Cómo seducir a una top model en 5 pasos (03).
Esto es una serie, de capítulos sucesivos, aunque estén publicados en categorías distintas.
Placeres para el ojo.
Nota de la autora: si desean comentar, opinar, o simplemente charlar sobre el relato, pueden hacerlo enjanis.estigma@hotmail.es
Pasaba de las tres semanas, la estancia de Cristo en Nueva York, y, a cada día que contaba, se sentía mejor en aquel Nuevo Mundo. Como buen gitano, ya se había recorrido todo el barrio, analizando sus pros y contras, así como un par de rutas de escape, prácticamente como deformación de su educación. Mantenía clasificados, en su cabeza, por orden de importancia, todos los chollos que había descubierto. No tenía un propósito definido para ellos, pero era algo que siempre hacía. Cada solar vacío, cada casa abandonada o cerrada, cada negocio, e, incluso, un par de garajes estratégicos, se catalogaban en su prodigiosa memoria.
Cuando Cristo tuvo constancia de que poseía una mente privilegiada, lo primero que destacó para él mismo, fue su memoria. Cada cosa que leía, que visionaba, o que experimentaba, quedaba almacenada en su memoria. Pronto descubrió que debía compartimentar esa memoria, para acceder más rápidamente a los recuerdos. No es que funcionase así realmente, pero Cristo lo sentía de esa manera. Lo mentalizó así, y así se quedó.
Los datos más usuales y cotidianos se agolpaban en la memoria superior, o memoria rápida; ambos nombres, por supuesto, eran términos acuñados por él. Allí guardaba números de teléfono, direcciones, recados, conversaciones cotidianas, encargos, y otros datos que podían ser reciclados fácilmente. Uno de sus juegos preferidos era repasar, cada noche, en su cama, cada una de las chicas que habían llamado su atención durante la jornada. Allí estaban todas, atrapadas en un movimiento, en una sonrisa, o pronunciando alguna frase, sujetas por su poderosa memoria, desfilando para él, una y otra vez. Ese era un buen ejercicio recomendado para el Alzheimer.
Luego estaba la memoria media, en un estrato más profundo y amplio, perfecto para almacenar todo cuanto iba a necesitar en un plazo medianamente corto: sus nociones de idiomas, sus elaborados proyectos, la información que necesitaría en los próximos meses, y, por supuesto, todos los datos relativos a su inmediato entorno. Junto a todo esto, estaba almacenando – cada día añadía una cuadrícula más – un completo mapa de Nueva York. De hecho, ya tenía todo Manhattan recopilado, y ahora estaba liado con Queens.
Y, finalmente, estaba la memoria profunda, o el Pozo. Allí tiraba cuanto leía y aprendía, y no tuviese una importancia relativa. Almacenaba conocimientos, aún invalorados, como el avaro guarda céntimos para el futuro. Había un poco de todo, como en una antigua botica, desde arte a albañilería, pasando por motores eléctricos, o sociología aplicada. Recurrir a esta sapiencia era un poquito más complicado. Necesitaba desplegarlos y buscar lo que necesitaba, casi como si buscara hojeando en un libro.
Si Cristo hubiera hablado alguna vez con psicólogo de todo esto, quizás… pero, ¡que coño! ¿Habéis visto alguna vez a un gitano en la consulta de psicólogo?
El hecho es que había visitado, por su cuenta y riesgo,la Cocinadel Infierno (donde le habían chorizado el reloj y cincuenta dólares), el Madison Square Park, el Lincoln Center y todo el Upper West Side, y, finalmente, había entrado un par de veces en el Central Park, pero de forma somera y superficial.
Pero no solo había visitado barrios de Manhattan, sino que había conocido también a mucha gente nueva, gracias a la jornada de actividades que el centro de jubilados promovió, con su ayuda. Tal jornada se llevó a cabo seis días atrás, y, aprovechando una mañana magnífica, ocuparon parte del parque Dewitt, para sus actividades. Se presentó más gente de la que se esperaba, pues actividades de ese tipo no eran frecuentes en el barrio. La gente se reunió en el parque, charlando al sol, tomando cañitas de cerveza. ¡Cerveza gratis! Un concepto que el estadounidense medio no conocía, en absoluto. ¡Menudo marketing!
Para cuando la gran paella estuvo terminada, había ya mucha gente esperando. Cristo felicitó a los tres ancianos que cocinaron la paella, – uno era murciano y los otros dos latinos, de Honduras y Argentina – pues, la verdad es que salió bastante buena para ser la primera de ese tamaño que elaboraban. La gente se repartió en pequeños grupos, charlando, picoteando de sus platos de plástico con tenedores del mismo material.
“Buen rollo. Todo distendido, relajado.”, pensó Cristo.
Siguiendo con su consejo, la barraca de la tómbola ya estaba preparada y se escuchaba acoplarse el micrófono, preparándose para empezar a emitir la cháchara habitual de un buen feriante, aunque, en este caso, era uno de los ancianos, el encargado de hacerlo. Eddy Barnusso no tardó en presentarse como voluntario. Había estado a cargo de una pescadería cuarenta y dos años y quería ver si aún se acordaba de cómo se pregonaba.
El comité designado para vender los boletos de las rifas, – Cristo aconsejó que estuviera formado por los ancianos más conocidos del barrio – se preparó para entrar en acción, apenas los visitantes dejaran los platos. Se sorteó una cesta de productos naturales de belleza, muy atractiva para las señoras, que donó una empresa homeopática del Village, y un bono válido por un mes gratuito en uno de los lujosos gimnasios del Upper East Side.
La jornada resultó ser todo un éxito. Después de depurar los gastos, el recuento dejó un saldo, limpio de polvo y paja, de once mil cuatrocientos doce dólares. Todo un record, según la viuda Kenner.
