Compañero de vuelo

Ese desconocido con el que compartes el vuelo puede convertirse en algo muy dintinto. Todo esta en dejarse llevar.

COMPAÑERO DE VUELO

Por la ventanilla del avión el cielo se encapotaba, volviéndose gris, tan gris y apagado como mi humor. Maldije internamente la necedad de mis padres de hacerme volar en plenas vacaciones escolares para pasar una semana con ellos. Quién preferiría una semana con sus viejos en vez de pasarla con los amigos?, me preguntaba mil veces, sumiéndome mas en aquel mal humor que hacía juego con el clima.

Gustas tomar algo? – preguntó la azafata a mi lado. Negué con la cabeza y ella premió mi negativa con una falsa sonrisa, seguramente encantada de tener un pasajero menos que atender.

Del otro lado del pasillo no tuvo tanta suerte, porque un trajeado ejecutivo le señaló su vaso vacío, con un inconfundible gesto de que quería que se lo rellenara.

Lo siento – dijo con la misma sonrisa la mujer – pero me temo que usted ha rebasado el límite, señor.

El tipo sacó la cartera dejándole ver que tenía con que pagar todas las malditas botellas de vodka del avión, pero la mujer sin perder su sonrisa se negó a servirle más.

Pinches viejas – se quejó el tipo – pinche aerolínea de mierda – continuó al ver que yo le miraba entre divertido y solidario – y pinche viaje jodido que me ha tocado hacer – terminó.

Brindo por eso – le contesté, por primera vez animado.

Pues será con agua – se quejó malhumorado, mirándome sin la menor simpatía, con unos ojos verde azules que se perdían en esa forma borrosa con que miran los borrachos.

Me voltee hacia el frente, decidiendo que era mejor ignorarlo.

Cuántos años tienes, muchacho? – preguntó unos minutos después.

20 – le contesté sin mirarlo.

Perfecto – dijo complacido – tienes edad suficiente para beber. Pídele a la tipa de la sonrisa tatuada que te traiga un vodka con poco hielo – dijo alargándome unos billetes.

Tras unos minutos de duda pulsé el timbre. La mujer me miró con una mezcla de asco y resignación que me hizo sentir mucho mejor. Me trajo la bebida y en cuanto se dio la media vuelta se la entregué al borracho de al lado.

Te debo una, compañero – dijo sin mirarme, porque su atención estaba centrada en el tintineante vaso, cuyo contenido hizo desaparecer rápidamente.

Repetimos el truco un par de veces más, hasta que la bombilla de la mujer se encendió y entendió que no era a mí a quien ayudaba a apagar la sed. El desfile de vodkas había terminado, pero ya para entonces el ejecutivo de los ojos verde azules, ahora mas bien rojos, estaba ya medio pedo y ya ni siquiera eso le importó.

Entonces comenzó el mal tiempo, y del cielo gris brotó la lluvia, y luego el viento, y comenzamos a menearnos tan fuerte y de forma tan alarmante que mas de uno comenzó a rezar desesperado. Nunca he temido a los aviones, pero comencé a entender porque mucha gente si les teme. El aparato crujía y tosía, como si fuera a desmembrarse de un momento a otro. Mi vecino salió del estupor alcoholizado en el que estaba sólo para tranquilizarme.

Tranquilo, campeón – me dijo tomándome de la mano – esta chingadera no se va a caer – y al ver que sus palabras no me daban consuelo – y si se cae, pues ni pedo, ya nos tocaba – completó.

No pude sino estallar en carcajadas. El tipo se unió a mis risas, y aunque su mano aun no soltaba la mía, comencé a sentir cierto alivio con su contacto.

Vente para acá – me dijo de forma cómplice, recorriéndose al lado y dejándome sitio para que me sentara junto a él – porque si nos carga la chingada, al menos que sea al lado de un amigo y no sólo como pinche perro.

Me pareció jocoso que ya me considerara su amigo, pero el avión seguía rechinando y de verdad parecía que se iba a desmoronar en cualquier momento, y de alguna manera el tipo tenía razón. Me zafé el cinturón y me pasé a la fila del borracho. La sacudida del avión me hizo caer sobre él y me sujeté como pude. El tipo me abrazó para que no rodara por el pasillo, y sentí sus manos en la cintura. Nos quedamos quietos esperando que el avión dejara de rebotar para poderme sentar como la gente, y en ese tiempo su mano bajó de la cintura a mis nalgas.

