Compañeras

Cuatro compañeras decidimos pasar un fin de semana juntas en la playa, sin novios ni maridos. Claro que en realidad yo era la única que estaba casada

El buen tiempo se acercaba, los turnos de vacaciones ya habían sido repartidos. No obstante, mis compañeras y yo decidimos pasar antes un fin de semana todas juntas, sin novios ni maridos. En realidad yo era la única de las cuatro que estaba o seguía casada, y justo por eso no dejaría pasar la oportunidad de evadirme un par de días de mis obligaciones como madre y esposa. Mis compañeras ya aprovechaban esa excusa para darme de lado si quedaban para salir de fiesta, aunque yo sabía de sobra que no era esa la razón principal. Vale que el jefe fuese mi marido, pero eso no me hacía responsable de que tuviéramos que echar horas extras, ni de que el convenio sectorial dijera que sólo podíamos elegir la fecha de un tercio de nuestras vacaciones.

El caso es que allí estábamos las cuatro en el coche rumbo a la playa de San Juan. Pasaríamos el fin de semana en el apartamento de los padres de Míriam, la menor de las cuatro. Éramos cuatro compañeras de trabajo y amigas que, trabajamos para una multinacional en la delegación de nuestra ciudad.

Míriam era la más joven de todas, tenía veintisiete añitos y novio formal, según decía. Míriam era joven, rubia, atractiva y bastante ingenua. Luego estaba Verónica, o Vero como ella prefería que la llamáramos. Tenía treinta y un años, era morena y siempre estaba libre. Cada lunes, Vero presumía sin ningún pudor de su ligue de fin de semana. Yo intuía que hasta podía ser bisexual y, ya puestos, aseguraría que deseaba montárselo con la inocente Míriam. Después vendría yo, me llamo Montse y tengo treinta y cinco años. Llevo varios años casada con el que ha sido el único hombre para mí. Por eso, y por haber recibido una educación católica, yo no entendía las patéticas historias de mujer emancipada de las que Vero alardeaba. La mayor de las cuatro era Marisa. No sabíamos si estaba separada o divorciada, pero no nos atrevíamos a preguntárselo. Nunca hablaba de ello, me da que tuvo que ir al psicólogo para superarlo. De cuarenta y dos años, siempre se mantenía un poco ajena al grupo, supongo que era comprensible que le aburrieran nuestras banalidades. A pesar de ello, todas nos esforzábamos para que Marisa no se sintiera desplazada.

Nada más llegar al apartamento, nos acomodamos. Era pequeño, únicamente tenía una habitación. Sí, una sola habitación con una cama de matrimonio que compartiríamos dos de nosotras, las más afortunadas en realidad, pues las otras dos deberían compartir el sofá-cama del salón. En el reparto me tocó compartir la habitación con Vero. No me hacía mucha gracia tener que desvestirme delante de ella, así que tendría que hacerlo en el baño. Como aún era mediodía decidimos bajar a la playa y tomar los primeros rayos de sol de la temporada. Nos pusimos el bikini, los pareos y, cada cual con su bolsa de playa al hombro, bajamos a la arena dispuestas a olvidarnos no sólo de pedidos, albaranes y catálogos, sino también de novios, maridos, hijos y demás ataduras autoimpuestas.

Nuestro apartamento estaba en primera línea de playa por lo que no nos costó nada llegar, además tenía una piscina enorme con dos socorristas igual de enormes del gusto de casi todas nosotras. Con todo, preferimos la playa. Vero y Míriam caminaban más rápido que Marisa y que yo, por lo que nos dejaron un poco atrás. Una vez todas estuvimos en la playa y mientras extendíamos las toallas pude contemplar, para mi sorpresa, cómo Vero y Míriam se disponían a tomar el sol en topless. De Vero no me sorprendería casi nada, pero de Míriam no me lo esperaba. Seguramente la había convencido en el trayecto andando. Vero podía ser muy, muy persuasiva cuando se lo proponía. Una vez extendidas las toallas y concluido el ritual de las cremas, Vero hizo el siguiente comentario:

— ¿Qué os parece si hacemos todas topless?, ¿No es justo que unas hagamos y otras no?

— ¿Justo? Ni que fuéramos unas crías. Yo haré lo que me dé la gana, y espero que vosotras —acentué mirando a la más joven de todas— hagáis lo mismo.”

“Zorra, lo que tú quieres es pavonearte de lo estupendas que tienes las tetas”, pensé. Opté empero por un diplomático silencio. Vero prosiguió con su campaña en defensa del topless, esta vez mirando a Marisa.

— Tú, Marisa, ¿has hecho topless alguna vez? —le preguntó directamente.

— Sí en alguna ocasión —comenzó ésta a responder— A mi ex le gustaba verme con las tetas al aire, pero la verdad es que hoy no me apetece mucho. Quizá cuando haga un poco más de calor.

— Y tú, ¿lo has hecho alguna vez? —volvió a la carga, mirándome.

— No nunca, y la verdad es que me moriría de vergüenza —y nada más acabé de decir esto las tres se rieron. Yo no le encontraba la gracia. Entonces Vero, volvió a hablar en tono graciosito:

— ¿Qué os había dicho? Veis como es una mojigata.

Las tres rieron con malvada complicidad.

— Mira, Montse. Hemos pensado que cada una elija una norma o un reto divertido que todas deberemos realizar —Vero se rió con anticipación— Yo propongo que todas hagamos topless ¿qué decís chicas?

— A mí no me importa —afirmó Míriam— Y será divertido.

— Bueno, venga, por mí que no sea —dijo entonces la mayor de todas nosotras, dejándome perpleja al ver como se quitaba la parte superior del bikini y mostrándonos aquellos opulentos senos.