Como se ha dicho, esta jornada procuró bastantes nuevos conocidos para Cristo, quien acudió acompañado de su tía y de su prima, por supuesto. A pesar de lo que le gritaba su vena gitana y contrabandista, se obligó a estrechar manos y repartir sonrisas a cuantos le presentaban. Tanto Elizabeth, como Ambrosio, e incluso su propia tía Faely, le presentaron a reconocidos comerciantes del barrio, a varios propietarios de puestos comerciales del gran mercado, a una de las autoridades portuarias, así como al teniente Gatter, detective dela Brigadade Homicidios de la prefectura 22 de Harlem.
Y, por supuesto, conoció a Spinny.
Richard Spencer III no era una de las personas más reconocidas del barrio, pero, si seguramente, una de las mejores informadas. Hijo del dueño de una gran chatarrería de la ribera de Brooklyn, vivía en Clinton, – por fin Cristo conocía el verdadero nombre del distrito – con su abuela paterna. Spinny, apodo infantil que le pusieron sus hermanos mayores, no había crecido siendo demasiado listo. A sus veinticinco años, era infantil, ingenuo, muy emotivo, y más despistado que un hippie en un sembrado de marihuana. Su padre, siguiendo la tradición de la familia, bautizó al menor de sus hijos con el nombre de su abuelo, por eso de continuar la saga familiar. Pero pronto se dio cuenta que Spinny nunca llevaría las riendas del negocio. Así que cuando la abuela Jenna se quedó sola en casa, el señor Spencer envió a su hijo menor para que cuidara de su madre. Desde entonces, Spinny y su abuela vivían juntos y felices; todo había que decirlo.
Su padre le reclamaba tres veces en semana, para que no olvidara como manejar las grandes máquinas del inmenso patio de chatarra, o repasara las facturas del mes, pero no era más que un puro formulismo. Sus hermanos mayores se encargaban de todo, junto con su padre. Enviaban a las achaparradas gabarras, armadas de brazos articulados, que se ocupaban de dragar y limpiar los accesos portuarios y el delta del Hudson, sobre todo. Pero, también disponían de una pequeña flotilla de camiones que recorrían todo el interior, recolectando metales y diversos restos, que almacenaban celosamente.
A lo que mayormente se dedicaba Spinny era a deambular. Se conocía todos los distritos y barrios de Manhattan, y era el mayor especialista en el Central Park de toda la ciudad. Si alguien necesitaba saber de algún rincón perdido en el parque, o a que hora se realizaban los ejercicios de aerobic de La Charca, cerca de la 59th, Spinny le informaba con mucho gusto. Conocía los horarios de los diferentes espectáculos que se organizaban, de los museos, y de diversas actividades. Incluso, se ufanaba de conocer los nombres de todas las prostitutas que aparecían en Central Park West, al atardecer. Se pasaba gran parte del día recorriendo los senderos, tomando el sol en el césped, tocando la guitarra, y viendo a los visitantes pasar. Era habitual verle, sentado en un banco o sobre la hierba, meciendo sus largos y rizados cabellos pelirrojos, al compás de la música. Poseía un rostro que inspiraba confianza y candor, con sus ojos verdosos, sus pecas sobre la nariz y mejillas, y los dos grandes paletones que mostraba cuando sonreía. Siempre vestía con pantalones holgados y camisetas heavys, con leyendas más o menos agresivas.
Spinny tenía realmente una buena vida.
Enseguida, Cristo y él hicieron muy buenas migas. Nuestro gitanito se dio cuenta, casi al instante, de que aquella mente simple y confiada le llegaba como caída del cielo. Podría utilizar a Spinny como explorador e informante. ¡Ni siquiera el Séptimo de Caballería había tenido un Spinny, en las Guerras Indias! Solo tenía que camelarlo…
… y a camelar, nadie ganaba a Cristo.
El chico explorador llevó a su nuevo amigo a conocer sus lugares preferidos, en un gesto totalmente puro y desinteresado. Un día le llevó al Met – el museo metropolitano de arte – y, tras contemplar con ojos maravillados las piezas egipcias y el arte medieval, Spinny le subió a la planta superior, donde descansaron y Cristo pudo contemplar la maravillosa vista de Nueva York, que se perfilaba desde allí. Sin embargo, bordear más tarde toda la orilla del lago reserva de Jacqueline Kennedy Onassis, acabó destrozando los pies de Cristo. Una cosa por la otra.
En otra ocasión, entraron por el lado oeste, y visitaron el museo de Historia Natural, puesto tan de moda por las disparatadas películas que se han hecho sobre lo que sucede en su interior. Desde allí, fueron andando hasta la 72th, donde se levanta el edificio Dakota, lugar en el que vivía John Lennon y a cuyas puertas fue asesinado. Le llevó a ver, cerca de allí, Strawberry Fields, que es una parte del parque en homenaje al célebre Beatles asesinado.
Finalmente, en una maravillosa mañana soleada, Spinny le animó a seguirle. Llegaron a Columbus Circle, en la 59th, donde se alza la estatua de Colón, y entraron en el parque, tomando un sendero de peatones sombreado, que les llevó hasta la preciosa pradera de Sheep Meadow.
Allí, sobre la mullida hierba, varios grupos de gente – ancianos mayoritariamente – hacían suaves ejercicios físicos.
― Este sitio sale en un montón de películas – dijo Spinny, tumbándose en al hierba y desenfundando su guitarra.
― Si, lo he visto. Gente de picnic, parejas tumbadas sobre mantas…
― Todo eso ocurre los domingos. Hoy es martes. La gente trabaja y solo hay viejos y turistas – se encogió de hombros Spinny.
― Yo soy un turista – ambos se rieron.
