa interior, un conjunto de color negro al que no le faltaba mucho por desaparecer de allí. Por un momento pareció que Natalia quiso resistirse, abandonar la cama ante la sospecha de algo, pero eso excitaba más Mercedes que la volvía a empujar sobre el lecho y la volvía a sujetarla para comenzar de nuevo a sobarla de arriba abajo. Oí un "no, por favor, no sigas, te lo ruego", pero segundos más tarde Natalia pareció quedar rendida definitivamente y totalmente sometida a la voluntad de Mercedes. Un par de minutos después, ya liberada de sus muñecas y totalmente seducida, Natalia abrazó a Mercedes, fundiéndose las dos en un intenso morreo sin fin.

No me pude contener y allí fuera mismo, en la terraza, con el maravilloso culo de Mercedes en primer plano, eché mano del miembro y comencé a masturbarme mientras las observaba. Pararon un momento y se desnudaron la una a la otra. No sé si para entonces mi mujer me había visto ya ahí fuera con el rabillo del ojo y a través del espejo de la puerta del armario, pero me dio igual. Mercedes parecía tenerlo todo preparado de antemano, sacó de su bolso, encima de la mesilla de noche, un consolador que imitaba un enorme pene con sus venas y todo. Natalia se lo miró con cierta sorpresa y no poco rubor, hizo el amago de rechazarlo pero se llevó a cambio un empujón de Mercedes que la tumbó de nuevo sobre nuestra cama. En un par de minutos de preparación en los que Mercedes paseó el aparato sobre los labios de Mercedes para excitarla, mi mujer se vio con el instrumento metido en su vulva hasta la base. Mientras el consolador entraba y salía ya con total fluidez del coño de mi mujer, Mercedes con los dedos repasaba el clítoris hinchado de Natalia. En un par de minutos Natalia gemía y jadeaba desaforada moviendo la cadera como una posesa. Mercedes, de vez en cuando le soltaba un guantazo en las nalgas y la insultaba a media voz:

Pero que zorra eres, que callado lo tenías, ¿Quieres más, eh?

Sí, mucho más. Fóllame, fóllame -rogaba Mercedes entre hondos suspiros.

Aquí tienes guarra, tan estirada que te paseas... Sí, perra, que vas por ahí con aires de de marquesa… Mírate, no eres más que una vulgar puta ¿lo ves?

Sí…, soy tu puta, soy tu puta… Fóllame

No daba crédito a lo que estaba viendo. Yo sabía que eran amigas, pero aquello parecía reciente e inesperado, de lo contrario no se hubieran arriesgado a tanto. Daba la sensación de ser la abrupta la eclosión de una seducción que llevaba largo tiempo madurándose entre ambas. Más tarde me enteraría que todo empezó en unas de las sesiones de compras que compartían mensualmente, en las que en una ocasión las dos se vieron de repente desnudas en un minúsculo probador de unos grandes almacenes. Al girarse sus pechos se rozaron, pero ninguna se apartó…Se miraron por unos segundos eternos, como si hablaran con la mirada. Los pezones de ambas seguían rozándose. Natalia abre la boca paralizada de placer, Mercedes se acerca todavía más, los muslos se rozan, las manos se cogen. Se abrazan y se besan.

La escena, que en principio era del todo inconsecuente y nada planeada, se convirtió en una tortura para ambas al reparar a la vez que se deseaban de una manera desaforada. En el probador, desnudas, se besaron y se palparon pechos y vulva la una a la otra, pero la presencia de más gente en probadores contiguos, con vendedores de por medio, las frenó de llegar más allá. Esa misma tarde mantuvieron una conversación en las que se confesaron avergonzadas por lo sucedido y se prometieron solemnemente olvidarlo, jurando en arameo que aquello no pasaría más… Fue a partir de ese entonces cuando Mercedes debió de cambiar de actitud conmigo en la oficina. Sin duda, concluí, se dio cuenta de la intensidad de su deseo sexual por su gran amiga y mi mujer, y de lo inevitable que sería un segundo y un tercer encuentro como aquel con Natalia. No sabía cómo reaccionar cuando estaba ante mí. Debió sufrir ante lo que le parecía una traición a nuestra camaradería.

Desde luego aquella tarde de verano era Mercedes quien llevaba la voz cantante, si bien a veces parecía tan sorprendida y sobrexcitada con ese episodio como lo estaba la propia Mercedes. Eso no quitó para que en un momento de libertad, mi mujer se sacara el consolador y se dispusiera a abrir de piernas a Mercedes y comenzara, un poco torpemente, a lamerle el coño. Mercedes comenzó a mover las caderas de arriba abajo y en apenas un par de minutos, en los que contuvo con ambas manos la cabeza de mi mujer pegada a su coño, se corrió como nunca la había visto. No esperó ni un instante para comerse a lengüetazos a la boca de Natalia, que decididamente había abandonado toda su dignidad para ofrecer su cuerpo y su alma a Mercedes.

Yo, qué le voy a hacer, ya me había corrido una vez allí afuera, y al abrir los ojos después de la eyaculación, sorprendí a una vecina del edificio de enfrente mirándome con atención, pero sin escandalizarse. Una mujer rubia de unos cincuenta que apoyaba sus pechos sobre los brazos, que reposaban a su vez sobre el alféizar. Le contuve la mirada, la conocía de vista y me toqué de nuevo la verga como contestando a su mirada. Se quedó impertérrita, y cuando lo vio conveniente se retiró.

Me quedé estirado y dormido en la tumbona de la terraza, sin ni siquiera abrocharme el pantalón. Cuando desperté, Natalia y Mercedes habían marchado.