Cómo se follaron a mi madre en una fiesta

Acompañé a mi madre a una fiesta de disfraces, donde no fui yo el único que se la tiró.

(CONTINUACIÓN DE “CÓMO DEJÉ QUE SE FOLLARAN A MI MADRE”)

Pasaban los días y yo estaba cada vez más excitado, aunque bien me cuidaba de no hacerme ninguna paja, guardaba toda mi potencia sabiendo que se presentarían mejores ocasiones.

Todavía no se me iba la sensación de vergüenza por haber visto cómo un joven violaba a mi madre en casa, ni los remordimientos de haberle dejado que entrara en casa, que le abriera yo directamente la puerta sabiendo que mi madre estaba sola y él venía a follársela. Pero la sensación más fuerte que tenía y que compensaba las otras dos era el placer y el morbo de haberlo presenciado directamente, sin que ella se enterara, de haber visto cómo la bajaba y quitaba las bragas cuando estaba ella haciendo tranquilamente la cama, cómo la arrancaba la ropa, dejándola completamente desnuda, y cómo se la follaba una y otra vez, cómo gemía y chillaba ella de placer, y cómo se movían sus tetas y sus nalgas en cada embestida, cada vez que la metía el joven su cipote enorme, duro y erecto en el coño húmedo de mi madre.

Desde ese día, mi madre no estaba precisamente alegre, aunque intentaba disimular cuando estaba en público, pero, cuando pensaba que nadie la miraba, se mostraba pensativa y cabizbaja, incluso diría triste, muy triste. Tenía un problema y no sabía cómo solucionarlo. El joven la había dicho que iría el sábado con él a una fiesta de disfraces, y ella bien sabía lo que eso significaba: que se la iban a follar nuevamente y no sería solamente una polla la que se metería en su coño, posiblemente fueran muchos los rabos que la penetrarían por todos sus agujeros.

Lo que no sabía mi madre era que el mismo tío que se la había tirado me había invitado también a mí a la fiesta. Conmigo había quedado en recogerme quince minutos antes que a ella y a los dos nos proporcionaría él los disfraces. Entendí que, cuando ella llegara, yo ya estaría disfrazado y ella no me reconocería.

Llegó el sábado y yo, sobreexcitado, tenía una erección permanente y a punto estuve de correrme varias veces sin necesidad de tocarme, pero logré aguantar.

Mis padres que normalmente los sábados cenaban fuera, esa noche cenarían en casa, solos porque yo ya les había dicho que me iría con unos amigos y luego dormiría en casa de uno de ellos. Por supuesto, era mentira, pero quería llegar a mi cita a la hora convenida.

Mi padre que siempre tenía planificado que el sábado cenaban fuera con unos amigos, esa noche no puso ninguna pega a los planes de mi madre de pasarlos en casa, sino todo lo contrario, estaba eufórico. El motivo era evidente, mi madre le debía haber prometido una noche de sexo y desenfreno. Lo que no le había dicho es que el sexo y el desenfreno no iban a ser precisamente con él, patético cornudo, sino con otros, ya que mi madre le vertería algo en la sopa de la cena que le dejaría dormido toda la noche, lo que aprovecharía ella para irse a la fiesta a la que habían obligado, más que invitado, a ir.

Poco antes de las diez de la noche, cuando ya me marchaba a la calle, me pasé por la cocina donde estaba mi madre preparando la cena, más que para decirla que me iba, para echarla el último y morboso vistazo.

Se adelantó mi padre y entró antes en la cocina. Lo primero que hizo, sin mediar palabra, fue meter su mano derecha bajo la falda de mi madre, que estaba de espaldas haciendo la cena. No se lo esperaba y dio un brinco sobresaltada, al tiempo que daba un gritito. ¿Pensaría que el joven no había esperado en la calle a que ella bajara y había subido directamente a casa para follársela en la cocina a la vista de toda la familia?

Giró colorada su cabeza viendo el rostro lujurioso de mi padre, que no paraba de meterla mano bajo la falda , de sobarla las nalgas y el coño.

Le sujetó la mano, logrando con esfuerzo quitársela de debajo de su falda.

  • Todavía no, que está nuestro hijo.

Susurró.

  • Ya te quitaré las bragas, mamá.

Respondió él, lascivo, en voz baja.

En ese momento tosí para indicarles que estaba allí y, acercándome a mi madre, la di un beso en la mejilla que me devolvió, diciéndome:

  • Cuídate, hijo.
  • Tú también, mamá.

Estaba hermosísima, con sus ojos y su cara brillantes, mezcla de miedo y de deseo.

Sin decir más me marché de casa con la polla erecta.

Esperando la hora de la cita, compré un bocadillo en la calle y, sentado en un banco del parque, me lo comí, sin dejar de pensar en mi madre y si podía hacer algo por evitar que fuera a la fiesta. Dudando entre mi deseo y mis prejuicios, acabé mi bocadillo al tiempo que un deportivo rojo llegaba al lugar convenido y aparcaba en las sombras de la noche.

Todavía no era la hora, pero me acerqué al coche.

Estaba solamente el joven que se tiró a mi madre y, al verme llegar, me dijo:

  • Llegas antes de lo que te dije. Mejor. Entra atrás.

Abrí la puerta y entré.

Del asiento del copiloto me dio una bolsa de plástico y me dijo que me pusiera encima de mi ropa el disfraz de la bolsa.

Era muy sencillo. Una túnica muy ligera de color azul marino y una máscara blanca muy ligera e inexpresiva.

La bolsa contenía un par de zapatos oscuros y me dijo el joven que me los pusiera, colocando los míos dentro de la misma bolsa.

Me dio el joven una tarjeta indicándome:

  • Tienes que dar esta tarjeta en la puerta cuando vayas a entrar.

También me comentó:

  • Fíjate bien en la máscara que se pondrá tu madre, porque en la fiesta nadie puede quitarse la máscara, aunque si estar totalmente desnudo. Por cierto, por si no lo sabías, mi nombre es Boris.

Y, sonriéndome, me tendió la mano que estreché y me dijo:

  • Ya verás lo bien que nos lo pasamos.

No sabía que responder así que, callado, me puse la túnica y la máscara, y me cambié el calzado.

La máscara era tan ligera y flexible que se amoldó a mi cara de forma que apenas la notaba.

Otra figura se acercó al coche. Era un hombre y, al principio no pude reconocerlo por la oscuridad, pero, cuando abrió la puerta para sentarse también atrás al lado mío, le reconocí a pesar de que ni me saludó.

Era Flash, mi amigo del instituto, con el que muchas veces jugaba al tenis con él e incluso formábamos parte del equipo de baloncesto de la clase. Aunque era un par de años mayor que yo, sus padres, por motivos de trabajo, habían cambiado varias veces de residencia y él había tenido que repetir algún curso. Siempre era muy atento y educado con mi madre, aunque siempre que podía la miraba el culo y las tetas.

