Como seducir a una top model en 5 pasos (23)

¿Con qué fantaseas, querida?

¿Con qué fantaseas, querida?

—    Pero… pero ¿cómo vamos a marcharnos así como así? – balbuceó Zara cuando su amante le dio la noticia.

—    Tranquila. Ya he avisado a la agencia y me he permitido darnos vacaciones a las dos, que para eso soy la jefa, niña – respondió Candy, luciendo una amplia sonrisa sardónica.

Se encontraban en la cafetería 52’s, en los bajos del propio edificio de la agencia, tomando café y bollos, a las diez de la mañana. Muchos clientes las miraban de reojo, alegrándose la mañana al contemplar aquellas dos bellezas. Una era joven, una espigada mulata de trenzados cabellos; la otra iniciaba la madurez, bella y elegante, con una bien cuidada melena de mechas claras.

Los habituales estaban acostumbrados a ver estas despampanantes mujeres recalar en la cafetería, provenientes de la célebre agencia instalada en los pisos superiores, pero eso no quitaba que sus ojos se convirtieran en verdaderas cámaras fotográficas, intentando retener en la memoria aquellos rasgos y curvas.

Zara se quedó mirando a los ojos de Candy, intentando adivinar si le estaba gastando una broma, pero la ex modelo parecía muy seria y cabal. Mordisqueó el bollo que tenía en la mano y cogió delicadamente el asa de su taza. Cuando terminó con el ritual mañanero, se giró totalmente hacia su jefa.

—    ¿Quieres que nos vayamos de vacaciones en dos horas? ¿A dónde?

—    Ah, eso es una sorpresa.

—    ¡Pero tengo que ir a casa, hacer las maletas, buscar el pasaporte, y decírselo a mi madre, al menos!

—    El neceser y una maleta con algo de ropa veraniega es suficiente. Iremos de compras allí…

—    ¿Allí dónde?

Candy meneó la cabeza, siempre sonriente. Zara sabía que era especial para las sorpresas. Cuando se le metía una cosa entre los ojos, se convertía en una simpática arpía.

—    Solo te diré que nuestra primera escala será Los Ángeles.

Esa pista y la mención a la ropa veraniega hicieron pensar a la mulatita. ¿Hawai o alguna isla del Pacífico? Seguramente. Sonrió a pesar de todo. ¿A quien no le gustaría ir a Hawai? Atrapó una de las manos de Candy y la apretó con dulzura, como si consintiera a dejarse llevar por su travesura.

Candy la llevó a casa en su coche. Durante el trayecto, llamó por teléfono a su madre, la cual se encontraba dando clase en Juilliard. Tuvo que inventarse muchos detalles para tranquilizarla, lo que arrancó una sonrisa a la callada Candy, pero finalmente Faely consintió en dejarla marchar. Tampoco es que tuviera demasiadas opciones, en fin. Al llegar al loft, Candy se ocupó de escoger la ropa que llevaría su chica mientras ella buscaba el pasaporte y cuanto necesitaba para salir del país. Veinte minutos más tarde, se dirigían al aeropuerto de Laguardia y Zara no había podido despedirse ni siquiera de su primo Cristo.

—    ¿No piensas decirme el destino? – preguntó la joven mulata, acomodándose en su asiento del Boeing 737, en primera clase, por supuesto.

Candy sonrió, se inclinó sobre ella y le dio un rápido beso antes de sentarse a su lado. Después, negó con la cabeza.

—    Haremos un transbordo en Los Ángeles. Puede que allí te de una nueva pista.

—    ¡Que mala eres! – espetó Zara, arrugando la nariz en un gesto frustrado.

Sin embargo estaba tan nerviosa y excitada como una colegiala en su primer viaje a solas. Bueno, realmente, Zara era una colegiala, al menos por su edad; había cumplido dieciocho años semanas antes. De otra forma, habría tenido que disponer de un permiso materno para viajar fuera de Estados Unidos, y de eso estaba totalmente segura, Candy pensaba llevarla fuera del país. Se abrochó el cinturón al sentir aumentar la vibración del motor y tomó la mano de su novia, sonriente. ¡Ahí vamos!, pensó.

Almorzaron divinamente durante el vuelo: ensalada de canónigo con fresas y queso blanco, y de plato fuerte un lomo de fletán en salsa de hinojo y setas. Candy pidió champán para regarlo todo. Compartieron los bombones helados del postre haciéndose carantoñas, bajo las interesadas miradas de dos maduros ejecutivos, y acabaron enganchadas a una comedia romántica que las deleitó, manteniendo sus manos unidas y las cabecitas recostadas la una contra la otra.

Seis hora más tarde, se posaron en aeropuerto internacional de Los Ángeles, o LAX como lo llaman los del lugar (pronunciando las letras separadas). Candy comprobó el tablón de vuelos que se podía ver desde la sala VIP donde estaban sentadas, confirmando su transbordo. Zara solo podía mirarla y elucubrar nuevas teorías, con la curiosidad royéndole las orejas y las mejillas.

—    No cambies la hora del reloj – le dijo su jefa al verla tocar su muñeca.

—    Pero son tres horas de diferencia, Candy.

—    Donde vamos son aún más.

—    ¿Dónde coño vamos? ¿A la Luna?

Solo una sonrisa fue la respuesta.

—    El vuelo aún tardará una hora, mi vida – susurró Candy al oído. – Vamos a los lavabos…

—    He ido hace poco – respondió Zara, sin entenderla.

—    Tonta, había pensado en imitar a Sylvia Kristel en Enmanuelle, solo que el lavabo de un avión es como un puto ataúd de estrecho. Es mejor en tierra, ¿no crees?

—    Guarra – musitó Zara con una amplia sonrisa.

Caminaron hasta el cercano y lujoso lavabo de la sala VIP, siempre de la mano, y se introdujeron en una de las amplias cabinas. Estas, a diferencia de las otras instalaciones sanitarias del aeropuerto, no estaban construidas con mamparas de cartón prensado, sino con auténticas paredes alicatadas de verde pálido. Todo parecía singularmente limpio, oliendo a desinfectante y a lavanda. Las dos mujeres se abrazaron nada más cerrar la puerta, y unieron sus labios entre leves suspiros. Las bocas se devoraron mutuamente, intercambiando saliva y sensuales giros de lenguas. Candy se separó unos centímetros, recuperando aliento, y dijo:

—    Llevo toda la mañana caliente con tantas manitas. Tenía unas ganas locas de meterte mano.

—    Me gusta mucho cuando te vuelves soez.

—    Lo sé. A tu madre le pasa lo mismo…

—    Calla – susurró Zara, posando su mano en la nuca de su jefa y atrayéndola hasta su boca.

