Cómo se follaron a mi madre en el laberinto
Un paseo por los jardines solitarios de un parque se convierte para una mujer y para su hijo en un infierno cuando entran al laberinto.
Debía tener el niño unos siete años y su madre veintidós años más cuando aquel día de principios de verano ella le llevó a visitar los jardines del palacio.
No había prácticamente nadie al ser un día laborable y, los que no estaban trabajando, se habían marchado de vacaciones. Además por la hora que era, las tres y media de la tarde, los pocos turistas que pudiera haber estaban comiendo.
Pablo y su madre, que habíamos comido pronto paseaban tranquilamente, disfrutando de los enormes árboles que allí había, muchos de ellos milenarios, así como de las hermosas y coloridas flores, del verde y tupido césped y de los grandes y frondosos setos que todavía había ya que ese año la primavera había traído días muy lluviosos, no de una lluvia intensa pero si persistente, lo que mantenía muy fresca y resplandeciente la vegetación.
Despreocupados y felices subieron y bajaron cuestas y escaleras, caminaron por amplias avenidas y rincones muy estrechos, recorrieron fuentes y estanques, observamos patos, palomas y otros tipos de aves que, como ellos, disfrutaban de la tranquilidad de un día tan hermoso y soleado. También había algún que otro pequeño gamo que esquivo se escondía entre la frondosa vegetación de zonas que, con sus altas vallas, restringía el paso.
La mujer no se dio cuenta, pero, en un momento determinado se adelantó algunos metros a su hijo, cuando un par de hombres emergieron de entre los árboles y, al verla subiendo por unas escaleras de piedra, se detuvieron y la miraron bajo la corta falda que llevaba las pequeñas braguitas y el interior de sus torneados muslos.
El niño, cortado, se quedó inmóvil, no atreviéndome a decir nada e intentando pasar desapercibido.
Al llegar arriba, la madre, situada de espaldas a la barandilla metálica de las escaleras, no se percató que, mientras observaba maravillada el paisaje y la fachada del palacio, los dos hombres pegados a la pared de las escaleras no dejaban de mirarla detenidamente bajo la falda.
Cuando ella, girándose hacia donde estaba su hijo, le llamó alegre, los dos hombres se marcharon sin hacer ruido y sin que ella se diera cuenta de su existencia.
El niño, asustado, observó sin decir nada cómo los dos hombres se marchaban y caminó hacia su madre, deseando que los tipos no se giraran y le vieran.
La mujer, feliz del día tan bueno que tenían y lo hermoso de lo que estaban viendo, no se percató del rostro, entre asustado y avergonzado, que se le había quedado a su hijo.
Continuaron caminando cuando la mujer vio un cartel que indicaba la dirección en la que se encontraba un laberinto, así que, como no lo habían visto, hacia allí se encaminaron, llegando en poco más de dos o tres minutos.
El acceso al laberinto estaba cerrado con una puerta que se podía abrir fácilmente con un tirador, indicándose en la misma portezuela que debía mantenerse cerrada siempre para que no entraran los gamos a su interior.
Próximo a la entrada se encontraba un cartel explicando la historia del mismo, así como un esquema de su trazado interior. Se puso la mujer a leérselo a su hijo, pero éste, todavía temeroso y avergonzado, no se concentraba en lo que decía su madre, aunque, callado, simulaba que escuchaba.
Una vez lo hubo leído la mujer le propuso al hijo entrar, pero el niño, temeroso, se mostró algo resistente a seguirla, así que la madre, como también quería ver el laberinto, le propuso al niño un juego en el que ella se metía primero y luego el niño, contaba hasta diez, y entraba a buscarla. Como premio le compraría un helado.
La promesa del helado le convenció y, colocándose de espaldas a la puerta, empezó a contar, mientras la mujer, abriendo la puerta del laberinto, se metió dentro.
Al tiempo que contaba observó el niño que los dos hombres que habían visto las bragas a sus madre se acercaban por el camino, así que el niño, temeroso de que le vieran, dejó de contar y se escondió detrás de un árbol, observando cómo los dos tipos, sin echar ni una sola ojeada al cartel explicativo del laberinto, entraron en él.
Mientras la madre en la primera bifurcación del laberinto se escondía para pillar a su hijo antes de que se perdiera y así recorrerlo juntos, los dos hombres se acercaban sin pensar que fueran a encontrársela.