Se puso también su disfraz y Boris nos dio instrucciones:

  • No os podéis quitar la máscara bajo ninguna circunstancia, pero el disfraz y la ropa os lo podéis quitar dentro de la casa donde vamos.
  • No podéis decir ni vuestro nombre ni el nombre de ninguno que vaya esta noche dentro de este coche, aunque conozcáis su nombre.
  • Os podéis ir      de la fiesta cuando queráis, pero, si cuando finalice la fiesta, me esperáis donde os dejé os acercaré yo mismo a vuestra casa.

No preguntamos nada y él no nos dijo nada más, por lo que esperamos todos en silencio a que apareciera mi madre.

Era la hora límite para que ella se presentara, y Boris puso el coche en marcha para irnos.

En ese momento apareció ella, con la cabeza envuelta en un fular, caminando deprisa hacia donde estábamos. Vestía un pantalón vaquero y una camisa clara.

El joven abrió la puerta para que entrara, pero ella al ver que había alguien en la parte posterior del coche, se alejó deprisa.

Boris salió corriendo detrás de ella, y la sujetó obligándola a que le mirara, y ella, atropelladamente le chilló histérica:

  • ¡Íbamos a ir solos, con nadie más! ¡Me van a reconocer, lo van a hacer y no quiero, no quiero!

La dio un bofetón para que se tranquilizara y la dijo:

  • Tranquila, nadie te va a reconocer. Vente conmigo que te doy tu máscara para que te la pongas antes de subir.

La escuché llorar, pero se dejó conducir de la mano hacia el coche.

A unos tres metros del coche se detuvo, dándonos la espalda, y el joven corrió al coche, cogió la máscara de ella y nos la enseñó para que supiéramos cual era. Luego corrió hacia donde estaba ella y se la dio, no sin antes darla un azote en el culo.

Una vez se la hubo puesto, Boris la cogió de la mano y la condujo al coche, haciendo que se montara en el asiento del copiloto.

Con el deportivo en marcha, ella no paraba de mirar hacia atrás, hacia donde estábamos nosotros, y le preguntó a Boris:

  • Y ¿yo no tengo disfraz, solo la máscara?
  • Te lo daremos allí, no te preocupes, pero será muy … ligero. Será más bien quitar que poner.

Nos imaginamos enseguida cual podría ser el disfraz de mi madre, y mi polla se puso todavía más erecta.

Nos perdimos en la negrura de la noche a gran velocidad, saliendo incluso de la ciudad, pero llegamos enseguida a una urbanización situada a pocos kilómetros, rodeada de árboles y con muy pocos chalets. Al fondo, apartada del resto, nos encontramos con un muro. Siguiéndolo llegamos a una entrada cerrada con una verja. Un hombre uniformado y provisto de una pistola al cinto se acercó a nosotros.

Boris le enseñó una tarjeta y el hombre indicó, con un gesto hacia una cámara de televisión, que nos abrieran la valla para que el deportivo entrara.

La mansión debía ser muy grande, aunque la oscuridad y los árboles impedían verla en toda su extensión.

Detuvo el coche delante de la puerta principal de la mansión y otro vigilante se acercó al coche.

Ahora fue Boris el que se puso su máscara, era igual que la mía y que la de Flash.

Nos bajamos los cuatro del coche, dejando el deportivo al vigilante que se lo llevó fuera de nuestra vista.

Enseguida Boris se puso su túnica y cogiendo la mano de mi madre, tiro de ella y la obligó a acompañarla, y nosotros les seguimos acojonados.

La puerta se abrió y un hombre trajeado y con el rostro cubierto por una máscara blanca, nos permitió pasar al interior de la mansión.

Boris señaló con la mano hacia una puerta de madera muy alta y ancha, y nos ordenó:

  • Vosotros por allí.

Y él, tirando de la mano de mi madre, se perdió rápido por un corredor más estrecho y bajo.

Titubeando y asustados, nos acercamos a la puerta y Flash, que iba el primero, empujó la puerta para entrar. Era muy pesada, pero enseguida desde dentro la abrieron, dejando escuchar una música muy suave, clásica.

Era un salón muy grande y de gran altura, repleta con personas disfrazadas como nosotros, en corrillos, que se volvieron al vernos entrar.

No se si antes hablaban entre ellos, pero cuando nosotros llegamos todos parecían estar en silencio.

Todos llevaban puestas máscaras de color blanco, aunque no todas eran iguales. Las nuestras eran impersonales, sin demostrar ningún tipo de sentimiento, pero había otras que reflejaban tristeza, miedo, furia, burla, transmitían distintas sensaciones. Las túnicas, sin embargo, no tenían todas el mismo color que las nuestras, pero eran todas oscuras y llegaban hasta los pies, dejando ver solamente los zapatos, también oscuros, de los que las llevaban.

Entregamos nuestras tarjetas y pasamos al salón, perdiéndonos entre la gente, que dejó de mirarnos.

Situado al lado de Flash, expectante, nos detuvimos al lado de una columna mirando hacia una gran escalera que subía a un piso superior y hacia la que todos miraban.

La música cambió, se hizo más solemne y el volumen subió, apagándose levemente las luces.

En lo alto de las escaleras una persona disfrazada hizo su aparición, llevando un largo y dorado bastón en su mano, y empezó a bajar despacio las escaleras.

Se escucharon suspiros, exclamaciones contenidas cuando detrás de esta persona, en fila, una detrás de otra, fueron apareciendo mujeres llevando también máscaras, pero no llevaban túnicas ni nada que las cubriera, mostrando tetas y muslos.

Los que estábamos abajo, en el salón, nos fuimos apartando, dejando el paso a la comitiva.

Una detrás de otra fueron bajando al salón, pero no iban completamente desnudas como me había parecido al verlas, sino que llevaban un tanga dorado, casi microscópico que las tapaba solamente la vulva, totalmente depilada, y desaparecía entre las nalgas. Todas calzaban sandalias, todas el mismo modelo, de finas tiras también doradas y grandes tacones que las levantaban el culo y estilizaban las piernas.

Sus máscaras eran todas blancas, pero diferentes, unas con plumas de colores, otras con perlas, las más sin nada, pero todas la misma expresión, ninguna, indiferencia, el vacío. Las era indiferente lo que las hicieran o al menos eso querían transmitir.

Las había de todos los tipos y colores, unas muy blancas, prácticamente albinas, otras negras como la noche, y las más, morenas de tomar el sol o los rayos uva. Unas más bien delgadas, otras más bien gordas, la mayoría macizas. Unas bajitas, de poco más de un metro cincuenta, otras de altura normal y más de una de más de un metro ochenta, incluso una negra de casi dos metros. Unas con tetas pequeñas, otras gigantes, más allá operadas, incluso alguna un poco caída.

Y me di cuenta que no todas eran putas de lujo, quizá alguna fuera forzada a ir como mi madre, quizá otras obligadas a pagar alguna deuda pendiente de sus maridos o de sus hijos, o simplemente estaban allí por vicio, porque las gustaban ser folladas en público por desconocidos.

