Como siempre

A veces, las cosas parecen no cambiar...

Esta historia es ficción, todo parecido con la realidad es pura ficción… o eso dicen.

La chica de la parada se ajusta la gorra para que el viento, tirando a vendaval, no decida llevársela. Saca su iPod del bolsillo, dispuesta a cambiar de canción, cuando ve como el autobús tuerce la esquina, acercándose a la marquesina, como todas las mañanas a la misma hora.

Y, como siempre, la joven deja pasar a la señora de turno, saluda al conductor mientras hace uso de su billete, y se dirige a su sitio, al fondo del autobús, en un rincón, observando de pasada a los que han subido en otras paradas. Y sonríe.

Sí, está.

Ya desde su asiento, se dedica a mirarla de lejos, como hace siempre, viéndola con su grupito de amigos de ambos sexos, riendo y pasándoselo bien.

En un momento dado, ella también la mira, y ambas sonríen, cómplices; sin embargo, la sonrisa es rápidamente sustituida por una mirada seria de indiferencia que a ambas no les es difícil crear. Y uno de los amigos de la otra chica, dándose cuenta de a quien mira esta, se gira para mirar a su vez a la chica de la gorra y decir algo que la música tapa. Pero la chica ve como el resto del grupo se gira también y comienza a carcajearse.

De verdad, no es tan difícil imaginar sus palabras. Al fin y al cabo, siempre es fácil meterse con ella, con la "rara", la "lesbiana" de la clase. Y pensar que todos esos descerebrados han conseguido entrar en la universidad, que todos ellos se consideran miembros de una civilización que clama a los cuatro vientos la libertad de ser y vivir

Que decepción.

Por eso la chica de la gorra deja de mirar al grupo, para dedicarse a observar el paisaje al otro lado de la ventana, concentrándose en la música que trona en sus oídos. Harta de todo.

Y se baja una parada antes, como hace siempre, en parte para evitar al grupito camino de la facultad, en parte para poder cruzar ese tranquilo parque que, que queréis que os diga, la tranquiliza, aunque sea un poco. Antes de llegar, un coche pita, atrayendo su atención, y sonríe, saludando a uno de sus pocos amigos ahí dentro, con el que dialoga acerca de manga, cómics, videojuegos y demás frikadas, olvidándose del autobús y del grupo durante un rato.

Ya en el aula, ignoran y son ignorados, juntándose con otros frikis como ellos, no amantes de las discotecas de moda. Y las clases comienzan, aburridas o interesantes, obligándoles a tomar apuntes y estar atentos de lo dicho por los diferentes profesores que se pasean delante de la pizarra.

En una hora libre, todos marchan a la cafetería, volviendo a dividirse, haciendo que la chica de la gorra vuelva a observar de lejos, hasta que se levanta e informa de que se va a la biblioteca, a devolver un libro. El resto del grupo asiente y observan como la gorra, entre la multitud, avanza hasta la salida.

Fuera, mientras camina, nota que la siguen; pero no le da mayor importancia, siguiendo su camino hacia el edificio de la biblioteca y, antes de llegar, gira de pronto, entrando en los servicios donde, dejando la mochila a un lado, se apoya en la pared.

  • Hola –saluda a la recién llegada.

  • Hola –responde esta a la chica de la gorra.

Ambas sonríen, avanzando la una hacia la otra.

  • Pija –insulta la joven de la gorra.

  • Friki –devuelve la otra.

Y la que es llamada pija agarra de la gorra a la otra, obligándola a entrar en el servicio, a sentarse en el inodoro y sentándose a su vez sobre ella para observarla.

  • ¿Qué pasa? –pregunta la friki.

  • ¿Por qué siempre llevas gorra, Silvia? Te gusta demasiado esconderte de los demás.

  • Puede; pero a ti te gusta demasiado llamar la atención, Carolina.

La pija pega a la friki, ligeramente fastidiada.

  • No me llames Carolina, te lo dije. Mi nombre es Carol.

  • ¡Eh! –se queja Silvia – Me has hecho daño.

  • Que pena –sonríe la otra, quitándole la gorra y besándola.

Silvia la abraza, atrayéndola aún más a ella, bajando y subiendo sus manos que acarician esa espalda sobre y bajo la ropa, hasta que una de ellas se escapa y se hunde entre los pliegues de la falda, llegando al punto estratégico de ese cuerpo quien, al sentirlo, se arquea y gime.

  • Sí, por favor –dice Carol, ausente, subiendo y bajando, notando como unos dedos se apoderan de su interior, penetrándola y acariciándola al mismo tiempo.

Y Silvia la observa, esta vez de cerca, excitándose al ver a esa chica bajo su voluntad, deseando llegar a su propio orgasmo, tal y como Carol parece que va a hacer de un momento a otro. Para ayudarla, le levanta la camiseta con la mano libre, dejando ante ella unos pechos encerrados en tela que, pese a todo, mordisquea hasta dejarlos al aire libre. Es entonces cuando captura un pezón con su boca, succionándolo, mordiéndolo, tirando ligeramente de él.

  • ¡Oh, dios! –grita Carol, sintiendo como el orgasmo llega y se apodera de ella, con el cuerpo tenso y mirando hacia el techo.

