Compañeros de clase (1)
Confesiones de un hombre casado, la decadencia de su matrimonio y sus escarceos en otros jardines.
COMPAÑEROS DE CLASE.
A pesar del título esta no es una historieta de ni instituto, ni de universidad, nada de eso. Es una historia verdadera de personas adultas.
Tengo 42 años, estoy casado y tengo dos hijos. Mi piso está en una buena zona, es grande y la hipoteca cada vez más pequeña. Trabajo como sub-director de personal en una multinacional americana que fabrica maquinaria agrícola y no me quejo de mi sueldo ni de la vida que he llevado hasta ahora. Buen coche, buenos relojes, buenos restaurantes, viajes no muy frecuentes Se podría decir que soy un hombre afortunado.
Cierto día en la empresa me recomendaron que fuera aprendiendo inglés si quería seguir promocionando en lo sucesivo. Y como que me dieron la facilidad de hacerlo en horas de trabajo sin tocarme el sueldo, pues así lo hice, me apunté a una academia de inglés, a ver si de una vez por todas podía aprender a pronunciar algo más de dos frases juntas y de paso me servía para que más adelante me subieran algo el sueldo y la categoría. Pero a lo de la academia, que es la parte central de mi historia, volveré más adelante. Primero os cuento algo más de mí, o de nosotros, para ser más exactos.
Mi matrimonio no es que vaya mal precisamente, ya os he dicho que soy moderadamente feliz. Ha habido ratos para todo, desde luego, porque somos curiosamente polos opuestos, pero en términos generales hemos sabido superar mal que bien nuestras diferencias. Y a lo mejor está mal que lo diga yo pero la realidad es que mi mujer es un todo un bellezón, un poco cortada para el sexo, pero todo un bellezón mediterráneo. Es alta, sobre el metro setenta y cinco, morena de pelo y ojos grandes y alegres. Su piel es muy blanca, pero eso a mí me excita sobremanera, aunque a otros a lo mejor les disguste. No os podéis imaginar su desnudez culminada de negro, por lo menos para mí es arrebatadora. Tiene formas muy proporcionadas, una piernas largas y fuertes como resultado de su duro entrenamiento como nadadora en su juventud, y eso sí, un poco de estómago contra el que lucha denodadamente desde siempre, sobre todo desde que tuvimos a los peques, justo cuando se ensanchó algo más de caderas. De tetas no va nada mal, aunque no va a batir ningún record, todo sea dicho. A mí me gusta así, tal y como es ahora más que cuando tenía veinte años, con un par de kilitos de más, y por eso no la ayudo mucho con sus dietas. Tiene, por si fuera poco, una sonrisa arrebatadora que viene dibujada por unos labios hermosos.
Sin embargo, su carácter más bien conservador y remiso a cualquier tipo de mínima aventura es lo que he llevado siempre peor. Hasta ahora. No soporto esa timidez congénita, ese pudor que muestra ante cualquiera, que le lleva incluso a rechazar todo tipo de amistades que vayan más allá de lo que ella entiende su círculo irrenunciable de intimidad. Eso lo llevo fatal porque yo he sido siempre un tipo más bien abierto, expansivo, que le gusta conocer gente de toda clase y no rehusar ningún tipo de experiencias. Pero aún su irritante timidez, incluso en la cama conmigo, al final con los años he logrado estar contento con ella, y lo cierto es que al día de hoy jamás hubiera pensado que llegaríamos a las cotas de sexo a las que hemos llegado. Ya lo dicen por ahí, fíate de las mosquitas muertas.
Nuestro matrimonio se venía oxidando ante la falta de estímulos. A ella ya le iba bien esa paz ficticia, a mí no. Un día, tras varias semanas de pensar cómo hacerlo (se había convertido en una obsesión para mí), elegí cuidadosamente el momento y le dije que me interesaba el asunto ese del intercambio de parejas. Le enseñé incluso una revista psicológica que hablaba de ello, y que yo de forma previa había escogido cuidadosamente y repasado frase por frase para que fuera convenientemente favorable a mis intenciones. La cara se le puso blanca en el primer momento, casi llora por el shock de mi oferta, pero no me dijo que no rotundamente. Dejó de hablarme durante unos días un tanto aturdida por descubrir una faceta de mí que ni sospechaba, quizá esperando que fuera una calentura que se me pasara a los pocos días. Pero yo no me rendí. Así que después de otras tantas semanas encajando sus diatribas y de insistir sin descanso en que una vez allí no pasaría nada que ella no quisiera que pasara, un sábado por la noche la metí, tras una cena romántica en un restaurante tailandés, en un local de ambiente liberal.
