Compañeros

Blanca sintió el aroma de esas bolas, el olor a sexo y culo que se desprendía de su amigo, invitándola a descubrir los placeres más recónditos.La atracción fue tal que se dirigió tan abajo para empezar lamiendo y chupando sonoramente los huevos de su amigo. Él sólo jadeaba y se dejaba hacer como un niño.

Compañeros

Su compañera banco era una rellenita inquieta, de buenas formas y mejor trasero. Hacía años se conocían, pero ahora, más crecidos, se miraban con ojos distintos mientras los juegos infantiles aún no se disipaban.

En el fondo del aula, con la pared por todo espaldar, compartían ese espacio ellos dos, en un tiempo en que los maestros y profesores hacían del frente, entre el pizarrón y la primera fila, su ambiente natural.

La consigna para hacer lo que se quiera, y continuar sentado fuera del centro de atención, era estar callado, aunque las manos se desgasten en hurgadas, en dibujos o mensajes que iban de asiento en asiento. Eran épocas en las que no se conocía el SMS.

La falda escocesa del uniforme de Blanca, verde inglés, terminaba un poco más allá de la mitad del muslo, aunque su acampanada forma dejaba ver más arriba, en los lares de los pliegues, las redondeces y coquetas bragas.

Carlos conocía de vista cada centímetro de la piel de Blanca y por ello se desvivía por tenerla alguna vez, contentándose hasta entonces con disimulados roces y miradas panorámicas al subir las escaleras atrás de ella, oportunidad en que sus ojos se clavaban libidinosos en el globo de su cola, en los tibios y juveniles muslos que le invitaban a más de una fantasía erótica que habría de concluirse en una desenfrenada paja en las horas solitarias, ya en casa.

Era el tiempo de las mieses, cuando las hormonas jugaban al despertar y procuraban encuentros en los que la comunicación era de piel a piel.

Blanca, también presa de las hormonas, esperaba los momentos en que debía compartir con Carlos el espacio "de atrás", sentados en el mismo banco, pegados por las piernas y caderas, rozándose en brazos, hombro con hombro, en un solo espacio de calor intenso, contenidos por delante por la mesada del pupitre que, a veces, servía para friccionar pezones y, siempre, creaba un área "bajo mesada" privada y prohibida a las mirada indiscretas.

Allí es donde las yemas de los dedos se confundían y, como al descuido, se posaban en las piernas del otro, movilizándose en leves caricias que duraban todo el tiempo y que el sentido común (si así se puede llamar esa locura) o el peligro de la intromisión de un profesor lo permitían.

Al salir del curso, o en el patio, Carlos se ponía detrás de Blanca y apoyaba su sexo morcillón en los redondos glúteos, quien, en alguna oportunidad, había estirado su mano para sopesar el arma de su compañero.

De estas cosas comunes, cotidianas y conocidas por todos en el mundo colegial, no se hablaba: se hacían y cada uno se dejaba llevar por el momento, aunque alguna vez el le había preguntado si le gustaban las fricciones de su cuerpo y ella le repelía diciendo que era un pendejo calentón.

En una ocasión, en un papel, ella le preguntó: ¿qué les gusta más a los hombres de las mujeres?, a lo que él contestó a renglón seguido "el culo"; ella agregó "¿y las tetas"?, "después" fue la respuesta, para retrucar, "a las mujeres, ¿qué les gusta más de los hombres?". "Lo mismo: el culo", escribió ella, inquiriéndole Carlos sin embagues “¿y el chorizo?”, “después” contestó secamente ella, dando pie a Carlos a la pregunta “¿y mi culo, te gusta?". "Quiero verlo, no lo conozco", fue la respuesta. "Míralo", garabateó, y cruzó las piernas levantando el costado de su trasero que le ofreció la visión del pernil izquierdo sin levantarse del asiento. “Así no se ve nada”, fue la respuesta.

Cuando salieron al recreo, Blanca fue detrás de Carlos fijándose casi con descaro la forma y tamaño de aquel poto enfrascado en el jean y cubierto por el guardapolvo, conocimiento que se vió complementado con una indisimulada orteada que palpó la dureza de las nalgas de su dueño.

Acercándose por detrás, le dijo al oído, "acá no se puede ver bien", pellizcándole el trasero, con lo que el asunto se diluyó esa mañana en cuestiones de estudios y deberes escolares.

El deseo quedó flotando en el ambiente y no fueron pocas las veces que la mano de uno se incrustaba en el orto del otro o se perdía entre los muslos siempre calientes de ambos.