Tienes buen culo, cabrón – dijo el borracho con inusual honestidad y en el momento menos indicado.

No consideré pertinente contestarle, y un poco arrepentido de haberme cambiado de asiento esperé que la crisis pasara para sentarme de nuevo. No hubo más comentarios, además de que el avión se mecía de forma tan salvaje y la gente gritaba tanto que ni siquiera pude pensar en ello. Finalmente, tras un súbito descenso que me llevó los huevos a la garganta, la calma pareció llegar poco a poco.

Por los altavoces nos informaron que el avión había salido de ruta para evitar la poderosa tormenta y que por seguridad íbamos a aterrizar en el aeropuerto más cercano. A nadie le importó el inconveniente de no llegar a nuestro destino. Todos queríamos bajarnos, fuera donde fuera. Se nos dijo que la aerolínea cubriría los gastos de hospedaje y que reanudaríamos el viaje al día siguiente.

Bajé del avión tras mi nuevo amigo, un poco inseguro, con el susto todavía temblándome en la sangre.

Sígueme – dijo el tipo – ni creas que nos vamos a hospedar en el mugriento hotel al que pretenden mandarnos. Tengo tarjeta dorada y la compañía paga.

Quien era yo para negarme?, pensé mientras montaba en el taxi y él tipo ordenaba al chofer que le llevara al mejor hotel de la ciudad. Se recostó en el taxi y pareció dormirse todo el camino. Cuando llegamos ordenó la habitación, con camas dobles, y resultó ser mucho mas lujosa de lo que hubiera imaginado.

Déjame darme un baño – dijo aventando la maleta sobre la cama.

Encendí el televisor, sólo para matar el tiempo y para bajarme el susto, porque nunca había estado tan cerca de la muerte, y porque nunca pensé que me fuera a afectar tanto.

El tipo salió del baño con la toalla enrollada en la cintura. Era otro. El pedo parecía habérsele bajado, y con el pelo húmedo y la piel mojada se me imaginó uno de esos modelos de las revistas que anuncian bronceadores o algo así. Se veía más joven sin el traje y la corbata, y aunque los ojos aun estaban inyectados e hinchados parecían volver a tomar su tono verde azulado tan asombroso.

Date un baño y vamos a cenar algo – dijo con cierto tono autoritario. Se notaba que era un hombre enérgico acostumbrado a mandar.

No tengo hambre – le dije.

Me miró con media sonrisa.

Ni madres – dijo mientras me tomaba de la mano y me empujaba hacia el baño, jalándome la camisa, tratando de desabrocharme el cinturón.

Ya, cabrón, ya voy – acepté ante la disyuntiva de ser encuerado a la fuerza.

Me desnudé de espaldas a él. Había cierta tensión en el aire que sentía más en el estómago que en los pulmones. Algo que cosquilleaba en mi piel y que no sabía ni quería identificar. El baño me disipó las dudas, al menos por el momento. El agua fresca me reanimó considerablemente y salí del baño con la toalla en la cintura igual que él, dispuesto a cenar y no dar más problemas.

El tipo estaba despatarrado en la cama. Completamente desnudo. La toalla en el piso. Tenía los ojos cerrados, como si durmiera, lo que me permitió medir ese cuerpo, extraño, inquietante, el cuerpo de otro hombre, que no creí que pudiera perturbarme de esa forma. El pecho era ligeramente velludo, no porque tuviera poco vello, sino porque parecía haberlo rasurado completamente y estuviera en proceso de crecer de nuevo. El abdomen era relativamente plano, no como esos trabajados músculos de gimnasio que se traducen en intricados cuadrados, tan difíciles de obtener, sino con músculos fuertes, al igual que sus muslos velludos y blancos, y entre ambos un sexo grueso y flácido, coronado por una abundante mata de pelos castaños, todavía húmedos por el baño que recién había tomado.

Ya terminaste? – preguntó sin abrir los ojos, haciéndome saltar de una forma culpable por haberlo mirado de forma tan detenida.

Si, ya – le dije dándome la vuelta, buscando mi maleta.

Creo que mejor nos quedamos en la habitación y pedimos que nos traigan algo de comer – dijo incorporándose.

