Cómo seducir una top model en 5 pasos (22)

El apagón

Hola, queridos lectores. Ante todo, me disculpo por esta tardanza, estos dos meses sin subir ningún relato a esta web, pero el contrato de verano a jornada partida lo hizo muy difícil. Así mismo, debía compaginar el poco tiempo libre con mi deber de madre y ama de casa, por lo que tuve que suprimir la escritura de mi agenda diaria. Bueno, solo me queda decirles que he vuelto de nuevo y con muchas ganas.

Si alguien quiere comentar, criticar, o cualquier otra cosa, puede hacerlo en mi nuevo correo:

la.janis@hotmail.es

Gracias a todos.

Janis.

El apagón.

Octubre comenzó con un temporal de viento frío proveniente de Canadá. El gélido viento acuchillaba las calles de Nueva York, dejándolas anormalmente vacías. Los pocos y valientes peatones se daban toda la prisa del mundo y trataban de mantener bien alzados los cuellos de sus abrigos, sacados precozmente de los armarios. En días así, no se solía encontrar un taxi libre en las horas puntas y el metro se parecía mucho más al de Tokio, totalmente abarrotado de viajeros.

Cristo contempló parte de estos problemas otoñales desde la cálida seguridad que le otorgaba el gran ventanal del despacho de miss P, en el que se encontraba solo y esperándola. La Dama de Hierro le había llamado por el intercomunicador, pero al llegar ante su puerta, la directora salía.

—    Espérame, Cristo, solo será un minuto – le dijo.

Así que allí estaba él, mirando por la ventana y tratando de adivinar que especial encargo le caería esta vez. Miss P aún tardó diez largos e incómodos minutos y apareció con el ceño fruncido, lo cual no auguraba nada bueno.

—    Tenemos un problema – dijo, sentándose.

—    Usted dirá, señora – respondió educadamente, curándose en salud.

—    Ya sabes lo que ha ocurrido con Rowena Maddison, ¿no?

—    Por supuesto.

—    Bien, pues han tenido que romperle de nuevo el tobillo y recomponer su pierna. Por lo visto, hicieron una chapuza con ella, allá en Acapulco.

¡Virgen de los Candiles!

—    El caso es que le he prometido que enviaría a alguien para acompañarla a casa.

—    O sea… yo, ¿no?

—    ¿Tienes algo mejor que hacer? – le miró la madura mujer, con una cínica sonrisa.

—    No, que va – contestó, metiéndose las manos en los bolsillos y realizando dos ocultos signos obscenos, elaborados con el dedo corazón de cada mano.

—    Bien, pues después del almuerzo tomas un coche del garaje y te pasas por el Hospital Monte Sinaí. Tengo entendido que le darán el alta sobre las cinco. Esta es la dirección del apartamento de Rowena – le explicó, entregándole una tarjeta. – Me han dicho que la tienen atiborrada de calmantes, por lo que puede que ni siquiera se acuerde de dónde vive.

—    ¿Solo tengo que dejarla en su apartamento?

—    Eso ya se verá. Llamaré a su doncella para que se ocupe de todo.

—    Está bien – suspiró Cristo. Otra vez le tocaba de niñera de una modelo, y esta vez, de las más mimadas.

—    Llámame en cuanto llegues a su casa. Ah, y lleva un paraguas grande. Va a llover esta tarde.

—    Si, señora.

Cristo salió del despacho maldiciendo, por centésima vez, su incapacidad para conducir. Allá, en Algeciras, todos sus primos intentaron enseñarle a manejar un coche, pero no había manera de conjuntar pies y manos y se hacía “la picha un lío”. Demasiado orgulloso, acabó achacando a su supuesta degeneración física este problema y se olvidó del asunto. Siempre había un primo dispuesto a llevarle donde quisiera.

En una ocasión, le comentó a su tío Amador, uno de los “cultivados” hermanos de su madre, agenciarse uno de esos cochecitos tan monos, de los que no necesitan permiso de conducir al no pasar de 70km/h.  La carcajada que recibió como respuesta le hundió moralmente.

—    Eso es para ancianos y mariquitas, sobrino. Un gitano tiene que conducir un buen coche, cuanto más grande mejor. “Caballo grande, ande o no ande”.

Asunto cerrado desde entonces. Ahora, en Nueva York, no es que le hiciera falta verdaderamente conducir, pero todo el mundo daba por hecho que sabía hacerlo y le jodía un montón tener que ocultarlo.

Ocupó su sitio tras el mostrador de recepción. Aún rumiando su malestar. Alma no tardó en girarse hacia él, preguntándole:

—    ¿Qué es lo que te pasa?

—    Me han puesto de niñero.

—    ¿Niñero? ¿De quién? -- Alma levantó graciosamente una de sus bien delineadas cejas rojizas.

—    De Rowena Maddison.

—    ¡Jo! ¿Qué has hecho de malo para que te adjudiquen a esa… persona?

—    Nada de nada. Creo que es mal karma…

—    ¡Ay, chiquitín! No has podido hacer nada malo en tu vida. Si eres un encanto…

“Quieto, Cristo, muérdete la lengua y no contestes, que te pierdes tú solo”, pensó el gitanito, con la sangre soliviantada. “Si hay que pasar por gilipollas, entonces seré el espécimen perfecto.”

—    Tengo que recogerla en el hospital, cuando le den el alta médica, y llevarla a su casa. ¿Es que no la pueden meter en un taxi?

—    Cristo, debes comprender que es una de las grandes modelos de la agencia. Genera mucha publicidad y dinero. Así que la jefa tiene que hacer ver que le importa.

—    Ya, y por eso me envía a mí…

—    No te quejes, Cristo. Vas a pasar la tarde con uno de los rostros más perfectos del mundo.

¡Pa cortarme las venas a lo largo! ¡Esa tía es una máquina de insultar y ordenar! ¡Ya me han hablado de ella!

—    Bueno, bueno, no te pongas así. Un poquito caprichosa si que es…

—    ¿Caprichosa?

