Como seducir a una top model en 5 pasos (33)

Una buena despedida.

Si alguien quiere comentar, criticar, o cualquier otra cosa, puede hacerlo en mi nuevo correo:

la.janis@hotmail.es

Gracias a todos.

Janis.

Una buena despedida.

Calenda se bajó las braguitas con todo un movimiento insinuante, tan lentamente que la boca de Cristo se crispó, ansiosa. Los bellos ojos femeninos le miraban atentamente, buscando hacerle reaccionar. La sonrisa que la venezolana mostraba hablaba de confianza, de gratitud, y de puro deseo.

Una vez pasó la prenda por encima de los vertiginosos tacones que la modelo llevaba, ésta enderezó el cuerpo, irguiendo su magnífica figura, tensando sus pechos y abriendo sus piernas. Era como si le estuviese ofreciendo todo su cuerpo, todo su ser.

Cristo tuvo que tragar saliva y lamerse los labios que se habían quedado resecos. Llevaba tanto esperando este momento, que aún no se lo podía creer. Alzó sus manos, con los brazos extendidos hacia aquella bellísima muñeca que le llamaba, y dio un paso hacia delante. Parecía un puñetero zombi de esa manera, pero su cuerpo no parecía querer responder de otra forma.

Tambaleante, avanzó hacia Calenda, con una sonrisa bobalicona pintada en su cara, pero, finalmente, se abrazó a aquel cuerpo desnudo y rutilante. Se abrazó con fuerza, como un naufrago a un cascarón, como un bebé al pecho materno, como un misionero a su cruz. ¡Era suya!

Apretó el rostro contra aquellos senos de locura, sintiendo la cálida piel en contacto con la suya, la increíble firmeza de sus pectorales, la esbeltez de su cintura entre sus brazos. Y ella pronunció su nombre, con voz ronca y sensual…

Cristo…

Sonaba tan bien en su boca. Hacía que el vello de sus brazos se erizara.

Cristo…

Susurrante, prometiendo todo el placer del mundo.

Cristóbal.

Podía oler el aliento a menta en aquella palabra.

¡CRISTOBAL!

Tuvo que abrir los ojos y despertar con sobresalto. El aullido resonaba en sus oídos. El sueño se había malogrado, esfumado. Alguien lo iba a pagar caro, ¡muy caro! Como que él se llamaba Cristo Heredia que…

El arrugado rostro de Samuel mantenía una sonrisa que pretendía ser inocente, eternamente apoyado en su bastón, aunque el que hoy lucía era diferente. Cristo se sentó en la cama, rascándose la cabeza y mirándole con furia. ¿Cómo coño había entrado en el loft?, se preguntó el gitano. Samuel Dorman era un controlador de mentes, pero no tenía poder sobre las puertas, que él supiera.

Sin embargo, el anciano tenía más secretos que años así que Cristo bostezó, se estiró y preguntó:

―           ¿Qué pasa ahora?

―           Vamos a pasear.

―           ¿Pasear? – Cristo echó un vistazo al reloj de la mesita. – Son las nueve de la mañana del sábado, Samuel.

―           Efectivamente. Luce el sol, cantan los pájaros… ¡Arriba, dormilón!

La voz del anciano era silbante, baja y algo cascada. Cristo sabía que se deterioraba con rapidez. Tenía fuertes accesos de tos y su piel se había vuelto amarillenta. No eran buenos síntomas, no señor. Durante el poco tiempo que llevaban conociéndose, Cristo se había ocupado de su salud, obligándole a tomarse diversas medicinas. A regañadientes, Samuel lo hacía, diciendo que no servía para nada, que pronto moriría.

Todo su afán estaba en enseñar cuanto sabía de control mental al gitano, y había que decir que Cristo había aprendido y mucho. Pero le entristecía ver como la vitalidad de aquel portentoso anciano se apagaba.

Cristo se bajó de la cama y se metió en el cuarto de baño. Mientras tanto, Samuel puso una cafetera de su mezcla especial: 33% de café colombiano, 33% de grano arábico, y 33% procedente de Java. A eso, después había que añadirle un buen chorreón de ron, “pá quitarle el sabor”. Cristo podía dar fe de que despertaba a un muerto.

Media hora más tarde, estaban subidos a un vagón de metro, rumbo al distrito financiero.

―           ¿Es que vas a invertir en Bolsa? – preguntó Cristo, mirando las piernas de una adolescente, sentada enfrente.

―           No seas burro. Eso es para tontos avariciosos. Pero tienes algo de razón, vamos a manejar dinero.

―           Los bancos no abren los sábados.

―           El banco al que vamos abre todos los días. De hecho, siempre está abierto.

Cristo le miró con curiosidad, pero el anciano había adoptado ese aire tan suyo, ese que quería decir: “Ya te enterarás cuando lleguemos, listo.”

Acabaron en las inmediaciones de la Zona Cero, en un edificio justo detrás del colosal One World Trade Center, que estaba a punto de concluirse.

―           Barclay Street – musitó el anciano. – Cristo, aquí es donde está el verdadero dinero de Nueva York, no en Wall Street.

―           Si tú lo dices – se encogió de hombros Cristo.

―           ¡Sí, yo lo digo! – exclamó Samuel, amenazando con su bastón. -- ¿Es que te crees más listo que yo? ¿Acaso lo sabes todo?

―           Vale, vale, Gran Gurú, ya me callo – escondió la cabeza Cristo, sabiendo que había llegado al límite de la poca paciencia del viejo.

Entraron en aquel edificio, marcado con el múmero140, un enorme edificio de oficinas y despachos que tenía más seguridad en el vestíbulo que Fort Knox. Tras pasar por un detector de metales y pedirles sus documentos de identidad en el puesto de control, subieron a la planta quince. Una secretaria les estaba esperando al abrirse la puerta del ascensor. La chica, muy mona de cara, vestía una faldita ejecutiva que se le pegaba a las caderas como una segunda piel. Sonrió angelicalmente, subiéndose las gafas sobre la naricita, y les pidió que la siguieran.

“¡Ya lo creo que sí, muñeca”, pensó Cristo, contemplando hechizado como se movían aquellas caderas al andar delante de él. Por una de las ventanas, pudo ver el colegio New Rochelle, en el lado contrario de la calle, con sus aulas a la vista gracias a los grandes ventanales rectangulares.

La secretaria les llevó hasta un despacho que se encontraba al otro lado del edificio. Desde allí, se podían contemplar las numerosas grúas que trabajaban en el nuevo Trade Center. Por un momento, Cristo se preguntó qué debió sentir la gente que trabajaba en este edificio cuando contempló la explosión y el derrumbe del edificio vecino. Él mismo recordaba haberse quedado con la boca abierta ante el televisor, contemplando aquella desgracia. Después, intentó convencer a sus familiares de lo que podría significar aquel acto para todos, pero le miraron como si les estuviera hablando sobre extraños valores desconocidos. Cristo, aquel día, lloró por diversos motivos y no escondió las lágrimas, ni a su madre, ni al pápa Diego. Lloró por los muertos, por la intolerancia humana, por la terrible injusticia del fanatismo, y, sobre todo, porque la humanidad había traspasado un nuevo umbral del horror.

El interior del despacho recordaba más al bufete de un abogado o de un notario que otra cosa, con un gran escritorio bajo el ventanal, y un área de cómodos sofás, al fondo. La secretaria se sentó tras una mesa más pequeña, frente al escritorio principal, y pulsó un interfono, avisando de la llegada del señor Dolman. No pasó un minuto cuando una puerta se abrió al otro extremo del despacho, al lado de la zona de sillones. Un hombre de mediana edad, con el pelo oscuro y engominado, saludó y avanzó hasta ellos, con la mano extendida. Estrechó vigorosamente la mano de Samuel y éste presentó a Cristo.

―           Soy Adam Flattberg. Pasemos a mi despacho, por favor – dijo el hombre.

Al traspasar la siguiente puerta, Cristo pudo ver entonces el lujo que esperaba. Una gruesa alfombra cubría parte del suelo del enorme despacho. Las paredes estaban forradas de oscuro roble y dos grandes ventanales daban una real prestancia a la estancia. Diversas obras de arte se repartían, tanto como cuadros como objetos muy distintos, por las paredes y varias hornacinas. Los muebles parecían antiguos y caros y todo olía a aceite y cera.

El señor Flattberg les indicó que tomaran asiento en dos imponentes sillones que flanqueaban el impresionante escritorio de patas torneadas y esculpidas. Él tomó asiento al otro lado. Juntó los dedos de las manos bajo su barbilla y dijo:

―           No hemos tenido noticias de usted en varios meses, señor Dolman.

―           He estado ocupado – se encogió de hombros Samuel.

―           Bien. ¿Qué puedo hacer por usted?

―           Quiero cambiar mi testamento – Cristo elevó una ceja. No esperaba eso.

