Como mi profesora pasó a ser mi maestra

Un relato femdom sobre mi relación con mi profesora

Hola a todos. Solo un mensaje breve del escritor. Este es mi primer relato, así que agradecería mucho si me podeís dar alguna sugerencia o alguna cosa con respecto al relato. Muchas gracias y espero que lo disfruten.


Un día más por la más por la tarde, encerrado entre esas cuatro paredes, angustiado por ello. Un día más de castigo, ¿cuantos van ya? Dejé de contarlos después de la docena. Siempre los mismos motivos: falta de atención, no traer la tarea realizada, pelearse con alguien en el descanso, … Parece una constante que siempre que infrinja las normas deba entrar aquí.

Por lo general es asequible. Algún profesor que pasá tanto de mí como de su trabajo que me deja situarme en la parte de atrás con el móvil mientras no le molesté. Un coñazo de tiempo perdido, pero al menos no es trabajo. No, la tortura es cuando es ella la encargada. Cuando es Almudena la encargada. Aquí es cuando mi infierno personal empieza.

Aquella mujer, de cuerpo hermoso a pesar de doblarme la edad, siempre fue la crisis de mi estabilidad mental. Ya de primeras siempre el mismo castigo. “No me comportaré como un mal chico nunca más”. Siempre atacándome en mi orgullo. Tratándome como si fuera un niño pequeño. Siempre enervando mis pensamientos. Pero aquello solo era el principio de la tortura.

Me exigía además que estuviera cerca de ella, en primera fila, y moviera un pupitre hasta que estuviera al lado suya. Nunca me daba una razón clara, ni siquiera me dijo nunca nada. Solo me daba la orden y yo obedecía. Aunque intuía porque era. Intuía que era para tenerme bajo su control constante. Intuía que era para poder observar que hacía. Intuía cosas que hoy día entiendo que no eran así.

Al principio si me irritó toda aquella situación ¿Quién era ella para decirme que hacer? No me malentendáis. No es que creyera que una mujer no me podía mandar… bueno, sí. Eso era mismamente lo que pensaba. Se que me estaréis juzgando ahora con la mirada, pero para mí, una mujer debía estar en su casa, siendo la señora de esta mientras el marido trabajaba. Era lo que había visto siempre y era lo que entendía que debían ser las cosas. Ahora, imaginad como me sentía yo cada vez que aquella señora me trataba con esa prepotencia. Era normal mi indignación.

Durante las primeras veces, me negaba prácticamente en redondo a obedecer, lo que implicaban en más horas de detención, llamadas a casa de mis padres o más tareas que obviamente no iba a cumplir. Un forcejeo que me negaba a perder. Ninguna mujer iba a pasar por encima mío… hasta que la decisión dejo de ser mía. Tras muchas amenazas en casa, tuve que acabar cediendo. Cediendo mi estatus para obedecer las palabras de aquella mujer.

Así qué, situé el maldito pupitre donde ella deseaba, con mi figura al lado suya, mirando a la pared, sin saber que era lo que ella podía estar haciendo. Era como estar con una cámara de seguridad siempre mirando tus acciones, tus movimientos. Poco tardó en darme otra nueva orden: siempre debía estar mirando mis folios ¿Parece una chorrada, verdad? Ahora, imaginaros en mi situación. Me encontraba durante todo el tiempo mirando unos folios mientras trabajaba, con aquella sensación de que alguien te observa sin poder mirar a los lados. Como un animal al que su depredador natural lo está acechando con celo.

Pero mi tortura particular no la he explicado, y para ello, necesito informaros de un detalle más. La mesa de los profesores no distaba de la del resto del alumnado. Sí, era más grande, aproximadamente el doble, pero no tenía ninguna clase de tabla en las patas para cubrir el interior. Es decir, las piernas de la persona siempre eran visibles. Y ahí estaba el mayor problema de todos. Mi rango de visión era escaso: folios, mesa y una parte del suelo… y en esa parte del suelo siempre, siempre, se encontraban las piernas de Almudena. Siempre, como una constante en la situación. Algo que parecía parte de todo aquello.