Cristo se sentaba a su lado, escuchando los rasgueos de guitarra. No era flamenco, ni siquiera se parecía a las animadas rumbitas que sus primos solían tocar, cuando se reunían en el patio, o en la puerta de alguna de sus casas, pero era buena música. Spinny versionaba, de un modo simple y acústico, a grandes artistas americanos, como Bruce Springsteen, Gun’s & Roses, o Bon Jovi, y otros no tan americanos, pero muy conocidos. Cristo estaba descubriendo nuevas tendencias musicales en las que nunca se interesó. No todo tenía que ser Camarón dela Islay jolgorio de taconeo…
Una chica cruzó parte de la pradera y se acercó a ellos, con una sonrisa en la cara. Cristo, podríamos decir, la miró con interés. Mediría el metro setenta y llevaba el largo cabello rubio recogido en una cola de caballo, la cual se balanceaba, a cada paso, entre el cierre de una negra gorra de los Yankis de Nueva York. Vestía unas mallas de lycra oscura que se amoldaban perfectamente a sus largas y preciosas piernas, así como a sus pequeñas nalgas. Una camisa de algodón, holgada y larga como un karate-gi, aunque de color crema, cubría una corta camiseta que dejaba su ombligo al aire. Los faldones caían sobre su pelvis, atrapados por un estrecho cordón de cuero. Sus botas deportivas, de gruesa suela, aplastaban la hierba con firmeza. Se detuvo ante ellos.
― Hola, Spinny – saludó.
― Hola, bella Chessy – respondió el chico de la guitarra. -- ¿Preparada para tu Tai Chi?
― Por supuesto, rojo. ¿Quién es tu amigo? – preguntó ella, mirando a Cristo, con una ceja medio alzada.
― Es Cristo. Llegó hace poco.
― ¿Ahora haces de babysitter? – se rió la rubia.
Cristo la miró con más atención. Tenía los ojos más azules que había visto jamás, y una nariz bella y respingona, que le prestaba un aire de de picardía.
― Creo que tengo más años que tú, querida – le dijo el gitanito, mirando el enrevesado piercing que la chica portaba en su ombligo.
Chessy entrecerró los ojos al escuchar el extraño acento gaditano en el inglés utilizado.
― ¡Wow! Eso ha sonado a británico, pero con un acento extraño. ¿Dela India?
― No, de Cádiz, España.
― Vaya, tengo entendido que es un sitio con verdadero pasado. Hubiera jurado que eras hindú, por el tono de tu piel y tus ojos.
― Nop, soy gitano – dijo Cristo, sonriendo.
― ¿Gitano? – esta vez fue Spinny, quien preguntó, gran desconocedor de esta raza.
― Caló o calé, una raza nómada que procede de Centroeuropa, de Rumania y Bulgaria, los Romaní…
― ¿Los mismos que salen en las pelis de Drácula? – preguntó con un rasgueo.
― Los mismos, Spinny.
― ¡Vaya pasada!
― La verdad es que en Nueva York, se pueden encontrar todas las razas del globo – bromeó Chessy. – Bueno, voy a unirme al grupo. Nos vemos otro día, chicos.
Cristo contempló aquel culito que se alejaba. Le pareció realmente trabajado, duro y apretado. La chica dejó su pequeña mochila sobre la hierba, una veintena de metros más allá, y se quitó la amplia camisola, revelando las protuberancias de unos senos menudos y pujantes. Pronto estuvo haciendo estiramientos y arabescos, todo muy lento, acoplándose al ritmo de sus compañeros. Era como una coreografía a cámara lenta, en la que participaban tanto personas mayores como jóvenes, de uno y otro sexo.
― Me gusta – musitó Cristo.
― ¿Quién? ¿Chessy o el Tai Chi?
― Las dos cosas. Parecen interesantes.
― No sé mucho del Tai Chi, pero te garantizo que Chessy es muuuuy interesante.
― Cuéntame sobre ella.
― Nanay – negó Spinny con la cabeza. – Si quieres conocerla, le preguntas a ella. Yo no quiero responsabilidades.
― ¡Pero, quillo … dime algo! ¿Sale con alguien? ¿En que trabaja? ¿Cuántos años tiene?
― No creo que salga con alguien en especial. Al menos, no la he visto nunca – se mojó los labios Spinny, al contestar. – Sé que trabaja en la zona del Village, pero no sé en qué… En cuanto a su edad, no sé. ¿Tú cuanto le calculas?
― Sobre los veinte. ¿De qué la conoces?
― Del parque, de verla por aquí machacando ese cuerpo. Le gusta mi música, eso es todo.
Cristo siguió mirando aquel cuerpo grácil y hermoso, que se flexionaba con armonía y elegancia. Decidió que probaría esa gimnasia algún día, para ver como le sentaba a su flojo cuerpo.
Cristo sacó el móvil del bolsillo y comprobó la hora. Aún le quedaban unos minutos para llegar con puntualidad. Dejó atrás la Biblioteca Pública y se dirigió hacia el apartamento de la viuda Kenner. Se sentía más nervioso que una virgen en un burdel.
La madura mujer le había llamado un par de horas antes, justo al acabar de almorzar en la cafetería del campus universitario Fordham, en el Lincoln Center. Cristo había descubierto ese sitio, al acompañar a su tía al trabajo. El Centro Lincoln era una pasada, todo lleno de artistas jóvenes y excéntricos, con cafeterías estudiantiles de buena calidad, y, sobre todo, lleno de tías macizas y desenfadadas.
La viuda Kenner respondía, con esa llamada, a una conversación que tuvieron días atrás, en la cocina del centro de jubilados. Cristo, en aquella ocasión, deseoso de repetir encuentro con la viuda, le tiró los trastos a la primera oportunidad, pero, asombrosamente, la mujer le dio las gracias por sus sutiles consejos, con lo cual, a Cristo se le quedó una cara de capullo integral que daba pena.
Elizabeth le contó entonces lo ocurrido con la chica de compañía de su tía, la hermosa y callada Emily. Le confesó como había ocurrido el encuentro y de cómo se había aprovechado de la mentalidad entregada y sumisa de la joven. Ahora, la estaba convirtiendo en su total esclava. Cada tarde, durante la siesta de su tía, la adiestraba en su dormitorio.
Cristo se quedó con la boca abierta. ¡Joder! Eso le pasaba por bocazas. Se podría haber metido la lengua debajo del sobaco, pero, no, él solo vio como Elizabeth la miraba, así que tuvo que aconsejarla… ¡Ahí tenía el resultado! Jamás se hubiera imaginado que brotaría una historia parecida, así, de repente.
Pero la viuda le estaba muy agradecida, tanto por el consejo, como por las ideas que propuso para la jornada del centro. Casi como una broma, Cristo respondió:
― Si de verdad quiere agradecérmelo, invíteme a contemplar una de esas sesiones de doma.