- Que sepas que esto sólo lo hago por ti - me dijo mi mujer, Natalia, muy solemnemente.
Esa primera vez llegamos al local cuando la noche se encontraba ya avanzada, por lo que parejas, mayoritariamente jóvenes, follaban por doquier en una gran sala a media luz, casi en penumbras y sobre un colchón multitudinario. Esa escena tan cruda en alguien que está en contra hasta del cine porno le impactó tanto que me pegó una bronca que no olvidaré jamás. Cuando dejó de gritarme (menos mal que la música no paraba de sonar ahogando su repaso), se calmó y logré que se sentara en un sofá ubicado en una zona contigua a la gran sala de fornicación. Seguía nerviosa, si bien cada vez menos, y a la vez que ella hablaba yo me las ingeniaba para poder, entre besos románticos en el cuello, irle frotando insistentemente la vulva con los dedos por encima de las bragas y bajo el vestido. Era verano. Aire acondicionado. Pezones tiesos.
Relájate cariño. Aquí a nadie le importa lo que hagamos tú y yo.
Pero a mí sí me importa, y este asunto a mí no me va. Yo prefiero hacerlo contigo a solas, para mí es algo demasiado íntimo, ¿lo entiendes o no?
Lo entiendo y lo sé, cariño, por eso te agradezco tanto que te hayas ofrecido a venir. Sabes lo importante que era para mí.
Y nos besamos de nuevo. Cada vez que ella levantaba la mirada para vigilar alrededor, yo le presionaba más las tetas con mis manos. Cada vez que intentaba frenarme con sus manos, yo más le frotaba los genitales. Fui viendo cómo cada vez respiraba más aceleradamente. La veía besarme al principio como con miedo, mirando de reojo a lo que pasaba alrededor, pero yo seguía frotándole el coño a discreción intentando que su vicio venciera por fin al temor inicial. Noté como progresivamente iba haciendo sitio entre sus piernas para que mis dedos maniobraran cada vez mejor, como se abría muy poco a poco para recoger el placer a gusto, como se iba rindiendo a mi relativa maldad a cada momento algo más mojada. Yo no tuve inconveniente en quitarme la camisa y quedarme desnudo ante ella. Ella siguió luchando por no desnudarse pero cada vez ofrecía menos resistencia y pude quitarle las bragas antes de que se diera cuenta de que estaba a punto de follar en público.
Sin darnos mucha cuenta se fueron acercando parejas y curiosos que merodeaban por el local olvidándose de lo que pasaba en otras partes. Quizá el hecho de que ella no se desnudara del todo, apenas se le veían los pechos, puede que denotando nuestra iniciación en aquel extraño ambiente, añadía morbo y erotismo a la escena. Total, que pese a las quejas iniciales conseguí follarme, delante de diez o quince personas, a la mosquita muerta de mi mujer, y de paso llamarla zorra una y otra vez mientras le daba a gusto palmetazos en el culo delante de los demás. A pesar de que contuvo mucho los jadeos, como de costumbre me hace en casa, seguramente para que no la oigan los vecinos, creo que nunca la noté correrse de la manera tan abundante y salvaje como se corrió. Mi polla estaba mojada por todas partes como nunca lo había estado. Creo que ese día fue definitivo para los dos.
No lo comentamos mucho luego, porque enseguida se recompuso el vestido y las bragas para marchar huyendo de allí sin ni siquiera lavarse, sudorosa y sonrojada. Pero de lo que no estoy todavía muy seguro es de que, si en esa primera ocasión se dio cuenta o no de que en el sofá de al lado, un aventurado que iba con una toalla como única vestimenta, alargaba el brazo de vez en cuando para magrearle el culo a mi mujer mientras se hacía una paja. El tío, con mucha retranca, aún se atrevió a interrumpirnos y preguntar: ¿os molesta si miro? Yo con todo aquello me excité de tal manera que no duré mucho más allá de lo habitual hasta eyacular como un salvaje.