Candy la empujó contra la pared, echando sus caderas hacia delante, buscando frotarse contra su amada intensamente. Ambas vestían pantalones, Candy livianos y oscuros, de vestir, con perneras amplias; Zara tejanos cortados por debajo de las rodillas, con lo cual las manos se volvieron ansiosas, intentando encontrar una abertura. Finalmente, Candy optó por dejar las nalgas de su novia y levantarle la camiseta malva de Hello Kitty que lucía, para dejar sus prietos senos al aire, aunque cubiertos por un mono sujetador lila.

Zara jadeó con aquel impulso y empujó la cabeza de su amante hacia su pecho.

—    Muerde…

Candy no se lo hizo repetir y mordisqueó el nacimiento del pecho y el canalillo, entre gemiditos de Zara. Sus dedos bajaron la tela de la copa, dejando los oscuros pezones al descubierto. Sus labios y sus dientes se apoderaron inmediatamente de aquellos dos puntos sensibles.

—    Me encantaría que estuvieras preñada para sacar leche de estas tetas, amor – confesó Candy en un jadeo.

—    Pues préñame cuando quieras… sabes que haré por ti lo que me pidas…

—    Algún día, putita, algún día…

Mordió el pezón derecho con fuerza, haciendo gritar a Zara, quien le echó los brazos al cuello, adelantando la pelvis al mismo tiempo. Los dedos de Candy se atarearon en el botón de la bragueta del tejano. Dobló las rodillas, acuclillándose ante su chica, quien dejó reposar completamente la espalda contra los azulejos. Las puntas de los dedos de Zara masajeaban el cráneo de su amada, acariciando las raíces caobas de su cabello, mientras respiraba cada vez más agitadamente, embargada por una súbita lujuria que hacía mucho que no sentía. Candy acabó por desabotonar el pantalón vaquero que parecía querer resistirse y, de un tirón, lo bajó hasta los tobillos de Zara. Pero, aún así, no quedó satisfecha. La mulata no podía abrirse totalmente de piernas, por lo que acabó sacando una pierna de la joven de la prenda, dejando ésta tirada por el suelo, sujeta al tobillo izquierdo.

La braguita lila era minúscula sin ser un tanga y reveló una mancha de humedad cuando pasó el dedo sobre ella. Candy sonrió. Zara se mojaba como ninguna otra amante que hubiera tenido. Era toda una fuente bien aromática. Apoyó su recta nariz contra la prenda, olisqueando largamente el penetrante efluvio al mismo tiempo que acariciaba con el apéndice nasal la vagina aún oculta.

—    Comételo ya – protestó Zara suavemente.

Asintiendo, Candy apartó la prenda con un dedo. Con un dedo de la otra mano, abrió los húmedos labios mayores, procediendo a deslizarlo entre ellos muy lentamente. El índice quedó mojado y arrancó un quejido de los labios de la mulata, la cual había apoyado la cabeza contra el muro, cerrando los ojos.

Candy nunca se daba prisas en devorar la vulva de su amor. Contemplar aquella maravilla totalmente depilada era un privilegio que nadie más tenía. Era suya, de su propiedad, y de nadie más. Aquel coñito chocolateado e inflado por el deseo chorreaba por y para ella.

Manipuló levemente el clítoris hasta inflamarlo y sacarlo de su capuchón de piel. Las piernas de Zara se abrieron aún más y sus dedos presionaron la cabeza de Candy. Estaba muy deseosa. Pronto gruñiría si no hundía su boca allí. No la hizo esperar más. El lametón fue muy lento, presionando la lengua bien fuerte contra el sensible tejido. Degustó todo el fluido que impregnaba la vulva, con avaricia. Las piernas de Zara temblaron.

—    Ooooh… Dios… Candy…

La punta de la lengua se internó en su vagina, buscando más perlas húmedas de exótico sabor. Sus dedos abrieron los labios para dejar más espacio. El sonido acuoso de su lengua en movimiento la enervaba siempre. Lo consideraba sucio y degradante, terriblemente morboso. Siempre había sido así, desde que se comió su primer coño en el internado. Tenía doce años y su partenaire pasaba de los cuarenta.

Sor Amelie… aún recordaba su sabor.

Apoyó sus propios labios con fuerza, abarcando casi todo el pubis para aspirar con pasión. Su lengua, endurecida y aplanada, se posó sobre el clítoris, aplastando toda aquella zona. El experto movimiento conjunto de la lengua y de su aspiración hizo temblar el pequeño órgano que no paraba de crecer. Zara casi se cayó de rodillas al recibir el estímulo. Quedó espatarrada, con el trasero pegado a la pared y el pubis contra la boca de su amante, sujeta tan solo por aquellos dos puntos. Su boca estaba abierta como si quisiera gritar pero ningún sonido brotó de entre sus labios, tan solo aspiraba aire con mucha rapidez.

Candy sabía lo que venía a continuación. En ese aspecto, Zara era muy impresionante, pero jamás le había sucedido tan rápidamente como en esa ocasión. Habitualmente, la mulata aguantaba un buen rato. Introdujo el dedo corazón de su mano izquierda hasta el nudillo en el interior del lubricado coñito. Con el índice y el pulgar de la mano derecha abrió la vulva que latía, lo suficiente como para aplicar perfectamente sus labios sobre el torturado clítoris. Entonces, adoptó un ritmo sosegado pero sin interrupción. Pistoneaba profundamente con su dedo al mismo tiempo que aspiraba y mordisqueaba suavemente el botón de la gloria. Zara echó las caderas hacia delante en una respuesta primaria y bestial. Gruñó roncamente algo inteligible. Dos segundos después, la pelvis de la mulata se contraía fuertemente, afectando a los músculos del vientre y los de la baja espalda. Agitaba sus caderas como si estuviera montando un toro de rodeo, con casi el mismo esfuerzo.

Los ojos cerrados, la nariz comprimida, la boca entreabierta. Su rostro era un poema de puro goce. Candy no podía verlo en aquel momento, pero lo había estudiado una y otra vez, incluso lo había grabado para verlo con detenimiento. Se lo conocía a la perfección y lo imaginaba claramente guiándose solo por los resoplidos de su novia. En ese momento, tenía bastante para mantenerse con la boca pegada al divino coño de su novia, que se agitaba casi como una epiléptica, solo que de cintura para abajo.

Las caderas morenas se agitaron, ondularon más bien, en un paroxismo que se incrementaba con la llegada de éxtasis. Ya no era solo la pelvis, sino que la cara interna de los muslos vibraba con pequeños espasmos que endurecían los músculos. La primera vez que Zara se había corrido con aquella intensidad, Candy creyó que le estaba dando un ataque. La garganta de Zara inició un profundo gemido que su amante conocía bien. Aquel nasal “uuuuuhhh” anunciaba, a bombo y platillo, que el orgasmo subía como un cohete desde las terminales nerviosas de los dedos de los pies y de su coxis.