Los altos setos de más de tres metros de altura, cubiertos de densa vegetación, impedían ver a través de ellos. Así que la mujer, escuchando los pasos que se acercaban, salió rápida de su escondite para pillar a su hijo, chocando con los dos hombres que no se lo esperaban.
• ¡Te pillé!
Exclamó la madre traviesa, y, al percatarse de su error, empezó a balbucear un “Lo siento”, girándose, cuando uno de los hombres la agarró la falda por detrás, levantándosela y dejando sus braguitas al descubierto, al tiempo que mirándola el culo, se lo tocó con la otra mano y la dijo:
• ¡Yo sí que te voy a pillar!
De un manotazo la mujer se soltó del vestido la mano del hombre, pero, al ver cómo se abalanzaban sobre ella, echó a correr y los dos hombres detrás.
La volvió a coger por la falda, reteniendo un momento su marcha, pero la mujer, aterrada, dio un tirón, desgarrando el vestido que se quedó en la mano del hombre, y continuó corriendo tan deprisa como podía, perdiendo en su carrera el pequeño bolsito que llevaba.
Observando asombrados cómo se movían los macizos glúteos de la mujer al correr, y el rápido pedaleo de sus torneadas piernas, enseguida reanudaron la persecución, dejando caer el vestido al suelo.
Vistiendo ahora solamente unas pequeñas braguitas blancas que se perdían entre sus hermosas nalgas y un diminuto sostén que ya no contenía sus redondos y erguidos pechos que brincaban juguetones fuera de la prenda, corría ella con sus deportivas como nunca lo había hecho en su vida.
Pero aun así la alcanzaron y la sujetaron por la parte trasera del sostén, que se soltó, y la mujer, corriendo, lo dejó atrás, en la mano de uno de sus perseguidores.
No había recorrido ni diez metros cuando otra mano la sujetó por el borde superior de sus braguitas, provocando que, con su impulso, cayera ella al suelo, junto con su perseguidor, pero al momento se incorporó, dejando atrás sus braguitas, las perdió, y echó otra vez a correr ante la lasciva mirada de sus seguidores que contemplaron extasiados cómo ese culo redondo y respingón se alejaba sin nada que lo cubriera.
En el siguiente cruce perdió a sus cazadores pero, al no verla por delante, supusieron que se habían equivocado y, volviendo hacia atrás, tomaron otro camino.
Mientras la mujer corría con sus blancas deportivas, prácticamente desnuda, por los pasillos del laberinto, los hombres se dieron cuenta que la habían perdido, así que se separaron y fueron por caminos distintos buscándola.
En cada zancada que daba la mujer se contraían sus macizos glúteos y sus erguidas tetas se bamboleaban desordenadas, ocasionando estas últimas dolores a su dueña, que, echando la mirada hacia atrás y no ver a sus perseguidores, se atrevió a aminorar la marcha y se sujetó los senos con las manos.
¡Tenía unas tetas muy grandes como para correr sin algo que las sujetara!
En un cruce del camino encontró a una joven pareja follando. Ella arriba completamente desnuda follaba sobre un joven tumbado bocarriba sobre un banco. El enorme culo de la mujer subía y bajaba sobre un erecto y grueso cipote que se metía por su coño una y otra vez.
Asustada les dijo en voz baja para que los perseguidores no la escucharan y localizaran donde estaba:
• ¡Socorro, me quieren violar!
Pero ellos no pararon de follar, solo el joven, viéndola desnuda, la dijo:
• Yo sí que te voy a violar, putita. Quédate aquí que enseguida acabo con ésta y te rompo el virgo.
La joven, sin dejar de follar, soltó unas risotadas, y la dijo:
• ¡Eso, eso, quédate aquí, putita, que enseguida te folla mi hombre!
Aterrada, la mujer se dio la vuelta y continuó corriendo por el otro camino sin saber ya de quien no huir.
¡Todos querían follársela! ¡A ella, a la madre de un niño pequeño!
Recorrió a la carrera más pasillos sin ver ni escuchar a nadie.
Al faltarla el aliento y seguir sin ver a sus perseguidores, la mujer se detuvo un momento, intentando recobrarse, encontrándose de frente con una pequeña plazoleta que no tenía otra salida que por la que había entrado.