Entonces todas me miraron con expectación a la espera de mi respuesta. Resoplé, con resignación.

— Ya me tocará a mí —dije despojándome de mi recatado bikini Woman’s Secret.

Acto seguido me tumbé boca abajo, para acabar con aquella desagradable sensación de desnudez. Mientras, en mi mente resonaba aquella palabra, "mojigata", si ellas supieran. Mi mente empezó a divagar.

Mi marido me complacía en todo y a lo largo de nuestra relación como pareja me había llevado a situaciones súper morbosas. Si bien no tenía con quien compararle, yo consideraba que era un buen amante. Aquella misma semana, sin ir más lejos, Alfonso me había follado el culo a conciencia. ¡¡Mojigata!! Seguro que una o dos de ellas nunca se habían dejado sodomizar. Probablemente mis compañeras tampoco mamarían una polla ni la mitad de bien que yo. Eso me ponía muchísimo. Lo había hecho en los sitios y ocasiones más disparatadas: en los baños del restaurante durante la cena navideña de la empresa, en los probadores de una boutique de ropa, en el baño de casa justo antes de salir de cañas con ellas, etc, etc. De hecho, lo que más me excita es hablar con otras personas con el sabor a esperma todavía en la boca. Hemos hecho tantas locuras juntos. ¡Mojigata! ¡Qué sabrán ellas!

Lo que restaba de mañana transcurrió en calma, tanto que incluso me quedé medio dormida, hasta que la voz de una de ellas me espabiló:

— ¿Es que piensas estar boca abajo toda la mañana?

Me incorporé pugnando por recuperar la visión y, al caer en la cuenta de que no llevaba sujetador, me cubrí rápidamente las tetas con el antebrazo.

— Vamos a dar un paseo por la orilla ¿te vienes? —era Marisa quien me invitaba.

La verdad es que me apetecía pasear pese al pudor que me produciría hacerlo con las tetas al aire. Me recriminé automáticamente aquel retrógrado pensamiento. No pensaba pasar por la tonta del grupo, les demostraría a mis compañeras que era mucho más atrevida de lo que ellas se imaginaban. Aparte, el fin de semana acababa de empezar y no quería que me culparan de crear mal rollo entre nosotras.

Comenzamos a caminar por la orilla, al principio las cuatro juntas luego de dos en dos. Yo me quedé hablando con Marisa de cosas sin importancia. Como era comienzo de verano únicamente había guiris y abuelos disfrutando de la playa, el resto de españoles tendrían que esperar a los meses de julio y agosto. Lo cierto era que llamábamos la atención de todos y todas las presentes en la playa, nadie perdía la oportunidad de admirar nuestros senos.

La playa de San Juan es larguísima y la casa de los padres de Míriam está en un extremo. El paseo tiene casi cinco kilómetros, de modo que cuando llevábamos casi una hora andando emprendimos el camino de regreso. Míriam y Vero se habían adelantado un poco y por detrás paseábamos Marisa y yo. Pude ver como Vero se paraba a hablar con un grupo de jóvenes que caminaban en sentido opuesto. Cuando Marisa y yo llegamos a su altura Vero nos presentó.

— ¡Mirad! ¡Son amigos míos! —y dicho esto nos los fue presentando. Eran cinco chicos a cada cual más guapo y musculoso.

De entre el grupo de chicos había uno, llamado Alberto, que no me quitó ojo desde el primer momento. ¡Por Dios! ¡No paraba de mirarme los pechos! A mí me divertía aquella candidez. La verdad es que de las cuatro era sin lugar a dudas la que más bonitas tenía las tetas, por lo menos para ese chico. De la misma opinión era mi marido, quien siempre decía que eran preciosos, tan bonitos y firmes como los de muchas chicas de las de internet. A decir verdad Marisa los tenía algo caídos, supongo que la diferencia de edad le pasaba factura. Míriam, la más joven, los tenía algo pequeños, nada que ver con los míos, ni por su puesto con los de Vero, aún más grandes. Así que no me extrañó que aquel muchacho se quedase embobado.

Cuando llegó el momento de darnos los besos de rigor su torso rozó mis pezones. Fue tan electrizante que un escalofrío me recorrió entera. Alberto posó suavemente su mano en mi cintura. El contacto me hizo contener la respiración. De pronto, su torso se apretó contra mí cuerpo y mis tetas se adaptaron al contorno de sus increíbles pectorales. Fue pura pquímica, lo juro. Aquella era la primera vez que mis pechos tocaban la piel de otro hombre que no fuera mi esposo. Consciente de que tenía los pezones de punta, no pude dejar de sonrojarme. Perspicaz, el muchacho interpretó mi pudor como un obvio signo de atracción. Estaba claro que Alberto me gustaba, ¿a quién no? “¡Qué lástima no tener quince años menos!”, pensé con descaro. Vero y las demás continuaron conversando con los chicos mientras yo permanecía callada, puede que colorada por esa sensación que persistía en mis pechos, rogando: ¡Por Dios! ¡No paraba de mirarme!

Se despidieron quedando para esa noche en una de las muchas discotecas que hay en el pueblo. En el camino de regreso, Vero confesó que uno de los chicos del grupo había sido un rollete suyo, de quién por cierto habló maravillas sin escatimar gráficas referencias al tamaño de su miembro. Yo no podía entender como aireaba tan abiertamente aquellos detalles de sus relaciones sexuales.

Regresamos al apartamento, comimos, y entonces unas durmieron un poco de siesta para descansar del viaje y yo disfruté de la brisa y el mar de nuestra terraza leyendo casi veinte páginas de “La sombra del viento”. Una vez que todas se levantaron nos dispusimos a arreglarnos para salir de fiesta. Cuando regresé a la habitación Vero estaba tal y como su madre la trajo al mundo. En ese momento intentaba elegir un vestido de los cuatro o cinco que tenía sobre la cama.