Como colofón, Candy insertó también el dedo índice junto al corazón en el empapado coño, e intentó morder más fuerte el clítoris, pero se le escapaba debido a los auténticos saltos que estaban dando las caderas. Zara giró el rostro hasta casi apoyar una mejilla en la pared, sus dedos tironearon del cabello de su novia con fuerza y sus muslos se cerraron con un fuerte espasmo sobre el rostro de Candy. El gemido se convirtió en un grito corto y vibrante y luego en un ronco jadeo mientras su trasero resbalaba hasta quedar espatarrada en el suelo.

—    Mala puta… vas a m-matarme – gimió, aún con los ojos cerrados.

—    Mientras que sea de placer, ¿Qué más da? – dijo Candy con una risita, mientras se ponía en pie y se desabrochaba el pantalón.

Una vez despojada de la prenda, se sentó sobre la tapa cerrada del inodoro. Zara aún estaba sentada en el suelo, con las piernas abiertas, recuperando el aliento. Candy la miraba y pasaba su mano sobre el culote amarillo que aparecía tan empapado como el de su amante.

—    Ya sabes como lo quiero, vida… muy lento y muy suave… como un aleteo de mariposa – susurró, alzando los pies y bajándose la prenda íntima.

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El nuevo aparato era otro Boeing, pero esta vez un inmenso 777 de Delta Air Lines. Tuvieron que trasladarse hasta la terminal 5 y fue entonces cuando Zara descubrió el destino del vuelo.

—    ¿Sydney? ¿Vamos a Australia? – se asombró, cruzando el pasillo neumático.

—    No, jovencita. Será solo otro transbordo.

—    Dios, me siento como Amelia Earhart. Voy perdida.

—    ¿Acaso te importaría perderte conmigo?

—    Sabes bien que no, cariño.

No había muchos pasajeros en primera clase. Un par de curtidos japoneses con ojillos de tiburón de finanzas, una elegante anciana con un estirado acompañante mucho más joven, y lo que parecía los componentes de un grupo de rock duro, vestidos extravagantes y con melenas grasientas y absurdas. El vuelo duraría unas catorce horas, sin escala, así que Candy consiguió que les cambiaran sus asientos por otros más adelantados. De esa forma disponían de algo más de intimidad, pues se encontraban fuera del paso de los viajeros y solo las azafatas rondarían por allí. Podrían tumbar las butacas hasta su tope y dormir un buen rato sin ser molestadas, incluso abrazadas si lo deseaban.

Se durmieron en cuanto las sonrientes auxiliares sirvieron la cena. Estaban realmente cansadas del largo viaje. Estuvieron dormitando unas buenas siete horas, hasta que la forzada postura de las butacas las obligó a levantarse. Fueron al cuarto de baño por turnos para asearse algo y lavarse los dientes. Leyeron la prensa en el portátil de Candy, vía satélite, y tomaron un buen café. Una hora más tarde, se sirvió el desayuno.

Cuando llegaron al aeropuerto internacional Kingsford Smith, Zara estaba a punto de saltar del avión, nerviosa por un vuelo tan largo. Candy, mucho más acostumbrada a volar, había intentado distraerla de muchas formas, pero ninguna conseguía serenarla lo suficiente. El sol australiano del mediodía las bañó al bajar las escalerillas. Un autobús esperaba a los pasajeros en la pista.

—    ¿Y ahora qué? – preguntó Zara, un tanto molesta, mientras hacían cola para pasar la aduana.

—    Ahora almorzaremos en un buen hotel donde tendremos una habitación para ducharnos y descansar un poco. A media tarde, tomaremos otro vuelo.

El bufido de Zara indicó perfectamente que estaba harta de volar y que no aguantaría mucho más.

—    No te preocupes, cariño. Será un vuelo corto.

—    ¿Por qué no me dices dónde vamos?

—    Bueno, te lo diré mientras almorzamos.

Una hora más tarde, ambas estaban sentadas en una coqueta terraza llena de grandes parasoles blancos y un chico joven, vestido de rojo, les servía un delicioso y frío vino blanco. Inspeccionaron la carta y pidieron.

—    Bien, ¿vas a contármelo? – preguntó Zara, degustando su vino.

—    Vamos a Laut Arafuru, unas pequeñas islas de Indonesia entre Timor Este y el norte de Australia. Concretamente a una isla casi virgen.

—    ¿Qué vamos a hacer allí si está vacía?

—    Paz y tranquilidad, cariño. Ah, y una sorpresa te espera.

—    ¿Una sorpresa? ¿De qué se trata?

—    Ya lo verás. Te aseguro que aunque la isla esté desierta, no te vas a aburrir en lo más mínimo.

Tras el almuerzo se tumbaron en la cama de su suite para descansar una hora. Se estuvieron besando un buen rato, pero ninguna de las dos tenía ganas de pasar de ese punto, evidentemente cansadas. Tras dormitar un buen rato, se ducharon juntas, se asearon y cambiaron de ropa. El teléfono de la habitación sonó y Candy lo tomó rápidamente.

—    Tenemos un taxi esperando abajo. Nos llevará al aeropuerto de nuevo.

El taxi no las llevó a la terminal internacional, sino a una zona del aeropuerto donde se ubicaban vuelos privados. Un mozo las condujo hasta un hangar donde se encontraba un jet Cessna pequeño y elegante. El piloto las estaba esperando a pie de escalerilla. Se presentó como capitán Elliott y estaba dispuesto a despegar. Cuando subieron al aparato, saludaron al copiloto y a una auxiliar muy joven y bajita. Diez minutos después, estaban en el aire. La voz del piloto les informó que el avión haría una breve escala en Darwin, en la costa norte, para repostar.

El viaje fue divertido esta vez. La auxiliar, que se llamaba Ellen, era una máquina de contar divertidos chismes. También había a bordo un excelente Shiraz australiano. El tinto ferroso era realmente de primera para un paladar entendido como el de Candy. Durante la breve escala, Ellen las aconsejó bajar hasta la pista, donde compartió un porro de marihuana con ellas, entre risas.

Tras casi cuatro horas de viaje llegaron a destino. Zara sabía que era una isla, pero la oscuridad de la noche no le había permitido distinguir el océano o el pequeño archipiélago donde se ubicaba. Aterrizaron en una pista situada en medio de densa vegetación e iluminada con multitud de halógenos. Muretes pétreos impedían que la selva se adueñara de nuevo de la larga cinta de negro asfalto. Maletas en mano, agitaron las manos para despedirse de la tripulación mientras caminaban hacia un edificio de troncos que se levantaba en un lateral de la pista. En la puerta, un hombre de hombros masivos pero de tamaño mediano, las esperaba.

—    Bienvenidas a Kapu Tasa, miladis. Mi nombre es Sato Kele y seré su capataz durante su estancia – se inclinó al presentarse, en un perfecto inglés británico.

—    Mucho gusto, señor Kele – respondió Candy. -- ¿Está todo preparado?

—    Si, miladi. Llámeme Sato, por favor.

—    Bien.