Atrapada, dudaba angustiada si volver por donde había venido pero, como no tenía todavía resuello y los perseguidores parecía que se habían perdido, intentó ocultarse acurrucada detrás del banco de madera que había en mitad de la plazuela. Era un tronco milenario al que habían cortado y solamente quedaba el tocón enraizado profundamente en el suelo.
Después de observar el niño cómo los dos hombres desaparecían dentro del laberinto, dudo que hacer, si esperar a que saliera su madre o entrar a buscarla. Temiendo que le esperara y, si no le veía, se asustara, hizo esto último y, entrando, camino temeroso por los altos pasillos cubiertos de amenazante vegetación, encontrándose de pronto en un cruce, una tela tirada en el suelo. Asustado le pareció que tenía el mismo dibujo que el vestido que llevaba su madre, así que, agachándose, lo recogió del suelo y, sí, ¡era un vestido! Dudó si era el de su madre, creía que sí, pero no estaba totalmente seguro, ¡no podía ser el de ella! y, al verlo rasgado, temió que se lo hubieran arrancado y la hubieran dejado desnuda. El bolsito de su madre tirado a pocos metros de donde él estaba le confirmó lo que temía, que era el vestido de su madre, ¡de su madre!
Un torbellino de preguntas acudió a la mente del niño sobre el estado de su madre:
• ¿Está desnuda? ¿Quién le ha quitado la ropa? ¿Se la ha quitado ella? ¿Por qué? ¿Dónde está? ¿Qué la está pasando? ¿Qué la están haciendo?
Todavía más asustado, no sabía qué hacer, y, al no ver a ningún adulto en el que apoyarse, continuó caminando con el vestido y el bolso en la mano.
Más adelante encontró un sostén blanco también en el suelo. ¿Sería también de su madre? Lo recogió y continuó caminando despacio y con miedo, encontrando en el siguiente cruce unas pequeñas braguitas blancas. ¿Serían también de su madre? ¿Estaría completamente desnuda, con sus tetas, su culo y … su sexo al descubierto?
Haciendo un bulto con la ropa de su madre en sus manos siguió adelante por los verdes pasillos.
Siguiendo por los recovecos del laberinto, también uno de los hombres llegó al punto muerto donde estaba acurrucada la mujer y ésta, al verlo, se le escapó sin desearlo un ligero chillido de puro terror, delatando su presencia, y, al ver cómo el hombre la localizaba y se abalanzaba ansioso hacia ella, se incorporó rápido chillando pero el tipo la interceptó con sus brazos, empujándola con su corpachón hacia una de las paredes.
Aullando, la mujer, desesperada, le pateó y le golpeó repetidamente el rostro con sus puñitos, y, al arañarle cerca de sus ojos, logró que el hombre, gritando dolorido, aflojara su abrazo y ella se escabulló ágil entre sus brazos, pero, cuando estaba saliendo a todo correr de la plazoleta, chocó de frente con el otro hombre que acudía por los gritos.
El impacto del choque derribó a la mujer al suelo, cayendo bocarriba y despatarrada, ante la lasciva mirada del hombre que se clavó entre las piernas de ella, en su vulva apenas cubierta por una fina franja de vello púbico.
Al observar que la miraba atentamente el sexo, la mujer emitió un chillido, mitad vergüenza, mitad excitación, cubriéndose rauda con sus manos la entrepierna, pero, al levantarse rápida para huir, el hombre salió de su letargo y agarrándola, logró subírsela sobre un hombro de forma que la cabeza de la mujer apuntaba hacia la espalda del hombre y las piernas de ella hacia el pecho del tipo.
Chillando, pateando y golpeando con sus puños en la espalda del hombre, la mujer intentó desesperada soltarse, pero el hombre, riéndose, aguantó y se metió en la plazuela donde estaba dolorido su compañero.
Un último intento hizo ella asiéndose con sus manos en la vegetación de los muros pero un fuerte tirón del hombre la hizo entrar, arrancando incluso parte de los arbustos.
Inclinándose hacia delante, el hombre entregó su preciosa carga a su compañero que la sujetó por los brazos mientras él la sujetaba por las piernas.
Sentándose sobre el banco colocó a la mujer bocabajo sobre sus piernas y, sujetándola con una mano, empezó con la otra a propinarla fuertes azotes con la mano abierta en sus nalgas. ¡Quería vengarse por los golpes y arañazos que ella le había dado!
