Cómo pasé a ser un cabrón con suerte

Antes era el tío más corriente y moliente que pudierais imaginar. No destacaba por nada, hasta que algo pasó. Ahora, incluso mi jefe sabe quién soy. Una noche, hasta me hizo un regalito...

La verdad es que soy un tipo bastante anodino. Mi pelo es castaño, mi piel es cetrina, mis rasgos no son nada del otro mundo: mi nariz es un poco gordita, mis labios son de un tamaño normal, mis ojos son del marrón más común e incluso la poca barba que tengo es de lo más corriente. Mi cuerpo es un reflejo de mi vida sedentaria y de mi escaso tiempo para comer, pues soy delgado pero sin músculo.

Mi vida es una mierda. O lo era hasta que conocí a una misteriosa mujer en una noche de verano… pero eso vendrá luego. No nos desviemos.

Jamás destaqué. Esa es la pura realidad. Siempre fui uno más del montón. Perdí la virginidad con una chica de la universidad sólo porque fui tras ella, cogiendo valor porque estaba borracha. No os creáis que me aproveché de ella, porque no. Se había tirado a casi todos los tíos de mi clase y se rumoreaba que también a algunas tías. Y tampoco estaba tan borracha. Lo gracioso es que ni si quiera destaqué en eso. A diferencia de otros, mi primera vez tuvo una duración normal. Ni fui un portento ni le di la noche de su vida. Normal.

Normal, normal, normal.

¿Y sabéis qué es lo más curioso de todo? Que por una puta vez en la vida que consigo ser el mejor en algo, nadie supo que fui yo. Acabé la carrera a los veintidós y entré a trabajar en la empresa en la que había hecho las prácticas. El primer proyecto en el que me dejaron trabajar solo no se me ofreció hasta cinco años después. Hice una aplicación y triunfé con ella. Fue la mayor portadora de beneficios de la empresa durante dos jodidos años. Y mi superior, José Durán, se llevó todos los méritos, un ascenso y unas palmaditas en la espalda del jefe de toda la jodida compañía.

Eso fue hasta que conocí a la misteriosa mujer aquella calurosa noche de finales de Agosto. A mis treinta y tres años, había estado con cinco mujeres. La primera ya os la he contado. El resto eran mujeres como yo, bastante normalitas. Sin embargo, todas me dejaron por «chicos malos» que eran mucho más «interesantes» que yo. Hay que joderse.

Andaba pensando en Ana, mi última novia, que me había puesto los cuernos con un compañero suyo del gimnasio y encima había tenido la poca vergüenza de decirme que era por mi culpa. Mi culpa por no tratarla como se merecía, mi culpa por no sorprenderla nunca, por ser poco romántico, por no dar emoción a su vida… La eché de mi piso y tuvo la cara de parecer indignada. ¿Quería que siguiera poniendo la cama para los dos? Soy un tipo anodino, sí. Pero no gilipollas.

El caso es que, mientras pensaba en todo aquello, vi a una mujer llorando en la acera. La gente que pasaba por su lado la ignoraba, probablemente porque no vestía precisamente bien. Se notaba que era una vagabunda. Pero a mí me pareció extraño que llorase, pues ni si quiera estaba pidiendo dinero. Me preocupé y, acuclillándome a una distancia prudencial de aquella mujer, le pregunté qué le pasaba.

―Yo pedía para un mafioso y el otro día quiso… quiso… ―prorrumpió a llorar nuevamente. ―Y ahora estoy en la calle de verdad y tengo mucha hambre ―contestó entre sollozos.

La muchacha me dio verdadera lástima. Aquí andaba yo, quejándome de mi vida, cuando tenía un trabajo, un piso, dinero y desde luego no estaba solo.

Así que me la llevé a un Subway que había cerca y comí con ella. Tampoco tenía nada mejor que hacer. La muchacha se arregló en el cuarto de baño y, cuando salió, yo la esperaba con el menú y sentado en la mesa. No me había preparado para lo que vi. Con la cara limpia, parecía jovencísima. Dudé que fuera mayor de edad.

Ella no contó mucho y acabó sacándome más de lo que yo aprendí de ella.

Cuando salimos del restaurante, la calle estaba prácticamente desierta. La chica me empujó con una fuerza que sus menudos brazos no deberían de haber tenido y anunció, con una voz tan fantasmal que dudé seriamente de que fuera ella la que hablaba:

―Eres el único que me ha procurado bien y, por tanto, ahora bien yo te procuro. A partir de ahora, los que te hicieron algún mal recibirán su merecido y tu vida estará marcada por el éxito. Sea ―con una mano, me golpeó en la frente.