La llamada de teléfono iba precisamente de eso. Con la boca laxa, Cristo escuchó la ronca voz de la viuda diciéndole:
― Lo he hablado con Emily. Aceptamos que nos mires, pero ¡solo mirar!
― Por supuesto, Elizabeth.
― Pásate por casa, a las cinco y veinte. Te estaremos esperando.
A esa hora precisa, se encontraba ante la puerta del apartamento, con los nervios a flor de piel, dudando entre llamar con los nudillos o pulsar el timbre. Mejor con los nudillos. Puede que la vieja esté durmiendo, pensó. Dio dos toques y esperó. La puerta se abrió antes de pasar un minuto. La viuda Kenner le sonrió. Cristo repasó aquel cuerpo rellenito y lujurioso, vestido solamente con un camisón oscuro y semitransparente. Estaba descalza y su pelo parecía alborotado.
― Muy puntual, Cristo – le dijo ella, haciéndole pasar.
― Si, señora.
― Vamos a mi dormitorio – dijo Elizabeth, bajando la voz.
Allí, de pie y desnuda, con las manos encadenadas a una antigua lámpara de dos brazos que colgaba del techo, se encontró con Emily. La chica tenía las piernas bien abiertas, mostrando el sexo mojado y bien depilado.
Con una indicación, la viuda le dijo que se sentara en el butacón que tenía ante un pequeño comodín, lleno de perfumes. Cristo, algo nervioso, se sentó, luciendo una sonrisa bobalicona en sus labios.
― Ezo es carne y no lo que echa mi mare en la olla, coño – murmuró, en español.
Elizabeth se situó ante su esclava y tomó su rostro con la mano, apretando sus mofletitos y mirándola fijamente. Emily jadeó, devolviéndole la mirada, pero ésta era turbia, enfebrecida.
― Estás muy caliente, ¿verdad, Emily?
― Si, señora…
― ¿No te da vergüenza? Tenemos invitado – señaló hacia Cristo.
― Si, señora… mucha vergüenza…
― ¿Y ese es el motivo por el que estás goteando? – le preguntó, pasando una mano por la entrepierna de la latina.
― S-si, señora…
― Sabes que aún te tengo que castigar por la falta que cometiste esta mañana, ¿verdad? – los dedos de la señora estiraron uno de los pezones con fuerza.
― Siiii… señora…
― Te mereces unos azotes y tú misma escogerás el número. ¿Cuántos azotes crees que mereces?
― Veinte, señora… veinte duros azotes en mis nalgas – susurró Emily, atormentada por la mano de su dueña.
― ¿Qué prefieres, fusta o paleta?
― Fusta, señora.
Elizabeth tomó una corta fusta de cuero que estaba tirada sobre la ropa de la cama y obligó a la latina a moverse un poco, para presentar bien sus nalgas, ante ella y a los ojos de Cristo. El primer azote cayó sin aviso y con fuerza. Hizo respingar tanto a Cristo como a Emily, uno por la sorpresa, la otra por el dolor.
― ¿Qué se dice, esclava?
― Gracias, señora, por educarme – contestó Emily, con un hilo de voz.
Elizabeth se tomó su tiempo para dejar caer el segundo azote, como si quisiera que Emily se recuperara del dolor, o bien que se confiara. Cuando lo hizo, el cuero fue a dar con su baja espalda, sobre los riñones. El gemido de la latina fue impresionante, tanto que puso completamente tieso el pequeño pene de Cristo.
― ¡Jesús, María, José, y la Santa Burra! ¡Qué morbazooo! – murmuró, recolocando el paquete.
Elizabeth iba golpeando con mucha dejadez, con relativa maestría, teniendo en cuenta que nunca se había dedicado a tal menester. Era tan neófita como su esclava en el arte de la dominación. Sin embargo, ambas parecían haber nacido para ello, una en cada extremo del arte. Cuando dejaba caer la fusta, la mantenía quieta, asegurándose de que Emily sintiera el dolor en toda su dimensión. Mientras, se acariciaba ella misma la entrepierna o uno de sus erguidos pezones. Al cabo de unos segundos, Cristo comprobaba como los dedos de Elizabeth serpenteaban por las nalgas azotadas, buscando brindar a su sumisa, una brizna de placer que hiciera más llevadero su castigo.
Emily era muy conciente de esa mano, tras cada azote, y se apresuraba a dar las gracias a su señora, para recibir la recompensa de una caricia. Cristo, con los ojos muy abiertos, observaba la mancha de humedad que crecía en el suelo, entre las abiertas piernas de Emily. Una sutil gotera se escapaba de su enrojecida vagina, se deslizaba un tanto por el muslo y acababa cayendo al suelo, desde un poco más arriba de su rodilla, alimentando la mancha de la baldosa.
Cristo sintió el deseo de lamer el charquito, pues su boca se había quedado seca. Había visto fotos sobre esta tendencia sexual en Internet, pero nunca les hizo caso más allá de una valoración más o menos estética. Cuero, mordazas, ligaduras, fustas… parecía cruel y perverso, pero no se había cuestionado nada más profundo. Ahora, a dos pasos de un escenario real, con personajes de carne y hueso, y medianamente conocidos, Cristo sentía nuevas emociones, quizás demasiado empáticas, a lo mejor. Deseaba probar el poder que ostentaba Elizabeth, gozar con la manipulación, con el control, pero, por otra parte, sentía recelo y temor al sonido de cada golpe.
No quería tocarse la pilila, la cual sentía pulsar y tensarse, generando calor y ligeros estremecimientos. Su bajo vientre hormigueaba, como si decenas de hormigas estuvieran de fiesta allí, recorriendo cada centímetro de su piel. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué estaba reaccionando así?, se preguntaba, temeroso de la respuesta.