—    Vale, es un putón del quince – confirmó Alma, alzándose de hombros. – Pero es nuestro putón, ¿entiendes? Gracias a las guarras como ella, cobramos todos los meses. Así que si tienes que sonreír y tragarte sus epítetos durante una tarde, pues lo haces, joder.

Cristo observó, con sorpresa, el rostro de su compañera. Ella le sonrió angelicalmente, sabiendo que le había desarmado. No era la primera vez que Cristo comprobaba el fuerte carácter de la recepcionista. “Vale, vale.”, gruñó, volcándose a continuación sobre su teclado. Alma se inclinó y depositó un suave beso en la mejilla del gaditano, como compensación.

Sin embargo, Cristo no estaba satisfecho. No sabía qué le esperaba, ni cual iba a ser su cometido en realidad. No le gustaba nada eso de “ya se verá” que le soltó la Dama de Hierro. Esperaba llevarla a su apartamento y punto. Con una súbita inspiración, abrió la página oficial de la modelo, dispuesto a leerla de nuevo a pesar de que él mismo la había actualizado días antes.

Rowena Maddison, veintidós años, nacida en Glasset, Inglaterra. Géminis. Ojos azules, cabello castaño claro. Medidas… blablabla… Estudia Arte y Arquitectura. Padres divorciados, acomodados, un hermano pequeño… blablabla… Repasó rápidamente las diversas fotografías que la modelo había elegido para su espacio. La verdad es que Rowena lucía una maravillosa sonrisa, con hoyuelos incluidos y dientes perfectos; y tenía que reconocer que era muy hermosa. Sin embargo, era una de esas bellezas anglosajonas, de rasgos tan regulares y tan delicados, que, tras apartar los ojos, ya no te acordabas del conjunto. Cristo era de la opinión que la verdadera belleza estaba en la imperfección de un semblante perfecto; alguna pequeña mácula tenía que servir de contrapunto para destacar sus preciosos rasgos. Como el maravilloso rostro de Calenda, con esa boca grande y ese colmillo montado…

Cristo suspiró y se concentró en los datos de la página. Rowena llevaba dos años con la agencia y los mismos en Nueva York. Era una habitual de la noche neoyorkina y, por ende, de las páginas de cotilleos. Tenía cierta propensión a dar pequeños escándalos cada cierto tiempo: actitudes demasiado ardientes con su larga lista de novios, noches de borracheras, algún que otro percance con la prensa, y, sobre todo, su facilidad para olvidarse las bragas en casa, lo que hacía las delicias de los captadores de momentos inoportunos.

Su último posado sucedió en México, en las aguas de Acapulco, donde estampó una potente moto acuática contra el velero de su último novio. Resultado: esquince de rodilla derecha, así como peroné y tibia rotos, a la altura del tobillo. Al llegar al hospital, se le hizo una prueba de alcoholemia que dio positiva. El asunto estuvo servido para las hordas hambrientas. La cosa fue a peor cuando su flamante novio la demandó por los daños ocasionados en su velero, mientras ella estaba aún en el quirófano.

Su agente, a la vista de la reacción de Rowena cuando se enteró de esto, no dudó en trasladarla a Nueva York para su recuperación. Fue una sabia decisión, sobre todo al comprobar el error médico surgido, por el cual hubo que practicar una segunda intervención en la pierna de la modelo, en el Monte Sinaí de Nueva York.

Cristo estaba seguro de que el carácter de la modelo no estaba en su mejor momento y tuvo muy en cuenta que tendría que morderse el labio cuando se presentara ante ella. “Espero que la tengan sedada, como ha dicho miss P.”

—    Bueno, voy a necesitar un chofer – se dijo, sacando su móvil del bolsillo. Pulsó el número cuatro en la marcación rápida y se llevó el teléfono a la oreja. – Eh, Spinny, ¿qué tal?

—    Tirado en el sofá. Hace demasiado mal tiempo para ir al Central. ¿Qué pasa? – contestó el pelirrojo.

—    ¿Tienes algo que hacer esta tarde?

—    Ya sabes que no.

—    Necesito un chofer para trasladar a una modelo.

—    ¿Qué modelo? ¿Dónde? – Cristo notó el interés en el tono de voz y sonrió.

—    Rowena Maddison.

—    ¡Coño!

—    Hay que sacarla del Hospital y llevarla a casa. ¿Te apuntas?

—    ¡Puedes asegurar que si, cabrón! ¿Qué le ha pasado?

—    Se escoñó con una moto acuática en México.

—    Ah, si, ahora recuerdo haber leído algo. Se la pegó contra el barco de su novio, ¿no? – Cristo imaginó la burlona sonrisa que la boca de su colega solía adoptar.

—    Exacto. Pásate después de almorzar por la agencia. Tomaremos un coche de la empresa. Todo lujo y confort esta tarde.

—    ¡Mola! Nos vemos.


—    ¡Deja ya el GPS, joder! – exclamó Cristo, dando un tortazo en los dedos de Spinny.

—    Tío, es que es el último modelo. ¡Es la caña! – se quejó su amigo, retirando la mano de la pantallita táctil.

—    Es que lo vuelves majara y luego me llaman la atención a mí.

—    Claro, porque se supone que eres tú el que conduces – soltó con una risita.

—    Muy gracioso, capullo.

Spinny entró en el aparcamiento privado del célebre hospital como si él mismo fuera uno de sus médicos. Aquel recinto estaba dedicado a las plazas de cirujanos y especialistas, ni siquiera las enfermeras y los celadores podían disponer de ellas, pero Cristo ya conocía bien el morro que lucía su amigo. Al menos no tendría que llevar el paraguas como un mayordomo porque el aparcamiento era cubierto. Había comenzado a llover un par de horas antes, justo después de la hora del almuerzo, y el cielo estaba oscuro y ominoso, como si contuviese toda el agua del mundo.

—    Nos van a llamar la atención – masculló Cristo.

—    ¿Tú crees? ¿Llevando un cacharro como éste? – se burló Spinny palmeando el salpicadero de suave cuero.