Sin dejar en ningún momento de chillar y patear, la mujer intentó soltarse pero el hombre la sujetaba reciamente y un azote tras otro caía con fuerza sobre las nalgas de ella.
Azote a azote la mujer se fue amansando y sus esfuerzos por escapar disminuyeron, deseando impedir que continuara azotándola.
• ¡Ay, ay, no, no, por favor, no!
Al verla más mansa, el otro hombre la sujetó y, con la ayuda de su amigo, la levantó e intentó tumbarla bocarriba sobre el banco, pero los esfuerzos de la mujer por escapar volvieron y se esforzó chillando, pateando y golpeando para que no la tumbaran. Aun así, inmovilizándola entre los dos, lograron ponerla a cuatro patas sobre el tocón y, mientras uno la sujetaba, el otro, desabrochándose el pantalón, se colocaba entre las piernas de ella y, cogiendo con su mano derecha su enorme cipote, lo dirigió a la entrada a la vagina de la mujer, penetrándola poco a poco ante los chillidos histéricos de ella.
• ¡No, no, por favor, no!
Chillidos que enseguida se convirtieron en sollozos e hipos.
Gruesos lagrimones fluían por las mejillas de la mujer, mientras aguantaba a cuatro patas las embestidas del hombre que, sujetándola por las caderas, se la estaba follando.
Las arremetidas cada vez más rápidas y enérgicas desplazaban el cuerpo de la mujer hacia delante y hacia atrás, escuchándose el sonido rítmico de los cojones chocando con la entrepierna de ella.
Doblando sus brazos, colocó ella sus antebrazos sobre el tronco del árbol y metió su cabeza entre ellos, apoyándola, como resignándose a que no podía impedir que se la follaran.
El niño mientras caminaba temeroso por el laberinto también escuchó los gritos desgarradores de una mujer y se temió que fueran de su madre, de su propia madre. Se quedó petrificado, helado de miedo, escuchando. ¿Qué la pasaba? ¿Qué la estaban haciendo?
Sin atreverse a correr se fue acercando despacio hacia el origen de los gritos que no cesaban hasta que, escuchando que surgían detrás de una de las paredes del laberinto y que el camino se alejaba más que acercarse, se detuvo y, con el corazón en un puño, se puso sin decir nada a escuchar, aunque no lograba identificar todos los sonidos que oía, como el de los cojones del tipo chocando contra el bajo vientre de su madre o los azotes que la propinaban mientras se la follaban o los resoplidos del hombre al tirársela.
Después de estar varios minutos el hombre tirándosela, al fin descargó y, parándose, expulsó todo el esperma que tenía dentro de la vagina de ella.
Al desmontarla, no tuvieron ningún problema en darla la vuelta y tumbarla bocarriba sobre el tronco. ¡Tan entregada estaba que parecía como muerta, sin ofrecer ninguna resistencia se dejó voltear!
Tenía todo el rostro empapado en su propio sudor, lágrimas y saliva.
El compañero se situó entre las piernas de ella y, mirándola con expresión burlona a los ojos, se soltó despacio el pantalón y se lo bajó, junto con su calzón, agarrándose con su mano derecha su enorme cipote, plagado de abultadas venas azules, que emergía de una enmarañada mata de pelo ensortijado negro.
Agarrándoselo con la mano, empezó a acariciárselo, excitándolo todavía más, sin dejar de mirar socarrón al rostro de la mujer y, ésta, totalmente humillada, se limitó a cerrar los ojos, resignada a que se la volvieran a follar. Entonces la mirada del hombre bajó a las tetas de ella y, al verlas tan hermosas, redondas, erguidas y blancas, las cogió con su mano libre, manoseándolas durante unos segundos, hasta que su amigo, palmeándole la espalda, le dijo algo en su idioma, como que se diera prisa, que les podían pillar.
El hombre dejó de sobarla las tetas y, cogiendo las piernas de la mujer, las levantó y se las colocó sobre el pecho, quitándola las deportivas y dejándola ahora sí completamente desnuda. Ahora el tipo tenía la entrada a la vagina de ella a tiro y, mirándola detenidamente y sin dejar de sonreír, la fue penetrando poco a poco con su erecto miembro hasta que se lo metió hasta el fondo, sin dejar de contemplar risueño en todo momento cómo la mujer contenía la respiración mientras la penetraba.