Llegó el tiempo de los exámenes y ambos confluyeron en el departamento de Blanca, donde podrían disfrutar de unas dos horas solos hasta el regreso de sus padres.

El horario vespertino les regalaba un precioso atardecer que podían disfrutar solos, al cobijo de la seguridad del departamento.

Llegaron a la casa más esperanzados que cansados por la tediosa tarde escolar vivida y ambos se quitaron los delantales de buenas a primeras, cayendo las prendas en alguna parte del living. Mientras Blanca enfiló al lavabo, Carlos esperaba pacientemente y, sin querer, se daba manija, con la charla que había quedado truncada tiempo atrás.

Al llegar su turno para usar el baño creyó sentir de la boca de Blanca las palabras “bien limpito, eh?”, o tal vez él las había imaginado. Así que, luego de descargar un inmenso y largo chorro de orina, cuyo sonido se pudo haber sentido en todo el departamento, se acomodó en el bidet y se aseó con esmero tanto la pija como el culo en la máxima extensión posible.

Blanca lo esperaba en la mesa de la cocina, utilizada en la ocasión para estudiar y merendar. Había mudado su uniforme escolar y, en su lugar, vestía una esmirriada minifalda; una camisola le cubría el torso, los pies inmersos en chinelas de entre casa y el cabello suelto que le llegaba a los hombros.

Carlos se quedó clavado y con la boca abierta al ver la transformación del vestuario de su compañera.

“Date la vuelta”, fue la orden de ella. El cumplió sin chistar ni decir esta boca es mía. Era un adolescente normal, no del todo flaco, algo morrudo, un poco más alto que ella. Estaba embutido en un vaquero de moda, ajustado como una segunda piel, con la tela adherida a sus fuertes muslos y a las prominentes nalgas, haciendo de su trasero una de sus zonas más atractivas. El ajustado cinto enangostaba aún más su cintura dándole al conjunto la dinámica de un trasero antológico, con mayor razón al tratarse de un varón.

Blanca no pudo controlar sus manos que se posaron sobre las asentaderas de su amigo, acariciándolas, primero con curiosidad y luego con lascivia, ante la tolerancia y el evidente placer desatado en el joven.

Se acercó lo suficiente como para apoyar con sus pechos en la espalda de Carlos y susurrarle al oído “tienes una hermosa cola” mientras le besaba el lóbulo de la oreja y el cuello, a lo que éste respondió empujando su cola hacia ella, gozando del calor que le transmitían las suaves manos y el cercano chocho.

Los dedos y el deseo pudieron más y al poco instante las manos de Blanca sortearon las cedidas nalgas para buscar el cierre del cinto y, una vez abierto, el lazo cayó en sus dos lenguas dejando paso al broche del pantalón, el que cedió sin resistencia ante las manipulaciones de los finos dedos de la joven. Desabrochado el botón, el próximo paso fue bajar el cierre de la bragueta que se bajó casi sin forzarlo, quizás empujado por la dura mole que, aún aprisionada en el slip, pugnaba por libertad.

Blanca sintió en sus manos el calor que despedía el sexo de Carlos y, a pesar de su calentura, dedicó sus esfuerzos a bajarle el pantalón dejándole en calzón. “Apóyate en la mesa”, dijo y, obediente, Carlos posó sus brazos en la mesa de la cocina apoyando allí el peso de su cuerpo y dejando su culo en pompa, entregado a las caricias de su amiga.

Arrodillada, ella quedó a la altura de sus nalgas y se dedicó a morder sus tentadoras ancas, sobre el calzoncillo, aumentando la calentura de Carlos, quien se encontraba a punto de explotar, a la vez que con las manos sacó el miembro de su compañero, pajeándolo despacio, mientras le mordía el trasero, hasta que Carlos no pudo aguantar el placer y se vino en una lechada antológica enchastrando la mesa, el piso, y, desde luego las manos de Blanca.

“¡Lo que has hecho!”, exclamó la joven. “Perdona”, dijo él, compungido. “Nada”, agregó ella, “limpia ahora con la lengua”.

Sin posibilidad alguna de resistir, Carlos lamió su esperma aún tibio esparcido por la mesa, saboreando su gusto, un poco salado pero agradable, hasta que terminó la tarea, ya que la sementada que había caído al piso fue limpiada por Blanca temiendo la llegada de sus padres.

Luego ocuparon cada uno su asiento y se pusieron a estudiar, mientras los pies de ella se apoyaron descaradamente —bajo la mesa— en las piernas de él, y viceversa.

Por suerte los exámenes alcanzaban las distintas materias y se extendían en el tiempo, posibilitando las salidas “a estudiar”, las que nunca fueron del todo como se las pintaron a sus padres.