Cristo sabía que tenía razón. Nadie llama la atención a quien conduce un Lexus LS 600h, ¡faltaría más! Ambos se quedaron de piedra cuando bajaron al garaje y se lo entregaron, sobre todo Spinny, que conocía las especificaciones de la lujosa berlina. ¡Como se notaba que Rowena era un activo a mimar!

—    Quiero probar el asistente de aparcamiento – dijo el pelirrojo, señalando un hueco entre dos todoterreno.

Cristo no dijo nada, pero se mordisqueó el labio, preocupado por lo que pudiera pasarle al vehículo. Sin embargo, el asistente se hizo cargo de la maniobra a la perfección, sin dejar que el conductor tuviera que modificar nada.

—    Joder, así cualquiera conduce – musitó el gitanito, maravillado.

—    Venga, vamos a por la chorva – exclamó Spinny, bajándose y activando el doble cierre. – Estoy deseando conocerla.

—    Esperemos que no muerda…

Entraron en el vestíbulo y Cristo se acercó al mostrador de recepción, donde una madura enfermera de raza hindú se afanaba entre partes y llamadas. Preguntó por la habitación de la famosa modelo y si ya le habían dado el alta. La enfermera hizo una llamada inmediatamente al saber de quien se trataba.

—    El doctor ya le ha dado el alta a la señorita Maddison. La traen hacia aquí en este momento – le informó la enfermera.

—    Muy agradecido.

—    ¿Ya viene? – preguntó Spinny, tocándole en el hombro.

—    Si. Ha sido rápido…

—    Bien, bien – se frotó las manos el pelirrojo.

Cristo sonrió, conociendo cuanto le gustaba a su amigo codearse con las modelos, pero tenía dudas que Rowena estuviera dispuesta a reírle sus gracias. Lo más seguro es que vendría amodorrada y de mal humor, deseando llegar a su apartamento. Tendría que controlar la efusión de Spinny, ya que, a veces, no se daba cuenta de lo coñazo que podía ser. No quería que la Dama de Hierro le calentara la cabeza después.

Un celador de color apareció, empujando una silla de ruedas en la que se sentaba una joven. Cristo reconoció a la modelo inglesa enseguida, aún vistiendo un simple chándal y llevando el pelo recogido en una cola de caballo. Sobre sus piernas, sostenía un neceser de viaje. Tenía el ceño fruncido y sus ojos se movían de un lado para otro, atenta a todo. Cristo pensó que no parecía en absoluto drogada, ni calmada.

“Mal rollo”, se dijo, mordiéndose el labio inferior.

—    Señorita Maddison – dijo, situándose al paso de la silla. El celador se detuvo y Cristo pudo escuchar como un suspiro surgía de su pecho. El hombre parecía tener unas ganas tremendas de perderla de vista. – Me llamo Cristóbal y me envía Fusion Models para conducirla hasta su apartamento.

La modelo le miró con atención y su ceño se apretó aún más. El celador se irguió, a su espalda, esperando a ayudarles a subirla al coche.

—    ¿Por qué la agencia me envía a un crío? – preguntó acremente, con un delicioso acento británico.

Cristo contuvo la respiración para calmarse. A su lado, Spinny soltó una risotada.

—    Todos piensan lo mismo de Cristo, pero te aseguro que es más viejo de lo que parece. Es como uno de esos duendes irlandeses – Spinny palmeó la espalda de su amigo.

—    ¿Y tú eres? – preguntó Rowenna, respondiendo al tuteo.

—    El chofer y un admirador. Llámame Spinny – y con esa respuesta hizo una profunda reverencia, con la que su larga cabellera rojiza estuvo a punto de barrer el suelo.

Las comisuras de la boca de la modelo se irguieron un tanto. “Buena señal”, respiró Cristo. “Quizás Spinny sea una ayuda, después de todo.” El tremendo retumbar de un trueno les sobresaltó.

—    Se está liando una buena – avisó Cristo. – Sería mejor que nos fuéramos ya.

—    Odio las tormentas – exclamó la joven, haciendo un mohín con la boca.

—    Trae el coche hasta la puerta, Spinny – le sopló Cristo, intentando sacarle del éxtasis contemplativo en el que su colega había caído.

El pelirrojo parpadeó y asintió, todo con una sonrisa bobalicona. Cruzó rápidamente las puertas, camino al aparcamiento.

—    Cristóbal… ¿qué nombre es ese? ¿De dónde? – preguntó la modelo.

—    Pues como… Cristóbal Colón, ya sabe… yo también soy de España.

—    Colón era de Génova – gruñó ella.

—    Bueno, pero curraba para los Reyes Católicos…

Rowenna se encogió de hombros y se miró la escayola que envolvía su pie derecho hasta la rodilla.

—    Estuve en España, en la Costa Brava. Me intoxiqué. Fue una pesadilla.

“¡Coño, no doy una!”

—    Yo soy del Sur… ná que ver

El Lexus se detuvo ante las numerosas puertas acristaladas y Cristo aprovechó la ocasión para cerrar la boca. Rowenna parecía de mal humor y no conseguía entablar un diálogo, así que lo mejor era subirla al coche y bascularla en su apartamento. Punto.

Al menos, la prestancia del coche agradó a la modelo, quien, tras ser ayudada por el diligente celador negro, se arrellanó en el cómodo asiento trasero.

—    Hay refrescos en la nevera – apuntó Spinny, girando la cabeza.

—    No es un refresco lo que necesito ahora – contestó Rowenna, agitando una mano.

Abrió el pequeño compartimento de la licorera, pero estaba vacía. Soltó un reniego que hizo reír a Spinny.

—    ¿De qué te ríes? – exclamó la modelo con furia. Cristo meneó la cabeza; la cosa no iba bien.

—    Puede que esto te anime – dijo Spinny, sacando una petaca del bolsillo interior de su cazadora.

—    ¡Spinny, tío! – Cristo le amonestó.

—    ¿Qué? – Spinny abrió las manos, en muda pregunta.