Cuando la explosión se va, baja la mirada y, ocultando su cara en el hueco del cuello de Silvia, susurra:

  • Lo estaba esperando desde que te vi esta mañana.

Y algo en la mente de Silvia da una señal, algo que no le termina de gustar.

Por eso se levanta, alejando a la otra joven de ella, saliendo del cubículo del inodoro y mirándose al espejo. A través de él ve como Carol sale también, contrariada, sin saber qué demonios está pasando.

  • ¿Qué ocurre? –pregunta.

Silvia se gira.

  • Quiero mi gorra –dice, todo lo seria que puede.

  • No entiendo, ¿se puede saber qué te pasa?

  • ¿Que qué me pasa? Me pasa que estoy harta, Carol.

  • ¿Harta? ¿De qué?

  • De que me escondas. ¿Por qué sigues con esto?

Carol se pone seria a su vez.

  • ¿Acaso quieres que pregone lo nuestro? ¿Que deje atrás a mis amigos por ti?

  • No, jamás lo haría –sonríe Silvia, dolorosamente –, porque jamás accederías. Al fin y al cabo, no soy nadie, ¿verdad?

De los siguientes segundos, apenas se entera. Ni siquiera nota el golpe, sólo escucha el sonido de la bofetada y los pasos de Carol saliendo fuera del servicio; luego, la mejilla comienza a arderle y, pese a tener un dolor profundo en el pecho, suspira, dándose ánimos.

Recoge su gorra del suelo, se la ajusta, agarra su mochila y sale de allí, reuniéndose de nuevo con sus amigos en la cafetería. Sin embargo, algo ha cambiado, y muchos de ellos se dan cuenta, preguntándole si está bien, diciéndole que tiene mala cara. Sus ojos, inconscientemente, la buscan entre el otro grupo.

Pero no está, no la encuentra.

Y algo en su interior se rompe, obligándola a levantarse y despedirse de todos, poniendo como excusa una falsa enfermedad. Los amigos asienten, despidiéndose de ella, y hasta uno se ofrece a llevarla a casa ya que él, despues, tiene otra hora libre. Silvia accede, casi obligada por el resto del grupo.

Ya en casa, se tira sobre la cama, aún con la gorra puesta, intentando olvidarse de todo.

Minutos despues, un mensaje llega a su móvil. De Carol, que donde está, que no la ve en clase.

No le contesta.

Y llega otro. Seguido de otro, de otro y otro más. Uno mensaje cada cinco minutos que Silvia ignora. Hasta que comienzan las llamadas.

Harta, apaga el móvil, lo tira a un rincón de su mesa e intenta no llorar porque, al fin y al cabo, sólo era sexo, puro y duro, y que, si se ha jodido todo, es por esa mierda de sentimientos que se le han metido dentro.

¡Joder! ¿Es que no podía haberse callado? ¿No podía seguir con esa farsa? Al menos seguiría con ella.

La puerta se abre.

  • Hola –se atreve a decir Carol, desde el marco.

Silvia se incorpora en su cama y la mira, frunciendo el ceño.

  • ¿Qué haces aquí?

  • He venido a hacerte una pregunta. Si la respondes, me iré.

La chica de la gorra aparta la mirada, pensativa.

  • Está bien –contesta, volviendo a mirar a Carol.

Pero esta última tarda en hacer esa pregunta, nerviosa, con el corazón a cien por hora. Y, cogiendo fuerzas, suelta:

  • ¿Me quieres?

Silvia enrojece al instante.

¿Que si la quiere? No, no la quiere. La ama. Pero no responde eso, no hace falta que ella lo sepa; por eso sólo asiente, y susurra:

  • Sí.

Y Carol se da la vuelta y se va, sin mostrar ni un solo sentimiento; dejando atrás a Silvia, que no comprende que demonios acaba de pasar. Cosa que pregunta su compañero de piso con el cepillo de dientes dentro de la boca, antes de que ella le cierre la puerta en las narices.

Al día siguiente, de vuelta a la parada, se ajusta la gorra, saca su iPod del bolsillo y observa al autobus llegar. Despues deja pasar a la señora de turno, saluda al conductor, mientras hace uso de su billete, y se dirige a su asiento; sin embargo, no mira a nadie, solo el suelo del autobús. Y cuando llega a su sitio de siempre, se aisla, subiendo el volumen de la música y apoyando la cabeza en el frío cristal.

Intenta no mirar a ese grupo que sabe que está allí delante; pero es débil y la tentación demasiado grande. Y mira, y los ve reirse, como siempre. Y la ve a ella, que la observa, seria, casi sin pestañear.

Es entonces cuando alguien se gira y hace la gracia sobre la "rara" de Silvia y el grupo la mira, carcajeandose de ella. Como siempre.

Sin embargo, algo ocurre.

Carol se levanta y la ve gritar. No escucha lo que dice por culpa de la música, pero ve la cara de estupefacción del resto del autobus que la observa dirigirse a Silvia, agarrarle del brazo y bajar las dos en la siguiente parada.

  • ¿Se puede saber qué demonios...? –comienza Silvia, quitándose los cascos.

  • Yo también te quiero –corta Carol, apartando la gorra, besándola dulce y suavemente.