“Así que el destino era Kapu Tasa, donde coño se encuentre”, se dijo Zara, echando a andar tras el robusto hombre que portaba sus maletas. Sato, según lo que había observado, tendría unos cuarenta años y pertenecía a la etnia malaya. Tenía el rostro picado por las marcas de un furibundo acné en su época adolescente y un gran mostacho curvado sobre las comisuras de su boca le daba cierto carácter a sus rasgos asiáticos. Parecía un hombre acostumbrado a realizar tareas pesadas y duras.

Sato las condujo hasta un jeep y las ayudó a instalarse. Después arrancó y tomó un amplio camino de tierra endurecida que se internaba en la selva. Zara miraba a todas partes, asombrada de la cantidad de ruidos y chillidos que salían de la espesura, incluso siendo de noche. No le habría gustado quedarse a solas allí. Como si leyera su mente, Candy pasó su brazo por encima de los hombros de su novia, calmándola.

—    Tiene una comunicación para cuando lleguemos, miladi – dijo Sato, sin volver la cabeza hacia ellas.

—    Perfecto. Ya lo esperaba – contestó Candy.

Quince minutos después, tras subir una gran colina por los zigzag del camino, se toparon en la cima con un magnífico palacete bellamente iluminado. Zara dejó brotar una de sus burdas exclamaciones que hizo sonreír a Candy. Ésta, quien ya había visto fotografías del lugar, debía convenir que la impresión era mutua. Los focos parecían dotar de revestimiento plateado a las encaladas paredes y a las diferentes cúpulas y minaretes de la gran estructura.

Aún no podía apercibirse de ello en la oscuridad, pero toda la selva que escalonaba la colina estaba controlada y atendida por los jardineros. Su frondosidad no era más que una cuestión estética, ya que estaba diseñada para formar un laberíntico jardín con senderos que discurrían laderas abajo. El jeep se detuvo ante una alta fuente increíblemente labrada que se encontraba varios metros delante de la escalinata que subía hasta las grandes puertas de madera y metal.

Por ellas surgieron dos mujeres de edad madura, indudablemente indonesas, vestidas con unos bellos saris de colores.

—    Las sirvientas se ocuparan de sus maletas y de atenderlas en todo. Pueden pedirles cualquier cosa, desde comida, bebida, o lo que se le antoje. Ellas procuraran satisfacerlas – aclaró Sato. – Con su permiso, entraré a coordinar la videoconferencia y después me marcharé.

—    No tienes porque irte, Sato – dijo Candy.

—    Si, si debo, miladi. Ningún hombre puede entrar en el palacete. Aquí solo hay mujeres.

—    ¿Y dónde permaneces tú? – preguntó Zara.

—    El perímetro está custodiado por mis hombres. Vivimos abajo, en unas dependencias subterráneas totalmente aclimatadas – aclaró antes de subir la amplia escalinata.

Las dos mujeres quedaron extasiadas cuando entraron en el palacete. Todo era mármol, alabastro, y granito bellamente trabajado. Los suelos refulgían con su brillo, los tonos jaspeados de la piedra se confundían con la madera de teca, seraya y merbau que adornaba marcos de puertas, ventanas y columnatas. Los muebles eran principalmente de bambú y mimbre y otros en oscura madera muy pulida y antigua. Todo tenía ese singular aire colonialista que nadie quiere pretender pero que se adopta sin quererlo. Había alfombras de estilo persa y otras malayas, sobre las que descansaban las patas de los muebles. Pieles de animales exóticos colgaban de algunas paredes, junto con largos cortinajes de gasa, que sin duda servían de mosquiteras en algún momento. No se veía traza alguna de cuadros, fotos, o retratos, pero si se alzaban diversas cornamentas y grandes colmillos de marfil en los rincones, así como ciertos ídolos de clara tendencia fálica y procedencia africana, quizás.

Los altos techos, la mayoría en forma de cúpula, estaban trabajados con recias maderas bien barnizadas de las que colgaban pesadas lámparas de aceite, las cuales iluminaban los aposentos por donde iban pasados con una luminosidad caduca y casi olvidada. Zara se preguntó si no habría electricidad en la isla. Sin duda, habría uno o dos generadores que se encargarían de eso.

Sato las condujo hasta un despacho con claro estilo masculino. Sobre el gran escritorio de roble indio, descansaba un portátil que manipuló prontamente. Cuando inició la comunicación, se inclinó y realizó una reverencia muy profunda y respetuosa. Dijo unas cuantas palabras en un idioma cantarín e incomprensible para las mujeres, y luego giró el ordenador hacia las chicas. Pudieron ver a un hombre de mediana edad y rasgos asiáticos. Llevaba un pequeño turbante de seda y se tironeaba de un bien recortado bigote que se unía a una estrecha perilla. Al verlas, sonrió y saludó a Candy.

—    Me alegro de verla nuevamente, señorita Newport.

—    El sentimiento es mutuo, Alteza.

—    Espero que encuentre todo a su gusto.

—    Conociéndole, sin duda ha repasado usted cada detalle.

—    Es un placer cumplir los deseos de una amiga – hizo una pequeña inclinación de cabeza. Zara comprobó que parecía estar en un despacho no muy diferente del que se encontraban.

—    Y yo le agradezco infinitamente permitirme realizarlos en su propia casa.

—    Basta de cumplidos, querida – se rió el hombre. Zara intentaba recordar donde había visto esos rasgos. Tenía la impresión de conocerle. – Puedes confiar en Sato para cualquier cosa que necesites, incluso si deseas salir de la isla e ir de compras a Manila, por caso.

—    Es todo un detalle.

—    El servicio que he dejado al cargo habla perfectamente inglés y conoce las costumbres occidentales sobre comidas, especies, y horarios. Así que no tendréis que plegaros a nuestras vivencias.

—    Muchas gracias – Candy mantenía un tono que Zara había escuchado muy pocas veces en ella; un tono de cuidadoso respeto. Aquel personaje era un peso pesado, sin duda.

—    También la aldea está al tanto de vuestra llegada y se pondrá a su servicio si decidís bajar a la playa. En cuanto a las demás invitadas, se han instalado desde hace varios días y se las ha instruido previamente. Sus dueños me han requerido que la salude en sus nombres…

—    Ruego que les devuelva mis saludos y mi más sincera gratitud. Es mucho más de lo que podía esperar – Candy unió las manos antes de inclinar la cabeza.

—    A veces, peticiones de este tipo nos hace recordar sueños olvidados y nos divierte ayudar a alcanzar otros. Además, ¿de qué sirve que languidezcan en sus aposentos sin el debido mantenimiento? Somos ricos pero a veces pecamos de derrochadores, señorita Newport. Ah, se me olvidaba… Me he permitido organizar una cacería para los últimos de su estancia, a la que asistiré.

—    Le esperaremos con impaciencia, Alteza.

—    Bien, me despido entonces. Solo me queda recordarle que está en su casa, que puede usted disponer de cuanto desee y de quien desee. Disfrute cuanto pueda.