— ¿Tú qué te vas a poner? —me preguntó.

— No sé —respondí— Creo que una blusa blanca y unos Levi’s.

— ¡No lo dirás en serio! —me increpó sorprendida.

— Y, ¿por qué no? —contesté con sincera perplejidad.

— Así no lograrás que el chico ese intente nada esta noche dijo Vero.

— ¡Oye, qué yo estoy casada! ¡A mí no me metas en líos! —e irritada, añadí— ¡Si no ha dicho ni una palabra!

— Le intimidas —rio mi compañera— Tendrás que ser tú quien rompa el hielo —añadió Vero con descaro— Pero no dejaba de mirarte, y bien que te gustaba. ¡Uf! ¡La verdad es que está buenísimo! ¿eh? ¡Qué suerte has tenido, cabrona! Si es clavadito al modelo ese… —Vero dejó la frase en el aire y se puso a teclear en su teléfono móvil. Cuando encontró lo que buscaba, lo giró y me lo mostró.

En la enorme pantalla de su teléfono pude ver la foto de Mariano Di Vaio, el popular modelo italiano que protagonizaba la última campaña de Dolce & Gabbana. Aquel bandido hacía que se te pegaran las bragas con sólo mirarte.

— Sí, bueno, es guapo, y qué —dije simulando indiferencia. Intentaba fingir que no había captado lo que Vero estaba insinuando.

— Eh, que si a ti no te apetece echar una canita al aire, yo bailaré con él —afirmó con cara de tigresa. Buscaba provocarme.

— ¡Serás…! —me contuve. “¡PUTÓN!”, pensé, comenzando ya a mosquearme.

— ¡Joder, Vero! ¡Para uno que…! —acallé mi indignación para que la broma no fuera a más.

“Como lo mires, te saco los ojos”, pensé a la vez que le lanzaba una mirada de advertencia que me salió del alma. Quería dejar claro que su comentario no me había hecho maldita gracia. "¡Pedazo de puta!"

Un afilado silencio se hizo entre las dos. Menos mal que justo entonces llamaron a la puerta.

Era Míriam. Sonreía como si acabara de aprobar un examen de inglés. Atropelladamente anunció que ya había pensado su reto para las demás, que lo había hablado con Marisa y que ella ya había aceptado. Ahora nos tocaba a nosotras.

— Bueno, y en qué consiste. Nos tienes en ascuas —dijo Vero queriendo salir de dudas.

— A ver cómo os lo digo —dijo Míriam.

— Pues diciéndolo —suspiré conteniendo un improperio.

— El caso es que cuando hice la maleta, sólo eché vestiditos de verano y, en cambio, Marisa no ha traído ninguno… En fin, no quiero que esta noche los chicos piensen…, ya entendéis, que soy la guarrilla del grupo.

Al oír esto, miré a Vero pensando: “No, hija, no. El puesto de puta ya está reservado”.

— Así que esta noche, todas vestido —comunicó Míriam con los nervios a flor de piel.

— ¿Eso es todo? —pregunté yo, tapándome la cara por vergüenza ajena. La joven Míriam, parecía una chiquita en su primera cita.

— Sí —sonrió.

— Por mí no hay problema —dije.

— Por mí tampoco —dijo Vero a su vez.

— Pues nada —dijo Míriam alzándose sobre las puntas de los pies como una idiota— Estad listas en media hora. No os entretengáis.

De repente, recordé que no me había dado tiempo a hacerme las ingles en casa. Así que agarré la depiladora y me metí de nuevo en el baño. No tardé mucho, ya son unos cuantos años de práctica. El caso es que, al contemplar el enmarañado bosquecito de mi pubis, me dio por cambiarle el cabezal a la depiladora y también me lo arreglé un poco. De manera inconsciente, me dejé esa ancha franja de vello bien cortito que tanto le gusta a mi esposo.

Cuando salí del baño, me quedé perpleja. Las tres estaban preparadas. Todas llevaban vestidos veraniegos muy bonitos y sexys. La verdad es que el buen tiempo acompañaba. Yo no había llevado nada así, ese año la primavera había sido fresquita. De todas formas, entre todas habían preparado una selección de vestidos. Todos sin excepción eran bastante atrevidos, al menos en mi opinión.

En otras circunstancias habría sido difícil que me hubiera sentido cómoda con ninguno de ellos. Sin embargo, la mera idea de encontrarme con aquel hermoso galán me entusiasmaba. Quería estar arrebatadora. Al final me decidí por un vestido en tono azul marino con un par de delgadas líneas rojas. Tenía el escote en V, tirantes de esos que se anudan al cuello, y por atrás dejaba casi toda la espalda al aire. Además, era bastante entallado y con la falda cortada de forma oblicua, muy elegante, por encima de medio muslo a un lado y justo por debajo de la rodilla al otro.

Me encantó aquel vestido, me quedaba de muerte. El inconveniente era que, al dejar la espalda al aire, no podría llevar sujetador. Se me veían las tetas por ambos lados, pero ahí estaba la gracia. Estaba precisamente colocándome las tetas cuando Marisa, adivinando mis pensamientos, me dijo:

— No te preocupes tanto, mujer. Si ya te han visto las tetas esta mañana —rio divertida— Además, mira, ese será mi reto. Nada de sujetadores… ¡A lo loco! —exclamó hilarante la mayor de todas nosotras dejándome perpleja.