Por un segundo se imaginó a sí mismo, azotando a Emily… o a Elizabeth. Sonrió por la inconsistente idea. Sin embargo, sintió un largo escalofrío recorrer toda su columna cuando su mente sin control cambió la efigie de la viuda por la de Faely. Su febril cerebro recreó el posible gesto de dolor en su rostro sudoroso, al recibir el estimulante golpe en sus redondas posaderas. Escuchó el tímido gemido que saldría de sus labios, percibió la implorante mirada de sus ojos…
“ ¿Stás agilipollao o qué? ¡Me voy a correr zin ni ziquiera tocarme, coño!”, se amonestó mentalmente, recuperando una postura más recta para sentarse.
Elizabeth, en ese momento, se ocupaba de liberar las muñecas de su sumisa de los grilletes que colgaban de la lámpara. La joven cayó de rodillas, mostrando las nalgas muy enrojecidas. Algunos de los trallazos destacaban, aún lívidos. La viuda apoyó sus nalgas contra el barandal de los pies de la cama, subiéndose el liviano camisón por encima de sus caderas. Mostraba impúdicamente su bien arreglado pubis, dispuesto ante los ojos de Emily.
― ¡Ven aquí, guarrilla! Vas a comer coño… ¡Las manos a la espalda! – le dijo, cogiéndola del largo cabello y atrayendo su boca contra su vagina.
Emily alzó sus manos hasta aferrarse a los barrotes de la cama, usándolos para arrastrar sus nalgas por el suelo y, así, acercarse más a su señora. Cuando estuvo mejor colocada, llevó las manos a su espalda, tomándose de las muñecas.
Cristo solo tenía ojos para aquel entregado rostro que, con las mejillas arreboladas, se entregaba totalmente a lamer y succionar la vagina de su dueña. No existía otra motivación para Emily. Llevaba la punta de su lengua al interior de la vagina, tensándola y hundiéndola como una daga, mojándola en los fluidos internos que resbalaban hacia la salida. Cuando la sacaba, bien húmeda, buscaba con ella el inflamado clítoris, rozándolo solo con la punta, lo cual originaba grandes temblores de las nalgas y caderas de la señora.
Elizabeth tironeaba cada vez más del oscuro cabello de Emily. Mantenía los ojos cerrados, el rostro moderadamente alzado, la boca entreabierta. Parecía que había rejuvenecido veinte años, debido al inmediato orgasmo. Cristo no pudo resistir ni un segundo más. Apretó su entrepierna con una mano, con decisión. Intentaba captar en su memoria las expresiones de intenso placer de ambas mujeres. El continuado apretón de su mano le llevó a un sublime orgasmo que envaró todo su cuerpo. Se corrió en el interior de su ropa interior, bajo el holgado jeans que llevaba. Elizabeth le siguió al momento, enterrando fuertemente el rostro de su esclava entre sus muslos.
― Diosssss… Emi… ly… mi… puta… mi esclava…
La viuda dejó resbalar sus nalgas por los pies de su cama, quedando espatarrada en el suelo, detrás de Emily, reponiéndose del orgasmo. Cristo estaba comprobando si toda la humedad que sentía en el interior de sus gayumbos, traspasaría la tela del pantalón y sería demasiado evidente. Levantó la mirada y miró a Emily. La chica seguía sentada en el suelo, apoyada en una mano, y también le miraba. Su otra mano estaba atareada en acariciar los senos de su señora, que seguía a su lado, con los ojos cerrados. Emily le sonreía y se relamía los labios, limpiando su boca de los jugos que Elizabeth había vaciado sobre ella.
Cristo se dijo que estaba bellísima e irresistible, sobre todo cuando ella le guiñó un ojo.
Entonces, tomó la decisión de que era mucho mejor largarse de allí.
Spinny le llamó el sábado, justo después de almorzar. Cristo atendió la llamada, dejando así que su tía y su prima recogieran la mesa.
― ¿Qué paza, pisha? ¿Qué has pensado en hacer hoy? – le preguntó, deseoso de hacer algo nuevo.
― Vamos a ir a Central Park – contestó el pelirrojo.
― ¿Otra vez?
― Esta vez, de noche – le oyó reír.
― Ah… ¿Un espectáculo?
― Algo así, Cristo, ya lo verás. Pasaré a recogerte a las siete.
― Vale, Spinny – y colgó, contemplando el trasero de su prima, cálidamente oprimido por el corto pijamita.
― ¿Has quedado? – le preguntó su tía, desde el fregadero.
― Si, con Spinny. Vamos a ir esta noche a Central Park. Al parecer hay espectáculo de algo.
― Ten cuidado en el parque, primo. De noche es malo – le dijo su prima, en español, limpiando la mesa con un paño.
― Solo ciertas áreas. Spinny sabe donde se mete – quitó hierro al asunto Faely. – Hace años que el Central ha dejado atrás su fama de peligroso.
Spinny parecía algo nervioso cuando se pasó por el centro de jubilados, en donde habían quedado. Cuando Cristo le preguntó, no soltó prenda.
― Ya lo verás cuando lleguemos – se limitó a decir.
Cristo no quiso ir andando y tomó un taxi, el cual les llevó a la pista de patinaje Wollman, cerca de la charca, en la entrada sur. Los focos estaban encendidos y había bastante gente deslizándose sobre el hielo, al ritmo de puro funky. Spinny se acercó al puesto de bebidas y pidió un par de chocolates calientes. Se sentaron en las gradas, mirando las evoluciones de los patinadores.
― ¿Qué hacemos aquí, Spinny?
― Esperar. Los actores se preparan.
― ¿Va a haber espectáculo aquí? ¿Sobre el hielo?
― No. Aquí se iniciará el prólogo… después, habrá que seguir el espectáculo. Mira… aquellos dos, los de las chupas de instituto – señala el pelirrojo, con disimulo.
A una veintena de metros, dos tipos vestían sendas cazadoras del equipo de basket de alguna secundaria. Sin embargo, parecían mucho más mayores. Al menos, uno de ellos tenía cerca de los treinta años y su compañero algo menos, pero, de todas formas, estaba bien metido en la veintena. El más viejo llevaba una pequeña coleta en la nuca y portaba gafas. El más joven estaba rapado casi al cero y lucía una diminuta barbita de chivo. Ambos estaban muy ocupados charlando con unas jovencitas, que apenas se mantenían en pie con los patines, y no cesaban de reírse.