―           Está bien, llamaré al señor Udher, nuestro notario – dijo Flattberg, pulsando su propio intercomunicador.

El señor Udher era un tipo muy voluminoso, totalmente calvo y con rasgos típicamente judíos. Vestía primorosamente de blanco y tenía el rostro congestionado. Cristo pensó que si no se cuidaba, aquel hombre acabaría estallando literalmente. La bonita secretaria de fuera entró con él, portando una máquina de taquigrafía, y tomaron lugar en el despacho.

―           Quiero añadir un fideicomiso a mi testamento original – empezó Samuel. – Todos mis bienes y cuentas serán controladas por este caballero, Cristóbal Heredia Jiménez, quien se ocupará de administrar el patrimonio según ciertas reglas.

―           ¿Samuel? ¿Crees que…? – Cristo calló al ver el gesto seco del anciano.

―           Tengo una hija, Cristo. Se llama Annabel y vive en Londres. Está casada, pero no tiene hijos. Llevamos mucho tiempo apartado el uno del otro, a causa de ciertas desavenencias.

―           No lo sabía…

―           El caso es que Annabel no quiere mi dinero, ni saber nada de mí, pero es mi única descendiente y no puedo desentenderme de ella.

―           No sé, podrías intentar…

―           Ya lo he intentado todo con ella. Es orgullosa y cabezota como yo y no va a cambiar a su edad, ni por mí, ni por nadie. Quizás si hubiera tenido hijos… hubiera habido alguna forma de convencerla por el bien de ellos, pero con cincuenta años cumplidos, eso ya no es una opción.

Cristo asintió, comprendiendo el caso. Tanto el notario como Flattberg, asintieron también. La secretaria se mantenía a la espera de nuevas anotaciones.

―           Así que tú controlaras la herencia de Annabel, pero no podrás ponerte en contacto con ella. Supervisarás su economía personal y sus inversiones, e inyectarás ciertas cantidades cada año para asegurarte que ella y su esposo no pasen penuria alguna. Tendrás que buscar diversas excusas para autentificar esos ingresos: devoluciones del Fisco, intereses bursátiles, e incluso, premios de lotería, ya que es aficionada a las apuestas.

―           Está bien.

―           Podrás disponer de la herencia a tu entera disposición, siempre que Annabel esté asegurada hasta su muerte. Cada año tendrás una supervisión de estos señores para comprobar que cumples con mi voluntad. ¿Has entendido?

―           Sí, Samuel, lo haré. Lo juro por mi sangre – Cristo, muy serio, se llevó una mano al pecho.

―           La segunda condición es instaurar una beca anual para la universidad que prefieras y que será otorgada a estudiantes, digamos, “especiales”, como tú y yo, ¿me sigues?

―           Sí, Samuel. Hablas de prodigios, ¿no?

―           Exactamente. De genios ocultos, sin posibilidades y recursos. La beca les permitirá ir a la universidad y potenciarse, con tu ayuda, naturalmente.

―           Así que todos los años, debo escoger a un estudiante que me sugiera disponer de ese don que buscamos.

―           Eso es.

―           ¿Y si resulta que no es “especial”?

―           Si sus notas son buenas, renueva la beca, pero tendrás que buscar otro hasta encontrar el adecuado. Entonces, podrás hacer con él lo mismo que yo he hecho contigo.

―           Entiendo – cabeceó Cristo.

―           Esas son las dos condiciones que te impongo para disfrutar de mis bienes. ¿Las aceptas?

―           Sí, Samuel, así lo haré.

La secretaria acabó de teclear los grafismos que contenían todos los detalles. Flattberg y Samuel charlaron sobre varios temas financieros mientras el notario, que se había marchado con la secretaria, legalizaba los documentos. Al cabo de otra hora, Cristo y Samuel salieron de aquel despacho, tras firmar todos los documentos pertinentes. En el bolsillo del gitano, una tarjeta dorada y negra descansaba, con un número codificado al que llamar en cualquier caso de necesidad económica.

―           Supongo que el dinero que guarda esta gente no paga impuestos, ¿no? – dijo Cristo con una sonrisa, al salir a la calle.

―           Ni por asomo. Estos tíos son auténticos usureros. Mueven el dinero para que no sea detectado y está exento de impuestos. También tienes total disponibilidad a él, en cualquier momento, trescientos sesenta y cinco días al año, las veinticuatro horas. Sólo tienes que llamar – señaló el bolsillo de Cristo – y tendrás un mensajero llamando a tu casa en media hora, o bien una transferencia bancaria si no te encuentras en Estados Unidos.

―           Un buen sistema.

―           Más adelante, tendrás una lista de mis bienes.

―           ¿No es sólo dinero?

―           No. Basta de preguntas, estoy famélico.

Samuel alzó la mano y detuvo un taxi con la firmeza de un hombre habituado a ello.

―           A Chinatown, Mott street, un poco por encima de la Iglesia de la Transfiguración – le dijo al conductor. – Conozco un sitio de chuparse los dedos…

El sitio en cuestión estaba en un callejón, a la trasera del citado templo, oculto por varios puestos callejeros, una tienda de tatuajes, y un patio cerrado cubierto de ropa tendida. Ni siquiera tenía un rótulo encima de la puerta. La puerta y el estrecho escaparate estaban cubiertos con tupidos visillos que impedían obtener visión alguna del interior.

Samuel entró, haciendo resonar un melodioso carillón al empujar la puerta. Sentada en un rincón, bajo la luz solar que entraba por la parte superior del escaparate, una anciana asiática controlaba la puerta tras un diminuto mostrador. Sobre la madera una serie de fichas de marfil yacían esparcidas.

Mientras Cristo trataba de averiguar cual era la función de aquella mujer, otra asiática se presentó ante Samuel. Ésta parecía más joven que la primera, aunque rondarían la cincuentena holgadamente. Se inclinó ante el anciano y éste le devolvió el saludo. Después, ambos se sonrieron y se estrecharon las manos. Parecían conocerse.

―           Se me ha antojado uno de tus guisos, mamá Nin – le dijo Samuel, con una amplia sonrisa.

―           Pues pasad, tú y tu invitado, kamesi.

―           Muy agradecido, mamá Nin.

El pequeño vestíbulo estaba cortado por una gruesa cortina de terciopelo azul que Samuel apartó para seguir. Cristo le siguió rápidamente, haciendo una leve inclinación de cabeza a la mujer. Se encontraron en un pasillo largo, adornado con lámparas orientales que colgaban del techo. A un lado y otro, una docena de puertas al menos permanecían cerradas.

Una chica joven, vestida con un fantástico kimono colorido, apareció al otro extremo del pasillo, y avanzó hacia ellos dibujando una increíble sonrisa con sus labios. Abrió una de las puertas y se echó a un lado, indicándoles con un gesto que entraran. Cristo se quedó un tanto confuso cuando pasó al interior. La habitación era bastante estrecha y rectangular, con cuatro sillas pegadas a las paredes más largas, dos en cada una. No había ventana alguna y en un rincón una pequeña mesita redonda se erguía, solitaria. En un extremo, otra puerta cerrada mantenía una incógnita. La chica se marchó, cerrando la puerta.

―           ¿Aquí se come? – preguntó Cristo, enarcando las cejas.

―           Oh, por supuesto. Siéntate frente a mí – le contestó el anciano, tomando asiento en una de las sillas.

―           ¿Qué significa “kamesi”? – preguntó de nuevo el gitano, sentándose en la silla que había frente a Samuel.

―           Es como designan “un viejo amigo enterado de los secretos familiares” en cantonés.

―           O sea, un compadre – asintió Cristo.

―           Sí, podría decirse así.

La puerta volvió a abrirse y la chica entró, portando una bandeja con una botella panzona y dos tazas. Lo dispuso todo en la mesita redonda que colocó entre los dos hombres. Se inclinó ante ellos y se marchó.

―           ¿Sake? – preguntó Cristo.

―           No, es vino chino caliente. Huangjiu… el sake es japonés.

―           ¿Los chinos tienen vino? – Cristo estaba sorprendido.

―           Por supuesto, aunque sabe diferente a lo que se conoce en occidente – respondió Samuel mientras llenaba las tazas con un líquido ambarino.

Cristo se llevó la taza a los labios y tomó un pequeño sorbo para degustar el caldo. Samuel tenía razón, no sabía a vino, sino parecido a la sidra, aunque con un regusto frutal diferente. Al estar tibio, el aroma del vino se expandía en su boca y llenaba sus papilas gustativas con intensidad, haciéndole descubrir nuevos aromas segundos después.

―           Interesante – confesó el gitano.

―           Sí, eso pienso.

―           ¿No traen la carta?

―           Aquí no hay carta. Mamá Nin nos está preparando su especialidad.

―           Osú, es que yo soy un poquito delicado para comer, ya sabes…

―           Te garantizo que te gustará, Cristo.

