Compañeros de clase (2)

Confesiones de un hombre casado en la crisis caliente de su matrimonio.

COMPAÑEROS DE CLASE, 2.

By Guzmán44.

Tras esas semanas de enfermiza fiebre sexual, yo un tanto arrepentido de haberla llevado por un camino que Natalia no quería transitar, y también sea dicho, un tanto temeroso por no haber corrompido a mi mujer definitivamente y fuera de mi control, entramos en una fase plana, casi de indiferencia mutua. Dudaba ahora, seguramente sin razón, sobre si Natalia, una vez librada en el denso bosque del sexo libre, seguiría firme y leal a nuestro matrimonio o no. Quizá nuestra relación no fuera la mejor del mundo, pero los niños, junto con el resto de cosas que ambos habíamos construido con tanto esfuerzo me hacían rehusar el poner en peligro todo aquello. Sí, seguramente lo mejor era abandonar, al menos por algún tiempo, mi afición por los intercambios. Fue entonces, en esos momentos de duda, cuando comprendí que mi pasión exacerbada por el sexo debía focalizarla, al menos durante una temporada, fuera de mi matrimonio.

El primer día en la academia de inglés fue revelador. Yo era el único hombre en la clase, si exceptuamos un desgarbado adolescente de dieciocho años que parecía sólo preocupado por su ordenador y sus videojuegos, y un veterano de unos setenta que mataba sus ratos libres, que eran muchos, tratando de aprender cosas de las que nunca antes había disfrutado, entre ellas, los idiomas. El resto hasta trece alumnos eran todas mujeres entre los veintitrés y los cincuenta. De las diez, así a simple vista, me hubiera acostado sólo con cuatro o cinco, o por lo menos era eso lo que estuve pensando durante la primera media hora de clase hasta que la profesora, que detectó mi embelesamiento por temas ajenos al inglés, me interpeló para que siguiera con la lectura: "Sorry, I don´t know…" (risas por lo bajini). La única que no levantó la mirada para cerciorarse risueña de mi despiste fue Celia, que estaba sentada a mi derecha.

Celia enseguida llamó mi atención a la hora de las presentaciones nada más sentarnos en clase. Siguiendo las indicaciones de la profesora todos nos fuimos presentando al resto de la clase, decíamos nuestro nombre y nuestro trabajo, y algunos, entre ellos yo, añadió estado civil e hijos. A Celia, completamente ruborizada, esa operación tan simple le costó todo un mundo y apenas enlazó un par de frases para salir del paso. No obstante, lo poco que dijo me pareció interesante y revelador. Casada, dos hijos y ama de casa. La verdad es que no tenía aspecto de ama de casa ni por asomo, sobre todo si acudimos a los manidos e injustos estereotipos de amas de casa que suelen barajarse.

Es cierto que luego reparé que vestía apenas sin adornos, como quien trata de no llamar la atención, acaso unas gafas de pasta realmente modernas de color rosa y un pañuelo azul cielo estampado que llevaba al cuello y que no tapaba su escote dibujado sobre un jersey de lana. En efecto, su suéter de lana no lograba ocultar del todo dos buenos pechos, ni su tejano tampoco conseguía deslucir unas caderas hermosas y rellenas, y un culo firme y redondo. Su peinado era igualmente austero, diría yo, una media melena castaña sin mayores aderezos. Su rostro era, eso sí, equilibrado, una belleza muy sencilla, sin estridencias, un rostro límpido y algo sonrosado, sin pinturas ni maquillajes. Sus ojos, en fin, no muy grandes y oscuros, huidizos pero profundos.

El que los dos tuviéramos responsabilidades familiares latentes entre tanto moderno/a como había en clase nos concedió ya desde el principio cierta camaradería y conversación. No se lo parece al que no lo vive, desde luego, pero de hecho el matrimonio y los hijos es un tema (casi un universo, diría yo) que puede dar mucho de sí en cualquier conversación y a cualquier hora, sobre todo cuando no es con tu pareja con quien lo comentas. Nos ordenaron que conversáramos en inglés por parejas acerca del texto que estábamos trabajando, inventos de siglo veinte, pero a ambos nos pareció una memez y yo ya desde ese instante aproveché para saber más de ella. Celia apenas me mantenía la mirada en un principio y sus contestaciones eran breves, aunque nada evasivas. Eso me dio a entender que pese a sus reparos, no rechazaba contar nada.