Me senté en la cama, maravillado con la innegable comodidad con la que se movía por la habitación en su completa desnudez. Buscó el listín telefónico del hotel y llamó al Room Service. Sin preguntarme qué se me antojaba encargó camarones, vino blanco, rodajas de jamón serrano, fruta y queso. Tras pensárselo un momento llamó al bar y encargó una botella de vodka. Se volvió a tirar en la cama, esta vez con las piernas tan abiertas que pude ver la rotunda pesadez de sus huevos colgando entre sus piernas, y adiviné un caminito de vellos casi dorados justo en donde sus piernas se juntaban camino hacia su trasero.

Pásame un cigarro – dijo de pronto señalándome su ropa tirada sobre una silla.

Busqué en los bolsillos hasta encontrar la cajetilla. Se la pasé y justo cuando me daba la vuelta agarró la toalla con fuerza, por lo que al desplazarme la perdí, quedando tan desnudo como él.

Oye! – reclamé, tratando de recuperarla.

Tranquilo – dijo muerto de risa – estamos solos y somos hombres.

Como si eso lo solucionara todo, pensé. Estamos solos y somos hombres. Nunca imaginé que esas palabras lograran inquietarme tanto.

El camarero llegó. Dejó la bandeja sin darle mayor importancia a los tipos desnudos de la habitación. Comencé a sentirme más que cómodo. Comencé a sentirme libre, como si la ropa hubiera sido un freno a algo que yo mismo no era consciente de sentir. Me trepé en la cama con la fuente de fruta y queso entre las piernas, mientras mi nuevo amigo abría la botella de vino blanco y devoraba rodajas de jamón y camarones.

Comparte, cabrón! – me dijo de broma al ver como yo estaba devorando todo el contenido de la fuente.

En vez de convidarle traté de esconder la fuente con mi propio cuerpo, y él se lanzó sobre mi cama para tratar de robarme su contenido, entre las francas risas de los dos.

Pinche chamaco envidioso – vociferaba mientras lograba llevarse un trozo de queso y yo alejaba la fuente lo más posible.

Lárgate, cabrón – le gritaba yo entre risas – antes muerto que dejar que te tragues una de mis fresas.

Me valen madre tus fresas – decía él luchando por alcanzarlas – quiero tu queso.

Qué queso ni que mis huevos – le contestaba yo metiendo la fuente bajo la protección de mi cuerpo.

También quiero tus huevos – dijo él sin dejar de reír, dejando por un momento el asedio de la comida para apretarme los testículos.

Eso es juego sucio! – me defendí al sentir sus manos en mis partes privadas.

Me valen madre también tus reglas, pinche chamaco tramposo – contestó sin soltarme, por lo que descuidé la comida y el muy cabrón me soltó los huevos pero se llevó el queso y la fruta.

Conseguido el botín saltó a su cama, igual que un enorme orangután que acaba de dar con un manjar delicioso y no quiere compartirlo con el resto de la manada. No me quedó mas remedio que ir tras él y saltarle encima, antes de que terminara de devorar el resto. Por supuesto que recurrió al mismo truco, envolviendo con su cuerpo la fuente, pero yo ya sabía las reglas del juego, y lo pesqué de los enormes huevos desde atrás, apretándolos con fuerza.

Mis huevos son de acero – dijo retándome – y tus manos de niña exploradora no lograrán jamás hacerles daño.

Se los apreté entonces con tal fuerza que comenzó a vociferar, pero sin soltar la presa, ni yo tampoco, hasta que finalmente fui más consciente del calor y la suavidad de sus bolas que del motivo por el que estábamos jugando. Dejamos de reír, o al menos yo lo hice, porque él seguía allí, agazapado como un animal, con las nalgas totalmente abiertas y el sexo colgando entre sus muslos completamente separados, con los huevos aplastados entre mis manos, mirándome de lado con esos ojos extraños y verdiazulados.

No me duele – me retó – no me duele nada de lo que me hagas.

Estas seguro? – le pregunté tomando además de sus huevos su pene, grueso y blanco, como una gorda y corta salchicha entre mis dedos.

Ni así lograrás que me rinda – dijo retador, acomodándose con mas celo sobre la comida, abriendo aun mas sus nalgas, dejándome ahora ver en su total plenitud la raja abierta de sus nalgas, su ano rosado y expuesto, rodeado de fino y rizado vello castaño.

Algo explotó en mi estómago entonces. Algo deshizo su nudo y reptó por mi entrepierna. Algo que ya sabía que existía pero no que gritara tan fuerte, que me llevara a hacer lo impensable, que me hiciera desear ese agujero rosado y abierto y me jalara hacia él con tal fuerza.