Era verdad. Aquellos muchachos nos habían visto casi desnudas. La idea despertó en mí sensaciones contradictorias. Por un lado me acordé de mi marido, consternada. Por otro, no podía apartar de mi mente la abrasadora mirada de aquel chaval. Sin necesidad de palabras, los ojos de Alberto habían revelado un incontenible deseo de hacerme suya.

No, no era sólo por el chico, ni por aquel sugerente vestido. No eran los acontecimientos, ni la alteración juvenil que nos arrastraba a todas a jugar con el peligroso filo de la provocación. Era todo ello diluido en el meloso y fatal candor de las noches de verano. Aunque jamás lo hubiéramos reconocido, aquel lascivo bochorno nos hacía sentir seductoras y apetecibles.

Una vez estuvimos todas preparadas en el pasillo, fue Marisa quien, de espaldas a la puerta, preguntó:

— ¿Estáis listas?

— ¡Sí! —exclamamos las tres.

— Pues yo creo que falta algo —dijo Marisa misteriosamente, escondiendo algo detrás de la espalda.

— ¿El qué? —inquirió Vero, intrigada.

— ¿Vais a hacer locuras? —preguntó Marisa dejándonos aún más expectantes.

— ¡Pues claro! —rio Míriam.

— Pues como soy la mayor de las cuatro, no os pienso dejar salir sin asegurarme de que lleváis un par de condones en el bolso. ¡Venga! ¡Abridlos ahora mismo! —ordenó Marisa alzando la voz, agitando en la mano una caja de condones tamaño familiar— Y no me digáis qué vais a ser buenas, porque no me fío de ninguna de vosotras.

Vero fue la primera voluntaria en enseñar el bolso.

Tras revisar su interior, Marisa puso cara de circunstancias y dijo:

— Si os faltan, pedidle a la zorrona ésta.

“¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!”, reímos al unísono.

— Venga. Ahora tú, Míriam —inquirió la veterana— Estas niñas de hoy, con lo maduras que parecen y luego mira… Anda toma —le dijo sacudiendo en el aire un par de condones.

— Y tú, ¿qué? —me señaló con un movimiento de cabeza.

— Yo estoy casada, Marisa —argüí.

— Uy, las casadas sois las peores —refutó con una carcajada.

Miré a Míriam sin saber qué hacer. De que quise darme cuenta, mi compañera Marisa cogió mi bolso y, poniéndolo en alto para que todas lo vieran, metió dentro otro par de envoltorios de color rosa chicle.

Acordamos ir a tomar algo antes de entrar en la discoteca. Para ello fuimos a una zona de bares bastante concurrida, aunque eran sobre todo extranjeros. Había tanta gente que era inevitable rozarse. Debido a la multitud, bailar resultaba prácticamente imposible. No sé si fue el alcohol, las miradas de los muchachos o el roce del tanga. El hecho es que iba más caliente que una plancha. En fin, estaba pasándolo genial.

Cuando llegó el momento de ir a la disco me encontraba ya totalmente desinhibida. Nada más entrar nos dirigimos a la zona de baile. No recuerdo cuanto tiempo transcurrió hasta que al fin llegaron los amigos de Vero. Al vernos se dirigieron hacia nosotras como una manada de lobos. Alberto aprovechó las presentaciones para rozar mi espalda desnuda con la yema de sus dedos, quitándome la respiración. Me dio el primer beso justo debajo de la oreja, y el segundo aún más abajo, en el cuello. Sentí tal escalofrío que el vello de todo mi cuerpo se me puso de punta. Alberto no paraba de echarme miraditas, haciéndome imposible serenarme. Sofocada, me vi obligada a aplastar discretamente los vértices de mis pechos.

Yo me dediqué a bailar, siempre me había encantado. Bailar era para mí una forma de comunicarme, de expresarme, pero también de embelesar a los hombres. A pesar de que pensé varias veces en mi marido, estuve meneando el culo en la pista de baile durante un buen rato. “Pobrecillo, si él supiese lo poco comedida que estaba su esposa”, me regocijé mientras me contoneaba con provocación. Me sentía como una pequeña gacela rodeada de tigres.

Durante aquel rato observé que unos y otras hablaban y reían junto a la barra. Todos a excepción de aquel chico, Alberto, que ignorando a los demás no dejaba de acecharme. De repente, sentí sed y decidí acercarme a la barra a pedir algo. Con el rabillo del ojo vi que, separándose del resto, Alberto se dirigió hacia mí. “Allá va”, pensé, “el tigre se lanza sobre su presa”.

— ¿Qué quieres tomar? —me preguntó cortésmente a mi espalda.

— ¿Me vas a invitar? —le pregunté yo. El asintió con la cabeza.

— Un Rubí Rojo —tuve que gritarle al oído. La música sonaba tan fuerte que apenas nos podíamos escuchar.

— Un qué —dijo con cara de no tener ni idea.

— Un cóctel de whisky. Chiquitín —rematé burlona.

— Estás aún mejor que esta mañana —me dijo haciendo un exceso mientras el camarero nos preparaba las copas.

— Por eso no dejas de mirarme, ¿supongo? —deduje con media sonrisa.

— Sí, es que eres lo más bonito que he visto desde que llegamos —confesó— Y, por cierto, qué bien te mueves, ¿no?

— Cierra los ojos —le pedí decidida a forzar la situación y, acercándome a su oreja de forma que no viera mi cara, le pregunté— A ver… ¿De qué color son mis ojos?

— Azules como el cielo —respondió Alberto, haciéndome sentir la calidez de su boca— Pero eso lo vi esta mañana.

— El vestido de Vero te queda de escándalo —dijo posando una mano sobre mi cadera.

Aquel leve contacto puso en alerta hasta la más perezosa de mis neuronas.