Me dijo que ella había estado cursando tres años de biología en la universidad, pero que entre la exigencia creciente de la carrera y la exigencia de su boda con un hombre, parece que de dinero, tuvo que olvidarse por fin de seguir estudiando. Me lo decía con algo de dolor implícito, un arrepentimiento que no ocultó en ningún momento, puesto que hasta llegar a esa fecha, hará unos quince años, ella era una mujer moderna, activa, que incluso hablaba inglés con gran fluidez,… Ahora sólo era madre y ama de casa (a mí me parece que eso no es poco, ni mucho menos, le contesté), y pendiente las veinticuatro horas de la agenda y la voluntad de su familia. Su vida personal y sus anhelos se habían ahogado en su vida familiar, me dijo.

A pesar de que en la misma academia había un pequeño bar, con la escusa de la estrechez nos íbamos durante los descansos de la clase a una cafetería justo enfrente del edificio para seguir conversando, y tras pocas charlas al respecto no nos costó nada ponernos de acuerdo acerca de que el matrimonio y los hijos acababan por diluir la pasión en la pareja. Con esos datos recogidos enseguida pude ver en Celia un objetivo claro de mis intereses profundos. Y yo creo que ella tampoco era del todo ajena a mi silenciosa e inevitable querencia masculina. Fue el mío un acercamiento paciente, progresivo, sutil, pero sin pausas. Cada día que nos veíamos debía servir para introducirme más en sus pensamientos procurando no ahuyentarla. Sólo de esa forma Celia dejaría que me acercase a ella. Un día, pasados casi dos meses de curso, decidí avanzar dos pasos más en mi acecho. Como aficionados al arte le propuse que compartiéramos una visita a una exposición de pintura de un maestro clásico cuyas obras se mostraban temporalmente en la ciudad. Por un momento, cuando me miró casi horrorizada, creí que se desmayaría allí mismo del susto que le dio. ¡Verme yo con otro hombre, Dios mío!, debió pensar.

Me parece que te he asustado un poco y lo siento. Sólo te invitaba a una exposición de pintura, nada más - le dije.

Sí, lo sé, no tiene importancia y te lo agradezco de veras. Pero no sé, Juan, no sé si yo debiera

Vamos, Celia. No creo que contemplando cuadros vayas a hacer daño a nadie

No, supongo que no, pero

Y así fue como perfilé mi primera y muy trabajada cita con una mujer casada, fuera de mi matrimonio. Admito que aquel día no pude dar pie con bola en el trabajo durante toda la mañana pensando en cómo discurrirían las cosas con Celia. El corazón se me salía por las orejas pensando en ella. Y todo estuvo a punto de irse al traste, pues por alguna razón que no me expuso la estuve esperando en la puerta del museo más de media hora hasta que, casi cuando ya pensé que se había arrepentido, apareció por el fondo de la plaza, con gafas de sol, bolso a juego y gabardina beige sobre una falda a la altura de las rodillas.

He venido para decirte que no me puedo quedar, porque me voy

No digas bobadas, Celia. Ya estás aquí, y has visto que no pasa nada ni nada te va a pasar. No nos llevará mucho tiempo, así que tranquilízate y vamos a disfrutar del museo

Apenas un par de breves argumentos bastaron para convencerla -que de hecho ya lo estaba- de que se quedara. El museo se hallaba prácticamente vacío, era un día laborable y a las cuatro de la tarde allí sólo esperaban la hora de cerrar. Teníamos que hablar en voz baja para que la resonancia de la sala no delatara nuestra mínima conversación: los dos fingíamos mirar con atención los cuadros, sobre todo ella, porque yo la verdad es que sólo hacía que mirarla desde su espalda acercándome con sigilo para tratar de atrapar el aroma de su cabello. Íbamos pasando salas y cuadros, hasta que llegamos a un apartado en cuyo interior, a oscuras, se desarrollaba un montaje audiovisual sobre la biografía del maestro holandés, que Dios bendiga.

Noté que Celia dudó sobre si entrar o no a solas conmigo. Era evidente que ella, a través de la oscuridad, veía acercarse un momento culminante en su vida, algo así como acercarse a un cambio radical. En ese instante su corazón debía ir a mil por hora. Yo también por mi parte ansiaba que llegara el momento de hacerla mía, pero con ella no me podía precipitarme, una vez allí debía tomar la iniciativa sólo cuando las cosas maduraran. No había nadie. Un pequeño banco en el centro. Nos sentamos y durante alrededor de cinco minutos miramos el montaje, yo creo que sin prestarle ninguna atención, pero en absoluto silencio. Ella se hallaba visiblemente tensa a la luz de la pantalla. Decidí al fin seguir avanzando y cogí su mano. Celia hizo el amago de levantarse y yo la tiré del brazo para sentarla en mi regazo. Respiraba con atropello.