El gitano decidió no preguntar más y limitarse a vivir la experiencia como Samuel quisiera, pues era lo que parecía desear. Trasegó un par de tazas de aquel vino y la garganta empezó a escocerle. No parecía tener mucho alcohol, pero su tibieza hacía que los vapores subieran rápidamente.

En ese momento, la puerta volvió a abrirse y una mesa con ruedas entró en la estrecha habitación. Un gran mantel blanco tapaba lo que portase sobre su superficie, sostenido por seis puntas de medio metro bajo el tejido. Parecía que fueran largas velas que no permitían que el lino tocase los platos o fuentes que se ocultaban debajo.

Esta vez, otra chica, con un kimono parecido, empujaba la mesa y la habitual portaba unos paños doblados. Sobre ellos, varios kuai – palillos chinos para comer – de madera descansaban. Mientras esta chica colocaba los paños sobre el pecho de los hombres, y otro más sobre las rodillas, la otra situó expertamente la mesa entre ellos. Luego, entre las dos tomaron los extremos del gran mantel y lo alzaron, descubriendo el banquete.

Los ojos de Cristo se abrieron desmesuradamente y Samuel se rió al verle. Sobre la larga mesa, parecida a una camilla, se tumbaba una chica desnuda. Todo su cuerpo estaba recubierto de diferentes manjares, decorados y dispuestos sobre pétalos de flores, hojas de árboles exóticos, y legumbres de colores. Las partes más sensuales de su cuerpo sostenían las exquisiteces más refinadas, mientras que brazos y piernas eran usados para entremeses y guarniciones. A los costados de la chica, había varios boles con arroz, con confituras, salsas, y dos de ellos con agua con limón.

La chica, que no debía tener más de dieciocho años, mantenía sus ojos cerrados, y no movía ni un músculo. Incluso su ritmo respiratorio era muy leve, absolutamente controlado.

―           ¡Woooaah! – dejó escapar Cristo.

―           Es una buena definición – reconoció Samuel. – Nyotaimori es el arte de disponer los alimentos sobre el cuerpo de una mujer desnuda. Pero no fueron los japoneses quienes inventaron tal arte, aunque si los que lo han exportado. Los Mandarines Celestiales, hace casi tres mil años, ya disfrutaban de él en los burdeles reales de China.

Por un momento, Cristo pensó en cómo luciría Calenda sobre una mesa así, cubierta de… ¿chocolate y churros? Parpadeó, confuso. ¿Cómo se había colado aquella idea en su cabeza? Chocolate quizás, pasteles también, ya se sabía lo goloso que el gitanito era. Lo importante era tener a la modelo desnuda sobre la camilla, ¿no? Entonces, ¿por qué cubrirla de comida? Lo que tenía que hacer era comérsela a ella, coño.

―           Come – la simple palabra dicha por el anciano rebotó en su cabeza.

―           Sin presión, viejo – le recriminó Cristo por usar el don con él. -- ¿Por dónde empiezo?

―           Brazos y pies, ahí están los entrantes. Moja lo que tomes con los palillos en las salsas de tu lado, engrandecerá el sabor – explicó Samuel, demostrándoselo con el ejemplo.

―           Bueno, ahí voy. Perdón, señorita… – dijo Cristo, alargando los palillos.

―           No tienes que hablarle. Respeta su intimidad.

―           Ya, como si el silencio tapara su cuerpo. ¡No te jode!

Samuel soltó una carcajada y atrapó con una sorprendente pericia un puñado de fideos de uno de los boles, introduciéndolos en su boca. Cristo, que como todo buen neoyorquino había lidiado ya con comida china, japonesa y tailandesa, tuvo que hacer varios intentos con sus palillos.

―           ¿Has dado algún cursillo de palillos, Samuel? – rezongó el español.

―           Viví en China y Japón desde 1935 hasta 1990 – declaró suavemente, lo que dejó a Cristo con la boca abierta.

―           ¿Pasaste allí cincuenta y cinco años?

―           Sí, más o menos.

―           ¿Cuántos años tienes?

―           Pronto cumpliré ciento catorce años.

―           ¡Venga ya! – sin embargo, los ojos del anciano no parecían bromear. – No parece que tengas más de ochenta…

―           Te dije que había hecho un trato con el diablo, Cristo.

―           Ya, ya…

―           Pensaste que era una broma, ¿verdad?

―           Una exageración más bien – se encogió de hombros el gitano, tomando la cola de un langostino, dispuesto entre los pechos femeninos.

―           No lo es. Nací en 1910, en Alemania, en una familia pudiente y judía. Mi padre procedía de un linaje de mercaderes que se remontaba al siglo XVI, pero yo no sentía esa vocación. Me decanté por la Medicina y me doctoré en 1933. Sin embargo, no ejercí, sino que seguí estudiando e investigando.

―           ¡Fiiiuuuu! – silbó Cristo.

―           Prueba este sushi… está realmente exquisito, Cristo – le dijo el anciano, antes de engullir una porción de suave pescado crudo.

―           No sé qué es la mitad de las cosas que me meto en la boca, pero todo está delicioso. ¿Todo el mundo come así aquí?

―           Cada puerta que has visto en el pasillo es una sala como esta. Las hay más grandes para varios comensales, por supuesto. Pero mamá Nin va más allá de otros restaurantes de este estilo. Por una parte, la comida es de primera, como puedes comprobar, y, por otra, sus chicas pueden atender tus necesidades durante el almuerzo o después…

―           Vaya – musitó Cristo, contemplando el fino rostro de la chica que, poco a poco, iban desnudando de su traje de comida. – Supongo que todo esto lo descubriste en tu estancia en Asia, ¿no?

―           Sí, aprendí multitud de temas que desconocía, como la mayoría de los occidentales. Sin embargo, no todo fue filosofía y cultura. El curso de la Historia me golpeó con fuerza, arrastrándome sin control.

―           ¿A qué te refieres?

―           Un socio oriental de mi padre, Fu-Nam, me convenció para visitar Shangai. Me habló de las artes curativas milenarias que su gente conocía, la técnica de acupuntura, las plantas medicinales que los herbolarios utilizaban… Todo cuanto escuchaba de sus labios me fascinaba. Así que me embarqué con él, rumbo al puerto de Shangai. Apenas llevaba tres meses allí cuando Japón invadió gran parte de las costas chinas y se originó una guerra a tres bandas, entre los japoneses, los comunistas de Mao Zedong, y los nacionalistas de Chiang Kai-shek.

―           ¿A quién se le ocurre partir así a la aventura y abandonar la seguridad del hogar?

―           ¿Qué seguridad? – sonrió cínicamente Samuel. – Mi familia fue deportada un par de años después a Auswitch. Ninguno sobrevivió.

―           ¡Joder!

―           La Gran Guerra estaba apoderándose del mundo. Ya había vivido otra en mi adolescencia, pero ésta fue muchísimo peor. El caso es que, al principio, los soldados nipones me respetaron como alemán, ya que Japón, Italia y Alemania habían firmado el Pacto Antikomintern.

Cristo engulló una deliciosa cola de langostino que dejó al descubierto el rosado pezón de la joven asiática. De forma traviesa, el gitano pellizcó suavemente aquel pezón con los palillos. Los labios de la chica se fruncieron por un segundo.

―          Fu-Nam me convenció para que ayudara a los campesinos del interior con una epidemia de tifus y acepté. De esa forma, me impliqué totalmente en la guerra.

―          ¿Ya controlabas tu don?

―          No, que va. Ni siquiera sabía de su existencia, aunque fue allí, en las montañas del interior de China, donde me encontré con el hombre que me cambió… Ha Min, el monje tuerto…

A medida que comían y desnudaban a la bella joven, Cristo escuchó con anhelo la fascinante historia de su mentor, de cómo aquel monje ermitaño reconoció el don que escondía en su interior y le ayudó a potenciarlo durante años. De cómo cambió la mentalidad de Samuel, cómo su carácter se fortaleció y dejó que su bienestar primara sobre sus sentimientos éticos. De cómo se libró de la persecución comunista y de todos los hombres que mató para asentar su poder.

Cristo iba descubriendo el cambio del alma del anciano, paso a paso. El harén de chicas chinas que llegó a tener a su disposición era meritorio de un emperador. Durante cierto tiempo, padeció el auge de un comportamiento tiránico y caprichoso que, por suerte, acabó con la llegada de los Aliados: rusos por Manchuria, ingleses y estadounidenses desde Okinawa. Los recién llegados venían ávidos de sangre y con una cultura totalmente diferente a la asiática.

Samuel no creyó poder controlarles y optó por esconderse, con lo cual modificó su actitud.

―           Me pasé tres años en el Tíbet, recuperándome de mis excesos y lloré a Ha Min, muerto por mi culpa en una incursión de los hombres de Mao – dijo, mientras arrebañaba el caramelo que corría hacia el ombligo de la chica, la cual había quedado prácticamente desnuda. – Aprendí de mis errores y me juré no caer de nuevo en esa espiral, pero, para ello, debía dejar China. Así que me subí a un barco con destino a Japón.