Francamente yo creí que sería la última vez que pisaba un sitio así con mi mujer. El hecho de que esa vez ella se rindiera y se dejara follar ante tanta gente no suponía una victoria total para mí ni mucho menos, ni que ella fuera a cambiar de forma de pensar en principio. Pero luego, mira por donde no fue así. La segunda ocasión fue al año siguiente, después de tanta insistencia por mi parte por volver que ya casi me dio por abandonar, hasta que un día me descubrí con que fue ella quien me preguntó de improviso cuándo iríamos a "clubs de los tuyos, salido". La excusa es que celebraríamos que a ella la ascendían en su empresa, y me lo expuso de tal manera que parecía que todo, como siempre, era idea mía y que yo era un perturbado incorregible. Y a mí, que ella mirara de salvaguardar su reputación, me daba exactamente igual. Yo lo que quería era verla de nuevo tan bella, desinhibida y turbada como cuando me la follé en el local liberal aquel glorioso sábado de verano. Y como con todo eso yo veía que ella no se negaba del todo, yo volvía a la carga, como veréis, con relativo éxito.
Esta vez fue en un antro, puesto que ya no me dio por buscar tanto como la vez anterior, ni siquiera me esforcé en buscar un buen restaurante para la cena de antes. Y lo cierto es que el personal que pasaba por aquel garito turbio y subterráneo no era tan agradable o estándar si tú quieres como lo fue la vez anterior. La clientela se trataba de parejas más mayores, y por alguna razón que desconozco, de menor extracción social. Ellas iban más vestidas a lo puta rastrera, de lo más hortera, y los tíos eran bastante más camioneros y panzudos. Con lo fina que es mi mujer, el sitio no me ayudó a que ella se relajara nada. Me la llevé a un rincón, aguanté su llanto y su retahíla de reprimendas durante más de diez minutos al darse cuenta del cutre cubil donde habíamos caído, y añadió una vez más que esto lo hacía por mí y que no entendía por qué yo necesitaba tanto ir a sitios como ese. ¿Es que no tienes bastante con lo que te doy? Se hizo un silencio reflexivo entre nosotros, y yo esta vez llegué a asustarme, la verdad, de que en cualquier momento me hablara de acabar con nuestra relación.
En medio de tanto silencio como se hizo entre nosotros yo la iba acariciando el pelo, con su cabeza sobre mi pecho, como quien acaricia a una niña sola y desamparada, con ternura y mucha paciencia, que es una virtud que siempre me ha ayudado enormemente en estas lides. Le dije que lo sentía de veras, que sería la última vez que la llevaba a un antro así, que lo hacía porque confiaba en ella y porque quería llegar más lejos en nuestra ya muy profunda y sincera relación, pero que a pesar de todo podía estar muy tranquila, que esto no se volvería a repetir. Parece que esa declaración de rendición por mi parte -falsa, por supuesto- la tranquilizó lo suficiente y hasta la animó. Nos besamos muy acaloradamente como dos amantes que se reconcilian tras una tempestad de nervios y reproches.
Ella iba con una blusa blanca con chorreras y un escote generoso, con un pantalón oscuro como de seda y la americana gris marengo que había dejado en el guardarropía. Aunque con imagen muy formal, Natalia seguía estando arrebatadora aquella noche, se había pintado y maquillado a conciencia y de veras que llamaba la atención. Estábamos sentados en un sofá de un rincón oscuro en una planta inferior, tenuemente iluminado desde el techo de un color rojo subido. No nos habíamos dado cuenta de que otra pareja, bastante madura ya, se sentaba delante de nosotros desde hacía rato y nos observaban con discreta, pero muy atenta curiosidad. Yo ya andaba metiendo mano en la entrepierna de mi mujer cuando descubrí que la mujer de la pareja de enfrente, de lo más fachosa y zorrona, no paraba de frotarse el coño sin disimulo antes mis ojos en una clara provocación al intercambio. Natalia por su parte, aunque sabía que alguien andaba por ahí, seguía besándome de espaldas de la provocadora. Esa mujer que nos vigilaba con lascivia mientras parecía masturbarse no bajaba de los cincuenta y cinco años y pocas curvas le quedaban ya, pero por lo visto la líbido le funcionaba a la perfección. Natalia por su lado se emocionó antes de lo previsto y me agarró el pene por encima del pantalón, tratando de excitarme lo máximo posible. Al fondo del pasillo, tras un arco iluminado, desde la oscuridad de un salón se oía gemir exageradamente a varias parejas, pero mi mujer por suerte ya andaba concentrada en su propia excitación. A todo eso, la pareja de campesinos, como les llamo yo por su aspecto desgarbado, se fue acercando a nosotros peligrosamente, y a mí me costaba concentrarme en lo qué hacer concretamente para que la situación no acabara en tragedia cuando mi mujer se diera cuenta de la cercanía de la pareja "invasora".