—    Mil gracias, Alteza. Hasta pronto.

Sato cortó la comunicación y cerró el portátil. De un bolsillo sacó un walkie no más grande que un móvil, junto con un cargador con cable. Se lo entregó a Candy.

—    Si me necesitan con urgencia, solo tienen que apretar el botón de llamada. Yo tengo la pareja siempre conmigo. También pueden usar el radio comunicador de este despacho – dijo señalando una especie de radio con micro que se encontraba sobre un estante, tras el sillón del escritorio. – Comunica con la radio de nuestra base.

—    Excelente, Sato.

—    Entonces me marcho, miladis – y las chicas se despidieron de él con una sonrisa.

En cuanto el hombre salió del despacho, Zara se giró hacia su amante, dispuesta a asaetarla a preguntas. Candy levantó un dedo de manera imperativa, acallándola.

—    Aquí no.

Al dejar el despacho, una de las maduras mujeres que las habían recibido las esperaba.

—    Quizás desean ver sus aposentos, miladis – no fue una pregunta, más bien una sugerencia.

—    Si, por favor – respondió Zara, queriendo explorar más de aquel palacete.

La mujer se puso en marcha y pudieron observar que caminaba descalza. Tomó una escalinata de mármol rosado que subía en una cerrada espiral. “Es uno de los minaretes”, se dijo Zara, encantada con ver el interior. La escalera conducía a un solo lugar, una amplia y circular habitación con suelo de madera perfectamente pulida. Una gran cama de matrimonio presidía el centro, con una amplia y colgante mosquitera en color champán que la protegía como una campana. Una gran cómoda con espejo, cercana a la pared de la derecha, junto con un mullido taburete, complementaba la habitación. Al otro lado, un pequeño vestidor de dos puertas ocultaba el arco de la pared. Un par de alfombras, una por cada lado de la cama, cubría el suelo, y una puerta cerrada, tras la cama, formaba el conjunto. Simple y elegante.

Las paredes estaban perforadas, a unos tres metros del suelo, por una serie de ojos de buey, muy parecidos a los de un barco, que dejarían entrar la luz del sol. A un lado de la cómoda, se encontraba la única ventana de la estancia, desde la que se podría ver el dosel verde de la jungla cuando amaneciera. Zara caminó hasta la cerrada puerta y comprobó unas pequeñas escaleras que descendían. Curiosa, las bajó y se encontró con un coqueto cuarto de baño. Contenía una ducha, un lavabo, y un inodoro. Tanto el suelo como las paredes estaban recubiertos de pequeños azulejos que creaban diversos mosaicos de figuras abstractas y multicolores. El cuarto de baño, que quedaba por debajo del nivel del dormitorio, también era circular y tanto su ventilación como su iluminación natural dependían de otros ojos de buey.

Tras alabar las dependencias ante la mujer que esperaba en silencio, ésta preguntó si deseaban tomar algo. Había pasado ya la hora de la cena y por eso se interesaba. Le contestaron que no era necesario. Estaban muy cansadas y solo querían dormir. Dieron las buenas noches y se quedaron a solas. Entonces, Candy se giró hacia la joven y sonrió.

—    ¿Qué te parece?

—    ¡Jesús! Creo que estoy soñando. ¿Quién era ese hombre de la conferencia?

—    Empezaré por el principio – dijo Candy, sentándose sobre la cama, tras retirar la mosquitera. – Sabes que siempre te pregunto por tus fantasías, ¿verdad?

—    Si, pero no es que tenga muchas, cariño. Tú satisfaces la mayoría.

Candy sonrió y agitó una mano.

—    Yo si tengo una desde hace mucho tiempo; una que no he podido llevar a cabo. Pero ha surgido esta oportunidad y me he decidido, y quiero compartirla contigo. Ese hombre era el Sultán de Brunei…

Zara se llevó la palma de la mano a la frente. ¡De eso le sonaba! Pero, ¿de que conocía Candy a tan poderoso personaje?

—    Nos conocimos en una gala humanitaria y, más tarde, Manny Hosbett, junto con un grupo de empresarios, estuvieron hablando con él de negocios. El caso es que descubrimos que compartíamos sueños muy parecidos. Nos hemos visto en otras ocasiones y hemos intimado, a nuestra manera.

—    Vaya, no tenía ni idea. Ese círculo está tan alejado de la moda…

—    Lo sé. El Sultán no está interesado por la moda. De hecho, sus mujeres llevan sari o bien van desnudas. El hecho es que conocí una serie de personajes inmensamente ricos y netamente extravagantes, con los que sigo en contacto a través de la red. Hemos sostenido muchas conversaciones e intercambiado sueños para confiar suficientemente los unos en los otros.

—    ¿Es como un círculo secreto?

—    Algo así. Yo soy nada más que una aprendiza, una neófita, pero se me ha concedido la oportunidad de llevar a cabo mi mayor fantasía y en ello estamos.

—    ¿Tu fantasía? ¿Cuál es? – preguntó Zara, mordiéndose el labio. Sentía vergüenza por no conocerla.

—    Disponer de un harén, un serrallo de bellas mujeres para mi disfrute personal.

—    No jodas.

Candy avanzó y tomó las manos de su novia. Le sonrió dulcemente.

—    Así es. Llevo mucho tiempo teniendo ese sueño imposible que tan solo algunos hombres pueden llevar a cabo en este mundo. Pero ahora, gracias a esos amigos poderosos, puedo experimentar esa sensación durante dos semanas. El Sultán de Brunei ha puesto este palacete de verano a mi disposición, con servicio incluido. Las invitadas a las que se refería antes son las concubinas de varios harenes, enviadas hasta aquí.

—    ¿Te han enviado sus fulanas? – preguntó Zara, asombrada.

—    Algo así. Recuerda que la mayoría de estas mujeres han sido conseguidas en tratos muy directos, compradas a sus familias, regaladas, secuestradas… No son fulanas, pues nunca se han dedicado a la prostitución y tan solo han sido tocadas por sus dueños.

Zara asintió, comprendiendo.

—    Tan solo debido a mi condición de mujer, estos amigos han consentido cederme algunas de sus propiedades. De otra forma, habría sido una afrenta a su condición de machos, ¿comprendes?

—    Joder, claro. El honor de macho. Así que aquí hay una cantidad de mujeres para alegrarte la vida… ¿Y cuando pensabas decírmelo? ¿No crees que yo debo tener una opinión sobre todo esto, o acaso soy tu primera concubina? – el tono de Zara dejaba traslucir el enfado que se apoderaba de ella.

—    Tranquila, cariño, no es lo que estás pensando.

—    ¿Ah, no?

—    No. Te he traído porque quiero compartir todo esto contigo. Quiero ser la reina, si, pero quiero que tú seas mi consorte.

—    ¿C-cómo? – los ojos de Zara se habían abierto de par en par, sorprendida por la proposición.