Juan, por favor, no sigas.

Pero seguí y la besé. La besé con tal placer que me dí cuenta que ya se me había olvidado completamente lo que suponía besar a una mujer a la que realmente deseas. Alguien a nuestra espalda hizo el amago de entrar en la sala, pero finalmente se volvió. Al cabo de los dos minutos de besarnos mi mano derecha ya se deslizaba sobre sus costillas temblorosas, por debajo del jersey, hacia sus pechos. Intentó frenarme con muy poca convicción. Yo continué maniatando mi nueva presa y mis dedos comenzaron a jugar con sus ingentes e inquietos pezones aún por encima del sujetador. Sus besos me gustaron una enormidad. A veces hasta me mordía los labios; estábamos empezando a conocernos.

Me levanté, la cogí de la mano y me la llevé detrás de la pantalla. "No Juan, dejémoslo", musitaba indefensa. Pero ella ya había probado el veneno y le costaba dar marcha atrás. Mis manos sabias y expertas conocían su cometido. La derecha fue a agarrar su culo bajo la falda y sobre los pantys. La izquierda comenzaba a caer sobre su vientre. Creí oír pasos entrando y saliendo, pero era imposible que repararan en nuestra presencia tras la pantalla. Salvados todos los inconvenientes, advertí en que al tacto su coñito era muy tupido, como los de antes, un coñito confiado y temeroso que nunca hubiera esperado salir de paseo fuera de su casita, pero que se vio bien sorprendido por la visita de un extraño que lo manoseaba, y que por si fuera poco, aunque con suma dificultad por tener que salvar los pantys, lograba penetrarlo con dos dedos. Suerte del audio, porque Celia no pudo evitar dejar escapar un gemido de rendición, ya con los ojos nublados, que de estar en otro rincón de la habitación nos hubiera delatado.

Quizá perdí los papeles, pienso ahora. Le subí la falda y le rasgué los pantys. Sin quitarme la americana me bajé los pantalones, le agarré una pierna por la nalga y todavía con las bragas puestas la penetré contra la pared. Al cabo de escasos minutos de embestirla su coño henchido, hambriento, sorprendido, comenzó a mojarme con profusión por la mínima hendidura que le quedaba libre. No pude ni quise preguntar, tras diez o quince acometidas acompasadas penetrándola cada vez más, danza que ella me seguía a la perfección, finalmente me corrí bien a gusto y no me aparté de ella hasta que no dejé caer la última gota de semen en su interior tres minutos más tarde de seguir irrumpiéndola aún después de su último orgasmo. Nos separamos muy, pero que muy despacio y puede notar en mi aparato un frío desolador. Aún me dio tiempo de meterle los dedos para llevarme su aroma conmigo. Estábamos sudando, con los labios juntos sin dejar de besarnos, no queríamos salir de allí. Había demasiado deseo por mucho tiempo contenido, sobre todo en Celia.

Se acabó de pasarlo mal. Somos libres y adultos. -le dije en voz baja.

No me contestó.

Dos o tres salas más allá, ya casi saliendo, un guardia de seguridad se nos cruzaba con paso ligero en dirección contraria. Nos saludó con un gesto de cabeza. Hablaba por el walkie casi en voz alta y decía que le habían alertado de que dos jóvenes estaban jodiendo en la sala del audiovisual. Celia me miró sonrojada y aceleró el paso hacia la salida.

A partir de ese día no podía pensar en otra cosa que no fuera en Celia. Revivía el aroma profundo de su intimidad, el sonido de sus gemidos de placer, el tacto de sus senos… En el trabajo comenzaron a notarlo, pero curiosamente en vez de para peor, para mucho mejor. Comencé a delegar tareas en mis subordinados que las recibieron satisfechos por ver al fin que su trabajo iba más allá de introducir datos en el ordenador. Montaba reuniones relámpago para que tras la faena completada yo decidiera todo en un santiamén, siempre después de haber oído el criterio de ellos, que eran quienes habían trabajado sobre el asunto. Así, de forma paradójica, en vez de empeorar mi departamento por mis continuas ausencias y por mi creciente (pero no confesada) indiferencia, incrementó en eficacia y productividad como nunca lo había hecho. Yo había pasado de ser un carca que incordia a sus subordinados con su meticona presencia a ser un líder carismático que realmente dirige una nave a buen puerto. Desde la Dirección General me felicitaron en varias ocasiones, un poco sorprendidos porque yo recibía las loas con un estoicismo y una abulia que levantaba grandes sospechas. Pero no en la dirección que yo imaginaba. Temiendo que mi indolencia tuviera que ver con ofertas de la competencia, sin conversaciones preparatorias el director gerente me dobló casi el sueldo y me instaló en un súper-despacho en la planta superior.