―           ¿Sabías algo de tu familia por entonces?

―           No, pero ya temía lo peor por los rumores que escuchaba. Estaban reconstruyendo Japón y había trabajo para todo el mundo. Los americanos se pavoneaban como dioses en las islas niponas y todo era un verdadero caos social, con las viejas tradiciones rotas y deshechas. Con la lección aprendida, me oculté tras varias grandes personalidades japonesas y comencé a formar mi reducto. Gané mucho dinero en Japón, dinero e influencia, que me permitieron indagar el destino de mi familia. Pero, como puedes comprender, no sirvió de nada. Me había quedado solo…

―           ¿Cuándo viniste a Estados Unidos?

―           La primera vez fue en 1977, en San Francisco. Había estado escuchando a todos aquellos yankees en Edo, hablando sobre sus familias, el baseball y los Cadillacs que decidí echar un vistazo. Pero también viajé a Australia y a varios lugares de Europa, por entonces. Me mudé definitivamente en 1992, primero a California, y luego aquí, a Nueva York.

―           ¿Y cómo has ganado todo ese dinero? ¿Robando bancos?

―           No, por Dios, es mucho más fácil pedirle a los inversionistas que te den un buen soplo. Con nuestro talento es muy fácil disponer de una red de informantes de primera línea. Grandiosas oportunidades de diversos sectores económicos pueden pasar por nuestras manos con solo pedirlo…

Cristo asintió y se retrepó en su silla, totalmente lleno. Los pezones de la chica estaban totalmente tiesos y duros, gracias a sus caricias y pellizcos.

―           Tu hija… ¿te casaste? – Cristo llevaba dándole vueltas a aquello desde que supo de su existencia.

―           No, no he encontrado nunca alguien que me llenara totalmente. He tenido caprichos que han durado más o menos, pero siempre he acabado hartándome. Annabel es el fruto de una relación que mantuve con la esposa de un embajador inglés en Nueva Zelanda. Convencí tanto a la madre como al marido, de que aquella niña era hija suya y se la llevaron con ellos a Inglaterra cuando tenía cuatro años. Cuando le confesé la verdad a Annabel, se enfadó muchísimo por aquel engaño. Ese es uno de los motivos para no hablarnos, aunque no el único – Samuel se lavó los dedos en el bol del agua con limón y se puso en pie. -- ¿Nos vamos?


Después de aquella excéntrica comida, estuvieron recorriendo varios lugares de la ciudad, siempre por designio de Samuel. Tomaban un taxi hacia un lugar concreto y cuando llegaban allí, el anciano paseaba lentamente, apoyándose en su bastón. No dejó de contar toda su vida y responder a las inquisitivas preguntas de Cristo.

Pasearon entre los grandes anuncios publicitarios de Times Square, entre los pintorescos edificios del Village, delante de los exclusivos escaparates del Upper East Side, bordearon el lago de Central Park, y tomaron café en Harlem.

―           ¿Qué tal si despedimos este día en Brooklyn? – preguntó Samuel, de pie en la acera, contemplando como el sol se acercaba más a los rascacielos de la ribera oeste.

―           ¿Qué hay en Brooklyn?

―           Aaah… uno de los mejores clubes de este país. The Patricians.

―           No he escuchado nunca de él – murmuró Cristo, repasando su mapa mental.

―           Oh, ese es su cometido, que nadie sepa de él, sólo los privilegiados…

―           Vaya. Otro de tus sitios secretos.

―           Sí, así es – dijo y levantando el bastón, paró un taxi.

El taxi cruzó a Queen por el puente del mismo nombre y descendió hasta Brooklyn, concretamente hasta el boulevard Empire, donde se detuvo ante un edificio alargado y pintado de un beige tostado. Cinco plantas de enormes ventanales góticos les devolvieron la mirada, con una escalera de incendios en cada lateral.

Samuel caminó hacia la puerta central, otras dos idénticas se abrían a la avenida, todas grandes, feas, y cerradas. Cuando estuvieron más cerca, Cristo pudo distinguir una pequeña placa dorada en un lateral del quicio, y un timbre debajo. La placa sólo tenía dos palabras: The Patricians.

―           No se gastan demasiado en publicidad, ¿eh? – comentó cínicamente.

Samuel no contestó y pulsó el timbre, que no produjo ningún sonido en el exterior. Con un suave chasquido, una sección de madera de la puerta giró, dejando a la vista un lector de tarjetas. Samuel, con calma, sacó su cartera y extrajo una tarjeta sin letras, ni marcas, una tarjeta absolutamente vacía, y la insertó. Hubo unos segundos de espera y, con otro chasquido, la puerta se entreabrió. Samuel recuperó la tarjeta y empujó el batiente. Con una ceja arqueada y la mente llena de preguntas, Cristo le siguió.

Un vestíbulo impersonal aunque impoluto y una nueva puerta. Esta vez no tuvieron que llamar. Se abrió por sí sola nada más acercarse a ella y dos chicas morenas y jóvenes, enfundadas en unas túnicas ocres con ribetes azules y calzando sandalias de cuerda les invitaron a entrar a una salita de espera, con varios sillones dispuestos contra la pared. Al fondo, otra esperaba daba paso franco al interior. Con francas sonrisas, las chicas se hicieron cargo del bastón de Samuel y de la liviana rebeca que Cristo llevaba.

―           ¿Qué podemos hacer por ustedes, señores? – preguntó una de ellas, con un tono de voz tan servicial que removió las entrañas del gitano.

―           Llevamos andando todo el día. Nos gustaría un baño – expuso Samuel, tomando por sorpresa a su compañero.

Sin más palabras, fueron conducidos a través de la puerta del fondo y ascendieron una corta escalera hasta un lugar que dejó asombrado a Cristo. La sala era apabullante en sus dimensiones, tan grande como una cancha de baloncesto o más. En ella, varios estanques de agua humeaban, y algunas cortinas de lino tintado caían desde el alto techo para servir de separadores entre ellas.

―           Esto… esto es…

―           Unas termas – respondió Samuel al balbuceo de su pupilo.

―           ¡Unas putas termas romanas! – exclamó finalmente el gitano.

Sus pies rozaron el fino mármol que losaba el suelo y englobaba los estanques. Contempló el increíble mosaico que recubría por completo las paredes, mostrando varias escenas lujuriosas de hombres y mujeres desnudos, disfrutando de su baño. Las columnas de pulido granito que sujetaban el piso disponían también de percheros y estantes llenos de toallas de diferentes tamaños.

Había más gente allí, flotando en el agua caliente de los estanques, o bien siendo masajeados sobre literas por manos expertas. Otros charlaban entre ellos, sentados en cómodas butacas o en almohadillas en los bordes de las piscinas termales.

Las chicas les condujeron por otra puerta a unos vestuarios forrados en madera, tanto suelo como paredes. Ellas mismas les desnudaron y colocaron sus ropas en unos estantes numerados. Les dieron unas largas toallas para envolver todo su cuerpo y les llevaron, tomados del brazo, de nuevo a la sala de termas. Envueltos en las amplias toallas, llegaron a uno de los estanques oculto por el amplio cortinaje y ellas les hicieron introducirse en el agua, que se mantenía a una temperatura ideal de treinta y cuatro grados.

Las chicas se despojaron de sus túnicas quedando absolutamente desnudas ante ellos. Cristo se admiró de sus cuerpos, bien tonificados por el ejercicio y totalmente depilados. Cada una se ocupó de uno de ellos, frotando sus cuerpos con sus manos, masajeando suavemente músculos y articulaciones, hasta que se relajaron plenamente. Entonces, les hicieron salir y les condujeron hasta unas tinas con patas en las que los lavaron a consciencia, usando jabón aromático y piedra pómez. Una vez enjuagados, les secaron despacio y con mucho cuidado, antes de tumbarles sobre sendas camillas. Derramaron aceites de untuosos aromas sobre ellos y volvieron a masajear sus cuerpos.

Cristo se encontraba en la gloria con todas aquellas atenciones. Las suaves manos que le tocaban sabían muy bien como hacerlo. Suspiró cuando la chica se separó y le entregó una túnica enteriza, de paño suave, en beige claro con filos dorados.

―           ¿Esto es algo relacionado con la decadencia de Roma? – le preguntó a Samuel cuando éste se incorporó de su camilla.

―           Más o menos. Somos patricios privilegiados en el nuevo Imperio Romano, ¿no te parece?

―           Bueno, todo depende de lo que venga ahora, pero es un buen comienzo. Un buen nombre para este club…

Las chicas asomaron, vistiendo túnicas diferentes a las que habían llevado antes, y se colgaron nuevamente de sus brazos. Como era ya costumbre, salieron por otra puerta distinta a la que habían entrado.