—    Quiero que te inicies en la dominación, amor mío; deseo que compartas ese mundo conmigo. Te he estado observando y calibrando, Zara… durante meses, y estoy segura que es un arte al que no eres inmune.

—    Yo… yo…

—    He visto como te brillan los ojos cuando escuchas algunas de las historias que te cuento, o como miras a tu madre cuando crees que nadie se da cuenta. Estoy segura que te haces muchas preguntas sobre todo ello.

Zara bajó la mirada, cogida en falta, pero no soltó las manos de su amante, la cual la atrajo para abrazarla contra su pecho.

—    ¿Qué me dices? ¿Compartirás a esas chicas conmigo? ¿Serás reina a mi lado?

Zara se encogió de hombros, los ojos aún bajos. La mano de Candy bajó hasta darle un fuerte pellizco en el glúteo.

—    ¡Ay! – exclamó antes de hundir su nariz en el níveo cuello de su amada. – Si, Candy… lo seré…

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—    Venga, ¡arriba dormilona!

La suave palmada en la cadera desnuda despertó a Zara. Abrió los ojos y los tuvo que cerrar de nuevo por la claridad que entraba por varios ojos de buey. Eran como focos que barrían la penumbra del minarete, pero tan solo los que estaban orientados al este. La mosquitera difuminaba la figura de Candy que estaba abriendo la ventana, tan desnuda como ella.

—    Buenos días – musitó Zara, incorporándose.

—    Buenos días, cariño. Ponte el kimono que tienes a los pies de la cama. Vamos a tomar un largo y placentero baño. Lo necesitamos después de estar encerradas en esos aviones.

—    Si, me apetece – respondió la mulatita, echando un pie al suelo y tomando un kimono rojo con flores negras y doradas bordadas. Se acopló como un guante a su cuerpo cuando lo ciñó con el cinturón de tela.

En ese momento fue consciente de las dos mujeres que se encontraban al lado de las escaleras, silenciosas, con las manos unidas sobre sus vientres. Las dos eran rubias y blancas, con ojos claros. No tendrían más de una veintena de años y vestían túnicas vaporosas y abiertas desde la cadera; una celeste, la otra rosácea.

—    La de azul es Emma, la de rosa Julie – se rió Candy al presentárselas.

—    H-hola – Zara carraspeó antes de saludarla.

—    Buenos días, mi señora – ambas se inclinaron elegantemente al mismo tiempo, tras pronunciar el saludo en un perfecto inglés.

—    Emma es alemana y Julie inglesa – puntualizó Candy.

—    Por favor, si desean seguirnos hasta la sala de baños – propuso Julie mientras su compañera bajaba el primer peldaño.

Candy, con una luminosa sonrisa, atrapó la mano de su novia y la besó en la mejilla antes de seguir a las dos jóvenes concubinas. Zara supo ver como las chicas habían sido educadas en su forma de moverse y de andar. Pasos cortos y medidos, que hacían ondular sus caderas, sus brazos algo separados del cuerpo y las manos flexionadas hacia fuera, el cuello erguido y los hombros hacia atrás, y por supuesto, la mirada baja. Aquello le recordó a las geishas, pero sin tanto artificio.

Llegaron a un ala del palacete, ante unas puertas de madera tallada, más bajas que las demás. Nada más entrar, tanto Candy como Zara quedaron apabulladas por cuanto contenía el interior. No se trataba de un cuarto de baño más o menos grande, no. Era inmenso. De una de las paredes del lateral, recubierta de piedra y helechos, caía una cantarina cascada, rebotando en ciertos rebordes pétreos para causar un efecto perfecto. El agua acababa en un gran estanque de mármol y esquito basáltico pulido y humeaba un tanto, revelando que estaba siendo calentada. Todo el estanque estaba rodeado de bambú, un parterre de flores y mullida hierba. Más allá, tras varios biombos de papel de arroz, se apercibían varias cabinas de ducha, una caseta de sauna, y otros accesorios.

—    ¡Dios mío! ¡Esto es un ensueño! – susurró Zara.

Dos nuevas mujeres surgieron de detrás de uno de los biombos. Estaban desnudas y portaban toallas y una cesta con diferentes productos de baño. Eran menudas pero muy bien proporcionadas. Las dos tenían ascendencia asiática, una sin duda nipona. Morenas, vibrantes, esbeltas, jóvenes y hermosas. Se inclinaron al llegar ante ellas y se presentaron.

—    Mi nombre es Kue Tse, tengo diecinueve años y soy tailandesa.

—    Me llamo Nochi y soy de Japón. Tengo veintiún años, mis señoras – dijo la otra, casi cantando.

—    Al parecer, todas hablan inglés – dijo Zara.

—    Es una condición indispensable para atender a nuestros amos y sus amistades – respondió Emma, mientras pasaba sus manos por delante del busto de Candy para quitarle el sedoso kimono.

De la misma forma, desnudaron a Zara y dándoles la mano, las ayudaron a entrar en las cálidas aguas. Julie y Emma dejaron que sus túnicas se deslizaran cuerpo abajo antes de entrar ellas mismas en el estanque. Las dejaron sentadas sobre dos asientos que quedaban bajo el agua, tan pulidos que podían deslizarse sobre ellos sin sentirlos sobre la piel. Las cuatro chicas se emplearon con ellas, primero con sus cabellos, lavándolos primorosamente, peinándolos y desenredándolos, hasta envolverlos en toallas. Después, se ocuparon de lavar, limpiar, y acondicionar cada centímetro de sus cuerpos.

Una vez realizada la limpieza, trasladaron a sus eventuales amas a unas “chaises longues” dispuestas en la orilla, donde se tumbaron desnudas. Las expertas manos de las cuatro concubinas se atarearon en repasar cada zona pilosa. Las cejas, las patillas, las piernas y el pubis quedaron repasados y limpios de cualquier pelo rebelde, con una rapidez y eficacia que ya quisieran muchos profesionales.

Entonces, se dedicaron a untar sus cuerpos con cremas, aceites y mascarillas, antes de pasar a afeites más cosméticos. Les hicieron manicura y pedicura y las pintaron esmeradamente después de que eligiesen color y diseño.

Zara, totalmente relajada, se sentía cachonda con tanta mano sobre su cuerpo, y le hubiera encantado que la pequeñita Nochi hubiera metido la cara entre sus piernas cuando la estaba depilando. Miró a su novia y, con tan solo ver el brillo de sus ojos, supo que le ocurría lo mismo que a ella. Tuvo que darle la razón a Candy. De aquella forma, no había lugar para los celos. Aquellas mujeres, por muy bellas que fueran, no disponían de voluntad propia. Solo existían para servir y agasajar a sus dueños. Eran muñecas vivientes, listas para cualquier uso, y Zara estaba deseando usarlas.

—    ¿Qué haremos ahora? – le preguntó a su jefa.

—    Me gustaría echar un vistazo a los alrededores del palacete. Me han dicho que dispone de unos bellos jardines y senderos laberínticos en la ladera.

