Cómo perdí la virginidad 1

Escrito como un juego en el relato que estoy escribiendo con Annie95, se ha ido alargando tanto que sin perjuicio de utilizarlo puntualmente en aquella historia creo que es mejor que tenga su propia existencia.

CÓMO PERDÍ LA VIRGINIDAD

CAPÍTULO I

LOS ANTECEDENTES ANTES QUE LOS CONSECUENTES

Aquella noche me acerqué a la calle La Ballesta, en Madrid, cerca de La puerta del Sol, era la una de la madrugada y las calles estaban casi desiertas. El dictador Franco había muerto no mucho tiempo antes. Todo estaba revuelto, la transición estaba en sus inicios, había grupos de ultraderecha pegando palizas, terrorismo, mucho miedo en todas las miradas, nadie sabía si aquello volvería a terminar en guerra civil.

Había estado sentado en un banco de la Plaza Mayor durante horas. No me atrevía a levantarme porque un pie tras otro, un paso tras otro, me encaminaría a la calle maldita, al barrio chino, donde los matones permanecían en las puertas de los "puti-clubs" mirándote desde arriba, con unos hombros tan anchos como armarios. Tenía mucho dinero en la cartera...mucho para mi sueldo, claro. No quería que nadie lo sospechara y me diera un testarazo en la cabeza para robármelo.

Abandoné el colegio religioso a los dieciocho años, olvidando mi vocación religiosa de ser sacerdote católico. No soportaba el dogma, mi mente fue despertada en las clases de filosofía, podía soportar el voto de pobreza, pero era de todo punto imposible que pudiera cumplir el voto de castidad. Desde que descubriera la masturbación, a los doce años, más o menos, me pasaba los días masturbándome, hasta media docena de veces al día, a veces me salía sangre del "pito" de tanto masturbarme. Había dejado de confesar el pecado de lujuria al cura, los sábados, porque me avergonzaba contestar cuando él me preguntaba cuántas veces me había masturbado durante la semana. Yo hacía cuentas con los dedos, 6x6:36, el martes fueron menos, sí, pero el jueves fueron más. Total... Se me caía la cara de vergüenza, enrojecía, balbuceaba... Dejé de contarle mis masturbaciones al confesor, cuando él insistía mucho le decía aquello de... Padre, me he dejado llevar alguna vez por pensamientos impuros. Todo se arreglaba con unos padrenuestros y avemarías, que no era lo mismo que los rosarios y viacrucis que tenía que rezar cuando le decía que me había masturbado treinta y seis o cuarenta veces a la semana.

Creía estar en pecado mortal, creía que iría al infierno, pecados de lujuria, sacrilegio. Mi condenación estaba escrita. Pero abandoné porque no podía ver a una mujer sin desnudarla con la imaginación y hacer todo lo que una imaginación guarra, pecaminosa y pervertida era capaz de imaginar, y yo siempre fui un hombre muy imaginativo, mucho. No podía entrar en la lavandería del colegio y ver a las chicas jóvenes, incluso a las monjas, sin sufrir una erección. Tampoco podía ir a la cocina y ver a las chicas que fregaban allí los cacharros. No podía salir de paseo a la ciudad porque no era capaz de mirarme la punta de los zapatos o mirar la espalda del compañero que iba delante -íbamos todos en fila india- porque mis ojos pecadores se lanzaban ansiosos tras el culo de las chicas, de las señoras, incluso de las abuelas, tan malo y pervertido era, tan insaciable era.

Por las noches abría la puerta del armario, en el dormitorio de doscientos como yo, me introducía bajo las mantas, subía las rodillas para que no se percibiera el bamboleo y metía mi mano derecha bajo los calzoncillos o slips. Mi mano se movía rápidamente, porque estaba excitado, y fantaseaba con las chicas que había visto durante el día. No sabía el nombre de ninguna, pero yo les ponía nombres a todas y recordaba sus tetas, sus culos, sus piernas o el atisbo de piernas que dejaban ver unas largas faldas. También podía ocurrir que al pasear por el pinar nos encontráramos a alguna pareja tumbada en la hierba, haciendo guarradas sin nombre. Aquella braguita blanca que viera al pasar un domingo, por un pinar escondido, y que pertenecía a una chica muy joven, que estaba tumbada en la hierba con un chico joven a su lado que magreaba sus pechos, aquellas braguitas blancas que pude ver al pasar, porque el chico había subido sus faldas y podían verse sus muslos juveniles, sensuales, blancos como la leche... aquellas braguitas blancas fueron la causa de mis pecados de lujuria durante muchas, muchas noches.