Me darás lo que me pertenece – le dije pomposamente, tratando de volver a la vena del juego, tratando de resistirme a lo que ya sentía inevitable.

Jamás – decretó el tipo desnudo de las nalgas abiertas, sellando su destino.

Sí que lo harás – le amenacé mientras acercaba un dedo a su agujero, picándoselo sorpresivamente.

Tomado por sorpresa, aulló con ronca voz, mezcla de protesta y de algo más animal y profundo, algo que en vez de asustarme hizo latir mi sangre de forma más atropellada.

Tu última oportunidad – le dije sin retirar el dedo, hundido hasta la primera falange en el calor de su pequeño túnel trasero.

Me valen madre tus amenazas – comenzó provocador como siempre, pero no le dejé terminar la frase, hundiéndole el resto del dedo hasta el fondo.

Gritó de nuevo, con esa mezcla exacta de gruñido y protesta, que no hacía sino excitarme, según pude ver por el tamaño de mi erección, imposible de ocultar ni siquiera ante mí mismo.

Con el dedo en su ano, sentí que ya no había vuelta atrás, ni para él ni para mí. Dejó de luchar por la fuente de comida y se despatarró sobre la cama, sin perder jamás el contacto con mi dedo. Me desplomé sobre su espalda baja, muy cerca de sus nalgas, oliendo su piel y el fino sudor que la perlaba. Olía a jabón y a macho. Olía a colonia y sexo. Olía a algo que yo jamás había olido pero que reconocía perfectamente.

Se me antojó lamer ese olor, si es que eso era posible. Lamí su espalda, justo en la fina división que había dejado un viejo bronceado en su cintura. De allí hacia abajo la piel era más blanca, justo allí donde comenzaba la raja de sus nalgas. Seguí lamiendo ese valle lentamente, mientras él, mudo por fin, resoplaba tranquilamente con el rostro hundido en la almohada. Entre sus nalgas, el sabor parecía concentrarse y afinarse. Mi dedo seguía en su lugar, tan quieto que percibía el fino latido de su ano, que con leves contracciones me hacía desear abrirlo más, y saborearlo de cualquier forma.

Ya al final, luego de haber lamido todo el camino, me esperaba la parte más carnosa de sus nalgas. Le saqué el dedo con un suspiro de placer y protesta de mi amigo, pero lo hice sólo para mirar con detalle el objeto de mi recién descubierto deseo. Le lamí el ano suavemente, con el tiempo sin tiempo que te da saber que estás perdido en una ciudad desconocida, sin horario ni destino, sin tareas pendientes ni reclamos del teléfono. Un par de seres humanos sin otra cosa que hacer que dejarse llevar por el placer y el abandono.

Así entonces, me demoré en ese tiempo perdido, me deslicé entre sus nalgas y le metí la lengua en ese espacio sin espacio, en ese culo abierto y receptivo, y él levantaba las nalgas dejándome llegar tan lejos como quisiera. Jamás me puso límites, y me dejó caminar ese sendero a mi propio paso, hasta que mis mejillas estuvieron tan humedecidas como sus nalgas y el deseo hervía desde mis cojones hasta casi hacerme enloquecer.

No se porqué – le dije en el ahora inquietante silencio de la habitación – pero te quiero coger.

Hazlo – dijo sin voltear, con la voz emergiendo bajo la almohada, sin dejarme leer en sus ojos la medida de su deseo.

Me mojé la verga con saliva y la deslicé con suavidad entre sus nalgas, sintiendo el placer de jugarla en el caminito velludo que las separaba. Arqueando la espalda, me dio el acceso necesario para enfilar hacia su ano, totalmente humedecido con mis lamidas. Al sentir el calor que irradiaba su agujero, brotó en mí el único y solitario deseo de penetrarlo, de enterrar mi verga en ese oasis de calor y de placer, de hundirme en ese pequeño fuego, de quemarme en él, de fundirme y evadirme, de olvidarme de mi nombre, mi familia, mi pasado y mi futuro, de no ser nada mas que una verga metida en un culo, y sin mas dilación me lo cogí.