¿Exagero en que son una tortura? Oh, compañero, dejame explicarte quien era Almudena entonces. Decir que era la mujer más hermosa que había visto era presuntuoso. No era una actriz o una modelo, ni siquiera era la profesora más hermosa del instituto. Sin embargo, sí era de esas mujeres que tenía un atractivo natural. A pesar de que los años le pasan factura a todo el mundo, para ella solo había hecho que mejorará como el vino. Su rostro, el cual se había endurecido por el tiempo, ahora mostraba un aire más señorial, que aún sus escasas arrugas no conseguían ensuciar. También tenía un buen cuerpo, de curvas elegantes, aunque no destacará por ello. Seguramente, heredado de una juventud donde el exceso no fue un mantra. Pero, donde para mí destacaba, era en sus piernas. No eran piernas trabajadas, ni palillos chinos. Tampoco piernas gruesas. Era, simplemente, elegantes columnas de curvatura perfecta, terminados en dos figuras de mármol esculpido.

La vestimenta no ayudaba. Aquellos trajes, de corte casi ejecutivo, que dejaban poco camino a una autoridad omnipresente. No confundáis. No hablo del típico traje chaqueta-pantalón. Hablo de aquellas ropas que sabían sacar siempre el aspecto femenino de una mujer sin restarle sus dotes de presencia. Aquellos conjuntos de blusas, faldas, medias o pantys, chaquetas, etcétera. Conjuntos que podían ser discretos entre la multitud pero que en la intimidad podía llegar a mostrar una sensualidad oculta. Y aquel era el problema. Aquella era mi tortura. Estar en mi pupitre durante largas horas, con aquellas piernas a la vista, sin poder alejar mi visión de ellas, envueltas en su traje de nylon negro, beige o crema, acabados en sus zapatos de tacón.

¿Que más deciros para poder entender aquellas situaciones? Al principio la situación era tratable, pero el tiempo y la rutina se apoderaron de mí. La constante visión de aquellas piernas, de sus pies jugueteando mientras sentía su mirada clavada en mí; amenaza constante de ser pillado incumpliendo mi tarea. Poco tardo en ser un juego lascivo para mí, donde la simple visión de sus pies fue un pasatiempo donde mi polla crecía bajo mis vaqueros, apretándose contra la tela mientras respiraba profundamente para calmarme. Mis manos temblaban en aquellas situaciones, soñando casi con la idea de poder descargar allí mismo, pero sabiendo lo prohibido de aquello.

La tortura se convirtió en mi forma de juego constante. Casi programado. Día que me encontraba encerrado en aquella pequeña aula con Almudena, día que sabía que al llegar a casa me haría una paja pensando en sus piernas. Lo reconozco, no es lo más sensual que mucha gente puede imaginar. Yo mismo era de aquella opinión, donde una mujer de buenas tetas y culo de rodillas comiéndote la polla era la mejor sensación imaginable. Pero esto era tan real… no era una merá fantasía. Sus piernas se encontraban allí, con aquel cuidado esmerado que hacía que se vieran tan perfectas.

Así era como me encontraba ahora, mirando sus hermosas piernas mientras seguía escribiendo su castigo de “ No me comportaré como un mal chico nunca más” por enésima vez. Un día más donde mi polla estaba a punto de reventar mi pantalón con solo la presencia de aquellas hermosas figuras, alrededor de aquellas medias de color beige, con sus zapatos de tacón jugueteando contra el suelo, golpeándolo con un ritmo constante e hipnótico.

– ¿Cuánto llevas escrito? – preguntó, paralizándome durante un instante. Levanté la mirada, y cruce sus ojos con los míos. Podía ver un pequeño destello en ellos, mientras una sonrisa se dibujaba en sus labios. – Ni medía hoja, ¿no? – miré al folio y ni siquiera habían sido unas cuatro líneas enteras. – Te he hecho una pregunta. –

– Eh… sí… – tartamudeé, sin tener claro que decir. Normalmente no me pasaba aquello, solía tener una salida socarrona, pero en este caso, solo pude decir un meró sí culpatorio.

– Sí ¿qué? – su sonrisa se desdibujó, y pude sentir pánico ante su severa mirada.

– Sí.., no he escrito más de media hoja…, profe… – sonreí nerviosamente, tratando de mirar a sus ojos, pero con una fuerza invisible obligándome a desviarlos.