Me da vergüenza admitir que me quedé inconsciente. Y lo estuve hasta que un taxi paró a mi lado. Resultó que el tipo de dentro era mi jefe. Y no precisamente el directo. Richard Cooper, el jefazo máximo, me había recogido de la calle gracias a que una mujer me había dejado inconsciente. Una cosa llevó a la otra y al final, acabamos hablando de negocios. Y ¿por qué no? Algo dentro de mí me impulsó a decirle lo que había pasado con mi aplicación. No como queja, sino como sugerencia. Le expliqué que se había dejado morir con el tiempo, en vez de sacarle jugo, actualizarla y demás.

Al día siguiente José Durán estaba despedido y yo ocupaba su puesto. Al mes había lanzado una aplicación nueva para deportistas que estaba causando furor. A los tres meses me mudaba a un piso en el mismo centro de Madrid cuya cocina era más grande que mi anterior salón. Ana, entre lloriqueos, me suplicaba volver.

Ahora tenía un bombón de secretaria que además se ocupaba de mi aspecto físico. Me había cambiado el corte de pelo, la ropa, la dieta y me obligaba a pasar dos horas diarias en el gimnasio. «La imagen lo es todo» decía.

Al poco tiempo, lancé una aplicación gratuita con una versión amplificada de pago. Los nutricionistas que me habían aconsejado habían aportado sugerencias con tan sólo la publicidad de su nombre como pago y diferentes marcas de deporte y alimentación pagaban a nuestra compañía a cambio de anunciarlas en la app . Todo fue cuestión de suerte.

El señor Cooper me dijo que me haría un regalo por los jugosos beneficios que había sacado la compañía gracias a mí. Una limusina me esperaba a las nueve al salir del trabajo.

Me monté.

Una rubia de pechos enormes y rostro enmascarado estaba sentada frente a mí, en el otro extremo de la limusina.

Se acercó a mí gateando por el suelo hasta que llegó a mi bragueta. Aunque estaba comenzando a ponerme como una moto, la paré.

Jamás me había acostado con una prostituta.

―No tienes por qué hacer esto ―dije.

―Me han pagado para hacer lo que tú quieras toda la noche. Si lo que quieres es que me vaya, lo haré. Pero… ―sonrió, perversa. ―No quiero que me dejes sola esta noche ―ronroneó.

―¿Eres puta? ―pregunté, brusco.

―No. Soy stripper. Aunque alguna vez me he acostado con alguien por dinero, si la oferta era buena.

Apreté el botón que me ponía en contacto con el chofer y le dije que me llevara a mi casa. Y me llevaría a esa bomboncito rubio.

Reclinándome en el asiento, abrí mis piernas para que pudiera arrodillarse cómodamente entre ellas, cosa que hizo. La rubia tenía unos voluptuosos labios pintados en un rosa fuerte que brillaba con fuerza. Ver esos labios me puso a tono. Las manos que culebreaban bajo mi bragueta consiguieron una erección de campeonato. Los finos dedos agarraron la protuberancia y comenzaron a moverse despacio, arriba y abajo. La sangre comenzó a bombear por mi cuerpo. Hacía meses que no follaba.

Agarré a la mujer por la nuca y metí mi polla entre esos labios rosas. Enredé mis dedos en su cabellera y marqué el ritmo que más me gustaba.

Mis pelotas se tensaron cuando me iba a correr. Me vacié en su boca, reteniéndola cuando ella trató de que me corriera fuera. Me miró con esos ojos oscuros, sorprendida, pero aceptó mi semen en su garganta sin una sola protesta.

Palmeé el espacio que había a mi lado en el asiento y ella se sentó donde le había ordenado. Admiré su figura. Estaba un poco rellenita, pero eso hacía que tuviera un culo y unas tetas impresionantes. Su carita era muy agraciada también, parecía casi una Barbie con ese pelo largo y rubio.

La examiné más a fondo cuando llegamos a mi casa.

Ella puso una canción de Avicii desde su móvil, conectándolo a los altavoces de mi habitación. Lo primero que cayó fue el escaso top de lentejuelas. Me sorprendí al ver los pompones brillantes que ocultaban sus pezones. La rubia contoneó las caderas hasta sentarse en mi regazo sobre la cama y se frotó contra mí a ritmo de la música. Lamió mis labios y escapó cuando quise besarla. La dejé. Ya me vengaría más tarde.

Se giró, dejando su culo al alcance de mi mano, y lentamente comenzó a bajar la faldita por sus sexys y fuertes piernas. Las nalgas eran redondas y muy blanquitas, cremosas. Tuve el irresistible impulso de morderlas. Y lo hice.

―¡Ay! ―exclamó ella, sorprendida.

―Sigue ―ordené, como si no hubiera pasado nada.

En tacones, con las medias puestas, los cubre pezones y la máscara, esa mujer era un jodido sueño húmedo. Como dije, siempre había sido un tipo normal. Incluso con el sexo. Pero eso no quería decir que no hubiese tenido fantasías.