― Se llaman Barney e Gus. Trabajan para mi padre. Gus es el de las gafas – explicó de repente Spinny. – Hoy les oí hablar en el vestuario de la chatarrería. Han quedado con esas chiquillas.
― Parecen muy jovencitas – comentó Cristo.
― Así es como les gustan. No mayores de diecinueve… aún mejor si van al instituto… Ya les he visto otras veces.
― ¡Joder, Spinny, suéltalo ya!
― Jugarán con ellas, las provocarán, y les ofrecerán algún porro o algo así, llevándoselas al abrigo de los árboles. Pero, en este momento, les están dando la puntilla… -- comentó, señalando los vasos que uno de ellos trae desde el puesto de bebidas.
― ¿Benzodiazepinas? – preguntó Cristo.
Spinny levantó los hombros.
― Ellos hacen la mezcla. Un poco de todo, pero te aseguro que muy pronto, esas chicas estarán dispuestas a aceptarlo todo.
― ¿Y qué hacemos?
― ¿Nosotros? – se extrañó el pelirrojo. – Nada. Buscaremos un sitio y veremos como se divierten. ¿No te gusta la idea?
― Bueno… es que no me esperaba esto. ¿Y si les hacen daño?
― Estaremos pendientes. Si se ponen agresivos, llamamos a la poli y ya está. Pero no suelen serlo. Solo quieren divertirse. Mira que buenas están – señaló de nuevo Spinny.
Las chiquillas eran dos bombones. Estarían en el umbral de los dieciocho años. Una era alta y morena, la otra más bajita y rubia. Vestían falditas cortas con leggins invernales de colores debajo, así como gruesos jerseys de lana.
― ¿Dices que lo han hecho más veces? – preguntó Cristo.
― Yo los he visto en un par de ocasiones, claro que, otras veces, no vienen al parque y no puedo espiarles… Pero aquí es fácil de quedar y hay muchos sitios para perderse, de noche…
― Ya veo – Cristo se estaba excitando, sin explicación.
No sabía lo que le ocurría. Desde su llegada a Estados Unidos, había cambiado. Sus límites se habían modificado. Las barreras que había alzado en España, se derrumbaban allí, y no sabía el motivo. Nunca había sido un chico demasiado sexual. Las mujeres llamaban su atención más como perfectos adornos, como bellas posesiones, que como compañeras sexuales. Al menos, así era antes de llegar a Nueva York. ¿Por qué había cambiado su percepción? Él no necesitaba ese problema en su vida. No pretendía quedar atrapado en una dependencia sexual, estando limitado físicamente.
Las dos parejas estaban sentadas en la parte más exterior de las gradas y se estaban quitando los patines para devolverlos. Las chicas tenían las mejillas muy coloradas y los dos tipos se reían a grandes carcajadas. Las chiquillas también sonreían, divertidas por los pellizcos y cosquillas que los chicos le hacían. Barney llevó los patines de todos al punto de alquiler y, al regresar junto a ellas, su colega señaló hacia el oeste.
― ¡Vamos! – susurró Spinny, levantándose y poniéndose en marcha. – Van hacia el parque infantil Heckscher.
― ¿Cómo lo sabes? – preguntó Cristo, siguiéndole.
― La última vez fueron allí. Hay un lugar a cubierto y un armario con colchonetas…
Spinny le condujo por un sendero peatonal, entre frondosos árboles que absorbían la luz de las farolas de mercurio, envolviendo todo en susurrantes penumbras que prometían complicidad. De pronto, Spinny se salió del sendero, cortando entre sombras y follaje.
― ¡Quillo, no vayas tan rápido que me escojono aquí!
― ¡Vamos, vamos! ¡Por aquí cortamos! – le apremió el pelirrojo, sin comprender ni una palabra de lo que le había dicho el gaditano.
Casi tomado de la mano, Cristo acabó apoyado en un grueso tronco bifurcado que les cubría casi completamente, sumergidos en un lago de sombras. Frente a ellos, un vasto cenador cuadrado, de tejado rojizo, a cuatro aguas, se alzaba como un refugio entre las zonas infantiles llenas de columpios y parterres de arena. El interior del cenador estaba apenas iluminado por un par de flojas bombillas bajo unos carteles indicadores: “Usen las papeleras” y “No pisen las colchonetas con zapatos”.
― Toma – susurró Spinny, entregándole algo en la mano.
Cristo giró los pequeños binoculares entre sus dedos. No eran más grandes que un paquete de cigarrillos. El cenador se veía perfectamente desde donde estaban, pensó. No necesitaba unos prismáticos…
― Son de visión nocturna – silbó el pelirrojo, como si le leyera la mente.
― ¡Joer con el Rambo este!
Cristo se los llevó ante los ojos y el interior del cenador se reveló totalmente, bañado por una tonalidad verdosa y enfermiza. El gitanito sonrió, al pensar que Spinny estaba demasiado preparado para que aquello fuera algo ocasional. ¿Ese era su secreto? ¿Era un voyeur? ¿Qué importaba?
Escucharon las voces y risitas de las dos parejas, que se acercaban por otro sendero. Spinny se sentó en el mullido suelo de tierra, buscando ponerse cómodo. Sin duda iban a estar allí un buen rato. Cristo le imitó. Barney, con una extrema habilidad, forzó el candado que cerraba la gran taquilla de hierro, encastrada en uno de los pilares del cenador. Sacó varias gruesas colchonetas, parecidas a las que se utiliza en los gimnasios escolares, y las arrastró hasta el extremo más oscuro de la estructura. De esta forma, quedaban todos aún más cerca del escondite donde estaban Cristo y su amigo.
El gitanito se fijó en las chicas y se dio cuenta de que ya no se reían. Estaban calladas, con una sonrisa bobalicona en sus rostros, y los ojos entornados. La droga, fuera la que fuese, estaba actuando ya, entumeciendo sus mentes y sus defensas. Se quedaron de pie, al lado de las colchonetas, mirándolas, hasta que Gus las obligó a sentarse en ellas.