— ¿Cómo sabes que es suyo? —pregunté con recelo.

— Me lo ha dicho —dijo el sonriendo.

— ¿Y qué más te ha dicho? —pregunté conteniendo el mal humor hacia aquella entrometida.

— Bueno, no te enfades —me dijo de nuevo al oído— Vero me ha dicho por Whatsapp que hoy ha sido la primera vez que hacías topless y, a decir verdad, me alegro por ello.

— Ah, sí —afirmé, acordándome de la bendita madre de mi compañera.

— Bueno, espero que no te sirva de ofensa, pero en mi opinión tienes los pechos más bonitos de las cuatro. Es una bobada, pero quería que lo supieras.

Intrépidamente, la mano de Alberto había ido bajando desde mis caderas hasta una zona que yo empezaría a llamar el culo. Le dejé hacer, pero me mantuve alerta.

— Me encantan las mujeres que se atreven a hacer cosas nuevas. De hecho, no te haces una idea de cuánto me gustaría que siguieras haciendo cosas por primera vez —dijo peligrosamente cerca de la comisura de mis labios.

— A ver, a ver… —le indiqué girándome un poco al tiempo que miraba con descaro su abultado paquete— Uy, sí. Sí que me hago una idea de cuánto te gustaría.

Nos echamos a reír. Había muy buen rollo y confianza entre los dos, eso me fue haciendo poco a poco ir bajando la guardia. A parte, me lo estaba pasando genial jugando con él al gato y el ratón. De alguna forma, me sentía con ventaja. Era extraño, me comportaba como si conociera a Alberto de toda la vida cuando en realidad, le estaba conociendo entre aquellas palabras y miradas con las que íbamos tejiendo una hermosa complicidad. Era curioso que todo lo que me contaba me resultaba interesante y sorprendente. Me confesó que el también tenía novia, lo cual ayudó a dejar atrás mi sensación de desvergüenza, al fin y al cabo por alguna extraña razón la vida nos había conducido allí.

Me dijo que trabajaba de profesor en un instituto de secundaria de difícil desempeño, lo cual no entendí. Me detalló que era un instituto problemático, con un montón de alumnos gitanos, magrebíes, negros y sudamericanos que se llevaban a matar unos con otros. Me relató un montón de anécdotas increíbles que les ocurren a los profesores hoy día. Adolescentes agresivas con tres o cuatro novios cada curso, los primeros porros, la locura de los teléfonos de última generación, profesores casados que se acostaban una tras otra con todas las interinas que van pasando por el centro… La verdad es que Alberto no sólo me hizo ver cómo van las cosas en educación, sino entender también por qué van así. Era un chico muy entregado en la complicada tarea de enseñar, amante de la música y la lectura, tan crítico en el hablar como elegante en el vestir, que hacía deporte a menudo y bien que se notaba y, en fin, tan joven como aparentaba, veinticuatro añitos. Es decir, once menos que yo. ¡Qué barbaridad!

— Y qué más te ha contado mi simpática compañera —le pregunté, deseando saber hasta dónde había llegado la estupidez de Vero.

— Bueno, yo creo que me ha tomado el pelo, pero insinuó que todas os habíais quitado las bragas antes de salir —susurró innecesariamente cerca de mí, pues hacía rato que nos habíamos ido a un rincón cerca de la salida donde ya no hacía falta gritar.

“¡Sin bragas! ¡Joder con Vero!”, pensé.

Aquella alternancia de Alberto, unas veces casi rozando la comisura de mi boca y otras vertiendo su aliento en mi oreja, estaba desordenando todo mi ser.

— ¿Por qué piensas que te ha tomado el pelo? Es que nos ves mayores para hacer algo así —inquirí en un cómico tono de disgusto y sin ninguna intención de sacarle de dudas.

— No puede ser verdad —dijo con incredulidad.

Al dar un nuevo sorbo a mi copa me quedé mirando la alianza en mi mano derecha. Alberto también se fijó. Me acordé por un instante de mi marido, pero el cuerpo me estaba pidiendo diversión a gritos. Hasta entonces me regocijaba en aquel juego. Me sentía deseada y tampoco es que hubiese ocurrido nada malo. “Un poco más, sólo un poco”, pensaba. En cuanto me sienta mal, lo mando a paseo y listo. Entonces Alberto dijo algo así como:

— Bueno, puede que sea verdad. Si no, tampoco entendería que llevases condones en el bolso —afirmó al tiempo que miraba hacia abajo. Los preservativos estaban a la vista.

— ¿A ti no te gustaban las chicas atrevidas? —inquirí con desdén.

— Sí, claro —esa vez fue él el sorprendido.

Me estaba gustando llevar el mando y controlar en todo momento la situación. Mientras, Alberto trataba en vano de descifrar en mi mirada si llevaba bragas o no. Me divertía tanto que no podía parar.

— ¿Y por qué no podría hacer esas cosas una mujer de mi edad?

Nada más decir esto, tomé su mano y fui guiándola por todo mi culo sin alcanzar, obviamente, la costura de mi tanga.

No podía creer lo que estaba haciendo. No entendía por qué me estaba gustando tanto comportarme como una fulana y animar a aquel chico a sobarme el culo, a buscar la costura de un tanga que finalmente detectó. Me encantaba mirarle a los ojos y ver su cara de lujuria. En ese instante, yo era una diosa para aquel muchacho.

— ¿Qué piensas ahora? ¿Decepcionado? —sonreí muy cerca de él.

Entonces, pasó lo que tenía que pasar. Alberto me tomó de la cintura y nos besamos como unos adolescentes.