En aquellos tiempos yo ignoraba que mis testículos fueran más grandes de lo habitual y mi pito tal vez no muy grande, por lo menos comparado con aquellos huevos de avestruz. Tampoco había visto los pitos de los otros chicos en las duchas, porque no miraba, por miedo a pecar, por miedo a que me gustaran los chicos -un problema que nunca tuve porque siempre me gustaron demasiado las chicas- pero sí puedo decir que en un descuido, en una mirada incontrolada, sí pude ver algún pito de mis compañeros y descubrí que algunos eran como el mío, otros más pequeños y había alguno grande, incluso alguno descomunal -en aquellos tiempos ni sabía que existían las películas porno y los miembros descomunales- y que en realidad aquel trozo de carne era tan diferente en unos y otros como nuestros cuerpos. Los había largos y cortos, gruesos y estrechos, huevecillos y huevos. Me temo que los míos eran huevos de avestruz. Entonces no se me ocurrió que pudiera deberse a que mis testículos estaban todo el día generando espermatozoides, quiero decir que no se me ocurrió que tanta lujuria y tanta masturbación se debiera a una causa natural, unos testículos grandes. Yo pensaba, cuando no tenía miedo de ir al infierno, que me masturmaba mucho porque me gustaba muchísimo aquel gustillo que me sentía, aquel placer que tenía que ser lo más placentero de la vida, porque no se me ocurría otro placer mayor. Incluso la primera vez que lo hice, cuando me quedé solo en el dormitorio común por una gripe con fiebre, llegué a desmayarme. En realidad creí que me moría. Si esto es la muerte, pensé, no me importaría morirme todos los días. Y eso hice, morirme todos los días unas cuantas veces. Cuando me daba miedo el infierno pensaba que yo era un pecador, un lujurioso, y por eso me masturbaba tanto, mucho más que mis compañeros, a juzgar por lo que les oía. Puede que todo tenga una explicación muy sencilla: la naturaleza me dotó de un almacén de espermatozoides verdaderamente descomunal. Por suerte, creo, me dio una espada pequeña, una espadita, no una Nothung de Sigfrido, aunque tal vez exagere, porque puesta al lado de los huevos de avestruz cualquier cosa desmerece.

Cuando leí en Freud las fases sexuales en el bebé, el sexo oral, el anal, etc, casi me caigo de espaldas. Nada más alejado de la educación que recibiera de niño. Los bebés no pueden tener deseos sexuales, eso es imposible, es pecaminoso. La fijación por la teta materna es uno de esos inventos freudianos de un reprimido de la época victoriana, no puede ser otra cosa. Entonces recordé lo que sentí en aquella ocasión, iba caminando por el pasillo de la iglesia del pueblo. A mi lado una chica de mi edad, la hija del zapatero, delgadita, nada especial. Vestía de novia, yo con un trajecito de hombre adulto, corbata, zapatos de charol, un crucifijo sobre el pecho. La chica me tomaba de la mano, sentí su piel húmeda de sudor. Sin saber qué me estaba pasando noté algo abajo, algo molesto. La idea de que no estábamos celebrando la primera comunión sino nuestra boda me estremeció. De pronto me sentí mal, raro, y aquella sensación allí abajo se iba haciendo cada vez más molesta.

Recordé algunos episodios extraños de mi infancia. ¿Podía tener razón aquel reprimido victoriano de Freud? Es posible. La sexualidad es una pulsión de nuestra naturaleza y los bebés no son de otra naturaleza distinta a los adultos, también son humanos. Con el tiempo llegué a asociar aquella primera sensación con el inicio de mi despertar sexual. Pero no fue hasta aquella tarde solitaria, delirando por la fiebre de la gripe, mirando aquella especie de pato que alguien había dibujado en el cristal empañado de la ventana que tenía frente a mí, encogido bajo las mantas, aquel enero o febrero, a mis once o doce años, cuando la sexualidad se me arrojó a la cara como un puñetazo inesperado. Otra vez aquella rara sensación allí abajo. Metí la mano bajo las mantas, bajo el pijama, bajo el slip, y noté una hinchazón en aquellas pelotas que solían molestarme mucho. No sabía si los demás las tenían igual de grandes, pero a mí me sobraba la mitad. Era molesto. Me las toqué y de pronto noté algo muy extraño, el pito, aquel trocito de carne que solo servía para mear, se estaba estirando, nunca me había ocurrido antes, o por lo menos no me apercibí. Lo toqué con cuidado, como si fuera una serpiente que me fuera a morder. La sensación era placentera.