―           ¿Cómo te llamas? – preguntó Cristo a su chica.

―           Nancy – dijo ella, abanicando las pestañas.

Nancy era diez centímetros más alta que él, con una melena ensortijada y oscura que le llegaba a la mitad de la espalda, y unos ojos cándidos y marrones. Su mandíbula era quizás demasiado cuadrada, pero tenía una boca plena y bonita. Lo que más atraía la atención del gitano eran los dos pletóricos senos que se movían libres bajo la túnica. Sin duda estaban operados, dada su firmeza y pujanza, pero eso no le importaba lo más mínimo a Cristo. Unas tetas siempre serían unas tetas, estuvieran rellenas de tejido adiposo o de silicona, ¿o no?

―           Muy bien, Nancy, ¿a dónde me llevas?

―           Al salón de banquetes, señor.

―           ¿Vamos a comer otra vez? – se giró hacia su mentor para preguntar.

―           Aquí siempre están comiendo, a todas horas. O bebiendo, claro – se rió el anciano. – El banquete imperial no se detiene en todo el fin de semana. Empieza el viernes al mediodía y termina el domingo al anochecer.

¡La ostia, Pedrín!

Se detuvieron ante una puerta doble de gran altura, al menos tres metros, y que parecía forrada con bronce envejecido. Las chicas tiraron cada una de un batiente, abriendo la pesada puerta, y Cristo volvió a abrir la boca, con asombro. La puerta daba a una gran balconada interior y, sin aún dar un paso adentro, se podía contemplar otra enorme sala, aún más grande que la de las termas, cuyo suelo quedaba varios metros abajo.

―           ¡Esto es de locos! – exclamó Cristo, asomándose a la balconada con determinación.

Allí asomado, tuvo plena perspectiva de las dimensiones y de los detalles del salón de banquetes. Decenas de otomanas y divanes se repartían por doquier, quizás más de un centenar, todas tapizadas en Burdeos y plata. El piso no era regular en su amplitud, sino que estaba surcado por pequeños desniveles y plataformas de diferentes tamaños que ayudaba a crear diferentes círculos de ambiente. Las otomanas se agrupaban según sus ocupantes, creando reuniones independientes dentro de la vasta agrupación.

El suelo enlozado formaba grandes figuras geométricas en su totalidad, pero estaba medio oculto por la gran cantidad de alfombras y telas, las cuales caían desde los divanes. Cristo admiró la hilera de grandes lámparas de hierro forjado, con multitud de brazos, que colgaban frente a él. Todas las bombillas apuntaban al alto techo, dejando que la luminosidad indirecta bañara a los asistentes. En los rincones y bajo las larguísimas telas que se deslizaban en cascadas desde las alturas, focos ocultos y bien dirigidos ayudaban a prestar la magia necesaria.

Hombres y mujeres, vestidos con túnicas muy parecidas a la que él mismo llevaba, se recostaban sobre las otomanas, en posturas indolentes y pasivas, los pies descalzos. Alargaban sus manos para hundirlas en las fuentes que se depositaban sin descanso sobre los pedestales frente a ellos, y llevaban porciones a su boca. Un ejército de chicas y chicos, con túnicas mucho más cortas y vaporosas, se movían de aquí para allá, portando fuentes de comida, o vasijas con vino y licores. Servían a los comensales con agrado y provocación, dejándose acariciar por aquellas manos manchadas y grasientas.

Algunos iban más lejos, a tenor de lo que Cristo podía observar desde la balconada. Aquí había una chica arrodillada, con la cabeza entre los muslos de un caballero de túnica remangada; allá un chico de rizos rubios enculaba a una señora madura con mucha lentitud, para que ella pudiera seguir comiendo granos de uva. La música suave de violines y arpas que se escuchaba no podía cubrir el rumor de las conversaciones, las risas, los gemidos apagados, e incluso el ruido que hacían al masticar.

―           ¡Es una puta bacanal romana! – exclamó Cristo, abriendo los brazos y riendo.

Descendieron una escalinata que surgía de un extremo de la larga balconada y las chicas les llevaron hasta unas otomanas que se encontraban un poco más allá del centro del increíble salón. Tres divanes cercanos estaban ocupados, uno con una pareja de mediana edad, otro con una mujer de unos treinta años y corto pelo platino, y el último con un hombre joven, pero muy voluminoso.

Cristo saludó al tumbarse sobre su asiento. Le miraron y cabecearon hacia él, pero nada más. El gitano se encogió de hombros. Poco le importaba si no congeniaban, allá ellos. Nancy y su compañera se unieron al grupo de servidores que se ocupaban de ese sector, trayendo copas y bebidas para sus señores.

―           A ver, Samuel. Explícame más cosas de este club. ¿De dónde sale toda esta gente? ¿Los que sirven son prostitutas?

―           Este club se fundó a finales del siglo XIX, por ciertos elitistas del gobierno, tras la Guerra Civil – replicó el anciano. – La sociedad victoriana imponía sus normas y muchos caballeros necesitaban desahogarse fuera de ellas. Claro está que, por entonces, las únicas mujeres que entraban aquí eran meras cortesanas.

―           Comprendo.

―           El caso es que varios filósofos y escritores consiguieron dirigir los gustos de los socios más adinerados hacia gustos más… históricos, y se instituyó una, digamos, refinada moralidad romanizada. Desde entonces, el club se especializa en alejar todo ambiente urbano y moderno de sus socios cuando traspasan las puertas del exterior y sumergirlos en las tradiciones y costumbres de Roma.

―           Pues tiene que costar una pasta ser miembro del club, porque todos esos chicos y chicas tan guapos no serán gratis, seguro.

―           Te equivocas. Todos ellos son voluntarios.

―           ¿QUÉ?

―           Todos se han ofrecido para servir a los poderosos que se reúnen aquí. Son como becarios, si me permites la expresión. Están al servicio de todos para todo. A cambio, cuando uno de nosotros necesita un ayudante, un empleado de confianza, una secretaria personal o algo de ese estilo, elige a uno de ellos. Todos ellos han debido pasar extremos y cautelosos pasos hasta convertirse en lo que son. Son de absoluta confianza y son recompensados con esos ascensos fulgurantes.

―           Mi madre… ¿Me estás diciendo que estos sirvientes son, en realidad, jóvenes abogados, juristas, secretarias, traductores, y no sé qué más…?

―           Así es, Cristo.

―           Es el súmmum de un pelotas, joder.

―           Efectivamente. Aquí pueden lamer el culo de quienes prefieran, tanto metafóricamente como literalmente, hasta que consiguen lo que quieren y pasan de ser sirvientes a señores.

―           ¿Y puedo follarme a la que quiera?

―           Hay ciertas normas de respeto, tanto con los sirvientes como con los señores. Por ejemplo, no debes reclamar la atención de una sirvienta si ya está con otro señor. Tampoco puedes forzar a nadie. Si alguien te contesta “No” en algo, debes denunciarle al mayordomo – le explicó Samuel, señalando hacia un hombre adusto con la espalda pegada a una columna. Vestía un traje de cuero sin mangas y llevaba esposas al cinto. – Él se encargará de aplicar el castigo sobre el desgraciado. Lo normal como castigo para alguien que se niega a acatar un “ruego” – aquí se ruega, no se ordena – es rebajarle de estatus. Lo ponen a limpiar, a trabajos de almacén, y cosas así. La segunda vez que es amonestado, pierde todas sus posibilidades y es expulsado del club, lo cual conlleva que no encontrará trabajo en la ciudad nunca más, a no ser que se dedique a barrendero o algo así.

―           Control puro y duro. Es siempre lo mismo – asintió Cristo.

―           Las cosas son así desde que el hombre evolucionó.

―           ¿Cuánto cuesta la cuota?

―           Setenta mil al año.

¡Me cago en la puta de Oros! ¡Con eso me hago una puta casa!

―           Pero, por ese precio puedes incluso vivir aquí. Todo el edificio pertenece al club y hay muchas habitaciones privadas. Además, se permite traer un invitado con nosotros, aunque sea bajo nuestra propia responsabilidad. Ya te puedes imaginar lo que puede pasarle a un socio si un invitado se va de la lengua. El poder que se reúne entre estas paredes es inmenso.

Cristo asintió mirando a la mujer del pelo platino que estaba frente a él. La mujer charlaba con el hombre de la pareja que tenía a su lado, al parecer de finanzas, mientras que un chico de no más de veinte años estaba arrodillado al lado de la que debía ser su esposa. Le estaba metiendo pequeños dados de carne en la boca, con sus dedos. De vez en cuando alternaba, y le ofrecía un dátil u otra fruta, mientras la mujer le acariciaba el pelo y el rostro, sin dejar de escuchar a su esposo, si es que lo era.

La túnica de la mujer de pelo platino estaba abierta por el escote, mostrando parte de un bronceado pecho. La túnica delineaba la curvatura de su cuerpo, mostrando unas formas exquisitas.