—    Bien, un buen paseo antes de almorzar nos sentará bien.

—    Si, y llevaremos a todas estas preciosidades para que nos cuiden, ¿verdad? – sus dedos atraparon la barbilla de Julia, quien sonrió con dulzura.

—    Por supuesto, mi señora. Cuidaros es nuestra mayor preocupación – respondió.

Una hora más tarde, después de que las peinaran y acondicionaran sus cabellos en unos cómodos moños que dejaban sus nucas desnudas y frescas, las chicas salieron al exterior. Volvían a vestir sus kimonos, esta vez entreabiertos para combatir el húmedo calor. Sabían que no había ninguna posibilidad de que alguien las sorprendiera. Los habitantes de la única aldea de la isla tenían prohibido subir a la colina y los hombres que custodiaban el perímetro jamás se les ocurrirían aparecer sin permiso.

Detrás de ellas, ocho mujeres las siguieron. Todas vestían una de aquellas túnicas vaporosas, cada una de un color distinto, y calzaban cómodas sandalias sin tacón. Se repartieron rápidamente, ocupando cada una el lugar para su cometido. Cuatro de ellas tomaron las recias cañas que soportaban una especie de palio de lona multicolor, haciendo así de parasol para sus amas. Otras dos, armadas de grandes abanicos de plumas, escoltaron por los laterales a Candy y Zara, impulsando la brisa sobre ellas. Las dos restantes llevaban, entre ambas, una nevera portátil con hielo y bebidas refrescantes, así como frutas.

—    Un buen harén, ¿verdad? – comentó Candy, tomando a Zara del brazo.

—    De lo mejor. Ocho chicas, cada una de un país y de una etnia diferente, ninguna mayor de veinticinco años. Tus amigos deben apreciarte muchísimo.

—    Me hago querer – se rió la dueña de la agencia.

—    Ya lo sé, cariño.

Las otras cuatro chicas que habían conocido se llamaban Tenssia, una espigada negra del Congo, de apenas dieciocho años; Jeniq, la mayor de todos, con veinticuatro años, proveniente de Egipto; Carola, una rotunda mexicana de veinte años; y finalmente, Hassid, una bellísima albanesa de ojos de fuego, con veintidós años.

Si antes quedaron impresionadas con el interior del palacete, los exteriores les fueron a la zaga. La parte trasera de la colina, que no estaba surcada por el camino de subida, se abría al mar, formando varias amplias terrazas, sin duda artificiales. La selva allí había sido retirada, controlando perfectamente las plantas que crecían, permitiendo así unos perfectos miradores sobre el mar y la cala que podía verse. Bancos de piedra jalonaban el mullido césped que recubría las terrazas. Senderos de grava y cortos escalones de ladrillo llevaban de una a otra. En una de ellas, la más alta, un pequeño cenador ofrecía refugio y sombra.

—    Podríamos almorzar aquí, ¿qué te parece? – palmeó Zara.

—    Podemos hacer lo que queramos, recuérdalo. Tenssia, cariño, regresa al palacio e indica que sirvan aquí el almuerzo para todas.

—    Si, mi señora – respondió la negrita, inclinando su alto moño, antes de dar media vuelta.

Se instalaron en el pequeño prado de la terraza inferior. La hierba estaba fresca, regada seguramente aquella misma mañana, y las concubinas no tardaron en transformar el palio de tela en una tienda sin paredes. Julia y Carola abrieron una botella de vino blanco, bien frío, y sirvieron dos copas a sus dueñas. Zara les dio permiso para tomar unos refrescos si lo deseaban. Tras unos minutos, todas quedaron sentadas sobre la hierba, contemplando la lontananza mientras que Jeniq y Kue agitaban indolentemente las grandes plumas.

—    Esto es vida – suspiró Candy.

—    Ahora comprendo la expresión “vivir como un maharajá” – se rió Zara.

—    ¿Qué es lo que desearías ahora?

—    No sé. Me siento realmente bien por el momento – respondió la mulata, mirando de reojo a Nochi.

—    Algo tienes que tener en la cabeza – Candy se giró, quedando de bruces sobre la hierba, mirándola.

—    ¿Te enfadaras?

—    Sabes que no. Esto es una especie de entrenamiento.

—    Antes, cuando estábamos en el estanque, me hubiera gustado que Nochi me comiera el coño… ya sabes, cuando estaban rasurándonos el pubis.

—    No fuiste la única. El momento fue muy sensual. ¿Por qué no lo haces ahora?

—    ¿Aquí? ¿Delante de todas? – Zara negó con la cabeza.

—    ¿Qué importa? ¡Son esclavas! No debe preocuparte lo que piensen. No hablaran con nadie, ni tienen derecho a escandalizarse, solo obedecen cualquier orden – exclamó Candy, abarcándolas con un ademán de su mano.

Zara fue consciente de que todas ellas las escuchaban pero ninguna osaba cruzar la mirada con sus amas temporales. Nochi tenía las mejillas arreboladas. ¿Sentiría aún vergüenza a estas alturas?

—    Ven, Nochi, acércate – musitó Zara.

La japonesa se puso en pie lánguidamente y se acercó hasta arrodillarse ante sus dueñas. Tenssia llegaba en ese momento, caminando rápidamente.

—    ¿Deseas agradarme, Nochi?

—    Si, mi señora, siempre – respondió muy suavemente.

—    Entonces ven – Zara abrió su kimono, mostrando su bello cuerpo chocolate totalmente desnudo.

La japonesita avanzó a cuatro patas hasta acomodar sus labios sobre el oscuro pezón de uno de los pechos de Zara, quien se estremeció y sonrió con la fuerte sensación que recorría todo su cuerpo. Así que eso era lo que sentía su novia cuando tenía a su madre esclavizada, se dijo. Era sublime y muy erótico.

La concubina seguía aferrada a sus pechos, irguiendo, uno detrás de otro, sus pezones hasta convertirlos en algo duro y tenso, que vibraba con cualquier soplo de aire. Nunca los había sentido tan tiesos y tan dispuestos. Su vagina se estaba llenando ya de fluidos. Dios, que cachonda estaba…

Carola se situó a su espalda, acogiéndola contra ella, formando un cómodo respaldo con su cuerpo mullido. Sus dedos acariciaron su nuca expuesta con la suavidad del plumón. De vez en cuando, sus turgentes labios descendían para depositar pequeños picos en su cuello y hombros, con una delicadeza inusual. Con los ojos entornados, Zara miró a su novia, quien sonreía sin reparos.

Nochi descendió lamiendo el cuerpo de su dueña hasta aspirar el fragante aroma de su excitación. Abrió la vagina con ambas manos, separando labios mayores y menores. El coño de Zara pulsaba como un corazón. El clítoris ya estaba erguido y deseando sobresalir. La rosada y ancha lengua de la nipona se posó sobre él con suavidad, casi con timidez, pero eso no quitó que Zara respingara y soltara un quejidito.