Y en ese preciso instante decidí que el dinero y una posición laboral envidiable no eran suficientes. Iba a cumplir todas y cada una de mis fantasías sexuales. ¿Y qué mejor que ella, que iba a estar aquí toda la noche, para empezar? Dudaba que la stripper saliera corriendo asustada si le pedía algo poco corriente.

Antes de que ella pudiese hacer nada, me levanté y la empujé para que cayera sobre la cama.

La máscara cayó de su rostro y ella fue a colocársela de nuevo. No se lo permití. Oh, era más guapa de lo que me había imaginado.

Me coloqué sobre ella y forcé un beso que ella acabó respondiendo. Con la mano que no sujetaba su cabeza contra la mía, quité de un tirón uno de los artilugios brillantes que ocultaban aquellos pezones. Su jadeo de dolor se ahogó en mi boca, que se separó de la suya para cubrir un rojo brote.

Amasé el otro pecho antes de tirar de nuevo del llamativo objeto y puse mi boca ahí después, para calmar el dolor.

Me recreé en sus tetas. Mordí, amasé, estrujé, pellizqué y saboreé hasta que me cansé de aquél increíble par de pechos tan blancos que contrastaban fuertemente con el furioso rojo de sus pezones. Ni si quiera me importó que pudiera hacerla daño y hasta que no me cansé de ellos no lo pensé. Un poco preocupado, miré a la mujer sobre la que me encontraba.

Tenía lágrimas en los ojos, los labios hinchados y colorados y un rubor se extendía por sus mejillas. Iba a pedir disculpas cuando escuché:

―No pares.

Ella había estado gimiendo de placer, no de dolor.

La sola idea me puso más duro que el acero.

Jamás había hecho algo así. Mi penúltima novia no me dejaba ni comerle el coño, por decir algo. Era increíblemente modosita. Ana era con la que más había experimentado y no era mucho.

Sonriendo malévolamente, agarré sus medias y las rompí. No es que me hubiera convertido en un cachitas. Llevaba poco haciendo deporte y estaba fibrado, pero no era nada del otro mundo. Tampoco es que haga falta mucha fuerza para romper unas medias.

Tan sólo llevaba un fino tanga negro debajo. Lo aparté a un lado y hundí mi boca en aquella jugosa raja. Lamí de abajo arriba, de arriba abajo, despacio, sujetando fuertemente las caderas que tanto se sacudían. Mi nariz chocó con el clítoris y me dio por succionarlo, arrancando un áspero grito de la mujer. Comencé a aumentar el ritmo, a mover la lengua con rapidez y, en un momento dado, me aparté, alucinado.

Aquella mujer acababa de soltar líquido como si de una fuente se tratase.

Había tenido la ligera duda de si ella fingía, pero no se podía fingir eso. La miré, alucinado, y vi que ella estaba roja como una granada.

―Lo siento ―se disculpó.

―Desnúdate y quita las sábanas ―ordené.

La actitud de ella había cambiado, ahora estaba cohibida y parecía una adolescente a la que acabaran de regañar.

Se quitó las medias rotas y el tanga después de deshacerse de los zapatos de tacón. Sin la altura añadida, parecía cada vez más joven.

Le indiqué dónde estaba la lavadora y ella caminó, cargada con el montón de sábanas, hasta donde le dije. Se inclinó para meter la ropa de cama en la máquina y aproveché para penetrarla, sin aviso. Me había puesto el condón antes de ir tras ella, no quería problemas luego. Aunque bien habría valido el riesgo. No sé quién fue el que gimió, si ella o yo o ambos. Aquella mujer estaba apretada, aunque no supe si por falta de sexo o por la sorpresa.

―Joder, cariño, qué estrecha eres ―alabé.

Ella no contestó. Comencé a follarla con ganas, penetrándola rápidamente y hasta el fondo, con estocadas fuertes que hacían sonar la carne de ambos. Se escuchaban también los jugos de ella, que al cabo de unos minutos empezó a temblar. Las piernas no la sostenían.

Agarré sus caderas y soporté parte del peso, pues sus pies ya no tocaban el suelo. La otra parte de su cuerpo estaba sobre la encimera de la cocina que cubría la lavadora. Así, me coloqué en un ángulo en el que la penetraba aún más dentro, notando cómo ella me ceñía hasta la base. Cada vez que empujaba mi pene en su interior, ella gritaba. Noté cuándo mis piernas se mojaron y supe que ella se había corrido. Yo no duré mucho más. Vaciándome en el preservativo, la dejé caer poco a poco en el suelo.

―La fregona está en ese armario ―señalé con un dedo a cuál me refería. ―Quiero que friegues esto ya.

Ella, aún temblando, obedeció.

