Como si tal cosa...
Las primeras experiencias sexuales nos marcan para toda la vida. Y si son con personas de nuestra propia familia crean un vínculo inquebrantable.
Como si fuera lo más normal del mundo. Me he entregado por completo, como si tal cosa. Como si para mi fuese facil librarme de las ataduras y liberarme ante cualquiera que se apriete muy fuerte contra mí.
Y el caso es que fue así de facil. Con Enrique (con quién si no). Él ha sido desde siempre mi referente en lo que respecta a lo que debe ser un hombre. Atento, servicial, buena persona... y por qué no decirlo: atractivo. Mi madre lo conoció nada más separarse de mi padre. Eran tiempos confusos aquellos. Yo acababa de empezar en el instituto y era un cúmulo de inseguridades y miedos. Él me ayudo a superarlos; me dió fuerzas cuando los horarios, examenes, o compañeros me las quitaban. Gracias a él supe que me gustaba la danza (me apuntó a pesar de mi resistencia); también que era buena en atletismo, y que, tras toda esa timidez y complejos, era guapa detras de mis gafotas (considerar solo la idea siempre supuso para mi estupidez ). También me ayudó con mi predisposición a no fiarme de los demás. Era muy uraña, para qué lo vamos a negar... Pero gracias a su paciencia y consejos pude llegar a domar a esa fiera solitaria que habitaba en mi interior.
Pues bien... ¿Con quién sino iba a tener mi primera experiencia sexual?
Recuerdo que acababa de cumplir los veinte. Era ya toda una mujer adulta, o por lo menos así me gustaba considerarme a pesar de mis numerosas rabietas de malcriada. En aquellos tiempos navideños siempre nos asaltaba la misma discusión: Saber donde ibamos a pasar las vacaciones de fin de año. Mi madre y yo siempre queriamos quedarnos en la ciudad, al lado de mis abuelos y primos; Pero Quique (así le gustaba que le llamara), siempre quería viajar a la casa de campo de su familia. Un lugar apartado de la mano de Dios en mitad de la llanura extremeña.
Pues bien, ese año ganó él. Y lo cierto es que no lo pasé nada mal. Al mismo llegar nos dio la bienvenida una comitiva del pueblo cercano, con una opulenta cena cargada de buenas carnes y potente vino extremeño. Ni qué decir tiene que me mareé un poco con ese oscuro y misterioso licor.
Ya de vuelta a la casa Quique nos propuso subir a la azotea a ver las “Úrsidas”, una lluvia de estrellas que, según él (perdón por mi ignorancia) siempre ocurría a finales de año. Debo admitir que, a pesar de su entusiasmo (no paró de ofrecernos el telescopio para que otearamos el oscuro cielo), ninguna de las dos le dimos demasiado crédito a su hobby, perdidas como estabamos en nuestros respectivos teléfonos moviles.
— ¡Estoy harto de vuestros aparatitos! — nos dijo, perdida ya su paciencia. Aquello provocó nuestras risas, y que empezaramos a tomarnos a chufla su pasión, lanzandole papelitos mientras él continuaba, pese a todo, intentando atisbar sus ansiadas estrellas.
Mi madre finalmente claudicó. El vino había hecho estragos en su conciencia, y envuelta en su manta se retiró a la habitación contigua. Allí nos quedamos Quique y yo.
Lo cierto es que, a pesar de mi edad (y de que mis amigas sufrieran lo que se denomina vulgarmente “ansias vaginales efervescentes”), yo nunca habia desarrollado un excesivo apego a chicos y lo que conlleva. No más que lo que puede llamarse una simple curiosidad por sus atributos, que internet con su wikipedia podía saciar.
Por eso me sorprendí a mi misma examinando el paquete de mi padrastro, que desde dentro del pantalón deportivo formaba su conocida forma fálica. Lo cierto es que mi mente comenzó a elucubrar por primera vez lo que parecía un boceto de una cita sexual con un hombre, en aquella ocasión con un hombre de mi propia familia.
Lo cierto es que mojé un poco mis bragas.
Opté por la opción más juiciosa ( no correcta), que no fué otra que abandonar allí al objeto de mis fantasias e irme a dormir.
— Hasta mañana —. Le dije fingiendo un bostezo que no venía a cuento. En ese momento abandonó su puesto de vigía y se acercó hasta darme dos besos de buenas noches.
— Tienes la cara super-fría —. Me dijo, reteniendome para darme calor entre sus brazos y la manta. Fue ahí cuando comencé a mojarme de veras. Yo le correspondí el abrazo, notando para mí su olor y el calor de su cuerpo tan pegado al mio. Fue una de las sensaciones más agradables que he experimentado a lo largo de mi vida.
Esa noche pensé en masturbarme, tal y como hacian mis amigas. Nunca lo había hecho, y la hinchazón de mi vagina invitaba a ello. Pero al final no lo hice. Me imponían mucho esos temas. Pensaba quizá, que al hacerlo dejaría de ser virgen, o algo parecido. La ignorancia me superaba.
Fue al día siguiente cuando Quique nos sorprendió con una excursión a bici por los montes cercanos. Tras prepararnos un opulento desayuno nos dispusimos a salir a pedalear. Yo aún conservaba la excitación de la noche anterior, y al ajustarme las mallas de ciclista mi vagina comenzó a palpitar. Mi madre también iba vestida como yo, y Quique con un ajustado maillot que dejaba adivinar todo su paquete orientado hacia la izquierda.