Era mi segundo día solitario en el dormitorio común. Solo me traían el desayuno, la comida y la cena y una monja vieja, malencarada, me ponía una inyección en el pompis. Lo hacía con repugnancia, como si le molestara vérmelo. Me hacía mucho daño, me clavaba la aguja casi con saña y me inyectaba el antibiótico con prisas, como si yo tuviera la culpa de algo. Pero aquel día había sido una monja joven la que me puso la inyección, era mucho más agradable, hasta bromeó. No sé por qué pero a mi me gustaba mucho, su rostro agraciado, su figura esbelta, y sobre todo aquellos pechos que abultaban bajo su hábito. De una temporada a esta parte enrojecía fácilmente cuando veía a las chicas de la cocina, de la lavandería, cuando las veía tender nuestra ropa en los tendederos del patio. Incluso me pasaba con las monjas viejas. Los pechos me ponían enfermo, no sabía muy bien por qué. Era una pulsión extraña, como si deseara otra vez regresar a la fase de amamantamiento. Había escuchado a mi madre bromear con que me habían criado con pelargón, aquella debía de ser una leche muy extraña, y que había dejado de darme el pecho porque mordía.

El día era muy aburrido, no tenía nada que leer y tampoco me hubiera centrado porque la fiebre me agotaba. Cambiaba de postura cada poco, miraba a un lado y a otro, fantaseaba sobre esto y aquello. Y de pronto había descubierto que el pito hacía cosas raras. Exploré. La piel se echaba para atrás y un trocito de carne muy delicado se estaba hinchando, pasé la yema de los dedos por él. ¡Qué sensación más agradable! Pero luego se volvía desagradable, dolorosa, era algo a manejar con un cuidado exquisito. Sin saber por qué comencé a jugar retrayendo la piel y luego dejándola regresar a su sitio. Era una sensación muy agradable. Exhalé un suspirito y me puse colorado. Debía de estar haciendo algo muy malo, tal vez pecaminoso. Estaba muy aburrido y acababa de descubrir un placer nuevo. El pito se estiraba cada vez más y se hinchaba mucho. Me asusté. Tal vez fuera a explotar. Cuanta más velocidad imprimía al movimiento de la mano sobre aquel trozo de carne más placer. ¡Uff! Era algo tan agradable que me centré en ello, olvidado de todo, de que tal vez la monja joven regresara para ponerme otra vez el termómetro. Y el placer fue creciendo y creciendo. Me faltaba la respiración, el vello de todo mi cuerpo se estaba erizando, tenía el rostro frío, tal vez consecuencia de la fiebre. Lo achaqué todo a la fiebre. No sé el tiempo que estuve así, descubrí los mil matices del placer, cuando se me cansaba la mano paraba y con la yema del dedo, mojada, con suma delicadeza acariciaba aquel trozo de carne tan especial y el agujerito por donde salía el pis. Pero ahora estaba saliendo algo muy extraño, como pegajoso. Lo noté en la yema del dedo que saqué bajo la manta y examiné con cuidado. Pensé que podía ser sangre, pero no, era como lechoso, muy pegajoso y olía raro, como a pescado. Me destapé y observé mi pito tan estirado que pensé se podía romper. Y había engordado mucho. Una pulsión irresistible me llevó a buscar más leche en aquel diminuto agujerito. Brotaba a gotitas y cada vez que salía una se me cortaba la respiración de placer. Era fantástico, un nuevo entretenimiento que me permitiría pasar aquellos días solitarios y aburridos sintiendo algo maravilloso. Me pregunté si a todo el mundo le pasaría lo mismo o era yo que había descubierto América. No podía trabajar mucho con la yema del dedo, me dolía, pero entonces descubrí que alternando el movimiento de la mano, que retraía la piel del pito y aquel manoseo delicado de la punta, el placer su multiplicaba, subía, decrecía, volvía a subir. Y sin poder evitarlo busqué el máximo de placer y la mano se volvió loca. ¡Uff! me estaba ocurriendo algo misterioso, me sentí como si me fuera a morir, fuera del cuerpo y el terror que se apoderó de mi fue anulado por aquel inmenso placer que tiempo más tarde descubrí que llamaban orgasmo. El pito se puso a temblar, a estremecerse, a sacudirse como loco y el líquido lechoso brotó con fuerza, como si un muelle le impulsara, me mojó los calzoncillos y el pito seguía boqueando, como si fuera a morirse... Pero el que se murió fui yo... Perdí el conocimiento.

Continuará