—    ¡Que está medicada, gilipollas!

—    Es solo ron…

—    Trae – dijo ella, inclinándose hacia delante y quitándole la petaca de la mano.

—    Arranca de una vez, jodido retrasado – musitó Cristo, alzando los ojos al techo del vehículo y dándose por vencido.

Salieron del aparcamiento a Columbus Avenue, en plena hora punta y bajo una intensa lluvia. El hospital Mount Sinaí se encuentra en el Upper West Side y la residencia de la modelo en el Upper East Side, al otro lado de la isla, con Central Park por medio. No es que fuera una distancia considerable, pero la afluencia de tráfico a esa hora retrasaba la marcha. Así que Cristo se armó de paciencia. A su lado, Spinny disfrutaba conduciendo el magnífico coche; detrás, Rowenna no dejaba de darle tientos a la petaca metálica, sin ningún escrúpulo.

Cruzaron el gran parque por la 79ava que lo atraviesa casi por la mitad, en medio de un gran despliegue de actividad eléctrica en el cielo. La tormenta parecía estancada sobre el East River, subiendo por el estuario. Al entrar en el Upper East Side, se lo encontraron a oscuras. Escaparates y comercios apagados. Cristo supuso que era consecuencia de la tormenta. Rowenna vivía en un edificio en la East 75th St, al cruce con la 1st Avenue, muy cerca del famoso Pony Bar. ¡En la planta quince! Si no había electricidad, no podrían subir con ella en volandas. Aunque delgada eran muchas escaleras.

Cristo maldijo una vez más su suerte, pero, al menos, Rowenna estaba callada, succionando la petaca. Spinny estacionó en el área de descarga frente a la entrada del edificio. Regio y caro, lo clasificó Cristo de un vistazo. Salió con el paraguas para ayudar a Spinny a sacar la silla de ruedas del maletero. Cuando la tuvieron desplegada, la situaron ante la puerta trasera y, entre los dos, como pudieron, instalaron a la modelo en ella. Cristo tapó a la joven con su paraguas mientras Spinny empujaba la silla. Un uniformado conserje les abrió la puerta.

—    Hola, Henry – saludó Rowenna al conserje, un tipo cincuentón, bajito y con bigote muy recortado.

—    ¿Cómo se encuentra, señorita Maddison?

—    Muuucho mejor ahora – dijo soltando una risita peculiar.

“¡Jesucristo! ¿Está borracha? No ha tenido apenas tiempo.” Cristo apretó el brazo de Spinny, quien no pareció entender nada. Como había supuesto, el edificio tenía encendidas las luces de emergencia. Los ascensores no funcionaban.

—    Al parecer, un rayo ha destrozado la subestación del río – informó el conserje. – No sé cuanto tardaran pero supongo que, al menos, un par de horas como mínimo.

—    Pero debemos subir a la señorita Maddison a su apartamento. No se puede quedar aquí, en el vestíbulo. Necesita cuidados y reposo. Su doncella tiene que meterla en la cama y…

—    A propósito de su doncella, ha llamado para comunicar que no podrá llegar a tiempo. Está atrapada en un ascensor, creo – le cortó Henry.

Cristo dejó caer los hombros, desanimado. Rowenna se giró para mirar a Spinny.

—    Eh, rojo, ¿te queda másss de esto? Se ha acabado – le preguntó, los ojos brillantes.

—    No, ya no.

—    Pues subamos a casssa, que tengo un par de botellas de las buenas – anunció, batiendo palmas.

—    No podemos subir. Los ascensores no funcionan – se quejó Cristo.

—    Pero pueden usar el montacargas. Tiene generador propio. Es solo para emergencias, pero creo que ésta lo es – les informó Henry.

—    ¡Genial! – se animó el gaditano.

—    Debería llevar el coche al aparcamiento subterráneo. Puede dejarlo en alguna de las plazas pintadas de amarillo – el conserje se encaró con Spinny. Éste sonrió y asintió.

—    Hazlo, te espero aquí para tomar el montacargas – le dijo Cristo.

Diez minutos más tarde, los cuatro se encontraban en el interior de un amplio montacargas con persianas metálicas, lento como el caballo del malo pero que les subía hasta el piso indicado. Henry les acompañaba para usar su llave maestra, ya que Rowenna no llevaba la suya. El apartamento estaba situado a la mitad del edificio y tenía buenas vistas al río y al puente Robert F. Kennedy. En su interior, todo eran moquetas, alfombras y cojines, sobre el pulido entarimado de madera. Un par de mesas bajas, amplias y desplegables, cumplían la misión de sostener platos, el ordenador portátil, y revistas de modas. Parecía un nido algodonoso más que una vivienda. Solo la cocina desprendía un aire distinto, sin duda el territorio de la chacha.

Rowenna movió la silla hasta un armarito disimulado contra una columna de ladrillo pulido y sacó varias velas y una botella de ron jamaicano. La alzó con aire triunfal y le pidió a Spinny que trajera unos vasos de la cocina. Cristo lo acompañó, dispuesto a decirle dos cosas.

—    Parece que ha cambiado de humor, ¿no? – comentó el pelirrojo, abriendo placares.

—    ¿Qué coño le has dado?

—    Tan solo un poquito de ron.

¡Un huevo! No ha sido un poquito. Se ha mamado toda la petaca, y, por lo visto, le ha hecho efecto enseguida.

—    Bueno – Cristo conocía aquel tono de disculpa en su amigo.

—    Escúpelo.

—    Cuando me dijiste que íbamos a recoger a Rowenna Maddison, tomé lo que quedaba de aquel jugo… ya sabes, el de las piruletas, y lo mezclé con el ron.

—    ¡La madre que te echó al mundo! ¿Estás zumbao o qué? Esa tía – Cristo señaló con el pulgar por encima de su hombro – está sedada y medicada. Le has suministrado un cóctel de drogas. ¡Podría tener una reacción grave!

—    Pues parece que se lo está pasando muy bien – se encogió de hombros.