Mira por dónde, en la empresa era el chico de moda. Lo que nadie podía imaginar es que todo me importaba un pimiento y que en realidad lo que sucedía era que por fin había aprendido a no darle a nada, ni siquiera al trabajo, demasiada importancia; a nada excepto a Celia y al sexo. Como resultado de mi nueva imagen en la empresa y mis nuevas responsabilidades tuve que viajar a Alemania, a la central en Europa, a exponer mis planes de reestructuración para la empresa. Mi gente se había reunido con los sindicatos y habían preparado un plan al efecto que debía convencer a los alemanes para que la planta en España no se fuera casi entera al carajo en apenas un par o tres de años. Pero ni siquiera eso me resultaba ya prioritario. Me preparé la exposición del plan escuchando fastidiosamente un rato en el avión a Mercedes, la jefa de departamento a mis órdenes. La segunda parte del plan la repasé escuchando a Francisco, el sub-jefe, apenas llegamos a Frankfurt, mientras el taxi nos llevaba a la central. Los alemanes aceptaron el plan sin apenas objeciones y quedaron estupefactos observando mi aplomo a la hora de exponer el plan de reestructuración ante un crítico auditorio de cincuenta altos cargos sedientos de gloria. Se hablaba de grandes planes para mí. Pero yo seguía a lo mío.

De vuelta en el hotel pedí un gin-tónic y me quedé charlando con Mercedes en el pequeño bar del hotel. Estaba radiante de alegría y me colmó de felicitaciones sinceras. Nuestro plan, era cierto, salvaría el futuro de la empresa y de muchas familias. Mercedes y yo nos conocíamos desde hacía diez años cuando ingresamos a la vez tras un master de empresas. Su marido era un buen tipo con el que a veces yo quedaba para jugar a tenis, y de vez en cuando habíamos organizado excursiones familiares conjuntamente. Sus hijos y los míos compartían colegio. Se podía decir que Mercedes y mi mujer eran buenas amigas, se llamaban de vez en cuando e iban de compras para contarse confidencias entre tarjetazo y tarjetazo. Eso fue razón de más para que tras un par de copas por barba yo aprovechara la coyuntura y al cuarto de hora de escuchar sus cumplidos, le pusiera la mano en el muslo y le dijera:

  • Mercedes, déjate de chorradas y follemos ya de una puta de vez.

Creo que Mercedes dejó de respirar durante el menos medio minuto mientras me miraba con ojos de besugo. Cuando quiso contestar tampoco pudo porque se encontró agarrando mi mano que se había ido como por ensalmo a palparle la teta:

¿Te has vuelto loco? ¿Tú quieres que tu mujer me mate?

Eso no parece una negativa, Mercedes -contesté segundos antes de que me la morreara a conciencia sin retirar la mano de su pecho.

Mercedes era un torrente de energía, para mi gusto muy mal aprovechado. Era lo que se dice tan a menudo ahora una "súper-mama". Aparte de con su casa y su con marido, tiraba sola como una fiera de todo nuestro departamento y todo con una eficacia realmente envidiable. Nunca la vi deprimida o alicaída por duras que se presentaran las circunstancias en su casa o en el despacho. Mentiré si no digo que siempre había pensado en ella como en una mujer atractiva, pero la verdad, muy en las afueras de mis inquietudes sexuales. No sé, la veía como muy de su casa y el hecho de que se llevara tan bien con mi mujer sólo hacía que afear más las cosas. Sin embargo ahora creo que, en realidad, en la medida que Mercedes cumplía años me atraía cada vez más, y al mismo tiempo, más inalcanzable me parecía. Confieso que más de una vez acudí a su imagen poderosa para aliviar mi onanismo irreductible.

Mercedes tocaba bien los cuarenta con un aspecto de salud y lozanía que daban ganas de abrazarla a todas horas. Siempre, como ahora, iba enfundada en trajes-chaqueta de tonos oscuros con falda por las rodillas y medias de tira elástica (según rumores muy bien fundados que yo ahora estaba loco por comprobar), tocados por bellos zapatos de tacón. Su melena le llegaba más allá de los hombros y era rubia teñida, perfectamente cuidada en cualquier situación, más por imagen de empresa que no por coquetería. Como corresponde a su edad, su tez reflejaba sólo ligeramente la dureza de muchas batallas. Su mirada ovalada y negra, casi siempre pintada y repasada, decía también de su experiencia con los hombres. Como madre, buenas caderas y tetas gordas, quizá un poco cansadas.