La sensación, a pesar de esperarla, me sobrepasó. Ninguna de mis novias, que tampoco han sido tantas, me había preparado para ese descubrimiento. Su culo ajustaba de forma tan precisa que me hizo gemir de placer desde la primera penetración. Sus nalgas se ajustaron a mi estómago, de una forma tan natural y perfecta que parecían hechas justo para estar pegadas a mí de aquella forma. De forma natural me salió besar su cuello, descansando mi cuerpo sobre su espalda. Acomodó su cara de lado, y le lamí la oreja, oliendo de nuevo su masculina colonia. Comencé a moverme en su interior. Las paredes de su culo me apretaban la verga de una forma deliciosa. Se quejó suavemente, de esa forma gutural y ronca al mismo tiempo, mientras yo arreciaba las metidas y entonces sólo el entrechocar de la carne desnuda reverberó en la habitación.

Si los minutos fueron pocos o fueron muchos, no puedo precisarlo exactamente, pero fueron intensos y perfectos. No se me ocurrió cambiar de posición, primero por falta de experiencia y segundo porque justo así como estábamos encontré el mayor de los placeres posibles imaginados. Cuando me vine, fue tan condenadamente placentero que me faltaron palabras para expresarle mi agradecimiento. Le di un beso un la mejilla, desprendiéndome de su cuerpo como una pegajosa y vieja calcomanía, y me eché a su lado, respirando agitadamente.

Te gustó? – preguntó él poco después.

Puta! – exclamé sinceramente – no te imaginas cuánto!

Me sonrió con la boca y con los ojos, ahora más limpios y verdes que nunca.

Me alegro – dijo palmeándome amistosamente en el pecho – porque en el avión te dije que te debía una, y yo siempre pago mis deudas.

Me sorprendió que me dijera aquello.

No entiendo – pregunté – eso qué significa exactamente?

Pues que es la primera vez que dejo que un cabrón me coja – contestó con sencillez.

En serio? – le comenté dudando de sus palabras – creí que era algo que siempre hacías.

Pues no, muchacho cabrón – me dijo levantándose hacia el baño, lo que me permitió admirar, ahora sin ninguna vergüenza, el excelente ejemplar masculino que acababa de estrenar, según su propia confesión.

Lo seguí hasta la regadera, donde ya se estaba duchando.

No entiendo – le rogué – explícame qué pedo contigo.

Riendo, abrió la puerta de la ducha y me jaló hacia dentro.

Ven – dijo – báñate mientras te platico.

El agua estaba perfecta y agradecí la fresca caricia luego de que la reciente cogida me dejara sudado y acalorado. Me contó que estaba recién divorciado, que siempre había sido bisexual y que a lo largo de su vida había cogido con mujeres y hombres por igual, pero que siempre había jugado un papel activo y que de alguna forma había decidido que el día que diera las nalgas sería por un buen motivo.

Ay, no mames! – le dije muerto de risa – y resulta que me das las nalgas justo a mí sólo por conseguirte un par de pinches vodkas?

Todavía riendo, me apretó contra la pared y me plantó un beso en la boca. El primero que le daba a un hombre, Un beso fuerte y profundo, masculino, de esos que te devoran la lengua y te dejan sin aliento.

El motivo es lo de menos – dijo con su aliento soplando sobre mis labios, sin dejar casi de besarme – el punto es que te di las nalgas y lo demás sale sobrando.

Acepté su razonamiento, A quién chingados le importaba si te besan de esa forma?

Su lengua era inquisitiva y poderosa. Soltaba mis labios y se prendía de mi cuello, bajaba con el agua de la ducha hasta mi pecho, su boca imperiosa, su boca demandante y agresiva mordiendo mis pezones, sorprendentemente sensibles, vulnerables, traidores por no saber que podían darme esas sensaciones. Su boca cómplice y seductora, ahora diciéndome lo ricas que tenía las nalgas. Cuándo se voltearon los papeles?, me pregunté de pronto, cuando me descubrí volteado contra la pared mientras el agua caía sobre mi espalda y sus manos caían sobre mis nalgas. Aquella boca, no podía ser la misma, la que me acababa de besar, la que me decía cosas en el oído, no podía estar tan pronto entre mis nalgas abiertas, no podía ser la misma.

Voltee hacia abajo, atravesando la cortina de agua de la regadera, para ver a este tipo habilidoso con la cara enterrada en mi trasero. Sí era. Era la misma boca, tan rápida y tan precisa la que ahora me lamía el ano de forma tan sublime. Gemí de placer. La sensación era inusitadamente placentera. Me abrí al abismo aquel desconocido. Me dejé llevar, por sus manos fuertes que me conducían fuera de la ducha, que me envolvían en la toalla, que me secaban el cuerpo y me llevaban a la cama, la otra cama, la que no estaba revuelta ni sudada.