―           ¿Y en cuanto a otros socios? ¿Puedes acostarte con ellos? – preguntó Cristo sin dejar de mirar a la mujer.

―           Ya que preguntas… es lo que yo suelo buscar aquí, amigo mío. Conseguir una de esas chicas deseosas de poder no es nada divertido. Es fácil incluso no disponiendo de nuestro don, pero… retorcer la voluntad de estos tiburones, humillarles y vencerles en su propio juego de poder… ah, eso es otra cosa – le soltó el anciano en un murmullo.

―           Ya veo por dónde vas…

―           Pero debo advertirte que son gente muy controladora, muy seguros de sí mismo. No caerán bajo tu control así como así. Debes ser paciente y tortuoso.

―           Como me gusta a mí, viejo, como me gusta… ¿La conoces? – hizo un gesto con la barbilla hacia la mujer de cabello corto.

―           Sólo de vista. Es Katherine Gallager, la dueña del grupo editorial Prime.

―           ¿Y los demás?

―           La pareja forma un matrimonio. Él es el senador Bartow, su esposa es Susan Melvine, de los Melvine de Chicago. Podríamos decir que es de la realeza americana. El tipo fofo y enorme es Dimás, el líder espiritual de una secta de colgados de Nueva Jersey.

―           ¿Ese es Dimás? – se interesó Cristo.

―           ¿Has escuchado hablar de él?

―           Bueno, una de las chicas estuvo a punto de caer bajo sus garras. Entre todos la convencimos de pasar de ese rollo. Me lo imaginaba de otra manera…

―           Ya. Es todo un depredador – sentenció Samuel, antes de vaciar su copa de latón y vidrio. La levantó y un chico de grandes ojos verdes se acercó a llenársela de un ánfora pequeña.

―           Bueno, – dijo suavemente Cristo cuando el joven se alejó -- ¿qué piensas hacer?

―           ¿Por qué lo preguntas? – el anciano le miró atentamente.

―           Tú nunca me traerías a un sitio como éste si no tuvieras algo en mente.

―           Tienes razón, Cristo. He estado muchas veces en este club, controlando la gente de mi círculo, divirtiéndome con ellos, pero nunca he sido capaz de imponer totalmente mi voluntad. Demasiadas mentes con apetitos definidos e inmorales para manipular…

―           Y ahora quieres que una mi don al tuyo, ¿no es eso?

―           Así es, quiero ver hasta donde podemos llegar los dos juntos, sin freno, sin control. ¿Estás dispuesto?

Cristo recorrió la sala con los ojos, empapándose de toda aquella carne voluptuosa y sin escrúpulos que se agitaba allí.

―           ¿Por qué no, viejo? Hagámoslo…

―           Perfecto – se animó el anciano, dejando la copa sobre el pedestal de granito que tenía enfrente. – Ponte cómodo y no tengas prisa. Deja irradiar tu mente, deja que tu don te desborde como una fuente…

Cristo se arrellanó mejor sobre el diván e inspiró lentamente, como Samuel le había enseñado, hasta conseguir esa nitidez en la visión que le indicaba que su don estaba actuando.

―           Piensa en la libertad, en la ausencia de pudor, en anular toda moralidad – susurró Samuel. – Hay que hacer que olviden aún más sus prejuicios…enterrarlos a mucha profundidad…

Cristo sonrió, sabiendo a lo que el anciano se refería. Se sumergió en sus propios pensamientos, en sus recuerdos más vergonzosos y más obscenos, y pronto accedió al estado mental que necesitaba. Por un momento, se sintió como Baal, el demonio del pecado, dejando que sus deseos fluyesen a través de sus poros para contagiar y empapar lentamente todo el gran salón.

A su lado, Samuel dejaba salir de su mente todo cuanto había experimentado y guardado a lo largo de su vida. Su mano izquierda estaba cerrada en un puño algo tembloroso, los nudillos lívidos. Nunca antes se había dejado ir como en aquel momento y experimentaba una dicha burbujeante por ello.

Katherine Gallager les miró de pasada, inconscientemente, mientras charlaba con el senador Bartow, y se quedó sorprendido de que el anciano y el jovencito se hubieran quedado dormidos en sus otomanas. ¿Demasiado vino, quizás? Volvió los ojos a su interlocutor y se preguntó si al político le iría eso de sodomizar a los jovencitos que se solía tirar su esposa. En el club, el senador no había dado nunca indicios de tales gustos, pero la mente de Katherine empezaba a hervir con pensamientos extraños.

―           Es el momento de incrementar la lujuria – musitó Samuel, sin abrir los ojos.

Cristo asintió levemente y su sonrisa aumentó. Apenas llevaban veinte minutos bombeando con sus dones. De alguna forma, se habían convertido en el centro neurálgico del amplio salón, y su especial influencia avanzaba en ondas concéntricas, alcanzando a todo el mundo, manipulando lentamente y con sutileza los pensamientos de cada persona.

La primera en caer en las garras del deseo irradiado fue la esposa del senador. Susan Melvine seguía acariciando los rizos del chico que le daba de comer, arrodillado sobre la alfombra, y acabó empujando la cabeza masculina contra su regazo. El sirviente no protestó, pero sí se asombró de aquel impulso. El senador y su esposa no solían hacer nada demasiado obsceno en público. Para ello utilizaban las alcobas privadas, siempre…

Katherine abrió bastante sus ojos cuando se dio cuenta que, justo al lado de su marido, la esposa se dejaba comer el coño por un sirviente, con plena satisfacción en su rostro. El senador se giró al ver la expresión de sorpresa en su compañera de charla y se quedó contemplando el rostro de guarra hambrienta que lucía su mujer.

―           Querida, ¿estás bien? – le preguntó.

―           No… molestes, Ernest… y tírate a esa putona de Katherine… antes de que le de algo – masculló su esposa, entre mordidas de labio.

―           P-pero… Susan…

―           ¿No le vas a hacer caso a tu esposa? – le preguntó al oído la mujer de pelo platino, la cual se había puesto de rodillas sobre el diván para abrazar a su vecino. De pronto, en su mente, la sugerencia de la esposa del senador había tomado cuerpo y esencia, con fuerza.

Los labios de Katherine se apoderaron de la boca del senador, metiéndole la lengua lo más adentro posible junto con un gruñido. Frente a ellos, Samuel y Cristo abrieron los ojos, contemplando la escena. Se miraron con una sonrisa.

―           Ya tenemos la base – dijo el anciano. – Sólo nos queda incrementar los sentimientos e inyectar vicios inconfesables en sus mentes. Ven, veámoslo de más de cerca.

Cristo le imitó, levantándose de la otomana y siguiéndole. Con lentitud y atención, se movieron, aumentando su área de influencia, buscando el centro justo del salón de banquetes. A su paso, las túnicas caían y los cuerpos desnudos se agitaban, llenos de deseo insatisfecho. Los sirvientes soltaban las bandejas en cualquier parte, rociaban los cuerpos de sus señores con el vino de las ánforas, y se entregaban con delirio ante cualquier signo.

El centro del salón, que formaba un punto alto desde el que se podía observar toda la estancia, estaba siempre ocupado por el presidente del club, el honorable juez del Supremo, Robert D. Barcklide. Era un hombre de gesto adusto y carácter seco. Se había quedado viudo quince años atrás y sus hijos ya estaban casados, por lo que se pasaba en el club todo el tiempo que no se encontraba en el Tribunal.

En este momento, había perdido toda traza de su personalidad. Reclinado sobre su otomana, mamaba groseramente el pene de un joven rubio mientras que una chica mulata se encargaba de hacerle lo mismo a él, arrodillada en un extremo del diván. El chico no era otro que su ayudante personal Michael, quien había surgido de las filas de sirvientes del club, como muchos otros. Al juez Barcklide le gustaba ser sodomizado en los recesos judiciales; según él, le ayudaba a “profundizar” en el caso.

―           ¡Al suelo! – exclamó Samuel, irguiéndose sobre ellos.

Las tres personas rodaron sobre la alfombra, sin separarse lo más mínimo. Samuel se sentó en la vacía otomana y le indicó a Cristo que hiciera lo mismo.

―           ¿Probamos a influir en el tipo de sexo? – preguntó el gitano.

―           ¿A qué te refieres?

―           Comprobar si podemos generar diversos gustos en ellos.

―           ¿Cómo impulsos gays, por ejemplo? – sonrió el anciano.

―           Por ejemplo.

―           Vale, será divertido.

Todo el salón estaba en ebullición, enfrascados en caricias, besos, y en diversas etapas de una relación sexual. Tan sólo habían incrementado los sentimientos naturales que los asistentes sentían en ese momento. Ahora, tratarían de hacer algo mucho más difícil: cambiar sus percepciones, manipular sus inclinaciones sexuales, forzar sus apetitos…

Les llevó un buen rato, pero, al cabo de una media hora, los resultados empezaron a ser evidentes, aunque también el dolor que se instaló en sus nucas. Las féminas fueron las primeras en reaccionar, buscándose las unas a las otras, acoplándose a otras parejas y formando tríos. Después, los hombres hicieron tímidos acercamientos unos, otros se buscaron culitos apetecibles.