—    La muy zorra… está que no vive – gimió Candy, al mismo tiempo que hacía una seña a la pelirroja Hassid.

—    ¿Si, mi dueña? – preguntó la albanesa, arrodillándose junto a Candy.

La ex modelo contempló aquel rostro cercano, recreándose en los verdosos ojos y en todas aquellas pequitas que sombreaban el precioso rostro de Hassid. “Sería una buena adquisición para la agencia”, pensó. Alzó una mano y le acarició la mejilla.

—    Túmbate aquí, a mi lado, quiero besarte. Tenssia…

—    ¿Si, ama?

—    ¿Sabes lamer bien un culo?

—    Si, mi dueña.

—    Pues al asunto, cariño.

Zara contempló como su novia le comía la boca muy lentamente a aquella pelirroja y solo sintió deseo y no celos. Se alegró y mucho. Era mucho lo que Candy le estaba enseñando y pretendía estar a su altura. ¡Dios! ¡Como besaba Candy! Era la primera vez que tenía la posibilidad de verla besando a otra persona y más tan cerca como estaba. Cada detalle era intenso y enervante, sin contar con las diabluras que estaba haciendo Nochi en sus bajos. Alargó la mano hacia atrás, hacia su nuca, y atrapó el ensortijado pelo oscuro de Carola. La atrajo hacia delante, obligándola a incorporarse sobre sus rodillas hasta tener su boca al alcance. Devoró furiosamente sus labios, regodeándose en el fresco sabor a menta que surgía de ellos.

Por su parte, Candy hundía la lengua en la boca de Hassid, quien la succionaba de una realmente maravillosa. Tanto la una como la otra no podían cerrar los ojos a pesar de tener los rostros tan juntos. No querían perderse ni un solo detalle de ellos. Mientras tanto, Tenssia había remangado el kimono hasta dejar las bellas nalgas de su ama al descubierto. Le hizo una seña a Emma, quien la entendió de inmediato. La alemana se deslizó bajo el cuerpo de Candy, quedando como ella misma, de bruces, pero con los cuerpos transversales, como una cruz. De esa manera, el trasero de la ex modelo quedaba más alzado y expuesto para la lengua de Tenssia, que no tardó en abrir las nalgas con las manos y hundirse en el oscuro pozo.

La negra se atareaba como una posesa sobre el ano de Candy, usando la lengua y los dedos de una mano. Sin embargo, su otro apéndice estaba ocupado hurgando el coño de Emma, quien suspiraba con la nariz en el césped. Ama Candy no dejaba de besar y saborear la lengua albanesa, pero su mano había buscado la entrepierna de la pelirroja. La estaba penetrando con dos dedos y no de una forma muy delicada, pero a Hassid parecía darle lo mismo, ya estaba contorneándose como una serpiente y dejando que su aliento jadeante fuera absorbido por su dueña.

Sin que ninguna de las amas fuera consciente de ello, Julia se arrodilló entre Kue y Jeniq, quienes no habían dejado de abanicar al grupo pero sin apartar los ojos de tan excitante escena. Julia alargó sus manos, colándolas bajo las túnicas. Tampoco podía dejar de admirar aquellos cuerpos que se frotaban y retorcían, y, por ello, comenzó a masturbar a sus dos compañeras.

Cuando las tres maduras mujeres que se ocupaban de la cocina y del palacete llegaron para instalar el almuerzo en el cenador de la terraza superior, los gritos y gemidos eran ya constantes y escandalosos. Las mujeres se miraron y sonrieron, comprensivas, y siguieron con más brío su faena. Sin duda, las amas tendrían mucho apetito cuando terminaran.

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Candy contempló el rostro maquillado de la auxiliar de vuelo mientras la servía el champán. Era mona, pero nada que ver con las bellezas que Zara y ella habían tenido a su disposición durante catorce días. La mulata hizo un brindis silencioso y entrechocó la copa con ella. Se sonrieron, felices y cansadas. La despedida había sido intensa y realmente agotadora, tras la cacería.

Durante toda su instancia, ambas no habían dejado de gozar una y otra vez, varias veces al día. De mutuo acuerdo, no se separaron en ningún momento; estuvieron siempre juntas, amando y gozando. Sin embargo, la tentación de ordenar una lamida o una caricia en cualquier momento, a cualquiera de ellas, sin importar donde estuvieran o con quien, era tal que corroían sus nervios afectados por la lujuria.

Disponer de ocho mujeres tan hermosas y tan dispuestas acababa por pasar factura, a la fuerza. La cacería vino a aumentar el cansancio, pero fue divertida. El Sultán resultó ser, para Zara, un tipo muy simpático y guasón. Las emplazó a lomos de un elefante, las armó con un par de rifles con dardos somníferos, las rodeó de varios hombres custodios, y se lanzaron a perseguir tigres. Ellas se dedicaron más a chillar, reírse, y tener los nervios en tensión. No dispararon más que a los monos y no alcanzaron a ninguno. Palmearon cuando el Sultán apareció con el tigre dormido en el interior de una jaula y celebraron que lo soltaran tres horas después.

Al día siguiente, su último día en la isla, Candy decidió azotar a todas para que la recordaran. Zara no estaba muy de acuerdo con aquello. No le gustaba hacer daño. Una cosa era dominar y otra azotar, le dijo a su novia.

—    Tonta, si no azotas nunca dominaras.

El caso es que llevaron a las ocho concubinas al gran gimnasio del palacete. Las desnudaron y ataron sobre las diferentes máquinas y bancos de ejercicios. Las fustas usadas en la cacería sirvieron mucho más, en ese momento.  Las concubinas temblaban de miedo; no estaban habituadas al dolor, pero apreciaban realmente a sus amas temporales y no querían defraudarlas. Zara se dio cuenta que intentaban no gritar y meneaban sus traseros cuando los fustazos caían, como buenas perritas, y eso la emocionó más. Acabó convenciendo a Candy de perdonarlas y organizaron una enorme cama redonda en el salón principal que duró cinco horas.

Se pasaron todo el vuelo hasta Sydney durmiendo, y, ahora, rumbo a Los Ángeles, estaban, como ya hemos dicho, cansadas y felices por la experiencia.

—    ¡Qué lástima no poder repetir esta experiencia una vez al año! – sonrió Zara.

—    Veo que te ha gustado, mala pécora – exclamó Candy, dándole un suave pellizco en un seno.

—    Tú me has iniciado, cariño.

—    ¿De verdad te ha gustado?

—    Me ha encantado, amor, aunque no soy un ama cruel.

—    No importa, yo lo seré por ti.

—    ¿A qué te refieres? – enarcó una ceja Zara.

—    Ha llegado el momento de compartir a tu madre. ¿Te sentirás capaz?

Zara no contestó, pero el escalofrío que la recorrió le hizo saber que estaba más que dispuesta a ello, quizás ansiosa más bien.

CONTINUARÁ…