Y dejé que me acostara boca arriba, y dejé que se montara sobre mí y me besara de nuevo, y pusiera esos alfileres de placer sobre todo mi cuerpo, porque eso hacía con sus besos en mis labios, en los pezones, en el hueco de mis axilas, en el cuello y en los hombros, en el ombligo tembloroso, y me desconocía a mí mismo y el poder avasallador de aquellos besos, y entonces noté su verga, ahora erecta, y era otra a aquella que había visto al inicio de la noche. Esta era grande y poderosa, una serpiente de carne dura y tensa, una cosa viva que miraba de frente y de reojo, sabiéndola tan cerca y tan peligrosa como atrayente., El la llevó eventualmente hasta mi boca, y me salió de forma natural besarla y lamerla, porque algo tan bonito como aquello no merecía otra cosa. Se la mamé porque no necesitó pedírmelo, porque me nació de los cojones hacerlo, y él continuó con sus besos y lamidas por todo mi cuerpo, mientras yo aprovechaba sus maromas y sus vueltas para lamer lo que me quedara al alcance de la boca, fuera su verga, sus nalgas, su cuello o sus dedos. Todo me gustaba, todo me excitaba, todo me encendía y nada me apagaba.

Cuando se acostó sobre mi, frente a frente, pecho a pecho, y me besó de nuevo, mis piernas se abrieron para dejarlo en medio, y él subió mis piernas sobre sus hombros, y me sentí tan abierto y tan dispuesto que no desee sino tenerlo dentro. A diferencia mía, él no avisó que quería cogerme, pero ya sabía que quería hacerlo. Su verga encontró el camino sin problemas, y sentí en mi culo abierto la punta de su miembro, el glande humedecido de mis besos, resbaloso de pasión, totalmente erecto. Empujó suave pero firmemente, y mi culo comenzó a ceder lentamente. Tras un espasmo de dolor que no llegó a serlo, lo sentí meterse dentro, poco a poco ganando terreno, gozando ambos con el lento avance, afanosos en alargar el placer, la sensación, el momento.

Con mucho más control del que yo había tenido, el tipo me cogió por un buen rato, hasta que me sacó la verga y me dio la vuelta. Esta vez boca abajo, me hizo levantar el trasero y ponerme en cuatro patas. El solo hecho de estar en aquella posición me hizo sentir como si fuera un animal en celo. Un gato montés, un lince, un perro, qué importa, pensé, mientras me montaba y me metía la verga hasta el fondo, haciéndome gritar sin saber si era de dolor, de placer o de esa sensación que te da el que otro te posea de forma tan íntima y tan total, tan avasalladora en su misterio.

Luego se sentó en la cama y me hizo sentarme sobre su verga. Me gustó verle a los ojos mientras me clavaba yo mismo su gorda estaca, maravillándome con el reflejo de ambos en el espejo. Entonces me cargó y caminó por la habitación haciéndome rebotar sobre su miembro. Pescado de su cuello sentí que no era sino un adorno más de su cuerpo, un apéndice de su persona, un juguete para su dueño, y tal vez intuyéndolo, me bajó de nuevo y me abrazó con ternura, besándome los ojos, los oídos, el cuello.

De nuevo en la cama me dio la vuelta y de lado, desde atrás, me penetró suavemente, besándome la espalda, diciéndome lo mucho que disfrutaba mientras al mismo tiempo me masturbaba. Alcanzamos el orgasmo casi al mismo tiempo, y la sensación de venirme mientras tenía su verga dentro no creo que haya una buena forma de decirlo.

Luego de un rato, ambos nos movimos. Sirvió algo de vino blanco, estaba frío y delicioso. Me dio un sorbo y luego un beso.

Deberíamos dormir un rato – le dije, viendo que ya casi amanecía, sin poder evitar cierta nostalgia al decirlo – o perderemos el vuelo.

Me miró. Esos ojos verdosos, esa sonrisa sarcástica. Me abrazó con fuerza, me besó la mejilla, me agarró las nalgas mientras me jalaba hacia él, besándome en la boca.

Sí – dijo todavía sonriendo – vamos a perder ese vuelo.

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