Cristo se rió al ver a dos desnudos hombres maduros, con poblados bigotes, besarse apasionadamente.

―           ¡Parecen dos morsas enloquecidas! – exclamó, señalándoles con el dedo.

―           ¡Buuuaaagg, qué asco! – escupió su compinche.

―           Pero no me digas que eso no es bonito, ¿eh? – Cristo señaló hacia dos jóvenes sirvientas tumbadas sobre una alfombra, las piernas enganchadas, frotándose mutuamente las entrepiernas con febril manera.

―           No te lo discuto, pero debo descansar. La cabeza me va a estallar – confesó el anciano.

―           A mí también. Creo que hemos traspasado los límites. Dejemos de emitir unos minutos.

Sin embargo, nada revertió cuando sus dones cesaron de manipular. Era como levantar el pie del acelerador de un coche lanzando por una pendiente. La velocidad apenas se reducía. El salón seguía inmerso en ondas de lujuria y frenesí.

Dejando sus mentes descansar, Samuel y Cristo contemplaron los sinuosos cuerpos que se unían, formando extrañas combinaciones. Las mujeres solían reunirse en grupos cada vez más numerosos – Cristo contó hasta ocho chicas con sus cuerpos conectados de alguna manera –, sin importar edades ni condición. Los hombres gustaban de situaciones más reducidas, la mayoría en parejas. El zumo de frutas y el aceite de muchos platos eran utilizados como lubricantes a mano para sus penetraciones, muchas de ellas totalmente inexpertas.

―           Necesito desahogarme… llevo tieso desde hace un buen rato – murmuró el anciano.

―           Me pasa lo mismo. Sólo tenemos que escoger a una chica y…

―           No, nada de eso. Quiero follarme a una guarra de la alta sociedad… busquemos algo adecuado.

―           Por mí, estupendo – sonrió Cristo, poniéndose en pie.

Fueron andando entre los cuerpos apareados de chicas, y, con un mínimo destello de sus mentes, las hacían levantar sus rostros y mirarles, las bocas abiertas por el jadeo compulsivo que el contacto de sus cuerpos producía.

―           Oh, sí, ésta es perfecta – exclamó Samuel, tomando el rostro de una bella mujer negra por la barbilla. – Es Ivonne Rendell.

―           ¿Quién? – preguntó Cristo.

―           La segunda esposa de Badwin Rendell, el magnate del acero. Es toda una hembra – explicó, poniéndola en pie de una mano.

En efecto, la mujer de ébano era una escultura viviente, de formas voluptuosas y poderosos músculos. Debía rondar los veinte y muchos y sonreía mostrando unos dientes blanquísimos y perfectos. Sus grandes senos se mantenían erguidos sin necesidad de artificios, con la simple ayuda de sus músculos pectorales. Cristo dio una palmada en las nalgas de la otra chica aún tumbada sobre el diván, enviándola a reunirse con otras mujeres.

―           ¿Quieres acompañarme en esta velada, Ivonne? – preguntó el anciano.

―           Sí, por supuesto, querido – respondió ella, totalmente subyugada por el poder.

―           Bien, vamos a buscar algo para mí – echó a andar Cristo.

―           ¿Qué te parece aquella? – le dijo Samuel tras buscar un rato. Su dedo señalaba una rubia delgada que cabalgaba el cuerpo de otra chica.

―           ¿La conoces?

―           La he visto antes, pero no sé quien es.

―           Es Deborah Kellerman, una de las hijas del clan judío Kellerman. Ellos controlan todo el negocio de piedras preciosas de la costa este – contestó Ivonne, solicita.

―           No parece judía…

―           Bueno, las chicas judías ya no son lo que eran – masculló el anciano.

―           Se tiñe el pelo – señaló la opulenta negra –, y no sigue demasiado las normas judías. Ella y su amiga siguen solteras a los veinte y un años, y mantienen un romance.

―           ¿Esa chica es su amiga? – preguntó Cristo, acercándose más a ellas.

La chica en cuestión, la de debajo, sí parecía judía. Era morena y de ojos oscuros, con un perfil clásico judío, aunque también atractiva. Tenían la misma edad, en apariencia. Cristo las contempló, frotando sus cuerpos mientras mantenían sus manos unidas.

―           Han crecido juntas. Thea Fosser es la mejor amiga de Deborah, hija del Gran Rabino Fosser. Han ido al mismo colegio, al mismo instituto, y están en la misma universidad. Pasan las vacaciones de verano juntas, en Europa, y no se les conoce novio a ninguna de las dos. Los rumores hablan de que mantienen una relación entre ellas, a espaldas de sus familias, y, por lo que podéis ver, es verdad – explicó Ivonne, con la mejilla sobre el hombro del anciano.

―           Si es así, me parece un delito separarlas, ¿verdad? Me quedaré con las dos.

―           ¡Así se habla, Cristo! – rió Samuel.

Las chicas respondieron perfectamente a la sugerencia mental de Cristo, sonriéndole y levantándose del diván. Se colgaron cada una de un brazo, sin importarles ir desnudas. No eran chicas altas pero aún así, sobresalían por encima de la cabeza del gitano. Sus cuerpos eran diferentes, jóvenes y fibrosos, muy apetecibles. Los senos de Thea eran más llenos que los de su amiga. También su trasero era algo más fondón y sus muslos lucían leves cartucheras. Deborah, en cambio, poseía un culito delicioso y unas piernas estilizadas.

Regresaron de nuevo al centro del salón, con las chicas, al lugar de honor del juez Barcklide, y cada uno ocupó una otomana, junto con sus acompañantes. Ivonne estaba siendo de lo más besucona, totalmente volcada en atender y soliviantar a Samuel. En cambio, las dos chicas judías de comportaban de forma más apocada y tímida, aunque no dejaran de sonreír a Cristo.

―           No tenéis experiencia con los chicos, ¿verdad? – preguntó de repente el gitano.

―           No…señor – respondió Thea, y Deborah negó con la cabeza.

―           Me llamo Cristo y creo que deberíais empezar besándome por todas partes, para entrar en calor. Aunque creo que vosotras ya estáis bien encendidas…

Se rieron bajito y comenzaron a besarle, una por cada lado. Primero las sienes, las mejillas y el cuello, luego mordisquearon sus lóbulos, todo entre cómplices risitas. En seguida se pusieron de acuerdo para levantarle los brazos y sacarle la túnica por la cabeza, dejándole desnudo. Cristo estuvo muy atento para que la visión de su pollita no le dejara en ridículo, y las chicas siguieron bajando con los besitos por sus hombros.

Los suaves labios pronto pasaron a su pecho, a sus flancos, a sus caderas… dejando las chicas tumbadas sobre el diván, con los pies en el suelo, para poder seguir besándole. Cristo miró a su alrededor. El juez estaba tirado de bruces sobre la alfombra, siendo enculado lentamente por su apuesto ayudante. La chica se había abierto de piernas ante el viejo juez, dejando que el hombre se regodeara comiéndole el coño a placer, y debía hacerlo bien porque la chica aullaba que era un contento.

Giró la cabeza y echó un vistazo a lo que estaba haciendo su mentor. Samuel estaba totalmente enfrascado en un hermosos sesenta y nueve que mantenía a Ivonne sobre su cuerpo. Los turgentes labios de la negra aspiraban el pene con deleite y pericia mientras que sus caderas rotaban por lo que le hacía sentir la lengua que hurgaba en su interior.

Cristo suspiró cuando las lenguas de sus dos acompañantes se posaron simultáneamente sobre su pequeño pene. Puso sus manos sobre las cabelleras, una rubia y otra morena, y sonrió, para decirles:

―           Lento, chicas, hay polla para las dos…

Observó como ambas se devoraban la boca, manteniendo su pene en medio, como sus lenguas se unían a la mínima oportunidad, tras succionar su miembro. Aquella le ponía frenético. Podía reconocer el amor que aquellas amigas se tenían, aún condicionadas a servirle. Intentaban demostrárselo mutuamente, como si en lo más profundo de su psique eso fuera una forma de compensar lo que estaban siendo obligadas a hacer.

Se sentó en el diván e hizo que Deborah cabalgara su entrepierna, de cara a él. Besó largamente a la rubia, cuyas manos descansaban sobre el escuálido pecho de Cristo, acariciando sus lampiños pezones, mientras Thea se arrodillaba a su espalda. La morena abrazó el cuello de Cristo desde atrás, atrapando la cabeza de su amada. Frotó sus senos contra la espalda del gitano al observar más de cerca aquellos besos que le eran negados.