Posiblemente no era yo el único que estaba allí para ver follar a su madre, otros lo estarían para ver follar a su mujer, a sus hijas, a sus vecinas, a la compañera de clase o del trabajo e incluso, como mi amigo Flash, a la madre de uno de sus amigos, a mi propia madre.

Según iban bajando al salón, iban formando un gran círculo, con el maestro de ceremonias en el centro y todas se movían en torno a él.

No encontraba a mi madre, pensaba que no formaba parte del desfile y temí que la hubiera sucedido algo, algo malo, que no hubiera querido participar y la hubieran golpeado e incluso asesinado, pero ¡allí estaba, allí! casi al final del grupo y suspiré aliviado. ¡Era su máscara, sus tetas y su cuerpo!

Y me fijé especialmente en sus tetas, enormes, redondas, erguidas, nada caídas, apuntándola frente, casi al techo, de un sensual color dorado, con unas grandes aureolas circulares, mayores que una moneda de dos euros, de color oscuro, casi negras, de las que sobresalían unos pezones rojizos que semejaban cerezas maduras.

Pero una preocupación dio paso a otra, ¿ahora que iba a sucederla? ¿Iban a follársela?¿solamente a follársela? Y me dio un fuerte ataque de celos, y quizá de pánico.

Al bajar todas al salón, cerraron el círculo y se detuvieron, girándose todas, mirando hacia el centro del círculo donde estaba el maestro de ceremonias que golpeó con su bastón sonoramente en el suelo.

La música cambió y se escuchó una voz profunda cantando, más bien hablando, quizá en latín, parecía un órgano, como si fuera música sacra, una misa sacrílega, quizá un entierro, y se me erizó el vello, lo que vulgarmente se llama “ponerse piel de gallina”.

Me recordaba una película muy famosa que había visto hace años, y pensé que, en cierta forma, se habían basado en ella para montar este espectáculo.

Ahora eran los culos los que atraían mi atención, los culos de las mujeres que situadas prácticamente desnudas de espaldas a mí, me enseñaban sus espléndidos traseros, la mayoría macizos, redondos y respingones, otros sin embargo algo fondones y con algo de celulitis, pero todos listos para ser penetrados, para ser follados.

Entre tanto culo y teta, me coloqué casi de frente a mi madre, en la otra parte del círculo, contemplando maravillado su hermoso cuerpo, sus tetas, su vientre, sus muslos. Detrás de ella, más de uno se deleitaba mirándola fijamente el culo, solamente su culo, o al menos eso a mí me pareció.

En ese momento me di cuenta que Flash ya no estaba a mi lado, se había perdido entre la multitud sin que yo me hubiera dado cuenta de tan absorto como estaba mirando tetas y culos.

La música cambió nuevamente, dejando paso a una más ligera, también clásica.

Y los espectadores se dirigieron a las mujeres, tapando mi visión y no dejándome observar a mi madre, pero logré ver cómo uno que estaba detrás de ella, la dijo algo, y, sujetándola por las caderas, la retiró suavemente del círculo.

Intentando escabullirme de la multitud para no perder de vista a mi madre, me agaché para verla entre la gente, pero, sin darme cuenta, hundí mi rostro entre las tetas enormes de una mujer exageradamente negra, prácticamente una giganta, casi ahogándome de la impresión.

Intenté sacar la cabeza para respirar pero las manos de ella sujetaron con fuerza mi cabeza, introduciéndola de nuevo entre sus tetas, restregando mi rostro una y otra vez por todas sus tetazas, cada vez más excitada sin que yo pudiera impedirlo.

Sujeté con mis manos sus tetazas para zafarme, pero mis dedos se escurrieron una y otra vez por el sudor. Desesperado bajé mis manos y la agarré las nalgas, cada una de mis manos en cada una de sus nalgas. Al sentir mis manos sobre sus nalgas, chilló sobreexcitada, agitándose convulsivamente, y mis manos, descontroladas, accidentalmente la arrancaron el fino tanga.

Escuchando el aullido aterrador de una enorme bestia en celo, me sentí en un instante levantado y lanzado al aire para caer enredado en mis brazos y piernas sobre algo almohadillado que amortiguó mi caída.

Atontado, pero no por ello menos aterrado, vi cómo una enorme mole negra se abalanzaba sobre mí, y, levantando mi túnica por delante, tiró violentamente de mis pantalones, quitándomelos por los pies, junto con mi calzón y mis zapatos.

Fijando su vista en mis genitales, tiró mi ropa lejos, sin ni siquiera mirar a donde iba, y se montó a horcajadas sobre mí, metiendo mi polla increíblemente erecta en su gran agujero negro, y empezó a cabalgarme ante las risas y miradas expectantes de los asistentes.

Temí que me reventará el miembro pero, increíblemente, el interior de su vagina era suave y acogedor, a pesar de los violentos movimientos de su dueña que subía y bajaba incansable.

Se detuvo y, mirándome el pene, dijo disgustada, desmontándome:

  • ¡Picha corta!

Y, dejándome tumbado bocarriba en el sofá, con los genitales al aire y la verga apuntando al techo, se fue en busca de miembros más grandes, entre las carcajadas generales.

Tapándome mis vergüenzas como pude con la túnica, me levanté raudo del sofá, intentando recuperar mi dignidad y mi ropa, pero, debido a la cantidad de gente que había no encontraba ni uno ni otro, pero, angustiado, si observé que una mujer que parecía de lejos tener un cuerpo igual al de mi madre, subía las escaleras que antes el grupo de mujeres había descendido, acompañada ahora de un hombre que la sobaba insistentemente las nalgas, perdiéndose ambos debajo de un arco en la parte superior de las escaleras.

Dejando la búsqueda de mi ropa para después, esquivé como pude a la gente pero sin querer dar muestras de prisa, me acerqué a las escaleras y comencé a subir por ellas. No era el único, había más, algunos solos como yo o acompañados incluso de mujeres desnudas a las que manoseaban impúdicamente.

Al llegar arriba, pasé bajo el arco y me encontré un largo pasillo lleno de puertas a los lados, la mayoría cerradas.

Dudando que hacer, observé como un tipo, abría la puerta más próxima a donde yo me encontraba y pasaba dentro. Sujetó la puerta sin cerrarla, invitándome a entrar y, cuando lo hice, me encontré varias personas observando cómo un negro enorme y muy musculado montaba a una mujer blanca y regordeta sobre una gran cama redonda. Escuché cerrarse la puerta a mis espaldas y, sin mirar atrás, me acerqué a la cama para disfrutar de la follada.

La mujer arrodillada, dándome la espalda, estaba inclinada hacia delante, apoyando sus antebrazos en la cama mientras el negraco la embestía una y otra vez, metiendo un cipote ciclópeo y negro como el carbón por el culo a la blanquita que no paraba de chillar en cada arremetida, como una gatita presumida que se siente totalmente protagonista del espectáculo.