Vi cómo llenaba el cubo y buscaba los productos de limpieza sin que yo moviese un dedo para ayudarla. Desnuda como estaba, comenzó a fregar. Los pechos se movían cada vez que pasaba la fregona de un lado a otro. La visión era ciertamente erótica.

―Ven ―dije, cuando acabó y se disponía a vaciar el cubo en el baño.

Ya lo haría yo luego.

Cuando llegó hasta mí, miré esos labios sin rastro de maquillaje y, haciéndola esperar, bajé mi rostro hasta morderlos. El gemido de dolor me excitó y, para recompensar que ella no se hubiese apartado, al igual que hice con los pezones, calmé la piel lastimada con mi lengua. Luego los besé.

―Lávate la cara y ven a mi cuarto después.

Ella pareció sorprendida cuando vio que yo había hecho la cama. Con un movimiento de mi mano, hice que ella se acercase. Le acaricié el pelo con un gesto perezoso.

―Has sido una niña mala ―pronuncié, con la voz ronca por el deseo.

Ella abrió sus enormes ojos oscuros llenos de sorpresa. No tenía ni idea de lo joven que parecía sin maquillaje, completamente desnuda y con aquella expresión.

―Me han dicho tus profesores que no te has portado nada bien en clase… Y, como tu tutor, voy a tener que castigarte.

Ella se estaba ruborizando otra vez.

―Inclínate sobre la cama, pon tus manos a los pies. El culo en pompa.

Cuando ella lo hizo, no se esperaba el primer azote. La marca roja de mi mano se dibujó deliciosamente sobre aquella cremosa piel blanca. El siguiente la pilló menos de sorpresa, pero no por eso se movió menos al recibirlo. Al quinto, ella pedía disculpas jadeando. Al décimo, su culo estaba exquisitamente rojo. El vigésimo azote a mano abierta logró sacar a la chica un sollozo.

Tembló cuando mi mano se posó nuevamente en su trasero, aunque lo hubiese hecho con una delicadeza increíble. Comencé a acariciar aquella piel despacio y con cariño.

―¿Vas a portarte bien? ―quise saber.

Ella asintió enfáticamente con la cabeza, lo que me hizo sonreír.

Deposité un suave beso en la nalga izquierda y un breve y suave azote que le arrancó un nuevo jadeo. Mi mano se enroscó en su cintura y la levanté. Limpié su rostro de lágrimas y la besé.

―¿Estás arrepentida?

―Sí ―contestó ella.

―¿Mojada? ―murmuré.

La rubia asintió con la cabeza.

Yo también estaba muy excitado. Jamás había estado tan duro. Siempre había fantaseado con esto, con una mujer así, con una azotaina, con una esclava para mi placer, con una mujer que se dedicara a mí… Pero, cierto, ¿quién no ha soñado con eso alguna vez?

Con el cordón de una de las batas que guardaba en el cuarto de baño, até las muñecas de ella a su espalda, asegurándome que estaban bien sujetas.

Me tumbé en la cama y me relajé, poniendo ambas manos tras mi cabeza y mirando a la preciosa stripper desnuda y vulnerable que se hallaba en mi dormitorio.

―Móntame.

Ella avanzó como pudo, con cuidado de no caerse cuando se subió a la cama. Cuando se colocó sobre mí, noté los jugos que resbalaban sobre mi erección cuando ella se colocó sobre ésta. Comenzó a moverse en un lento vaivén, lubricándome y, por qué no decirlo, torturándome. Alargué una mano y azoté con fuerza la nalga derecha, haciéndole saber al cabo de un rato que alargar mi tormento no acabaría bien para ella.

Sujeté su cintura y coloqué mi polla en el lugar adecuado para que ella se deslizara hacia abajo y la ciñera toda. Pero antes ordené que me colocara el condón con la boca.

―Con las manos no puedes, ¿no? ―sonreí.

Gruñí cuando me sentí envuelto por ella y, como si de un caballo se tratase, palmeé aquel delicioso culito cada vez que quería que fuese más rápido. Me recreé en sus tetas, que se bamboleaban de un lado a otro conforme se agitaba sobre mí. Pellizqué y toqué a mi antojo, notando cómo cada vez más se resbalaba su excitación, hasta el punto en que noté las pelotas empapadas.

Y eso que aún no se había corrido.

Cuando ya no pude más, clavé mis dedos en la tierna y sensible carne femenina, agarrándola, e invertí las posiciones para poder penetrarla a mi gusto. Me clavé en ella con fuerza y ganas durante no sé cuánto tiempo.

Me quedé dormido sobre ella, impidiéndola moverse. Aunque esto no lo hice adrede.

Eran las cuatro de la mañana cuando caí presa de Morfeo. Si hubiera sabido lo que me esperaba al día siguiente, habría tratado de dormir más.

CONTINUARÁ...