Otro de esos encuentros tuvo lugar en la casa de Carlos, aprovechando una larga salida de tos sus familiares, por lo que disponían de un prolongado plazo para el esparcimiento y el estudio.

La casa estaba en las afueras, en un barrio residencial, rodeado de un parque que sufría las vicisitudes económicas de la familia: ora se exhibía pulcro y arreglado y otras, abandonado a su suerte, como en este momento.

Abrazados y ansiosos por descargarse, los adolescentes abrazados emprendieron un breve paseo por el vergel, pisando las hojas secas del otoño, y descubriendo los dibujos y tatuajes en los añosos troncos o las formas caprichosas de las nubes.

Así fue como Carlos descubrió a su amiga, en versión maja desnuda, pero de nubes blancas, eróticamente provocadora. “Allí estás”, le indicó. Ella, con la mirada clavada en la forma de los nimbos, se acurrucó en su el hueco de su hombro, dirigiendo su mano a sobar el traste de su amigo.

El calor de esa mano y los dedos de la amiga desencadenaron las hormonas alertas y, en minutos, la dureza de su pija excitada se notaba a simple vista sobre el pantalón ajustado.

Ella tomó una rama del sendero y, alejándose, como si fueran las propias manos, delineó con la vara el perfil de Carlos, deteniéndose en las partes que más le erotizaban: la verga, los muslos, el pectoral, hasta llegar a las ancas donde, después de prolongados roces, le asentó un par de fustazos que dejaron al hombre perplejo y más ardiente. No tuvo tiempo de decir nada porque ella arrojó la vara y se apresuró a desprender y bajar el pantalón que terminó arrollado en los tobillos junto al slip. El bastón de Carlos saltó de su prisión y quedó enhiesto al aire, lo mismo que sus prominentes nalgas, surcadas por el rojo de los varazas.

El viento aprovechó para ingresar a sus interiores, refrescando las zonas prohibidas y esparciendo su aroma por el bosque.

Blanca retuvo los inquietos brazos del hombre, liberándose de las caricias que le insinuaban, y se arrodilló atrás de Carlos para saborear su trasero que tanto la atraía. Sin esperar reacción alguna, metió su cara entre las nalgas, las separó con las manos y comenzó a lamer. Su lengua caliente abríase paso en el canal aterciopelado, introduciéndose como una ardiente boa, y despertando una deliciosa sensación. Muy hábil, cambió la lengua por un dedo y luego otro más.

Los dedos se movían en el interior del recto de Carlos, dilatándole el estrecho camino, entrando y saliendo, girando, aumentando la cantidad de apéndices, en tanto, sin dejar de atender el culo, giró y su boca quedó a la altura del pene superexcitado.

Blanca sintió el aroma de esas bolas y el olor a sexo y culo que se desprendía de su amigo, invitándola a descubrir los placeres más recónditos.

La atracción fue tal que se dirigió tan abajo para empezar lamiendo y chupando sonoramente las bolas de su amigo

Él sólo gemía y se dejaba hacer como un niño. Ella intuía que el sexo oral era un arte al que pocas se atrevían, así que redobló sus esfuerzos y, antes de introducirlo en su boca, acarició, besó y lamió esa tea ardiente los ojos blancos y los jadeos de Carlos, entregado al placer de la mamada potenciada por los dedos jugando en su trasero.

Unos lengüetazos amorosos sobre el glande fueron el anuncio de la introducción del pene en su boca, lo que hizo lentamente, con un roce suave, deliberado y sugestivo de los dientes en la cabeza para extenderse a todo el tronco. Ahora sus labios se movían desde una hasta la otra extremidad del choto en ondulaciones largas y rítmicas, acelerando de a poco el mete y saca bucal, lo mismo que el de los dedos por atrás, ayudándose con la mano libre, en sintonía con la creciente excitación de Carlos hasta que su cuerpo comenzó a arquearse, su miembro a pulsar lo mismo que su esfínter hasta estallar como un volcán descargándose a convulsiones en la boca de Blanca, quien tragó parte de aquel semen reservando la otra para pasarle a la boca de él.

Aspiró el aroma a pleno sexo, esperó que la agitación disminuyera y relajara el esfínter para retirar sus dedos del agujereado culo, liberar su aún semierecto pene, pararse y enfrentar a su amigo con un beso intenso en el que transfirió el esperma retenido.

“Espero te haya gustado”, dijo ella. “Me encantó, pero tu no llegaste”, fue la respuesta. “No importa, habrá tiempo”, afirmó ella.

Arregladas las ropas emprendieron el camino a la casa.