No contento con tirársela, la azotaba violentamente las nalgas con la mano abierta, haciendo un ruido atronador que rebotaba en las paredes.

El culo de la mujer estaba cada vez más colorado y ella chillaba en cada azote que recibía.

Próximo a la cama un hombre se había sacado el pene y, ante la vista de todos, se la estaba cascando. Supuse que conocía a la mujer y podía ser su marido, aburrido de una vida conyugal sosa, y deseaba fervientemente que se follaran sin piedad a su mujercita.

Yo ya conocía el morbo de ver cómo se follan a una persona que uno conoce, sobre todo si es tu madre, y, en ese momento, volví a acordarme justamente de ella y pensé en lo que podía estar ahora sucediéndola sin yo verlo, así que me encaminé a la puerta, saliendo al pasillo.

La siguiente puerta la abrí yo mismo, y me encontré a una mujer muy joven, desnuda, subida a un columpio que colgaba del techo, columpiándose cada vez más alto, con sus largas piernas abiertas de par en par, enseñando su coño depilado y con los labios totalmente separados, mientras un grupo de personas no paraban de mirarla entre las piernas, algunos incluso pajeándose.

Un hombre empujaba el columpio, más bien el culo que estaba sentado en el columpio, mientras ella canturreba alguna canción de su infancia. Supuse que el que la empujaba era también un marido vicioso y estaba exhibiendo la mercancía, a su tierna mujercita, antes de que alguien la devorara.

Tras la tercera puerta, rodeada de gente, ¡me la encontré!, o al menos eso me parecía por el cuerpo que tenía la mujer. Se la estaban tirando. Me acerqué ¡pero no, no era ella o no debía serlo! Su cuerpo era muy parecido al de mi madre con grandes tetas y un culo extraordinario, pero llevaba puesto una máscara distinta, quizá se la habían cambiado.

Estaba tumbada bocarriba sobre otra enorme cama redonda, y un joven desnudo, de rodillas entre sus piernas, la penetraba sin piedad, ante varios tipos disfrazados que observaban complacidos. Las piernas de ella reposaban sobre los hombros del joven que se la metía una y otra vez, adentro afuera adentro, una y otra vez.

Sus tetas se bamboleaban desordenadas antes las furiosas embestidas, parecía cómo si el que se la follaba estuviera vengándose de la mujer.

Por instantes aseguraba que era mi madre a la que se estaban tirando, y el extraordinario morbo que me embargaba, me ponían cada vez más erecto y duro mi miembro, levantando la túnica que yo lleva.

Dudando si era mi madre, me acerqué para ver si la mujer a la que se estaban tirando era ella, y, sorprendentemente, escuché mascullar iracundo al joven dirigiéndose a la fémina:

  • Te lo advertí, mamá. Te advertí que no me jodieras, que sino iba yo a ser el que te jodiera a tí, pero bien jodida, mamá, bien jodida

Me aparté extrañado. ¿Sería un hijo vengándose de su madre o de alguien que le recordara a ella?

Todavía dudaba si era o no mi madre a la que se estaban tirando, hasta que uno de los espectadores se acercó y la quitó la máscara.

Me impactó que lo hiciera, ya que Boris me dijo que estaba prohibido.

Pude ver qué no era mi madre a la que se follaban aunque estaba tan buena como ella. Hembras que han nacido para ser continuamente folladas.

Escuché a dos mujeres cuchicheando al lado mío.

  • ¡Es Rosa, la madre de Carlos!
  • ¿No es ésta la que violaron hace casi dos años unos mendigos en el parque?
  • Dicen que fue ella la que se paseo desnuda para que se la tiraran. Seguro que es una      ninfómana.

Se callaron observando cómo se tiraban a la pechugona.

  • Y su hijo Carlos debe ser el que se la folla, el que se folla a su madre. Siempre ha      sido un vicioso.
  • No me extraña, con esas tetas hasta yo quiero tirármela.
  • Me voy a buscar a mi marido que seguro que también quiere tirársela.
  • Te acompaño.

Y se marcharon de la habitación y yo, saliendo también, me dirigí a una cuarta puerta en busca de mi madre.

Di un respingo, asustado, al encontrarme de pronto un gigantesco gran danés que estaba montando a una mujer desnuda que estaba a cuatro patas sobre una cama. Comprendí al momento lo que era la posición de perrito y la maestría que demostraba el cánido en su postura favorita, la experiencia que debía tener el bicho montando perras.

La culona chillaba y chillaba, mezcla de placer y de dolor, aunque pienso que más de esto último, mientras el perro, sujetándola con sus patas delanteras por el pecho, la embestía frenético, produciéndola largos surcos sanguinolentos con sus uñas en las tetas, y babeándola copiosamente en la cabeza.

Un hombre agachado susurraba al oído de la mujer:

  • ¿No querías perro, puta? Pues toma perro ¿A qué es cariñoso, perra?

Dudé si era un marido que, celoso del cariño que procesaba su mujer por su mascota, permitía e incluso alentaba a que ésta demostrara el amor por su ama, todo su amor y hasta el fondo.

Me fijé que la mujer tampoco llevaba máscara, y me extrañó. Tenía que enterarme del motivo por el que unas la llevaban y otras no.

  • ¿No te gustó la vez que te montó un perro como éste? Pues te vio todo el mundo y saliste hasta en los periódicos, guarra. Todo tu chocho rebosando lefa      canina, perra.

Con el ritmo que llevaba la bestia no fue raro que descargara pronto, y tendrían que pasar bastantes minutos hasta que el animal se desacoplara, pero yo no tenía tanto tiempo, tenía que encontrar a mi madre.

En la quinta puerta, había mucha algarabía, risas y aplausos. Varios tipos formaban círculo alrededor de otra cama redonda y allí una tetona completamente desnuda estaba de pies sobre la cama, amenazando, con un zapato de tacón en la mano, a un tipo también desnudo y con la verga roja e hinchada que, merodeando amenazadoramente alrededor de la cama, intentaba violarla.

Alguien del público la arrojó a la cara un tanga, posiblemente el suyo propio que se lo habían arrancado, distrayendo su atención lo suficiente para que el merodeador saltará raudo encima de la cama, cogiéndola desprevenida y tirándola sobre la cama, con él encima, entre sus piernas.

Luchó desesperada, chillando como una loca y perdiendo el zapato que esgrimía como arma, y poco a poco fue perdiendo fuelle, hasta que el hombre, acomodándose entre las piernas de ella, se la metió.

Al sentirse penetrada, emitió un agudo chillido, y nada más pudo hacer, sino disfrutar, cuando el hombre comenzó a cabalgarla. Escuché aplausos y vitores.

Uno de los espectadores se acercó a la mujer y la quitó la máscara, mostrando su rostro a todos.

La escuché chillar al sentirse descubierta, ahora sí totalmente desnuda, e intentó ocultar su rostro sudoroso y desencajado, pero al estar sujeta no podía.