Quizá fuese porque Natalia estaba en esos días en los que por causa de la ovulación su capacidad de excitación es superior a lo normal, no lo sé, pero lo cierto es que se había olvidado de su mal rollo de hacía unos pocos minutos, iba ya como una locomotora sin control y se había incorporado para desabrocharme la bragueta (¿por qué rayos me habría puesto esos pantalones con tantos botones?), y, desde luego, ya estaba completamente al corriente de que la pareja de campesinos, que por cierto olían a rayos, se hallaban magreándose a escasos treinta centímetros de ella. Yo estaba hecho un lío; por un lado pensaba en cómo cambiaba mi mujer de ánimo en tan poco tiempo, me desconcertaba del todo, y por otro pensaba en qué pasaría entre nosotros cuando todo aquello acabara. Pero llegó un momento en que mi pene desabordado gritaba tanto por salir de su prisión que ya todo me daba igual. Natalia se desabrochó la blusa del todo y su propio pantalón, pero sin bajárselo, y para mi pasmo se sentó entre la otra pareja y yo, de modo que su cadera semidesnuda tocaba con la cadera de la mujer madura. Estaba claro que consentía la cercanía de los otros. Yo estaba ya a punto de eyacular, pero milagrosamente pude controlarme todavía un rato.
El campesino, perro viejo, ya se había dado cuenta, mucho antes que yo, de por dónde iban a discurrir las cosas en ese encuentro, y sin cortarse un pelo, estiró las manos y agarró el pecho de mi mujer. Natalia, lejos de asustarse o rechazarla, acercó con fuerza esa mano grande y rugosa a su otro pecho y se reclinó peligrosamente sobre mi regazo. El campesino le quitó la mano del pecho y comenzó a frotarle el coño a mi mujer sin muchos miramientos. Y la mujer madura, que tenía el culo de Natalia sobre sus piernas, se unió al coro de manos y le metió mano a mi mujer en las dos tetas mientras le acariciaba el vientre y el estómago. Yo me fui acomodando para besarla.
- Bésame, Juan -me imploraba Natalia ente hondos suspiros.
Y yo, mientras la besaba a lengüetazos, observaba a punto de correrme como la mano derecha del campesino se metía dentro de las bragas de mi mujer y cómo Carmen abría las piernas para recibir aquellas poderosas y rudas manos. Su esposa tampoco se quedó quieta, y con una mano derecha seguía apretando las tetas de Natalia mientras que con la otra alcanzaba mi pene y lo machacaba literalmente como a una zambomba. Me estaba haciendo daño la tía pelleja, pero yo no aparté su mano, ni Natalia apartó la mano del campesino de su coño húmedo y a punto de estallar. Natalia era un volcán en plena erupción, empezó a agitarse y a contorsionarse como nunca la había visto. Sus caderas iban arriba y abajo pidiendo guerra y desde luego que la iba a tener. Seguidamente, todo sucedió en un momento. El campesino soez se bajó los pantalones y los calzoncillos de una vez y dejó ver una polla impresionante. Natalia, fuera de sí, estiró las manos como pidiendo que aquella estaca divina la atravesara hasta la garganta. Se metió aquella verga en la boca y la chupó a gusto unas cuantas veces hasta tenerla pegada a las amígdalas. Yo no salía de mi asombro, nunca tuve el placer que ese tipo estaba gozando de Natalia, o al menos de esa forma, y estaba ya a punto de rendirme al orgasmo.
Aún más, me quedé perplejo de la habilidad de Natalia para colocarle el condón en un periquete al tipo aquel, máxime cuando entre nosotros no utilizábamos nunca el preservativo. Parecía que a mi mujer esa operación se le daba de maravilla, que lo hacía casi cada cuarto de hora, vaya. Y allí mismo, abierta de piernas, ya a casi un metro separada de mí, sin acabarse de quitar la blusa y sus calcetines de media, Natalia se dispuso a follarse a aquel panzudo bestia de polla enorme. Él estaba claro que había clichado a mi mujer a la primera, sabía sin conocerla que a Natalia lo que le gustaba de veras eran las folladas bestias, con empujones violentos, y no como las melifluas sesiones de "hacer el amor" que yo le proporcionaba de costumbre, hombre sensible y universitario que parecía salido de una comedia de Julia Roberts de las que tanto le gustaban a Natalia. Fue entonces, y sólo entonces cuando la acabé de conocer. Yo me preguntaba por qué Natalia nunca se había ofrecido a mí de esa manera, porque siempre todos nos guardamos lo mejor de nosotros para fuera del matrimonio. Lo ignoro. El caso es que Natalia gemía como una alimaña herida, sin pudores, disfrutando a pleno pulmón y sin ni siquiera mirarme para comprobar si yo disfrutaba o no con todo aquello.