Pronto empezó un húmedo besuqueo que resultó desagradable para Cristo. Las chicas apenas respondían ante los mordiscos y lengüetazos de los dos tipos, demasiado idas para responder a tiempo. Era más bien como si dos perrazos les lamieran los labios, mejillas y cuellos. Sin embargo, las ávidas manos de Gus y Barney recorrían, sin descanso, los tiernos cuerpos adolescentes. Se perdieron bajo los amplios y gruesos jerseys estampados, apretando los pujantes senos; atormentándolos durante un largo momento. Finalmente, Barney optó por sacar el jersey de su chica, la rubia bajita, dejándola tan solo con una camiseta térmica cubriendo su sujetador. La noche no estaba siendo fría, pero tampoco era como para despelotarse. El coctel de drogas debía de ser poderoso para que la chiquilla no se quejase.
Gus imitó a su compadre y también despojó a su chica de su armadura de lana. Sin embargo, fue más lejos, quitándole, además, una blusita y la camiseta interior, dejándola en sostén. Cristo observó como la chica se estremeció, asaltada por la baja temperatura.
Los dos sujetos acostaron a sus chicas, una al lado de la otra, sobre las colchonetas, para emplearse en sus senos, con toda comodidad. Las adolescentes, a pesar de la influencia de la droga, buscaron, a tientas, la mano de su amiga, y la aferraron, temerosas de lo que pudiera suceder.
Sobaban aquellos esbeltos cuerpos sin ningún remordimiento, sin ninguna contención, seguros de su control, de la dominación que les aportaba la droga usada. Ya no eran dos hombres simpáticos y vivaces. Se habían convertido en bestias soeces y depravadas; auténticos depredadores tan solo interesados en satisfacer sus instintos.
Desde donde se encontraban, Cristo podía oír las amortiguadas quejas que surgían de las gargantas femeninas. No creía que eso le excitaría, pero su pene clamaba lo contrario, erguido como un bastoncito.
¿Acaso él también era un pervertido? Se había excitado con la sesión de Elizabeth y, ahora, aquellos gemidos le encendían. ¡Joder, con Nueva York!
Gus, situándose a horcajadas sobre el vientre de la chiquilla morena, se había sacado su miembro y la obligaba a manosearlo, restregando su punta contra sus senos empitonados. Le dijo algo a su compinche y los dos se rieron. Barney estaba mordisqueando los pezoncitos de su rubia compañía, haciéndole quizás daño, porque la blonda cabecita no cesaba de agitarse de un lado para otro, aunque no exhalaba ningún ruido.
De improviso, Barney la obligó a girarse, dejándola de bruces. Alzándole la faldita, le bajó los leggins hasta las rodillas, junto con las braguitas. Las nalgas juveniles aparecieron en todo su esplendor, destacando en el verde visor. Barney se inclinó y dio un lametón, como comprobando el estado de aquel coñito. Sonrió y quedó de rodillas, manipulando su bragueta, hasta sacar un miembro corto pero grueso. No tomó ninguna precaución. Se tumbó sobre la chiquilla, apoyándose sobre una mano, y, sin hacer caso de las débiles protestas de la chica rubia, se la insertó entera, arrancándole un grito.
― ¡Dale, caña, Barney! – exclamó su colega, entre risas, sin dejar de pasar su polla sobre los labios de su chica.
― ¡Es un zorrón! ¡Mira como se mueve! – se burló Barney, dando varias fuertes nalgadas, mientras la rubia intentaba sacárselo de encima.
Gus, sin dejar de reírse, parecía dispuesto a imitarle. Abandonó su posición sobre el vientre de la chica y se arrodilló al lado, donde se entretuvo en quitar completamente las tupidas medias y las botas, dejándola solo con su faldita. Al parecer Gus era de los que les gusta a tener a sus chicas desnudas. La morena parecía totalmente ida. No paraba de chuparse uno de sus pulgares. Gus le alzó los tobillos, hasta situarlos sobre sus propios hombros, exponiendo así su coñito y su culito. Atravesó el primero sin darle tiempo alguno. La chica no pareció enterarse.
― Así… así… ¡Que buenas están! Mira como se retuerce…
Cristo volvió la cabeza, al escuchar el murmullo a su lado. Spinny tenía sus prismáticos en una mano y, con la otra, se estaba haciendo una paja de escándalo. Tenía una buena polla, rígida como una gavilla de hierro, y la friccionaba con fuerza y rapidez.
― ¡Esha pallá la pisha! ¡No vayas a salpicar, cabronazo! – susurró, sin pensarlo.
Pero los gemidos cada vez más desatados de las chicas cubrieron sus voces. Gus y Barney se las follaron unos minutos más y acabaron corriéndose en su interior, sin respeto alguno, sin importarles si podían dejarlas embarazadas. Solo eran carne para ellos y, seguramente, no las volverían a ver más.
Barney le dio un cigarrillo a su colega y se sentaron, sonrientes y con las mustias pollas fuera de las braguetas, a mirar a las chicas, las cuales, muertas de frío, se habían abrazado, buscando consuelo y calor. Casi no se mantenían sentadas. La droga estaba en pleno apogeo y el ritmo acelerado de sus corazones la repartía a todo su organismo. Lo único bueno es que, casi con seguridad, no recordarían nada de ese trago.
Cuando terminaron los pitillos, de nuevo dispuestos, chocaron las palmas e intercambiaron las chicas. Barney tomó a la morena, la tumbó y se la clavó en la postura del misionero. Gus, quizás más escrupuloso que su amigo, no quiso meterla en aquel coñito rubio ya usado. La giró, la obligó a alzar sus nalgas, y escupió en su ano, lubricándolo durante un rato, usando más saliva y los dedos.
Cuando Gus consiguió meterle la polla, su colega Barney ya se había corrido en su correspondiente chica. La arrastró hasta quedar al lado de la otra pareja, abrazándola y contemplando el espectáculo. Animaba a su amigo, quien estaba destrozando el culito de la rubia, la cual gemía sordamente, amordazada por la braguita que Barney le había metido en la boca.