—    Recemos para que siga así.

Cuando regresaron a la sala de estar, Rowenna ya había encendido las velas, repartiéndolas por la sala y estaba bebiendo a morro de la botella. Cristo se la quitó y escanció ron en tres vasos, a la par que intentaba charlar para disminuir el ritmo de la modelo.

—    No essstoy cómoda en esta silla. Ayudadme a sentarme en el sofá.

La modelo quedó entre ellos dos y, con ello, inició una ronda de brindis, cada vez más ininteligibles, que llenó los vasos en varias ocasiones. Cristo, trago a trago, pasó de la preocupación a la dejadez alcohólica. Los tres se reían, relajados y cada vez más unidos por el dulce zumo, bañados en la suave luz de las velas, que despedían olor a malva y vainilla a medida que se fundían.

—    Rowenna, ¿es cierto que tu chico te ha denunciado por estrellar la moto acuática contra su barco? – le preguntó Spinny, con un cuchicheo.

—    El muy hijo de puta… ¡Ya ves lo que me quería!

—    Ya te digo. Encima que te lesionas, va y te demanda. Es una puñalada trapera – añadió Cristo.

—    Si. Essso me ha hecho decidirme… No pienssso tener más relaciones por ahora. Cuando me recupere, me d-dedicaré a mi trabajo. De todas formas, esss lo único que me da alegrías – comentó ella, arrastrando las palabras.

—    Pero no puedes dejar de lado tus sentimientos – dijo Cristo.

—    Cuando quiera echar un polvo, solo tengo que escoger. Sssin compromiso – Rowenna se giró hacia Spinny y le puso un dedo en los labios. – Tú, rojo, eres guapo… parecesss irlandés…

—    Mi bisabuelo vino de allí.

—    Puesss vas a ser mi primer voluntario, ¿qué te parece?

—    ¡Que me ha tocado la lotería! – se extasió el pelirrojo.

La modelo le echó los brazos al cuello y se dejó caer contra él. Sus labios se apoderaron de la boca del chico, mordisqueando con voracidad. No pareció importarle girar la pierna escayolada que tenía sobre un cojín, en el suelo, y apoyarla para impulsarse. Sus dedos se hundían en la mata de pelo rojiza, acariciando la nuca masculina.

—    ¡Madre del amor hermoso! – susurró Cristo al contemplar como las lenguas se trababan y se afanaban, al descubierto. Aquello no eran besos, sino lametones animales.

Rowenna parecía desatada, animada por un desconocido fuego interior que la recorría de pies a cabeza, y en cuanto a Spinny, él siempre estaba así, más tratándose de una modelo, una de sus mujeres fetiche. Dejó resbalar la espalda por el sofá hasta quedar casi tumbado, con las piernas dobladas fuera. Rowenna, sin separar su boca de la de Spinny, subió sus piernas para estar más cómoda. Quedó tumbada de bruces sobre el pecho del pelirrojo y sus piernas descansando sobre el regazo de Cristo.

Este no sabía qué hacer. Aquellos dos necesitaban intimidad, pero él no quería marcharse por varios motivos. Fuera estaba oscuro, tendría que tomar un taxi para volver y, además, no quería dejar a Spinny a solas con la modelo. Dios sabe cómo acabaría todo. Sin embargo, la situación era muy tensa, demasiado. Así que rebulló el cuerpo, intentando apartar la pierna escayolada con delicadeza, y musitó:

—    Será mejor que os deje solos. Tomaré un taxi y…

—    Sssshhh…

El siseo emitido por Rowenna le calló, aunque tan efectivo fue sentir la mano de ella atrapar la suya y conducirla hasta sus glúteos. La postura de bruces los hacía aún más sugerentes, pequeños y redondos bajo el liviano pantalón del chándal. Cristo se encontró con su mano allí posada, sin atreverse a sobar una de las nalgas más deseadas del mundo. La modelo giró la cabeza y le miró de reojo.

—    Juega con ellas, jovencito, ya me ocuparé de ti después – le dijo en un tono ronco.

Spinny le guiñó un ojo con complicidad, antes de acoger de nuevo los labios y lengua de la chica. Cristo tragó saliva y pellizcó con timidez uno de los cachetes. Percibió el tejido de la braguita y la dureza del glúteo trabajado. Carne de primera. Sus dedos tantearon con más avidez, abarcando más terreno. Pensó en que ese era su primer trío, hombre-mujer-hombre, y sintió un escalofrío al pensar en que se rozaría con Spinny. Hubiera preferido estar con dos chicas pero no estaba en su mano elegir. Sus paranoias homofóbicas le asaltaron de nuevo e intentó calmarse.

“Solo tienes que tener cuidado, Cristo. Cuando te muevas, hazlo con tiento para no tocarle la batuta a Spinny, y todo solucionado. Además, no será muy diferente de lo que tenía Chessy. Bueno, con más pelos, eso si.”

Se afirmó sobre aquellas espléndidas nalgas expuestas y barrió de su mente las dudas y prejuicios. Uno no tenía una oportunidad como aquella todos los días. Bendito fuera el “zumo de piruletas” y las perversas ideas de su colega. Sus suaves manitas se introdujeron por la cintura elástica de la prenda, sobando la sedosa textura de la braguita de la modelo. Era una prenda de calidad, pero de lo más tradicional. Una braga de toda la vida, para llevar al hospital. Nada de fantasías, ni minitangas. Aún así, la simple idea de estar metiendo la mano en el trasero de Rowenna Maddison estaba poniendo frenético al gitano.

Amasó, pellizcó, y frotó a placer, bajando cada vez más la cintura del chándal, hasta que el insigne trasero quedó al aire, solo medianamente cubierto por la prenda interior. Alabó mentalmente la suavidad de la piel de melocotón que poseía la modelo. Allí no había trazas de celulitis ni grasa superflua; no, nada de eso. Solo la justa, una almohadilla de carne ideal para sentarse o para acariciar.