Escuché la voz de una mujer próxima que comentaba a otra persona disfrazada:

  • ¡Es Vero, la peluquera!
  • ¡Ya te dije que tenía pinta de guarra!

Respondió otra voz de mujer.

  • ¡Claro, con      esas tetas y ese culo seguro que gana más como puta!

Detrás de la sexta puerta una mujer de piel oscura y brillante, de largas y musculadas piernas, retozaba en la cama con dos mozalbetes, que exhibían cipotes duros y erectos y mostraban la ancestral técnica de meter mano por todas partes. Jugueteando y sobando, tanto ellos a ella como ella a ellos, los rabos fueron entrando de la forma más natural, uno al coño y otro al ano. Sin dejar de sobar un nuevo movimiento se imprimió a la escena, el ritmo del mete-saca que tanto estaba viendo esa noche.

En ese momento alguien me agarró por detrás del hombro, asustándome por inesperado. Me volví y alguien me musitó al oído.

  • Soy Boris, el motherfucker que te trajo aquí. Vente conmigo que te estás perdiendo la fiesta de mamá.
  • ¿Cómo sabes quien soy?
  • Eres el único gilipollas que tiene la túnica levantada por detrás y muestra el culo a todo dios. ¿Quieres que te den por culo? Aquí más de uno lo haría      encantado. Tienes culo de tía.

Girándome, miré y efectivamente tenía la túnica atrapada por detrás con la camiseta, dejándome el culo al aire. Todos lo habían visto pero nadie me había dicho nada.

No me pareció una respuesta suficiente, pero, cuando salió de la habitación, allí estaba yo pisándole los talones mientras me bajaba la túnica también por atrás.

Por el pasillo vi otra puerta abierta y una mujer de rodillas, también sin máscara, estaba rodeada de un montón de hombres desnudos que apuntaban sus pollas erectas a la cabeza de la mujer, que, cubierta de esperma, las chupaba y manoseaba con satisfacción y sin descanso.

  • ¿Por qué algunas mujeres no llevan máscara?

Le pregunté a Boris que, sin dejar de caminar, me respondió:

  • Las que no quieren hacerlo, no les dejamos que cubran su rostro, pero todas lo hacen, quieran o no.

Comprendí que las mujeres que no quieren que se las follen, las violan, pero además las retiran las mascaras, las descubren su rostro para que todo el mundo sepa quienes son ¡Las castigaban por monjas!

Al final del pasillo Boris abrió una puerta y yo me introduje por ella, siguiéndole.

Varios tipos, unos vestidos, otros desnudos, hacían un coro alrededor de una cama, plenamente iluminada por unos focos para que nadie pudiera perderse un detalle.

Dándome la espalda, una mujer desnuda, resplandeciente por el sudor y los focos, cabalgaba mecánicamente sobre un enorme cipote negro que la penetraba incansable. Arriba y abajo, arriba y abajo, una y otra vez. Adentro y afuera, adentro y afuera. Parecía, más que una verga, una gruesa serpiente que estaba entrando en su víctima para devorarla. El rabo aparecía y desaparecía dentro de la vagina húmeda de la mujer. Y el culo de ella, ¡apoteósico!, redondo, macizo y respingón. Subía y bajaba, subía y bajaba, brillando por el sudor y por otros fluidos que la chorreaban.

Las manos del negro la sujetaban por la cintura, y sus nalgas se abrían y cerraban cada vez que subía y bajaba, enseñando su agujero, blanco y dilatado. Era evidente que también la habían penetrado por el ano.

Una mano, dos, la amasaban ocasionalmente las nalgas, la daban pequeños azotitos sin molestar su cabalgada sobre el rabo del negraca.

Me acerqué a la cama donde follaban y la ví las tetas, grandes, redondas, erguidas, con pezones rojos como cerezas que emergían de aureolas negras.

Sus tetas subían y bajaban, macizas, uniformes, sin perder su forma. Algunas manos la sobaban y, sin poder evitarlo, estiré mi brazo y se las sobé también. Estaban calientes, calientes y húmedas.

Antes de mirarla a la cara ya lo sabía, sabía que ese culo y esas tetas eran suyas, ya las había visto muchas veces en los últimos días.

Pero aún así, para confirmarlo, me fijé en su rostro. ¡Sí, era ella! Era mi madre la que ese negro cabrón se estaba tirando! ¡Pero no llevaba tampoco máscara, se la habían quitado también a ella!

¡No había querido que se la follaran, se había resistido y se la habían tirado contra su voluntad, la habían violado! Y como castigo, ¡la habían desenmascarado, habían expuesto su rostro también al escarnio público, a la vergüenza!

Ahora todos veían su rostro, el rostro de la tetona a la que todos se follaban, de la culo gordo a la que todos gustaban de penetrar. Cuando fuera por la calle, todos la reconocerían y ella no podría reconocerlos. Hablarían entre ellos, la echarían miradas cómplices, y mi madre, bajaría la vista al suelo, sumisa, como estaba ahora, sumisa, mirando hacia abajo, no hacia el vientre ni hacia el pecho del negro que se la estaba tirando, sino hacia dentro, hacia sus adentros, quizá hacia la nada.

Un hombre, desnudo y con la polla tiesa como un palo, puso su mano sobre la espalda de mi madre, reclinándola hacia delante, y, subiendo a la cama, se colocó a horcajadas, en cuclillas detrás de ella.

Cogió su cipote y lo dirigió al culo de mi madre, penetrándola poco a poco.

El rostro de ella, concentrado en follar, se crispó por momentos pero, sin emitir ningún sonido, se dejó encular con la paciencia de una santa lista para el martirio.

El hombre, apoyando uno de sus brazos sobre la cama, empezó a moverse adelante y atrás, adelante y atrás, penetrándola por el ano, una y otra vez, sin descanso.

Mi madre, al sentirse penetrada por detrás, dejó de moverse, y fue ahora le negro que estaba debajo de ella, follándosela, el que empezó a mover las caderas, metiéndola el gigantesco rabo negro por el chocho una y otra vez.

Los brazos de ella se apoyan en el pecho musculado del negro, y las manos de él, ahora ya no la amasaban el culo y las caderas, sino que la sujetaban por las tetas, sobándoselas, sacándolas brillo de tanto sobeteo.

Era tan incómoda la posición que tenía el hombre que la estaba dando por culo, que enseguida la sacó el pene del ano, y se lo restregó por los glúteos, insistentemente, entre los dos cachetes del culo, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que eyaculó un abundante esperma blanco en su inmaculado culo.

Una vez se bajó de la cama, la tumbaron bocarriba sobre la cama, y otro hombre se colocó entre las piernas de mi madre, restregando una verga tiesa y muy ancha, surcada de venas azules por su vulva, entre sus labios vaginales, hasta que poco a poco se la fue metiendo, primero una puntita, luego un poco más dentro, entrando y saliendo, entrando y saliendo, hasta que se la metió hasta el fondo ante la mirada expectante de todos y los gemidos de ella.