Aguantó unos segundos dentro, esperando que la mujer abriera los ojos y pudiera reírse de ella en su propia cara, pero, como los mantenía cerrados, comenzó a sacar lentamente el cipote del coño de ella, restregando todo el miembro por el conducto empapado de la mujer. Antes de sacarlo del todo, cuando solamente tenía la punta dentro, comenzó nuevamente a metérselo, así una y otra, vez, cada vez más rápido, mete-saca-mete-saca.
Contemplaban los dos cómo las tetas de la mujer se desplazaban adelante y atrás, adelante y atrás, al ritmo que las marcaban las embestidas del tipo.
El cuerpo traicionó a la mujer y, a pesar de la humillación a la que estaban sometiendo, se fue excitando sexualmente y el placer fue poco a poco inundándola por lo que, en contra de su voluntad, empezó a jadear y a gemir mientras se la follaban.
Esforzándose en no abrir los ojos, su rostro delataba el gozo que sentía, y, abriendo los labios ligeramente, los recorrió con su lengua, mordisqueándose los golosos labios, ante las risas burlonas y los comentarios soeces de los hombres al darse cuenta del placer que ella sentía.
Como tardaba en eyacular su compañero le volvió a apremiar y éste, más concentrado en la tarea de follársela, aumentó el ritmo y en poco menos de un minuto, se corrió también, gruñendo como si fuera un enorme oso gris.
Colocándose la ropa, la dejaron así, tumbada bocarriba sobre el tronco, completamente desnuda y follada.
El niño que había escuchado todo aunque sin verlo, se imaginaba lo que le había sucedido a su madre, que se la habían follado. Escuchó a los hombres como pasaban por un pasillo próximo a donde él estaba y se acurrucó en silencio contra una pared para que no le vieran ni le escucharan. Cuando les escuchó hablando cada vez más lejos se atrevió a acercarse al lugar de donde habían venido, del lugar donde se habían follado a su madre. Oyó llorar a su madre desconsolada y sabía de donde venían los lamentos, pero, por vergüenza, no se atrevió a acercarse sino que dejó la ropa de ella en el suelo por donde ella debía pasar y se alejó.
Todavía bocarriba sobre el tronco la mujer, completamente desnuda, se llevó sus manos al sexo al que acababan de mancillar y se lo cubrió, doblando las piernas sobre su regazo, se colocó en posición fetal y comenzó a llorar amargamente. ¡La habían violado!
Se acordó angustiada de su hijo al que había dejado fuera del laberinto. Tenía que encontrarlo, no fuera a pasarle algo también a él. Se incorporó tan rápido como podía y, al ver sus deportivas tiradas en el suelo se las calzó.
Saliendo de la plazuela donde la habían violado, vio un bulto de ropa en el suelo a pocos metros. Se agachó y ¡era su ropa! ¡su propia ropa!
¿Quién lo había dejado allí? ¿Los dos violadores para que se vistiera y no les delatara?
Pero no tenía tiempo para las preguntas, no fuera alguien más a violarla, así que se puso allí mismo las braguitas pero el sostén estaba roto por detrás, así que lo dejó caer al suelo. Su vestido también estaba roto pero no podía ir sin él, no podía ir solamente con sus braguitas, enseñando las tetas y el culo a todo el mundo.
Hurgando en su bolso, encontró su cartera. No la habían robado nada de dinero, solo su honra, su vergüenza, porque su virgo ya lo perdió hace muchos años y no precisamente con su marido. También encontró lo que inicialmente buscaba, unos imperdibles, y los utilizó para cerrar en lo posible el vestido, pero tenía que caminar con cuidado para que no se rompiera más y se abriera en mitad de la calle, rodeada de gente.
Temerosa de encontrar a los dos violadores o a la pareja que amenazó con violarla, camino con cuidado sin ver a nadie y encontró la salida, donde su hijo la esperaba y que, al verla, corrió a su encuentro, pero ella disminuyó su ímpetu, no fuera a romperla el maltrecho vestido. Aun así, se abrazaron y besaron, y, sin que ninguno comentara nada de la experiencia en el laberinto, salieron del parque y, tomando un taxi, llegaron a su casa sin más problemas.