Mientras tanto, Spinny abría la cremallera de la chaquetilla deportiva e introducía sus manos bajo la camiseta rosa. El cuerpo de Rowenna rebulló, respondiendo a las caricias de los chicos. Debía refrenarse porque aún quedaba una chispa de lucidez y vergüenza en ella, pero estaba deseando gemir a lo bestia y retorcer las caderas. Aquellas manos pequeñas en sus nalgas la volvían loca. Siempre había tenido debilidad en aquella parte de su cuerpo. De hecho, perdió su virginidad anal antes que la vaginal.

Spinny sonrió cuando sus dedos llegaron a los pechos de la modelo inglesa. Allí no había prenda alguna. Sus menudos senos se movían libres bajo la camiseta. Los pezones ya estaban erectos y duros. Los notó gruesos y grandes bajo su tacto y deseó verlos enseguida, pero sabía que no era el momento. Pellizcó con fuerza el pezón izquierdo y Rowenna gimió en el interior de su boca. Temio haberla hecho daño, pero la propia mano de la chica se introdujo bajo su sudadera, buscando su pecho lampiño.

Repitió el pellizco, con más fuerza, y ella, en respuesta, le arañó la tetilla suavemente. El nuevo quejido fue más largo, casi un ronroneo. Comprendió que estaba dominada por el influjo de las drogas sexuales y que ya no había freno en su mente. Spinny abrió un ojo, mirando el bello rostro que tenía contra el suyo. ¡Iba a follarse a una de las top models más famosas! ¡Gracias, Dios!

Una de las manos de Rowenna descendió hasta su medio bajado pantalón. Cristo contempló como trataba de bajarlo por sus piernas, pero la postura no la ayudaba.

—    Déjame a mí – susurró y la modelo apartó la mano.

Deslizó tanto el pantalón deportivo como la braguita hasta el final de los muslos, pero allí las prendas se rizaron y se estancaron. Le echó un buen vistazo al delicado bollito que se hinchaba entre las piernas femeninas. Estaba recubierto de un corto y estrecho vello, sin duda descuidado durante los días de hospitalización. A Cristo no le importó en absoluto.

Tiró de una cadera para que la chica se girase un tanto. Spinny y ella dejaron de besarse. El pelirrojo miró las desnudas piernas con avidez. Rowenna quedó acodada, de costado, la boca entreabierta y jadeante. Spinny se levantó y ayudó a su amigo a pasar la prenda, con cuidado, por encima de la escayola. La modelo, al sentir sus piernas desnudas y libres, las abrió con descaro, provocadora.

—    Desnudadme toda, chicos – musitó, con los ojos cerrados.

Dicho y hecho. Mientras Cristo la mantenía sentada y recta, Spinny le quitaba la chaquetilla y la camiseta en un santiamén. Ellos mismos aprovecharon el interludio para despojarse de sus ropas con la velocidad de unos niños en su primer día de playa. De pie ante ella, la admiraron largamente, ambos desnudos. Para Spinny, quien ya mostraba su pene bien erecto –una serpiente larga, pero delgada, que arrancaba de un matojo rizado y rojo como su cabellera- era como contemplar un cuadro de Botticelli. Una Venus de piel blanca tumbada ante él, con los ojos entrecerrados y labios ofrecidos. Sin embargo, para Cristo era la confirmación de su trayectoria. Un gitano codeándose con las diosas del Olimpo, en Nueva York. ¡Chúpate esa, Joaquín Cortés!

—    No os mováis. Así, quietos, los dos juntos – dijo de repente Rowenna, irguiéndose y quedando sentada en el sofá. Los dos penes quedaban a su alcance.

Situó de nuevo su pierna escayolada sobre el cojín y alargó las manos, tomando los dos miembros.

—    ¡Qué monería! – susurró mientras acariciaba el pene de Cristo.

Inclinó la cabeza y lamió el prepucio de Spinny antes de retirar la piel y dejar al descubierto su glande. Repitió lo mismo con el pequeño pene de Cristo. Contenta quizás con el sabor, sonrió y se lanzó a devorar ambos miembros, por turno. Poseía una buena técnica, donde la lengua y las aspiraciones profundas se repartían todo el trabajo.

—    Oh, Dios, para… para – gimió Spinny al cabo de unos minutos. – Si sigues, me correré…

—    Nada de eso, amiguito. Aquí hay que cumplir – dijo ella, una vez dejó tranquilo su pene. -- ¿Y tú?

—    Puedo seguir – sonrió Cristo con suficiencia.

—    Vale, pues entonces… cambio.

Rowenna se reclinó hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo y abriendo las piernas. Los chicos cogieron la idea al vuelo. Spinny se arrodilló en la gruesa alfombra, entre las abiertas piernas, con cuidado de no tocar la pierna herida, y se aplicó a la tarea, hundiendo su lengua en el sexo de la modelo. Cristo, por su parte, se subió de pie en el sofá, colocando un pie a cada lado de las caderas de Rowenna, dejando su pequeño polla al alcance de la boca femenina, mientras él apoyaba sus manos en lo alto del respaldo.

Durante un buen rato, no hubo más sonido que aquellos ruidos de succión, de saliva y fluidos tragados, y algún que otro murmullo ahogado. Spinny degustaba aquel coño como si fuese puro néctar de ambrosía, haciendo que las caderas de Rowenna rotaran y se agitaran como una bailarina de la danza del vientre. Por su parte, la modelo se empleaba a fondo con aquel pene pequeñito y juguetón. Pero no solo se afanaba sobre él, sino que su lengua bajaba buscando el escroto y el perineo, lamiendo aquellas bolitas suaves y sin vello.

Cristo, finalmente, tuvo que aferrarse a la cabeza de Rowenna y tirarle de la cola de caballo para separar la boca de su pollita.

—    Ya está… ahora, a follar.

—    ¡Si! – exclamó ella con una gran sonrisa.

—    Spinny, túmbate en el sofá, boca arriba. Deja que Rowenna se suba en ti – le sugirió el gitano.

—    ¿Y tú dónde?