— “Ya sé para donde cargas” —. pensé entre risas.
La partida hacia los bosques fue muy amena. Nos partimos de risa una y otra vez ante las dificultades del camino. Hacia medio día hicimos un alto en lo alto de un peñón, lugar con una vistas privilegiadas.
— Desde aquí puede verse hasta la capital —. Nos dijo orgulloso mientras nosotras no le hacíamos el menor caso, centradas en dar buena cuenta de los bocadillos y el zumo que llevabamos en las mochilas.
Mi madre le preguntó de qué era el delicioso zumo que nos había preparado, y este sonrió pícaro haciendo una pausa desconcertante.
— Es una mezcla secreta... afrodisiaca—. Aseguró ante nuestra sorpresa.
— ¿Y le das esto a la niña? ¡Anda que vaya un talento que tienes! —. Le regañó mi madre sin creerse demasiado la acción de aquel inocente zumo multifrutas.
Minutos más tarde, ya en travesía, no sé si inducida por sus palabras, o por el hecho de que funcionara de veras, desarrollé una palpitación en mi bajo vientre que, unida a la hinchazón que ya venía arrastrando me llevó al primer verdadero orgasmo de mi vida. Y eso sin bajarme de la bicicleta.
Cuando Quique se percató de que me había quedado rezagada volvió a por mi.
Me descubrió sentada en un recodo del camino junto a la bici. Quizá fué consciente de lo que me ocurría al acercarse, dado mi rostro pálido y mi respiración agitada.
— ¿Qué te pasa? —. Preguntó.
— Nada, nada. Estoy cansada —. Le aseguré incorporandome con cuidado para que no viera la humedad en mis mallas.
Quique me miró con una sonrisa siniestra.
— Volvamos. Tu madre debe estar preocupada.
Volvimos sí. Y continuó mi coqueteo encubierto por mi vergüenza.
De vez en cuando le espiaba, descubriendome a mi misma apretando mi vagina contra los muebles, o mi propia mano.
Esa noche les escuché hacer el amor y deseé con todas mis fuerzas aprender a masturbarme. Aunque, conocía la tecnica, froté y froté con impetú, pero el climax no llegó. Pensé que quizás debía tener más paciencia, o estar más concentrada. No sé.
Fue al anochecer del tercer día cuando ocurrió. En la carrera de Bellas Artes siempre nos alentaban a desarrollar nuestra creatividad con todo aquello que encontraramos a mano, y en el garaje abandonado de Quique encontré algo que mi mente transformó en materia prima para adornos navideños.
Cuando mi madre me descubrió entretenida recortando corcho y pegandolo me preguntó que era lo que hacía.
— Un belén, mami. Esta casa esta muy falta de espíritu navideño.
Quique se sorprendió mucho al descubrir sobre el aparador del comedor aquel desplegable de figuritas y casas de Galilea.
— Está genial —. Me dijo abrazandome por la espalda.
Yo agradecí aquel gesto. Y a pesar de que, en otra ocasión hubiese acabado pronto con el contacto, esa vez lo atraje más aún. Mis pantalones vaqueros ardian contra el miembro de mi padrastro rozandose con mi culo.
Lo moví una y otra vez, adelante y atrás. Simulando sin querer el coito que deseaba tener desde hacía años con él.
Quique no se movió. Siguió abrazado a mi espalda, aferrando mis hombros con sus cálidas manos que, juraría sudaban.
Yo continué frotando lentamente mi trasero contra su forma fálica que comenzó a endurecerse. —“Oh, Dios, Lo deseaba tanto... Deseaba tanto tener ese trozo de carne dentro de mi vagina...” —. Desde allí no alcanzaba a ver su cara, pero presumí que estaría tan sorprendido como excitado. Como estaba yo misma ante mis acciones.
Noté como su mano derecha iba tímidamente deslizandose hacia mi pecho izquierdo. No quería que acabara nunca ese momento. Lo aferró entre sus manos suaves. Lo acarició y yo quise morir. Él apreció mi excitación empujando levemente su miembro contra mi culo aprisionado entre el aparador y su cuerpo.
Frotaba, y cuanto más frotaba yo más me deshacía. ¿Era esto sexo? A esas alturas aún no lo sabía. Solo disfrutaba, y el mundo ya no existía. Él ya no era mi padrastro, sino mi hombre. Y yo era su mujer, y necesitaba ser follada por él. Lo ansiaba y todo lo demás era irrelevante. Nuestra ropa era irrelevante, y quise quitarmela toda. Aparecer ante él como la mujer que era, haciendole olvidar la niña que ya desapareció.
—“Follame, follame, por Dios” — pensé con fuerza, esperando quizá que nuestras mentes realizaran alguna especie de simbiosis y se unieran, siendo conscientes de lo que necesitaban ambas.
El orgasmo llegaba en un tren de cercanías. Llegó lentamente apretado con las aristas de madera de los cajones del aparador. Mi clítoris estaba pegado a ellos.
Y explotó.
Quique también lo hizo, y un calor extraño en mi culo me hizo ser consciente de que había hecho correrse a mi padrastro.
— ¿Qué estais haciendo? — Nos sorprendió una voz congelando la sangre en nuestras venas.
Ambos disimulamos.
Quique le dijo que observaba las figuritas; que yo era una artista y que estaba sorprendido de aquello que habia hecho solo con el corcho de la basura.
Nunca supe si mi madre terminó de creerse aquella excusa.