La cara viciosa de ella delataba el placer que sentía, con sus ojos semicerrados, su boca semabierta, mordisqueándose los labios sonrosados.

Sus enormes tetas se bamboleaban desordenadas por las embestidas del hombre que se la estaba follando.

De pronto, escuché susurrar al hombre que se la estaba tirando.

  • No sabes, Marga, las ganas que tenía de follarte. Llevo años deseándolo en silencio, saludándote siempre en el barrio, sonriéndote hipócritamente, y mirándote el culo y las tetas, mientras tú, indiferente a mis deseos, ni siquiera me dejas darte un beso, tocarte simplemente.

Al escuchar esto, abrió mi madre los ojos mirándole, horrorizada. No la era posible mantener el anonimato, sabrían siempre que se la habían tirado, pero ella nunca sabría quien fue.

Detrás de él, otro hombre le apremió a que finalizara:

  • Venga acaba, que estamos todos deseando también tirárnosla y, estamos tan cachondos, que nos vamos a correr sin ni siquiera habérnosla follado.

Y me di cuenta que el que se la estaba tirando no era el único que la conocía, y una larga cola se estaba formando detrás para también follársela.

El siguiente que ocupó su lugar, la levantó las piernas y se las colocó extendidas sobre su pecho, de forma que, mientras se la tiraba, pudiera sobarla las tetas.

También este le dijo a mi madre:

  • ¡Joder, Marga, pero que buena que estás! Ya lo decía yo a los compañeros cuando acompañabas a tu hijo al colegio: “Esta está deseando rabo y va a tener uno muy gordo entre las piernas, el mío”. Y vaya si lo tienes, Marga, bien metido hasta los cojones en tu coño de puta calientapollas.

El siguiente la obligó a darse la vuelta, a ponerse bocabajo sobre la cama y con el culo en pompa. Tenía un culo hermosísimo, redondo, macizo y respingón, sin una gota de celulitis ni manchas ni imperfecciones. Perfecto para ser follado.

Antes de meterla la polla, la ablandó los glúteos a base de sobes y de azotes, separándola los cachetes, para luego metérsela poco a poco por el culo y empezar a bombear, sin dejar da azotarla las cada vez más coloradas nalgas.

  • ¡Ya tenía yo ganas de darte por culo, zorra!, ¡a la mujer culona del hijo de puta de mi jefe! Tu marido me ha estado dando por culo en el trabajo durante años y es justo que ahora le rompa el culo a la zorra de su mujer.

Mi madre, con la cabeza entre los brazos doblados, aguantó el chorro de polvos que le fue cayendo uno a uno, a veces por el culo, otras por la vagina, por los distintos hombres que iban desfilando por su coño, unos jóvenes, otros mayores, unos con la polla erecta y enorme, otros más bien floja y pequeña, pero todos gozaron de su chocho.

Algunos cansados de verla siempre el culo, la daban la vuelta y la colocaban bocarriba sobre la cama, para penetrarla nuevamente por el chumino o por el coño, e incluso alguno primero por un orificio y luego por el otro. También la obligaron a comer pollas, a masturbarles con sus tetas, y se corrieron en su cara, en su cabello, sobre sus pechos y dentro de su boca.

Varios repitieron, y fueron bastantes, casi todos, los que la conocían, que sabían que estaban follándose a Marga, la madre calientapollas, y así se lo dijeron, a su cara o a su culo, para que ella lo supiera, para avergonzarla todavía más.

  • Saluda a tu marido, culo gordo. Seguro que me recuerda de la mili. Dile que el Johnny siempre cumple sus promesas, como ya hizo hace años con su madre y con Paloma, su novia de entonces, a las que me las pasé por la piedra tantas veces como quise.
  • ¡Vaya melones que tienes, Marga, mejores que los que me compraste durante años en la frutería! Cada vez que me pedías melones los sobaba como si fueran los tuyos y muchas veces me corrí solamente vendiéndotelos.
  • ¿Te acuerdas, Marga, te acuerdas cómo te follaba? ¿No sabes quien soy? Te daré una pista. Durante todo el tiempo que estuvimos de novios, no dejé de follarte, y bien que chillabas cuando te la metía, ¡calentorra!.
  • ¡Puuufffff! Como me la pones, Marga, como me pones la polla, puta. Como aquella vez que el viento te levantó la falda en un paso de peatones, y ¡no llevabas      nada debajo, nada, nada! Y todos mirándote el coño, con la polla bien tiesa mientras pasabas. O aquella vez que subiste las escaleras caminando y yo detrás de ti, pude ver que tampoco llevabas bragas, que ibas con todo el potorro al aire. ¡Siempre calentando al personal, puta, que eres una puta calientapollas!

Cuando la fiesta de polvos estaba ya finalizando, y estaba el último esforzándose para echarla un último polvo, un hombre se acercó a Boris y le ordenó en voz baja al oído:

  • Llévatela a lavar que La Doña también quiere catarla.

Se acercó Boris a mi madre y, una vez el último hubo vaciado las últimas gotas de esperma, la ayudó a incorporarse de la cama, pero las piernas la flaqueaban y a punto estuvo de caer al suelo, sino es porque Boris la cogió en brazos.

Se acercó a mí cargando con mi madre desnuda y prácticamente inconsciente, y me dijo en voz baja:

  • Acompáñame.

Yo, echando un vistazo a las tetas y al coño de mi madre, muy obediente le seguí.

Un hombre nos abrió una puerta mimetizada con la pared y entramos a una sala anexa que estaba totalmente desierta. Era un vestuario muy lujoso, con paredes y suelos de mármol de distintos colores. Provisto de pequeños habitáculos con inodoros y una zona más amplia con duchas comunes.

  • ¿Quieres aliviarte?

La preguntó, mostrándola un inodoro, y ante una respuesta de ella que podía ser afirmativa, la sentó sobre el inodoro.

Sin cerrar la puerta, esperamos fuera en silencio, y, después de varios segundos, la escuchamos orinar.

Una vez hubo finalizado, Boris la levantó nuevamente en brazos y la acercó a la zona de las duchas, depositándola en el suelo debajo de una y abriendo el grifo para que el agua lavara su cuerpo.

Ante el chorro de agua que la caía encima, mi madre empezó a reaccionar, acurrucándose, flexionando sus piernas y abrazándolas con sus brazos, mientras pegaba su rostro a sus piernas.

Boris se quitó la túnica y estaba totalmente desnudo debajo, desnudo y empalmado. Dejó su ropa, junto con su máscara sobre un banco, y se acercó a mi madre.

Colocándose debajo del chorro de agua, la fue limpiando con las manos la cabeza, la cara, espalda, brazos y piernas del esperma y de otros fluidos que tenía adheridos a la piel.