Esto no puede continuar- me decía mientras con la mano sujetaba mi muñeca que se le colaba entre las piernas.

No sólo va a continuar, sino que va a acabar y con traca.

Eres un sinvergüenza.

Y tú una zorra -le dije con una palmada en el culo-. ¿Sabes una cosa? Siempre quise decirte lo buenorra que estás.

En el ascensor la ataqué sin conmiseración.

Me gustan las mujeres de su edad, saben lo que un hombre como yo pretende y saben cómo ha de responderse. Ahora se iba a enterar de cómo se las gasta el sinvergüenza del marido de su queridita amiga, al que tanto habrán criticado, seguro, porque esa es la condición femenina de estos nuevos tiempos, ponernos verdes a los hombres y luego follarnos como si tal cosa. Pero, cuidado, Mercedes no es una "zorra" cualquiera, es una "zorra" experta que no es la primera vez que entra en un ascensor con un sinvergüenza como yo. Le dí la vuelta contra la pared de forma un poco brusca, pero no pareció sorprenderse en absoluto. Yo diría que hasta le pareció una magnífica idea.

Le aparté el cabello de la nuca y lamí su cuello y su oreja con toda la saliva y la lascivia que me fue posible. Acaricié su cuerpo de arriba abajo y no permití que me mirara, no había mucho tiempo hasta el séptimo piso. Desde la espalda le froté sus pechos y cuando soltó un mínimo gemido de gusto, le levanté la falda por detrás, le arranqué el tanga y con las piernas abiertas le restregué el coño varias veces con mis dedos sin dejar que se girara. Tercer piso. Se abren las puertas. Una viejecita mira y se queda parada. Cierro y seguimos subiendo a solas. Cuarto piso. Ahora que ya la he penetrado con los dedos, le giro un poco la cabeza y la beso con la lengua. Mercedes "la zorra" abre la boca y yo la escupo. Quinto piso. Mercedes amaga un bofetón, agarro su mano y la abofeteo yo. Sexto piso. Mercedes sangra por el labio, yo la beso y le arranco la blusa dejando su pecho al descubierto. Se abren las puertas. Su aspecto de zorra es casi lamentable y un chaval y su padre que van por el pasillo tratan de mirar a otro lado evitando cualquier escena.

Mercedes intenta abrir la puerta de la habitación pero la tarjeta no entra. Yo no puedo, no quiero esperar y la abordo en el pasillo, me la llevo a la escalera de incendios y allí mismo me la follo sobre la escalera. Su repentino aspecto de furcia me excita más allá de lo controlable: la blusa rota, las tetas al aire sobre el sujetador, la pintura de los ojos se empieza a correr, le sangra el labio. No sé qué me pasa, yo ya follo como un auténtico caníbal, pero parece que a ella le gusta. No se corta la muy zorra, no para de gemir en voz alta y a mí me da ya todo lo mismo. Le arreo en el culo, la he girado en un momento y tengo Mercedes a cuatro patas jadeando como un animal. Se oyen pasos que suben por la escalera, estoy a punto de correrme y ella también. Los pasos cesan. Parece un cliente del hotel, está en el rellano de abajo y sube lentamente mirándonos con suma atención. Simplemente mira. Ni a Mercedes ni a mí nos importa. Me corro dentro de Mercedes, como es costumbre, dejando caer dentro hasta la última gota de mi ser. Mercedes deja escapar un pequeño alarido de rendición. El tipo alto y delgado, de tez blanquecina y rubio, treinta años quizás, sigue en la pared, mirando anonadado.

Estate quieta- le ordeno a Mercedes que sigue a cuatro patas.

Con un gesto le indicó al tipo que se acerque. Acaricia la vulva de Mercedes, que aún rebosa de semen, y le frota su poderosa y mojada vulva muy delicadamente con los dedos juntos. La caricia es tan delicada y contenida, tan precisa y acompasada que Mercedes vuelve a correrse allí mismo y emite un hondo quejido de placer. El tipo mira agradecido y se va. Mercedes y yo nos vamos juntos a mi habitación.

Aquella fue una noche que todavía se alargaría. Ya te contaré.