Yo nunca había pensado que llegaría a pasar. Sin embargo, me gustó, me gustó muchísimo. El maldito muchacho besaba demasiado bien. Al separarnos, fui yo quien buscó un segundo beso, más prolongado, pero igual de hambriento. Él lo interpretó como una carta de libertad y, de que quise darme cuenta, Alberto me estaba agarrando el culo por debajo del vestido. Menos mal que estaba de espaldas a la puerta del bar porque, si no, le hubiese enseñado todo al portero. Me dejé hacer y, mientras él me sobaba por todos lados, no pude menos que morderle en un labio. Nos comíamos el uno al otro y, sin perder ni un segundo, Alberto se puso a frotar mi sexo con sus dedos, recorriéndolo de arriba abajo hasta alcanzar la húmeda entrada de mi vagina. Pese a que me estaba gustando tuve que apartarlo y mirarlo, recriminándole con la mirada que aquello había ido más lejos de lo debido.

— Lo siento, no pretendía molestarte, de verdad —dijo francamente avergonzado por su osadía.

Verle así, apocado y temiendo quedarse sin postre —me resultó tan gracioso que…

La maravillosa y desesperada pasión con la que Alberto me había besado, había logrado dejarme aturdida. Además, aún sentía la conmoción interna que me acababan de provocar sus virtuosas manos sobre mi sexo. Estar tan cerca de él me cautivaba de tal forma que quise asegurarme que aquel joven me siguiera como un perro. Así que, en un ataque de indecencia, me desprendí de mi tanga en aquel mismo lugar y, besándole, le insté a retomar aquellas temerarias caricias entre mis piernas.

Nuestros cuerpos se pegaron el uno al otro fundiéndose como dos gotas de lluvia. Por primera vez pude notar directamente el bulto que comprometía la resistencia de su cremallera. ¡Madre mía! ¡Aquello tenía que ser grande!

Cuando me dejó respirar, le dije:

— Vero no me había avisado de esto —dije agarrando su paquete.

— ¿Vero? —repitió él, pensativo— Si crees que ella y yo…, te equivocas, pero sí quisiera comprobar algo de ti.

No entendí por donde iban los tiros.

— No te queda mucho por comprobar —afirmé.

— Bueno, verás, es que Vero me ha dicho que te afeitaste… del todo —me soltó como si tal cosa.

Estaba claro que Vero no sólo se había ido de la lengua. La muy puta incluso había mentido al muchacho para ponerle aún mas salido.

Me quedé muda. Para nada intuí lo que Alberto estaba a punto de hacer.

Me giró, de frente a la pared. Luego, cogió mi mano y la llevó hasta su entrepierna. "¡Madre mía!”, pensé otra vez. Alberto comenzó a darme unos mordisquitos en la base del cuello que me dejaron paralizada y empezó a tocarme por delante. Sin prisa, fue subiendo por el interior de mis muslos hasta alcanzar mi monte de Venus. Por aquel entonces, sus caricias ya me habían excitado hasta el límite de lo soportable. Además, como no lograba abarcar su desmesurada elección con una sola mano, llevé también la otra mano detrás de la espalda.

— ¿Asustada? —preguntó sin rastro de arrogancia.

— No. Bueno, sí. No sé, depende... —nada más decir esto pude notar como el muchacho introducía uno de sus dedos en mi interior.

— ¡Agh! —tuve que ahogar aquel grito para que no nos echaran de allí por escándalo público. Dios mío, era sólo un dedo y ya me parecía formidable.

— No pares, por favor—rogué de espaldas a él.

Dicho esto Alberto comenzó a regalarme caricias que me llevaron a un mundo tan real como inimaginable. Mientras introducía un dedo en mi sexo me rozaba con el pulgar el mismísimo núcleo del placer. Demostró ser diestro y aplicado, nunca antes ningún hombre me había tentado tan bien, y menos en un lugar público. Me introdujo los dedos con exquisitez sin dejar de frotar mi clítoris, todo a la vez.

Me estaba volviendo loca. Estaba gozando como nunca lo había hecho, tanto que no tardé en alcanzar mi primer orgasmo, allí mismo, contra la pared del bar, mientras ahogaba mis gemidos mordiéndome los labios. Cuando Alberto notó mis convulsiones tuvo que sujetarme, si no me habría desplomado al suelo. Después, me susurró en la espalda:

— Vámonos de aquí —y dicho esto, Alberto me cogió del antebrazo y tiró de mí. No tuve tiempo de reaccionar. Bastante que logré caminar cuando todavía me estaba recuperando del orgasmo que sacudía aún todo mi cuerpo. Tenía que haberle dicho en ese mismo instante que no, que ya era suficiente hasta donde habían llegado las cosas, que estaba casada, que tenía marido, que no estaba dispuesta a que sucediese lo que él quería. Intenté decirle que parara, que no podía ir más allá, pero las palabras se amotinaron y no quisieron salir de mis labios. En lugar de rogarle que se contuviera, permanecí callada mientras él me guiaba de la mano en dirección a la calle.

Atravesamos el paseo marítimo sin soltar muestras manos y, como cualquier pareja de novios, nos adentramos en la penumbra de la playa. Fuimos todo el camino sin mediar palabra, él tenía urgencia y yo no quería decir nada. Por un lado mi cuerpo quería ir donde Alberto lo llevara y por otra, mi mente decía. ¡¡No, ya es suficiente!!

Mientras me debatía entre un sí renuente y el no poco convincente, llegamos a una zona de toldos, donde una pequeña caseta y montones de tumbonas aguardaban que se hiciera de día. Me apoyó contra la pila de tumbonas y me besó saciando su deseo con desesperación.

Aquel lugar quedaba fuera del alcance de la vista de todo el mundo. No había luces y las pilas de tumbonas eran suficientemente altas para resguardarnos de las miradas del concurrido paseo, sólo aquél que viniese del mar podría vernos.