Al no poder limpiarla más, la obligó a levantarse del suelo y, sujetándola con un brazo, con la otra mano comenzó a limpiarla también las tetas, el culo y el sexo, especialmente sus orificios, que tenía repletos de viscosidades.

Ella inmóvil se dejaba hacer, sin inmutarse, estaba en un estado aletargado.

Para sacara de su apatía, Boris comenzó a darla azotitos con la mano en las tetas, en los pezones, tirando de ellos para que reaccionara.

Poco a poco lo estaba consiguiendo, y, cuando ya parecía que reaccionaba, el joven, sujetándola con sus manos por los glúteos, uno en cada de ellos, la levantó del suelo, apoyando la espalda de ella sobre la pared, la penetró por delante con su enorme cipote erecto.

Al sentirse nuevamente penetrada jadeo, abriendo mucho los ojos, y el joven, a base de golpes de cadera, se la fue follando mientras la susurraba al oído:

  • Despierta, cariño, que todavía te queda lo mejor, y luego, si eres una niña buena, te      podrás ir a casa a descansar con el cornudo de tu maridito y con tu      hijito.

Estuvo así un rato, follándosela, pero, como no lograba eyacular, la desmontó y la bajó al suelo, sujetándola para que no se cayera.

Se giró hacia mí y me dijo:

  • Ahora tú.

Llevando a mi madre hacia un banco, puso un par de toallas en él y la tumbó a ella bocabajo, levantándola el culo y poniéndoselo en pompa hacia mí, para dirigirse a continuación hacia mí:

  • ¿A qué esperas? Venga, que lo estás deseando.

Me horrorizaba tirarme a mi propia madre, por lo que reculé instintivamente hacia atrás, y él, al verme hacerlo, me agarró del brazo y me amenazó en voz baja al oído:

  • Ya sabes lo que les ocurre a los que no quieren. Lo hacen pero con la cara descubierta. ¿Quieres que sepa quién la ha visto follar como una puta con tantos tíos y que también se la ha follado?
  • No.

Dije débilmente, por lo que él, levantándome la túnica y quitándomela, me animó, empujándome hacia el culo de mi madre:

  • Pues venga, toda tuya, pórtate como un macho alfa y que sepa lo que es tener un buen rabo entre las piernas.

Desnudo de cintura para abajo, me sorprendí al ver mi verga erecta y dura, apuntando al culo de ella. Nunca me había visto la polla así, tan grande, tan dura, tan plena, no parecía que fuera mía, pero lo era, así como el enorme culo que tenía delante de mí era de ella, de mi madre, abierto de par en par, enseñando sus dos agujeros, el chocho y el ano, dilatados de tanto follar.

Cogí mi polla empalmada con la mano derecha, como había visto tantas veces hacerlo esa noche, y dudé si metérsela por el culo o por el chocho, pero enseguida me decidí por el chocho, me era mucho más morboso y amigable, y se lo metí de una vez, poco a poco pero hasta el fondo, maravillándome de la facilidad con qué entraba y lo mullido, mojado y caliente que tenía su interior.

La escuché gemir y, sujetándola por las nalgas , también húmedas y calientes, me la empecé a follar.

La escuchaba jadear, gemir, la gustaba, disfrutaba también siendo follada por su hijo.

Cuanto más lo hacía, más ganas me entraban y la timidez del inicio dio paso al arrojo de una fiera en celo.

De amasarla las nalgas, empecé a azotárselas, con ganas, gozando de cada azote, de cada sobeteo.

Estaba yo alegre, ¡eufórico!, y poco a poco me fui animando, aumentando el ritmo del mete-saca hasta que, por fin, sentí que una oleada de placer salía de mi interior, inundándome de placer.

Gruñí con fuerza, intentando sofocar el grito que pugnaba por salir de mi garganta.

Noté cómo me vaciaba dentro de ella, cómo la inundaba con mi leche, pero quería más, no quería dejarlo ahora y así se lo exigí a Boris que, a mi lado, contemplaba como me la tiraba.

  • Ahora por delante. Túmbala bocarriba que quiero verla las tetas mientas me la follo.

No era mi voz la que surgía de mi garganta, pero obligó al chulo a obedecerme.

  • ¡Joder, venga, chaval, que no paré la fiesta, pero se breve que la esperan arriba!

La volteó, tumbándola bocarriba sobre las toallas y sus enormes tetas inundaron todo mi campo de visión. Sólo tenía ojos para ellas, y, colocándome entre sus piernas, la amasé las tetas, gigantescas, redondas, espléndidas.

Tan absorto cómo estaba con sus sabrosos melones que no tuve conciencia de haber penetrado nuevamente, y, de forma natural, me sentí otra vez cabalgándola, follándomela, sin dejar de sobarla las tetazas.

Nuevamente jadeaba y gemía como una perra en celo, y momentáneamente bajé mi vista a su sexo y, efectivamente, me la estaba follando, me estaba tirando otra vez a mi madre.

Enseguida mis ojos volvieron a sus tetazas, brillantes, resplandecientes. Estaba en el cielo, flotando en una nube maravillosa de placer y de lujuria cuando escuché al chulo-putas apremiándome:

  • Vete acabando, chaval, que vienen a por ella.

Aumenté el ritmo, cada vez más rápido, con más energía. No quería que nadie interrumpiera mi bien ganado orgasmo.

Enseguida me volví a correr, y Boris, al escuchar ruidos fuera, me apartó a un lado, desmontándome e incorporando a mi madre de su lecho de toallas.

En ese momento se abrió una puerta y un par de hombres, gigantescos, cogieron a mi madre y se la llevaron sin mediar palabra.

Boris, colocándose la máscara y caminando deprisa detrás de ellos, todavía tuvo tiempo de aconsejarme:

  • Disfruta lo que queda de fiesta y me esperas donde os dejé para devolveros a casa.

Estaba todavía en trance, sin creerme todavía que me había tirado a mi madre, pero me limpié de forma automática la polla morcillona, y poniéndome la túnica, salí de los baños al dormitorio donde tantos antes habían gozado de mi progenitora.

Sobre la cama en la que se habían follado ami madre, ahora eran dos parejas las que copulaban como bestias enceladas.

Todos llevaban máscaras, todos consentían en follar y en ser follados.

Las mujeres, entradas en carnes, más bien obesas, ondeaban sus lorzas y sus tetas al ritmo de las arremetidas de sus parejas.

¡Cuánto cuernos brotaron o se potenciaron aquella noche!

De repente, estaba furioso, como rabioso, por lo que había hecho y por poder seguir haciéndolo.

Salí al pasillo y me crucé con parejas que fornicaban sin pudor en el suelo, apoyados en las paredes, en todas partes. Todos consentían y yo aproveché para sobar tetas y culos, así como azotar nalgas.

Un hombre en pelotas se llevaba por el pasillo a una tía buena, completamente desnuda, cargándola sobre los hombros, y ella no paraba de patear y chillar. Quería escapar, pero no podía. Me fijé que llevaba la cara descubierta. Era Rosa, la culona que decían que pillaron follando con mendigos en un parque y al que supuestamente su hijo la acababa de echar un buen polvo. Me hubiera gustado tirármela, pero llegué tarde.