Demasiado excitado, Cristo se sacó la polla y empezó a meneársela. A su lado, Spinny, increíblemente, iba ya por su tercera paja. ¿Cómo podía correrse así?, se preguntaba el gitanito. No descansaba apenas. Retomaba de nuevo el manoseo, aún cuando su miembro estuviera fofo y caído. Lo volvía a poner erecto a base de frotamiento. Finalmente, él mismo sucumbió a la experiencia y acabó corriéndose, casi al mismo tiempo que Gus descargaba sobre las nalgas de la dolorida rubita.
― Llama… a la… poli – jadeó Cristo, limpiándose los dedos contra la corteza del árbol.
― ¿A la poli? – se extrañó Spinny.
― Si. Pronto se irán. Si van a hacer algo chungo, es ahora. ¡Llama!
Spinny sacó el móvil y tecleó el 911. Entonces, se lo pasó a Cristo.
― Servicio de emergencia dela PolicíaMetropolitana…
― ¡Estoy asistiendo a una doble violación en el Central Park!
― Dígame su nombre, señor…
― No puedo hablar más. Estoy escondido y los estoy viendo en el cenador del parque infantil Heckscher. Tienen a dos chiquillas – y colgó. -- ¿Cuánto tardarán?
― Si envían a la patrulla del parque, en cinco minutos – contestó Spinny. – Así que es mejor que pongamos tierra de por medio. Lo veremos todo desde aquel sendero.
Mientras se alejaban, Gus y Barney se reían a carcajadas, orinándose sobre las cabezas de las chiquillas. No parecían tener prisas, sintiéndose seguros en la oscuridad. El coche policial tardó aún menos de lo estimado. Cristo y Spinny apenas habían llegado al sendero, cuando las luces azules de la sirena barrieron la noche. Los dos violadores intentaron escapar, pero otro coche les cortó el paso, hacia el norte. Barney fue el primero en caer, debido a un auténtico placaje. Cristo se sintió mucho mejor cuando comprobó que metían a los dos tipos en uno de los coches.
― ¡Tío! Me he quedado sin espectáculo – cayó en la cuenta Spinny.
― ¡No me jodas! Intenta meterla tú en vez de mirar – le dio una palmada Cristo, poniendo rumbo hacia el exterior del parque.
Cristo, interesado en la rubia Chessy, empezó a tomar nociones de Tai Chi y, en verdad, disfrutó de aquel desacelerado compás. El monitor le dijo que era un arte marcial, como el karate o el kung-fu, solo que se hacía a muy baja velocidad, pero aportando todo el empuje y fuerza como si se hiciera normalmente, por lo que el ejercicio era duro y de concentración. Una vez aprendido tal movimiento, solo con acelerarlo, se convertía en un ataque o en una defensa.
¡Estos chinos, que no inventarán!, se dijo Cristo, mientras se arranaba y levantaba los brazos. A veces era duro, sobre todo para su poco experimentado cuerpo, pero, en la mayoría de ocasiones, tener delante de sus ojos a Chessy, con aquellas mallas que ponían tan de manifiesto su culazo, ayudaba un montón.
La amistad entre ellos llevaba un buen camino y mantenían largas charlas mientras caminaban hacia sus barrios. A los dos les gustaba caminar, y solían hacerlo juntos. Así, Cristo aprendió que Chessy era un diminutivo de Clementine, que su apellido era Nodfrey, que era descendiente de una rama noruega. Chessy tenía veintidós años y llevaba un año independizada. Vivía en el Village y trabajaba como masajista y fisioterapeuta por su propia cuenta. Hacía visitas a domicilio o en su propia casa.
Había tenido varios novios que no acaban de comprender su trabajo, así que la cosa no había cuajado. Estaba mejor sola, según ella. Sin embargo, Cristo estaba cada día más colgado de ella. Le fascinaban aquellos increíbles ojos azules que parecían traspasarle cuando le miraban fijamente. Se pasaban largas horas haciendo eso, prácticamente, mirarse. Uno frente al otro, sentados en la hierba y escuchando las tonadas de guitarra de Spinny.
Parecían dulces tortolitos, y, en ocasiones, completos gilipollas, porque ninguno de los dos osaba decir lo que sentía al otro.
Un miércoles al mediodía, tras comer algo en una freiduría griega, Chessy le propuso que le acompañase esa tarde hasta Chelsea, donde tenía una cita de masaje. Luego, según Chessy, podrían bajar al SoHo y pasar la tarde de tiendas, los dos solos. Cristo aceptó de inmediato, con una amplia sonrisa que iluminó su cara. Así que, como disponían de tiempo, descendieron Manhattan, andando hasta Chelsea.
Chessy cargó su gran bolsa de lona hasta la dirección en cuestión y Cristo se quedó holgazaneando, mirando escaparates en la octava avenida, con el Madison Square Garden tres manzanas más arriba.
Entonces fue, cuando al doblar una esquina, vio una cabellera conocida cruzando la calle. Destacaba poderosamente de entre las demás cabezas, con todas aquellas oscuras trencitas, rematadas por pequeños objetos que brillaban bajo el sol. Cuando se situó mejor, pudo reconocer el caminar felino de su prima Zara. Con curiosidad, la siguió, dispuesto a saludarla. Seguir aquel culito enfundado en un ceñido jeans era una tentación.
De repente, su prima se detuvo, mirando a través de un escaparate y agitó la mano hacia el interior. Una chica de bandera, blanca y rubia, salió a su encuentro, abrazándose con efusión. A Cristo se le cayó la mandíbula cuando su hermosa prima se morreó largamente con la tremenda rubia aparecida. Desde donde estaba, podía distinguir como sus lenguas se agredían, sin importarle para nada los viandantes que pasaban a su lado.
Aquello no era un amigable saludo… no, que va. Aquello era el muerdo ardiente de dos zorras calentonas, y una de ellas era su prima, pensó Cristo, cerrando la boca con un chasquido
¿Qué tenía Nueva York que le desconcertaba tanto?
CONTINUARÁ............