Sus manos, y parecían más de dos, recorrían todo mi cuerpo. Esta vez no solo me besaba y me daba mordisquitos en la boca, también por el cuello, el escote, detrás de la oreja… Todas esas caricias me excitaban, y mi excitación se apoderaba de mi voluntad, dejándome en un silencio que daba consentimiento a todas sus caricias.

Era todo maravilloso, hasta que de repente sin ninguna explicación aparente Alberto se detuvo, y me abrazó diciendo en voz tan baja que casi no logré comprenderle.

— No puedo —dijo, agachando la cabeza— Me gustas, me gustas de verdad.

Después se quedó en silencio. Yo estaba perpleja, pensaba que él había hecho lo que yo no había sido capaz, y entonces volvió a susurrarme:

— Vero está dentro de la caseta. Nos está grabando.

El horror que me produjo aquella confesión hizo que me abrazara aún con más fuerza a él.

— Quieren extorsionarte. Me convencieron porque no querían dinero, sino que tú consigas que tu marido no las obligue a hacer tantas horas extras, o que al menos se las paguéis como es debido.

No me lo podía creer, aquello era demasiado retorcido y cruel. Ellas no… o sí. Seguro que todo había sido idea de Vero. ¡Hija de puta! ¿Cómo habría sido capaz de eso? Había que ser perversa para jugar de esa forma con los demás, y no sólo conmigo si no también con Míriam y Marisa, a quienes seguramente habría tenido que coaccionar para que entraran en el juego.

Al comprender que mis supuestas amigas habían jugado conmigo, una lágrima se deslizó por mi mejilla hasta perderse en la comisura de mi boca. En unos segundos había pasado de ser la mujer más dichosa de la Tierra a ser la estúpida objeto de una burla. El vil plan de Verónica me arrancaba de aquel hombre excepcional. Alberto aún me protegía entre sus brazos, con ternura, resuelto a impedir que me hicieran daño. No era justo, aquello no podía acabar así.

— Viólame, te lo suplico —mascullé en voz tan baja que nadie más nos pudiera escuchar, ni grabar…

— ¿Qué? —preguntó Alberto sin creer lo que acababa de oír.

Entonces le di un empujón y, aunque mis ojos imploraban lo contrario, le grité:

— ¡No! ¡¡¡Déjame!!!

Alberto me miró un instante, tratando de asimilar lo que le estaba pidiendo. Las lágrimas de angustia fluían por mi rostro. Entonces, aquel ángel del cielo me propinó el mayor bofetón que jamás me han dado en mi vida y el único, desde luego, que he deseado recibir.

— ¡¡¡Cállate, zorra!!! —exclamó Alberto metido ya en su papel.

— ¡¡¡No, por favor!!! —le increpé forcejeando antes de que mi boca fuese tapada con un beso impuesto por mi primer amante.

— ¡Si no te portas bien, se lo contaré todo a tu marido!

— ¡Cabrón! ¡No te atrevas!

Mientras que su mano derecha se introducía a la fuerza entre mis piernas, la izquierda me sujetaba de la nuca para besarme e impedir que siguiera gritando. No le resultó complicado deshacer el nudo de mi vestido y dejar que por mis hombros se deslizasen ambos tirantes, cómplices de mi excitación al delatar a mis erguidos y duros pezones ante la mirada acusadora del muchacho.

Yo me limitaba a simular que le empujaba inútilmente de los hombros, extasiada como me hallaba por la mano de Alberto que seguía entre mis piernas. Entonces dejó de besarme para admirar mis pechos desnudos. Una vez liberada de su boca opresora volví a increparle:

— ¡No, para! ¡No quiero seguir con esto! ¡Vámonos, por favor!

Mi cuerpo, empero, negaba cada palabra de mi boca. Cuando, de pronto, los labios de Alberto emprendieron el asalto a mis pechos.

— ¡Ah! —gemí al notar como su lengua se recreaba en mis pezones, aunque, acto seguido y para tratar de ocultar la evidencia, volví a implorar:

— ¡No, por favor! ¡No sigas!

Empecé a considerar si aquel chico no sería el mejor amante del mundo, cuando éste volvió a amordazarme con sus ávidos labios. Aún no sé cómo Alberto se desabrochó el cinturón y los pantalones, pero de pronto vi su sexo marcarse bajo su ajustada ropa interior. En ese preciso instante, Alberto sacó de entre mis piernas aquella mano que me torturaba, que me volvía loca. De todas formas, yo continuaba hipnotizada por el objeto que tanto pujaba bajo su calzoncillo.

Adivinando cuales eran mis deseos, Alberto me agarró por el cuello con su mano izquierda, fingiendo la misma violencia una vez más. Con la derecha sacó uno de los condones de mi bolso y, tras rasgar el envoltorio con los dientes, se lo colocó con una sola mano. Por fin, mirándome a los ojos fijamente me levantó con ambas manos de tal forma que yo rodeaba su cintura con mis piernas y, sin más, me penetró.

No le costó, estaba completamente empapada. Aun así, yo debía seguir fingiendo:

— ¡No! —grité, aunque de nada sirviera, pues ya me deleitaba con su enorme miembro encallado en mi interior. Era una atrocidad, nunca me habían follado así.

— Te deseo tanto —me susurró al oído mientras me empotraba contra la pared.

Ya no logré articular palabra. Sólo podía gemir y sollozar. Él, empero, seguía diciéndome al oído cosas hermosas y excitantes que contradecían de pleno la violencia de sus embestidas.

— ¡No! ¡Para! —gimoteé simulando pelear, interpretando a la perfección mi papel de mujer agredida.