Ahora era yo el que buscaba a las “no consentidoras”, quería tirármelas yo también, me daba mucho más morbo violar a una señora respetable que follar a una protituta, pero se cruzó en mi camino un enorme culo negro, con las nalgas abiertas de par en par, mostrando sus gigantescos agujeros negros. Eran los de mi negra favorita, la puta negra ninfómana que intentó violarme al comienzo de la fiesta pero que me desechó por “Picha corta”. En ese momento tenía uno de sus agujeros desocupados, no sabría exactamente decir cual de ellos. Ahora vería lo que es un buen rabo. Con fuerza e incluso con saña, metí mi puño derecho hasta el fondo en el agujero negro, desapareciendo mi brazo casi hasta el codo.

Rugió como una tigresa herida de muerte, intentando volverse contra mí, pero, pensando que quería huir, que ya no quería follar, la sujetaron con más fuerza, entre varios hombres, y yo aproveché para meterla el brazo varias veces, dentro-fuera, dentro-fuera. Se retorcía, chillando como una posesa, no se si de dolor o de placer, pero yo incansable, continué durante un buen rato jodiéndola las entrañas.

La quitaron la máscara pensando que luchaba por no querer follar y todos vieron quien era, aunque con esas dimensiones debía ser muy famosa y reconocible tanto disfrazada como no.

Pringoso, me di cuenta que tenía la túnica chorreando, quizá sangre, así que saqué mi brazo de su agujero y dejé que otro sádico ocupara mi lugar.

Continué mi camino y en el dormitorio donde dejé a Vero, la peluquera, mientras se la estaban violando, me la volví a encontrar. Estaba tumbada bocarriba sobre la cama, exhausta, sin oponer ninguna resistencia, y un tipo, fatigado de tantos polvos que había echado, estaba intentando acabar de beneficiársela sin conseguirlo.

Le empujé a un lado y me tumbé sobre ella, lamiéndola las tetas, los pezones, mordisqueándolos. Estaba empapada de fluidos, esperma y otras cosas, pero estaba tan salido, tan rabioso, que no me importaba.

De los lametones pasé a los mordiscos y al segundo mordisco que la dí en los pezones, empezó a sangrar y a chillar histérica. Me incorporé rápido y la metí mi rabo en su coño hasta el fondo, y frenéticamente me la comencé a follar.

Todavía no había eyaculado cuando un tipo grande y robusto puso su mano en mi hombro y me dijo que le acompañara.

Acojonado le acompañé, me temía lo peor, aunque no sabía el qué.

Creía que me había pasado un poco, tanto sexo me había vuelto momentáneamente loco. Estaba arrepentido y, especialmente aterrado, por el castigo que me podía esperar, pero me acompañaron a la puerta de la calle, me dieron una bolsa y cerraron la puerta cuando salí.

La bolsa contenía la ropa que me había arrancado la negra ninfómana. Me la puse debajo de la túnica y estuve esperando fuera más una hora, hasta que la gente empezó a salir de la casa. La fiesta había finalizado y estaba amaneciendo.

Un deportivo rojo se detuvo próximo a donde estaba, y supuse que era Boris el que lo conducía, aunque una máscara le cubría el rostro. Me monté detrás y otro enmascarado lo hizo al lado mío. Supuse que era mi “amigo” Flash, que seguro que también se había tirado, el muy hijo puta, a mi madre.

El deportivo arrancó, sin que apareciera mi madre.

Temí por ella, por su vida. Demasiado tarde para compadecerme pensé.

Llevaba un buen rato conduciendo cuando el conductor se quitó la máscara y, efectivamente, era Boris.

Primero paró en una plaza y dejó a mi acompañante que, sí, era Flash.

Mientras se quitaba el disfraz, Boris le preguntó sonriendo:

  • ¿Cuántos y cuantas?
  • A ésta, cuatro.

Señaló con la cabeza al asiento del copiloto donde antes se sentó mi madre.

  • En total, siete. A está y a tres más: Rosa, Violeta y a una alta con máscara.
  • ¿Con cuantas bragas te has quedado?
  • Solo con los de ésta. Se las quité y la eché el primer polvo cuando todavía estaba brava.

Se refería otra vez a mi madre,

  • ¡Nos vemos!

Y arrancó el deportivo dejando a un chaval sonriente y satisfecho.

Luego paró en la plaza donde nos recogió, y, mientras me quitaba el disfraz me interrogó:

  • Y tú, ¿cuántos y cuantas?
  • Dos a ella y otro a Vero, pero no me dejaron acabarlo.
  • Seguro que la  próxima vez mejoras, pero debes controlarte, solamente hay que hacer el daño imprescindible para follar, nada más.

Se detuvo un momento y me dijo:

  • Quería que fueras tú el que bajara las bragas a tu madre, el que se las quitara, pero no estabas allí. Fue tu amigo Flash el que se adelantó y la bajó las bragas y se las quitó.
  • Una puta negra ninfómana me lo impidió. Me retuvo y la perdí entre la gente.
  • No importa. La próxima vez estarás allí para arrancarla las bragas.
  • ¿Cuándo viene ella?

Pregunté por mi madre.

  • Ahora voy a por ella y te la traigo vivita y coleando, sobre todo coleando. ¡Jajaja!. Déjala que todo el día descanse, no la molestes, que se lo merece. La han “trabajado” mucho.

Me bajé del coche y vi como se alejaba.

No me atrevía a volver a casa sin ver a mi madre, así que me dispuse a esperarla sentado en un banco donde podía ver el parque y la entrada al edificio donde vivíamos.

Pasó casi una hora cuando volvió a aparecer el deportivo, con Boris al volante y mi madre de copiloto.

No llevaba máscara ni, de hecho, nada que la cubriera las tetas, iba en el asiento del copiloto al menos desnuda de cintura para arriba.

Se puso una camisa sin salir del coche, y, al abrir la puerta, la vi su vulva hinchada y depilada, y su culo encarnado. La camisa era lo único que llevaba, además de unos zapatos.

Caminó deprisa hacia nuestra casa y se cruzó con un borracho que la intentó abrazar, y ella, al zafarse, se dejó la camisa en las manos del hombre, que, con ojos desorbitados, la miraba incrédulo el culo mientras ella se alejaba a la carrera.

La vi meterse en el portal de casa, y el borracho, mirando la camisa que todavía llevaba en la mano, se abrió la cremallera del pantalón y, sacándose la minga, empezó a masturbarse convulsivamente.

Me alejé de la escena y estuve deambulando por las calles hasta casi las diez de la mañana, que volví a casa y me encontré todo en silencio. Supuse que todos descansaban y yo me dispuse a hacer lo mismo.

Ya tendría tiempo en pensar sobre la noche que había vivido y también mi madre y las consecuencias que podrían acarrearnos.