Yo no pude aguantar mucho ante todo ese alud de sensaciones y me giré para comprobar como la campesina me miraba algo molesta porque casi me había corrido enterito dentro de su boca sin poder evitarlo. Le pedí perdón y los dos, como dos viejos amigos, nos sentamos relajados para acabar de ver cómo Natalia, penetrada con avaricia y agresividad, gritaba de placer para correrse a la vista de todos. Acabada la escena, Natalia, que creyó con cierta razón que todo había acabado, se dispuso a recoger su ropa diseminada alrededor del sofá y dirigirse a la ducha de unos vestuarios contiguos de los que disponía el local. Pero la bestia campesina no estaba dispuesta a soltar su presa tan pronto; una morenita más bien pija, aseada y tan buena folladora como aquella no se presenta en un sitio como ése todos los días. Así que la cogió del brazo cuando Natalia le daba ya la espalda y la miró fijamente a los ojos.
Natalia sin apenas darse cuenta, pero sin resistirse tampoco, fue obligada a mostrar su culo en pompa reclinada sobre el brazo de un sofá a la vista de tres amigotes del campesino. El campesino tras dos palmadas en las nalgas le metió un par de dedos en su coñito hinchado como preparándola de nuevo. Natalia emitió una queja entre el dolor y el orgasmo. Estuve entonces a punto de levantarme, pero una rubia que debía ser pareja de uno de aquellos tipos me tenía agarrado de la verga de nuevo, esperando el momento de ver mi triste vergüenza resucitada. Parecía decirme con la mirada: si tu zorra se folla a mi hombre, yo quiero mi parte, chaval. Así que sin preguntarme, se amorró al pilón tratando de que yo me excitara de nuevo. Y allí estaba Natalia, con el culo en pompa, mirándome ahora a los ojos como queriendo decirme: ¿no querías ver lo puta que soy? ¡Pues aquí tienes, chaval! Y así fue ella notando como su vulva, amoratada e inflamada de placer y algo velluda, era manoseada por aquellos tipos que se la rifaban para ver quien la montaba primero. ¡Cómo gemía y gritaba la zorra de Natalia, la mosquita muerta de mi mujer, y cómo disfrutaba yo, todo sea dicho!
No sé si al final fueron cinco o seis los que sucesivamente gozaron de mi mujer a gusto y de forma casi salvaje durante más de media hora, quizá tres cuartos, hasta que la vieron agotada y con los ojos casi desencajados. Allí se quedó Natalia tirada un rato todavía, con la blusa puesta y sin sujetadores, sin haberse quitado los calcetines media de color oscuro, casi vencida por el agotamiento y arremolinada en el sofá. Aún tuvo fuerzas para incorporarse, darme un beso y decirme: dame diez minutos y nos vamos. Lo que tú quieras, mi amor. Le respondí.
Han pasado los meses y apenas hemos dedicado un par de comentarios a lo que sucedió aquella última noche. Mentiría si aquello no fue el glorioso preámbulo de una nueva forma de relacionarnos sexualmente, una forma más abierta, por supuesto, y más atrevida. Las tres primeras semanas parecíamos presa de una encolerizada fiebre que nos llevaba a hacer el amor a todas horas, nada más vernos y sin avisos.
Recuerdo una de esas ocasiones en especial en que Natalia se retrasó en su trabajo. Yo había preparado la cena muy detalladamente, con velas, con hojas aromáticas, con su mantel bordado, me esforcé de veras como deseando expresar lo feliz que me sentía. Pero por la razón que fuese Natalia se retrasó extraordinariamente y eso noche llegó muy tarde. Yo estaba molesto por su tardanza que aguaba un poco el trabajo de mi sorpresa, de modo que cuando oí la puerta me acerqué hasta la salita de entrada. La miré fijamente y ella a mí, y sin quitarse la cazadora de cuero ni soltar siquiera el bolso, sin cerrar la puerta a salvo de la mirada eventual de los vecinos, allí mismo le levanté la falda y me la follé perdidamente contra la pared. Sin besos, sin caricias, lasciva y viciosamente, como ya nos correspondía por todo lo vivido. Sólo cuando reparé en que sus gemidos empezaban a elevar el volumen estiré el brazo y cerré la puerta.
Pero tras esas semanas de fiebre enfermiza, yo un tanto arrepentido de haberla llevado por un camino que ella no quería transitar, y también sea dicho, un tanto temeroso de haberla corrompido definitivamente y fuera de mi control, entramos en una fase plana y casi de desinterés muto.