Cómo volver interesante una visita al banco.
Experiencia atrevida en un banco.
Era un lunes, 10:30 am. Había ido con mi novio al banco para realizar una transacción. Tenía algo de mal genio. El centro de la ciudad es tan estresante. Sol abrazador y smog, el olor de la gasolina producido por camiones que llevan gente con rostros aburridos por la rutina. Esa mañana fue bastante difícil conseguir lugar para aparcar el auto. Cuando al fin encontramos lugar, este quedaba a unos considerables metros del banco. No quedaba más que caminar, y yo con esos tacones, sólo me dispuse a ocupar una de las bancas milagrosamente vacía que pude hallar para descansar mientras mi novio hacía la fila para el trámite en cuestión. Me senté y crucé mis piernas, y así, no pasaron muchos segundos hasta comenzar a sentir el peso de las miradas que suelen descansar en algunos lugares del cuerpo. Es como si un sexto sentido se despertara, pues se sienten como caricias, unas veces duras, otras blandas, que recorren con lentitud. Otras son toscas y un poco fastidiosas, muchas veces estas vienen de ojos cargados de envidia, principalmente de algunas chicas inseguras con sus propias formas. Miradas como la de aquella chica morena, que apretaba el brazo de su compañero, quien a su vez me miraba con esos ojos que decían, “Quiero lamer esos muslos” Seguramente la de ella decía: “Eres una zorra”. Su sexto sentido se dio cuenta de las ideas que escapaban de su hombre, y por eso después de su intento de fulminarme con sus “poderes mentales” le dijo algo inaudible a su compañero, pero su cara reveló los celos y su pequeña venganza fue hundirle las uñas al brazo del pobre hombre que se limitaba a gesticular un “ouch!”
Yo me divertía silenciosa, mirando esta representación teatral tan usual, pero tan juguetona que ocurre casi siempre cuando entro a un lugar de estos, en donde esos hombres no paran de buscar satisfacción ocular en medio del tedio del caos citadino. ¿Cómo yo me podría negar a darles ese descanso? Ese pequeño incentivo, en el que basta tan sólo mostrar un poco de tobillos, un destello de muslos ocultos por la falda corta.
Ese día llevaba esa prenda un poco vaporosa, vestido que muestra un tanto la línea de mi escote, que recorre el abdomen, y que termina en la mitad de mis muslos. Y mis piernas las vestí con esas mallas negras que sólo dejan ver gotitas, pequeños puntos de piel, ventanitas romboides de pocos milímetros que atrapan la mirada, simplemente porque dejan la mayor parte a la imaginación traviesa de hombres cargados de tensión sexual. Y mis pies, zapatitos incomodos de tacón, que me susurran que la moda “no incomoda”, ¡vaya tierna mentirilla! Me la creo para darme el gusto de ser el foco de atención de ese público que es amante de las estrellas femeninas terrenales, un poco celestiales.
Mientras deambulaba en mis reflexiones, no me había percatado de la cara de un señor un tanto mayor, de unos casi 60 años, que tenía expresión de sinvergüenza. Me miraba sin tapujos la pierna cruzada, y alternaba posando su visión libidinal en mis ojos, como mirando un encuentro de tenis que se llevaba a cabo en mi cuerpo. De aquí para allá, de allá, para acá. Al principio me sentí un tanto incomoda, pues no era ningún George Clooney, sin embargo, enseguida me quité el torpe argumento inconsciente. Este hombre no tiene que ser un galán para darse el gusto de probar el funcionamiento de sus sentidos. Bienvenidos los deseos que reposan en la imagen de que de mí derivan, de mí demandan, de mí desean. Yo aparté mis cabellos rubios oscuros para darle pase especial a mi invitado, compañero de un día de agitado trajinar, de sol sin piedad, de sudores de un casi medio día infernal. Ser un oasis femenino en medio de tanta gris conmoción desértica es un privilegio de pocas.
Mi novio aún estaba en la fila. Apenas había avanzado unos cuantos puestos. De vez en cuando me miraba para vigilar que todo vaya bien, y para mí iba bien, ya había matado un poco el tedio, y seguramente lo había hecho con el ajeno también. Quizás le había aumentado el estrés a aquella chica celosa, pero bueno, no todos ganan en los juegos de la vida. Y quizás la morena inquieta perdería aún más, pues una idea comenzó a surgir en mi mente. Yo, con estos atrevimientos que están en etapa de descubrimiento, me permití un poco de pulsaciones fuertes en el corazón travieso que poseo ahora, es mi juguete nuevo que mimo con gran intensidad. Comencé a actuar, y la pequeña y traviesa función empezó. Boletas gratis para aquel que quisiera asistir a mi pequeña provocación.