— ¡Suéltala, Alberto!

Aún aturdida como estaba, pude reconocer la voz de Vero. Giré la cabeza y la vi allí, de pie delante de la puerta de la caseta. Asustada y cobarde.

— ¡Qué haces, imbécil! —exclamó Vero— ¡Déjala! ¡Esto ha ido demasiado lejos!

Aunque inmóvil, el muchacho sabía que siendo su cómplice, Vero no haría ni diría nada que la inculpara. Además, Alberto intuía también la inminencia de mi orgasmo. Las dos estábamos pues a su merced.

— Exactamente. Los dos hemos ido demasiado lejos, ya no puedes echarte atrás. Esto es lo que tú querías, disfruta del espectáculo —contestó el joven.

Vero se quedó petrificada.

Mirándola, Alberto retomó aquellas fuertes acometidas que arrancaban de mi cuerpo un placer brutal.

— ¡Sois todas unas putas! ¡Putas y brujas! —eso fue lo que dijo— Ojalá tu marido te follara así, ¿eh, preciosa?

Ahora su actitud me enojaba, pero mi orgasmo estaba tan próximo que no podía ni hablar. Las emociones que me provocaba aquel chico eran incontrolables. Cuando mi marido me hacía el amor yo solía acariciarme fantaseando con otro hombre para conseguir acabar antes que él, y sin embargo aquel sinvergüenza… A Alberto le gustaba sentirse el mejor amante, el más hábil y varonil. Le seguí el juego, le mordisqueé el lóbulo de la oreja y susurré:

— Mi esposo nunca me ha follado ni la mitad de bien… Sigue. Fóllame, por favor… Me encanta tu polla… ¡Ah! ¡Sí!… Te gustan las mujeres casadas, ¿verdad, cabrón?

Me sentía como una puta, una puta traidora y, en estos pensamientos, llegó el postre, aquel dulce y anhelado segundo orgasmo. No intenté ni evité gritar y convulsionar de placer cuando, de repente, otro pensamiento vino a mi mente. Algo que terminaría de convencer a Vero de que realmente estaba siendo violada.

— Haz que te la chupe —mascullé quedamente— Quiero hacerlo.

El muchacho detuvo sus arremetidas.

— ¡No, por favor"! —sollocé enfurecida por tener que caer tan bajo y por el gran tamaño de su miembro. En cuanto Alberto logró borrar su cara de asombro, me gritó:

— ¡Vamos guarra! —me ordenó, recogiendo mi cabello en un puñado y tirando de él hacia abajo para hacerme arrodillar frente a él.

Bien, pensé para mis adentros. Pensaba hacerle la mejor mamada de su vida, Alberto se correría y acabaríamos de una vez.

Comencé despacito, mirándole a los ojos, como siempre me había pedido mi esposo. Su miembro olía y sabía a mí. Primero, la recorrí de arriba abajo con la lengua, mis labios jugaban con cada uno de sus pliegues y venas. Luego metí la cabezota en mi boca, succionando y lamiéndola con fuerza. La sensualidad de mi lengua le complacía tanto como a mi esposo.

— ¡Joder, qué bien la chupa la guarra de tu jefa! —gritó emocionado.

Mentiría si dijese que no me gustó recibir aquel reconocimiento. Redoblé pues mis esfuerzos para hacerlo aún mejor. Alberto me sobaba las tetas sin parar pero me sorprendió cuando, tirándome del pelo hacia atrás, me la saco de golpe de entre los labios. Cogió entonces mi mano derecha e hizo que yo agarrara su enorme erección. Mi alianza de matrimonio relucía en la noche. Alberto guiaba mi mano a lo largo de su pene, arriba y abajo, recreándose en aquella perturbadora visión.

“¡Cómo demonios aguantaría!”, me pregunté asombrada.

Aquella escena pornográfica se vio súbitamente perturbada. Mi teléfono empezó a sonar dentro del bolso y, aterrorizada, pensé: “Seguro que es mi esposo, ¿quién sino me llamaría a estas horas?”

Alberto aprovechó la interrupción para incorporarme y colocarme de espaldas a él.

— Cógelo. Será divertido —sonrió fuera de sí.

— ¡No! —grité afligida, notando como presionaba mi esfínter.

— ¡Despacio! —imploré.

El móvil seguía sonando y el muchacho hizo intención de cogerlo. Quise darle un empujón qué lo impidiera, pero por desgracia eso hizo también que su rígido miembro entrase de lleno en mi ano.

— ¡¡¡AAAAAAY!!! —grité de dolor.

Allí acabó todo.

De repente, tras oír un fuerte golpe, sentí como Alberto se desplomaba sobre la arena. Sin entender nada, contemplé yaciendo inconsciente al chico que aún creía notar en mi maltrecho trasero. Justo detrás estaba Vero, sosteniendo con ambos brazos el enorme mástil de madera con el que acababa de golpear a Alberto.

— ¡Joder Vero, joder! —grité antes de caer en la cuenta de que ella seguía creyendo que yo estaba siendo violada.

— Gracias —rectifiqué.

Con los ojos empapados en lágrimas, Verónica gimoteaba, descompuesta y paralizada por lo ocurrido detrás de aquellas pilas de hamacas. Creía que todo había sido culpa suya.

Alberto, aún seminconsciente, comenzó a sollozar de dolor, por lo que hube de recoger mis cosas rápidamente. Convencida de que ninguna de aquellas traidoras diría nada, agarré la mano de Vero y me la llevé de allí. A medio camino me giré hacia atrás y vi a Alberto aturdido, pero ya a cuatro patas. “Pobre chico, ni siquiera se ha corrido.”, pensé con remordimiento. Todas nos habíamos aprovechado de él.