La mano de Cristo manipuló su pene bajo la entrepierna de Deborah y, con un gruñido, se la coló dentro. Quizás fueran lesbianas, pero Deborah no era virgen en absoluto. La rubia comenzó a botar sobre el regazo masculino y dejó su boca para atrapar la de Thea, que la esperaba con la barbilla apoyada en el hombro de Cristo. El húmedo beso entre ellas resonó justo sobre el oído derecho del gitano, enardeciéndole totalmente.

Hizo que Deborah saltara sobre él con más brío, hasta hacerla gemir y apartarse de los labios de su amada. La rubia se aferró a las manos de Thea, dejándose caer hacia atrás y quedando colgada casi en escuadra con respecto a Cristo. Este, mordiéndose el labio, contempló cómo la rubia gozaba de sus arremetidas, tumbada sobre sus rodillas, la cabeza colgando, el pelo dorado barriendo el suelo. El dedo gordo de Cristo se afanó sobre el hinchado clítoris de Deborah, haciéndola aullar finalmente. Era todo un placer ver cómo gozaba una lesbiana de un orgasmo producido por un tío como él. Eso le levantaba la moral a cualquiera…

―           ¡Que hermosa se la ve gozando! – susurró Thea en su oído.

―           Tú también vas a probarlo, Thea… ahora mismo.

Cristo se salió del sexo de la rubia para tumbarse en el diván. Inmediatamente, Thea se subió sobre él para enfundarse la polla, pero el gitano no la dejó.

―           No, por el culito – susurró él.

―           No lo he hecho nunca – gimoteó ella.

―           Por el culito o te vas al suelo – Cristo endureció el tono.

Deborah, de rodillas en el suelo, acudió en su ayuda. La morena se echó hacia delante, con los ojos clavados en la ladina sonrisa de Cristo, mientras su amante le dilataba el esfínter con los dedos y lengua.

―           Ya verás como te gusta, encanto – le susurró él, observando los rictus que aparecían en el rostro femenino, a medida que su pollita iba entrando.

Thea no tardó demasiado en moverse sinuosamente sobre el gitano. Cada vez que bajaba las caderas, su garganta emitía un ruidito de golfa traspasada y contenta, que parecía volver loca a su amiga, ya que no dejaba de azotarle las nalgas con la mano.

Cristo se dejó ir con todas aquella sensaciones, regando las tripas de la joven entre farfulleos. Aún reponiéndose, giró la cabeza para ver de dónde surgían los chillidos que empezaban a escucharse. Samuel, con el aspecto de un eremita loco y hambriento, botaba sobre el neumático cuerpo de Ivonne. El contraste intenso entre la pálida piel del anciano y el lustre oscuro de ella atraía cualquier mirada. Así mismo el esperpéntico y más que delgado cuerpo de Samuel resultaba absurdamente ridículo aferrado a aquellas redondeces femeninas que parecían querer tragárselo.

Sin embargo, el anciano parecía dominar totalmente la situación, hundiéndose duramente entre los sedosos muslos abiertos para recibirle. Las uñas de la mujer se clavaban en sus omoplatos, trazando algunas líneas sanguinolentas, abrumada por el placer que estaba recibiendo. Sus talones se cruzaron sobre las flacas nalgas, intentando aumentar el ritmo endiablado que Samuel había adoptado.

Con cada envite del miembro del anciano, Ivonne chillaba sin remedio, con los ojos en blanco. Aquella mujer estaba empalmando un orgasmo tras otro, sin descanso, con una fluidez envidiable y desconocida. Samuel aumentó aún más el ritmo de su bombeo, tornándose en algo enloquecido.

―           ¡Coño! – musitó Cristo, intuyendo algo extraño.

De un manotazo, se quitó a Thea de encima, la cual se recostaba contra su pecho, y se levantó de un salto.

―           Samuel… – musitó, alargando la mano.

La nariz del anciano estaba hundida entre los apretados senos oscuros, sobre los que se podía apercibir restos de sangre. Los labios de Ivonne musitaban una especie de letanía que Cristo no pudo descifrar hasta acercarse más.

―           Ooooh… Dios mío… me corroooo… gracias… Dios mío… me c-corro otra vez…me corroooooo…oootra veeeeezz…-- decía entre dientes, como si estuviera dando gracias al cielo.

Ivonne jadeaba ya sin fuelle alguno, a punto de desvanecerse, sin que sus orgasmos remitieran. Cristo intuyó que el don de Samuel tenía algo que ver con ello. La pelvis del anciano seguía arremetiendo como una bestia, ciegamente, con una sola misión en su vida. Cristo se inclinó sobre el anciano, cogiéndole de los hombros y dispuesto a tirar de él y separarle. Notó todos los músculos de la espalda endurecidos, rígidos como cables de acero. Aquello no era normal, se dijo.

En el momento en que tiró del cuerpo del anciano, éste empezó a correrse con enormes chorros que se derramaron sobre el agotado cuerpo de la mujer. Sobre sus pechos, su vientre, su pubis y muslos. Cristo no había visto jamás soltar tanto semen en una corrida y no parecía acabar. Entre sus manos, el liviano cuerpo de Samuel seguía agitándose espasmódicamente, aquejado, quizás, del mayor orgasmo de su vida.

Deborah y Thea le ayudaron a tumbar a Samuel sobre el diván de Cristo, sin importarles que las manchara con su inagotable emisión de esperma. La sangre fluía de sus orificios nasales y el anciano tenía los ojos cerrados y apretados. Un ruido siseante surgía con sus inspiraciones, las aletas dilatadas en su ganchuda nariz. Cristo le colocó de lado para que no tragara su propia sangre. En el otro diván, Ivonne se había quedado dormida, con una dulce sonrisa en los labios.

―           ¿Qué le ocurre? – preguntó Deborah, preocupada.

―           No lo sé – respondió el gitano. Al menos, el semen había dejado de brotar.

―           C-cristo… hijo – la voz de Samuel surgió lejana y muy débil. Entonces, abrió los ojos, que estaban inyectados en sangre.

―           Aquí estoy, Samuel – se arrodilló Cristo en el suelo, para dejar sus ojos al nivel de los del anciano. Le cogió la mano y la apretó entre las suyas. -- ¿Qué te pasa?

―           M-me muero… pequeño… ha llegado… la hora…

―           ¡No digas eso! ¡Has tenido una corrida bestial, eso es todo!

―           N-no…no, he dejado salir… toda mi energía… mi fuerza…p-para enloquecerla… aaah…

―           Bueno, si que has dejado a la negrita pal arrastre, eso sí, pero no te vas a morir. Te llevaré al hospital y…

―           ¡NADA DE HOSPITALl! – dijo en un arrebato. – Ape…nas p-puedo… respirar, Cristo… así es c-como quería… morir… hijo…agua…agua, por favor…

―           ¡Vamos chicas, traedle agua! – envió a las dos abrumadas jóvenes corriendo.

―           Escúchame, Cristo…

―           Sí, Samuel – musitó el gitano, inclinándose más sobre el anciano.

―           Tienes que… irte… ya. Déjame aquí.

―           Pero…

―           Los del club… se ocuparán de mí… no habrá investigación… sólo un certificado de… defunción… coff… cooff… – tosió y el ruido fue terriblemente húmedo y viscoso. – No te… verás… implicado… nadie te conoce… por eso… te he traído… aquí…

Cristo, con lágrimas en los ojos, comprendió por fin que todo lo ocurrido había estado pensado y orquestado por Samuel; que había sido la forma elegida para despedirse de él y de la vida. Irse con un buen estilo, como siempre había dicho.

―           He vivido… bien… y muero en manos…coggg… de un… amigo – la mano del anciano intentó posarse en la mejilla de Cristo, pero ya no tenía fuerzas para hacerlo. Cayó sin fuerzas sobre su vientre desnudo. – Adios… Cristo… hijo mío…

Samuel Dolman cerró los ojos y ya no los volvió a abrir jamás. Su pecho se aquietó tras una última exhalación y su vida terminó, entre ruidos orgiásticos y un barullo desenfrenado y colorista. “Tal y como deseó siempre”, expresó mentalmente Cristo, despidiendo el alma de su mentor.

Sorbiendo ruidosamente y limpiándose los ojos con la tela, se puso en pie. Caminó hacia la escalinata con energía, pisando con fuerza con sus descalzos pies, y portando la cabeza bien alta. Su don irradiaba invisibilidad a plena potencia. Al salir a la galería alta, se encontró con varios sirvientes, que se apartaron de él como si se tratara de un congrio eléctrico. Aún sin verle, percibían su presencia y denotaba rabia.

Llegó a las termas, entró en el vestuario y recuperó su ropa. Se vistió y salió a la calle. Al cerrarse la puerta exterior a su espalda, dejó escapar un apagado sollozo como última despedida. Luego, inspiró con fuerza y levantó una mano enérgicamente.

―           ¡TAXI!

CONTINUARÁ…