Comencé a acariciar mi tobillo, como si un leve dolor me hubiese invadido de repente. Hice un pequeño gesto de ¡ay! Como para darle un tanto de veracidad a mi juego personal. En seguida moví mi tobillo en círculos, lentamente, hacia afuera y hacia adentro, y me agachaba un poco como acomodándome al auto-masaje que comencé para aplacar mi dolor inventado. Unos cuantos segundos después, emití un corto quejido, que sonó como un ¡auh! Y pisé con el pie “adolorido” sobre el suelo, jugueteando un poco, pretendiendo que se me había colado algo en el zapatito de tacón. Una piedrecilla invisible había entrado en el interior de mi calzado rojo, y me lo quité con la velocidad apropiada para que mi provocación guarde el sutil efecto de lo real. Entonces miré un poco hacia arriba, a la altura de las cabezas, tanto de la fila serpenteante, como de las bancas que se encontraban cercanas, y mi satisfacción fue premiada al darme cuenta que ya tenía muchas miradas que enfocaban su atención en mi “pobre y adolorido” pie. Un pie que aún bajo las mayas, coqueteaba con la concentración de varios hombres que cuidaban de no ser obvios, que temían que sus compañeras regañaran. No los conté, pues no necesitaba enumerar la energía que me basta con sentir. Sacudí el zapatito para desalojar mi piedrecilla inventada, y luego seguí tocando mi planta y mis dedos. Los acaricié unos momentos pero luego algo me hizo sentir que el juego había acabado. Me puse de nuevo mi zapato, pero mi corazón aún estaba latiendo fuerte. Algo me compelía a continuar con mi osadía, así que sin saber el siguiente paso, me puse de pie y caminé hacia ningún lugar en particular, me dirigí sin pensar a una pequeña sala del mismo banco que estaba también ocupada por algunas personas, pero que ofrecían un lugar más oportuno para continuar con mis juegos. Me senté en una banca que formaba parte de una serie de sillas unidas, y que se enfrentaba con una serie igual. Allí había varios hombres sentados, no los detalle muy bien, pues mi mente estaba ocupada sintiendo la compulsión de una exhibicionista aficionada y novata. No se necesitó esfuerzo alguno para llamar la atención de las miradas de estos nuevos hombres, de mi nuevo horizonte visual. Y no pude pensar en nada más que repetir la pequeña rutina que había inventado hace unos momentos. La seguí paso a paso, otra vez quejándome del supuesto dolor, otra vez quitándome el zapato rojo de tacón, otra vez acariciando los dedos del pie que casi se salían por los espacios que conformaban la maya negra. Qué bella y completa atención posaban en mí estos extraños. Esta vez no les dejaría a medias. Con un cuidado mal actuado atrapé una de las mayas, tratando de que la falda no se subiera demasiado. Y en seguida fui bajándola, desnudando mi pierna poco a poco y como a tropezones. Disimulando mí disimulo. Uno de los hombres soltó uno de esos piropos crudos y sin estilo, “¿mami, le ayudo?” dijo- y yo le miré como si me hubiese fastidiado en demasía. Sin embargo esas descuidadas palabras me llenaron de excitación. Seguí con mi propósito y quité la maya completa, dejando al aire mi pierna desnuda, y empecé de nuevo con el masaje a mi pequeño pie. Mi cabello cayó sobre mi rostro, dándome perfecta oportunidad para examinar cuidadosamente el aspecto de mis observadores, los miré y tenían el rostro congestionado de una evidente excitación, algunos sonrojados, otros boquiabiertos. Uno de ellos casi babeaba, sin siquiera tratar de ocultar una expresión de aspecto poco inteligente. Bajé la mirada un poco más, recorriendo todo lo que pude y finalmente, mientras seguía medio agachada, masajeando mi pie, miré todo lo que pude la entrepierna de los caballeros, y gustosa reparé en las adorables erecciones que cada uno, con su tamaño correspondiente lucían para mí. Y no paro aún ahora de asombrarme, cuan fácil es producir tan cálidas sensaciones en estos adorables machos. No requieren precisamente de unas tetas expuestas explícitamente para que una erección se levante majestuosa. Aun así, quise avanzar un poco más en mi aventura. Miré al guardia de seguridad acercarse, así que me agaché un poco como si se me hubiera caído algo al suelo. El uniformado pasó de largo y yo, apartando mi zapato que quedaba en el piso frío, alargué mi pierna y fui a ubicar mi pie desnudo en la silla de enfrente, en el espacio que quedaba entre las piernas de mi asombrado anfitrión, era un hombre alto y corpulento, con una barba descuidada y cabello negro semi-largo. El hombre a mi lado y los demás dijeron un ¡Uy! Muy expresivo, en un lindo coro. Me sonrojé y temblé de los nervios, pero las pulsaciones eran más fuertes que mi miedo. El hombre grande me tocó el tobillo y en seguida metió los dedos de sus manos entre los deditos de mis pies. Tenía las manos un tanto sudadas, lo que me emocionó aún más. Todo ocurría en sólo segundos, segundos lentos. Otro hombre con una mano en el bolsillo se movía con un ritmo lujurioso entre sus pantalones, atropellándose por la incomodidad que no parecía importar mucho en su autosatisfacción. Y el otro hombre a mi lado acercó sus manos muy tímidamente a mi trasero, quizás tomándose esa libertad por toda la situación que se transfería a mí alrededor. Si entendieran que todo el suceso era muy furtivo, tenso y caluroso, comprenderían que no se podía llegar a más. Eso era precisamente lo que le daba emoción. No hubo penetraciones, ni cogidas por el culo, no, nada de eso. Pero todo daba para un orgasmo potente en el cerebro de los que estábamos allí. Fue entonces que alguien llamó por mi nombre, era mi novio, que ya había terminado de realizar la dichosa transacción y sonriendo maliciosamente me llamó con un gesto feliz en su rostro. Esperó pacientemente cuando yo, tomándome mis segundos, retiré mi pie de la entrepierna de mi “amigo” y me puse lentamente mi maya negra. La subí sin tener cuidado con mi falda, que subí más de lo debido a propósito, dejando ver mi tanga minúscula, luego acomodé la falda bajándola hasta mis muslos y mi zapato rojo cubrió de nuevo mi pie. Me levanté sonriendo con la cara más sonrojada que nunca, y me fui dejando a mis amigos con la respiración agitada y con esa masculina y deliciosa tensión en sus pantalones.