—    Yo se la voy a meter por ese culito que me tiene loco…

Rowenna soltó una risita boba y agitó sus pechitos. Desde que había visto el tamaño de la polla de Cristo, llevaba pensando lo mismo. Iba a ser todo un sándwich…

La modelo, con cuidado, se arrodilló encima del pelirrojo, cabalgándole. Soportaba el peso con las rodillas y con el tobillo sano. Además, el cóctel que encendía su sangre servía también de analgésico, diluyendo el dolor y el malestar. En ese momento, solo quería follar. Se empaló ella misma en el largo miembro de Spinny. Era como una serpiente que pronto estuvo chocando con su cerviz, llamando a la puerta del útero, pero que no la llenaba totalmente.

Cristo volvió de la cocina y se arrodilló entre las abiertas piernas de su amigo. Levantó las nalgas de la modelo y hundió, sin miramientos, un dedo pringoso de mantequilla en el anhelante ano de Rowenna, quien chilló como una gata furiosa y ansiosa a la vez.

—    Tranquila, encanto. Relájate…

La verdad es que la chica lo hizo enseguida. Su esfínter se abrió como una flor de carne, tragándose no solo el dedo untado de mantequilla, sino también a dos de sus hermanos. Cristo se dio cuenta de que aquella entrada era bien frecuentada, casi tanto o más que el coñito.

—    Venga, tío… métesela ya. Está temblando – murmuró Spinny, mientras metía dos dedos en la boca de la modelo, quien jadeaba y se agitaba, mirando desenfocadamente al pelirrojo.

—    Ya… ya va, leches.

Cristo la enfundó en carne de un golpe y Rowenna no hizo ni un aspaviento. Estaba acostumbrada a calibres más grandes. Sin embargo, la chica sabía que aquella pollita tenía las dimensiones perfectas para darle placer sin el sufrimiento de otros miembros mayores. Spinny acomodó sus lentos envites con el traqueteo de su amigo, más rápido. Rowenna había cerrado los ojos y, con una mueca de putón en su rostro, se había dejado caer hacia atrás, sobre el gitano, quien aguantaba su peso sin dejar de culear y de sobarle un pechito.

Spinny no quitaba ojo de aquella expresión de felicidad sexual que la modelo dejaba asomar a su rostro. ¡Le estaba poniendo a mil! ¡Esa puta estaba gozando con lo que ellos le hacían! Pequeños espasmos recorrían el vientre de Rowenna, que los dedos del pelirrojo detectaban perfectamente. No sabía exactamente las veces que esa putilla se había corrido, pero mientras le comía el coño estaba seguro de que lo había hecho un par de veces, y aquellos temblores significaban lo mismo.

“¡A esta la destrozamos!”, pensó y se río mentalmente, empujando a fondo su polla.

Cristo no estaba por la labor de pensar. Sentía llegar su propio éxtasis y la mano que aparcaba el delicioso pechito subió hasta aferrar la gruesa cola de caballo, tirando con fuerza, echando la cabeza hacia atrás. Rowenna gimió pero no abrió los ojos. La otra mano de Cristo penetró en su boca, casi al completo, ahogándola. Los dientes del gitano mordieron suavemente su lóbulo y susurró:

—    Me voy a… correr en tu… c-culo, Rowenna. Te lo voy a llenar de… LECHEEEE…

Aquellas palabras, la falta de aire y la súbita calidez que se derramó en su intestino, detonaron un tremendo orgasmo en la chica, que acalambró sus caderas súbitamente. Cogido por sorpresa, Spinny se vio aspirado por aquella vagina que, de repente, se contraía fuertemente. No pudo aguantar la presión y se derramó en varios borbotones en su interior.

—    ¡Joder! ¡Me cago en la puta! Me vacío… -- exhaló, arqueando la espalda y levantando a la modelo con él.

Rowenna, atraída por el peso de Cristo, cayó de espaldas sobre el gitanito, aún agitada por su propio orgasmo. Instintivamente, pudo doblar las caderas para no dejar su pierna mala aplastada, y se quedó traspuesta sobre Cristo, jadeando y notando como el semen se deslizaba fuera de sus agujeros naturales.

“Si mi madre pudiera verme ahora…”, pensó Rowenna, sonriendo. “Esta es la única y verdadera felicidad”.

Pasado un par de minutos, Cristo se agitó bajo la prieta carne que le aplastaba. Escupió parte de los cabellos de la cola de Rowenna, que caía desparramada sobre su boca, y se deslizó, como pudo, hasta el suelo. Se puso en pie y miró a Spinny y la modelo. Su colega abrió un ojo y le devolvió la mirada. La inglesa parecía dormitar.

—    Tengo hambre – dijo.

—    Tú siempre tienes hambre – gruñó Cristo. – Pero no podemos irnos.

—    ¿Por qué?

—    No podemos dejarla sola. Aún no ha vuelto la electricidad.

—    Bueno, pues mira a ver si hay algo en el frigo… o puedes hacer tortitas, tú mismo – le instó Spinny.

—    ¡Tu padre! – pero Cristo marchó a la cocina, atrapando una de las velas.

Encontró galletas, crema de avellanas y una caja de cereales al chocolate. Bebió de un cartón empezado de zumo de piña sin usar vaso. Al mirar por la ventana, la oscuridad reinaba, solo salpicada por tenues lucecitas en algunas ventanas. Más velas, por supuesto, se dijo. La ventana de la cocina no daba al río, sino a la avenida. A lo lejos, pudo ver como otros edificios si estaban encendidos. Sin duda, el loft de Faely no estaba aquejado del corte eléctrico.

Llevó lo que había encontrado a la sala, dejándolo sobre la mesa. Spinny saltó para atrapar los cereales, haciendo gruñir a Rowenna, quien seguía tumbada boca arriba, rezumante y desnuda. Cristo se puso slip y pantalón, rebuscando su móvil en el bolsillo. Llamó a su tía. Como había supuesto, el apagón no había afectado aquella zona. Le comentó lo que ocurría y que no sabía si volvería esa noche, pero que estaba bien. Cuando colgó, el teléfono se agitó. Se trataba de la Dama de Hierro.

—    Dígame, señora.

—    ¿Dónde estás, Cristo?

—    En el apartamento de Rowenna.

—    Me he enterado del apagón. ¿Estáis a oscuras?

—    Como en un bosque. Estoy solo con ella, la chacha está atrapada en otro lugar de la ciudad. Esto no es lo que hablamos, señora – dijo con un tono calculado. No era cuestión de ponerse a malas cuando se lo había pasado de muerte.

—    Lo sé, lo sé. Lo siento, pero tendrás que aguantar. No puedes dejarla sola.

—    Ya, eso pensaba.

—    ¿Qué tal se está portando?

—    Bueno, nos soportamos por el momento. Le estoy hablando de España para entretenerla.

“Si, no veas la faena que le hemos hecho.”

—    Bueno, llámame si necesitas algo.

—    Bien, señora. Adiós.

Tuvo un escalofrío. La temperatura descendía y no disponían de calefacción. Se vistió completamente y fue al dormitorio. Otro nido espectacular, con una cama redonda con una especie de barandilla en un lateral. Rowenna tenía un estilo propio, eso era evidente. Atrapó una manta y regresó para cubrir con ella a la modelo. Rowenna abrió los ojos y le sonrió, apretujándose en la cálida textura. Musitó un gracias y cerró los ojos. La sonrisa no le abandonó.

A su lado, Spinny se atiborraba de puñados de cereales y untaba galletas en crema de avellanas, usando un dedo. Seguía desnudo y tenía las piernas cruzadas, en plan fakir, sobre el mullido sofá. El teléfono de Cristo volvió a sonar. Enarcó una ceja al comprobar quien llamaba.

—    Dime, Calenda.

—    Hola, Cristo. ¿Qué tal con Rowenna?

—    ¿También lo sabes? ¿Se ha publicado en el BOE?

—    ¿Cómo? – la venezolana no había entendido el comentario mordaz.

—    Bueno, ahí andamos. Spinny está conmigo. Me ha servido de chófer. Pero ahora estamos en su apartamento, sin energía y sin chacha.

—    ¿Chacha?

—    La doncella de Rowenna. No ha podido venir.

—    Ah, y ella, ¿cómo está?

—    Pues ya me dirás. Con una pierna escayolada, moratones por todas partes, y deprimida, pero los sedantes que se ha tragado la han convertido en un tierno corderito – le guiñó un ojo a su amigo.

—    ¿No te ha dado problemas? – se asombró Calenda.

—    Ni uno.

—    Jo, que extraño. Bueno, ¿sabes aquello que te comenté la semana pasada? – el tono de la modelo cambió, volviéndose más íntimo y suave.

—    ¿Lo de tu posible viaje a Brasil? – Cristo caminó hasta la cocina, de nuevo, buscando algo más de intimidad.

—    Si. Acaban de confirmarlo.

—    Ah…

Cristo apretó los dientes, con rabia. Calenda se iría dos meses a Brasil para trabajar en varios proyectos. Dos meses sin verla. ¡Maldita fuera la estampa de los muertos de Drácula! Pero debía tragarse su despecho. Era su trabajo y su vida y él no era nada suyo. ¡Si ni siquiera se había atrevido a decirle lo que sentía por ella!

—    ¿Estás ahí?

—    Si, si… por supuesto. ¿Para cuando era ese viaje?

—    Para finales de primavera, creo. Faltan aún unos meses.

—    Pues… ¡felicidades! Vas a debutar en una peli – el tono de Cristo estuvo cargado de sorna.

—    Me hace mucha ilusión, pero haré más cosas. Tengo un pase, varios anuncios…

—    Estás alcanzando tu sueño, Calenda. Me alegro mucho por ti.

—    Es verdad. Mi suerte cambió cuando mi padre fue arrestado.

—    Si, te quitaron el escollo de tu vida – la risa de ella le puso la piel de gallina.

—    ¿Nos vemos este sábado? May Lin quería ir al cine. Podríamos ir los tres.

—    Claro, ¿por qué no? Tengo que dejarte, Calenda. Nos vemos.

—    Hasta luego, mi niño. Que no te muerda esa bruja.

“¡Joder! ¡Otra sesión de cine acompañado! May Lin es muy linda y graciosa, pero se podía echar novia de una puta vez…”. Pero sabía que protestaba solamente debido a la frustración. La culpa era suya y de nadie más, si no se atrevía a confesarle a Calenda su amor. Pero, ¿Quién podría hacerlo? Él apenas era un muñequito a su lado. Decirle a un monumento como Calenda que la amaba solo serviría para que ella le tuviera más lástima y Cristo no necesitaba lástima. Así que iría al cine con las dos, sonreiría a todo, miraría de reojo como May Lin trataba de meterle mano a su compañera en la oscuridad y soñaría con el mínimo roce de los dedos de Calenda.

Suspiró y regresó a la sala. Spinny había acabado de tragar y se encontraba metido bajo la manta de Rowenna, acostado sobre la espalda de ella. La estaba montando furiosamente, dándole por el culo. La modelo gemía y mordía la tela del sofá, aplastada sobre él. Alzó los ojos y miró a Cristo un momento. Sonrió y se pasó la lengua por los labios mientras alzaba el trasero para que su amante llegara aún más profundo.

“Una buena zorra”, se dijo.

Cristo se sentó en un cómodo butacón, frente a ellos, y se dedicó a disfrutar del espectáculo. Cuando Spinny acabara, pensaba traer una esponja y lavar bien los agujeros de la modelo. Después, la llevaría a esa gran cama de al lado y le iba a echar al menos otros dos polvos. Si Spinny quería continuar con ella, no le importaba, pero pensaba aprovechar lo que pudiera la influencia de las drogas.

Seguramente, Rowenna Maddison no le miraría mañana a la cara, pero, de todas maneras, nunca lo había hecho, incluso pasando delante de él todas las mañanas.

CONTINUARÁ...