– ¿Qué debería hacer contigo, chico? – un escalofrío me recorrió el cuerpo al oír aquello, haciéndome bajar la cabeza, mirándole directamente a sus piernas, ahora cruzadas. – Llevamos aquí una hora y no has hecho casi nada de tu castigo… – parecía que iba a acelerarse, como si fuera a decir algo más, pero al final se calló, dejando en el aire un chasquido de malestar. – ¿Sabes? Será mejor que te marches a casa ahora. Tengo cosas que hacer y no tengo tiempo para esto ahora mismo. –

– ¿Qué…? No, no. profe, seguiré haciendo el castigo. – mentí con la mirada, asustado por el hecho de que se me notará la erección que tenía entre las piernas. Si la veía, seguramente perdería el regalo de ver sus piernas desde aquella posición una vez más, y aquello no lo podía consentir.

– No te he preguntado si quieres seguir haciendo el castigo, chico. – su voz se notaba irritada por aquello, dando muestras de un enfado casi inminente. – Te he ordenado que te marches a tu casa – cuando dijo aquella palabra, ordenado, hizo un pequeño incapié, recalcando lo que acababa de hacer.

– Pe… pero,… – quería replicar pero trastabilleé con las palabras.

– He dicho que te marches, así que deja de replicarme. Si tienes la polla dura ahora mismo me importa menos que nada. Así qué, levantate. Recogé tus cosas. Ve a la puerta. Sal por ella. Y vete a tu casa. Y si lo tienes que hacer con la polla tiesa, es tu problema. – Sus palabras resonaron en mis oídos, sorprendido por las palabras que acababa de decir, pero a la vez me era imposible decir nada.

Como si una descarga primitiva saliera de mi cerebro, este ordenó a mi cuerpo obedecer. Me levanté y se pudo ver en mi vaquero como mi polla se marcaba en el pantalón, como un cilindro abultado naciente de mi entrepierna. Me quedé unos segundos de pie, mirando hacía mi entrepierna, sorprendido por cuanto se me notaba.

– No lo voy a volver a repetir. – dijó Almudena, en el momento exacto en el que la miré para decir algo. Ella se encontraba ya escribiendo en sus documentos, o corrigiendo exámenes… o yo que demonios sabía. Simplemente, obedecí y me dirigí a la puerta tras recoger mis cosas, sin discutir ninguna palabra.

– ¡Ah! Una cosa más. – me detuvo con la voz justo antes de que saliera por la puerta, haciendo que me girará en redondo para mirarla. Me dejó unos segundos en esa posición, esperando, mientras ella seguía haciendo algo con un folio. Cuando terminó, levantó la mirada y me miró a los ojos, haciendo que desviará la mirada hacía abajo sin darme cuenta. – A partir de ahora, dirígete hacía mí como señora Rodríguez, ¿entendido? No soy una profesora de veinte para que me digas profe. – esperó unos segundos, tiempo para que su voz sonará otra vez irritada – Te he hecho otra pregunta, chico. –

– ¿Eh…? ¡Oh!… sí… – dije aún tratando de interiorizar lo que acababa de pasar.

– Sí, ¿qué? –

– Sí…, ¿señora Rodríguez? – pregunté extrañado por la situación. Jamás había tratado a nadie de señora, menos por su apellido.

– ¿Me lo estas preguntando? – Otro escalofrió recorrió mi cuerpo, esta vez en señal de peligro.

– Sí, señora Rodríguez. – respondí, corrigiéndome tan rápido como me era posible.

– Buen chico. – Lanzó una sonrisa y volvió a su trabajo, ignorando mi existencia.

Así me encontraba yo ahora. En la puerta de la clase, mirando a mi profesora después de una de las escenas más raras que había vivido nunca. Pero excitante. La más excitante que había vivido nunca, con diferencia. Mi polla latía en mis pantalones, más fuerte que antes por lo que acababa de suceder. Era tan extraño y confuso.

Salí por la puerta, pero con un único pensamiento en mente. Me dirigí directo a mi casa tan rápido como pude, y al llegar fui directo a mi habitación para masturbarme. Durante todo el proceso, mi mente revivía una y otra vez lo que acababa de suceder, saboreando las palabras que había dicho Almu… No. La señora Rodríguez. Saboreando las palabras que había dicho la señora Rodríguez. Decir que fue la mayor corrida que había hecho en mucho tiempo no hacía justicia a lo que había disfrutado de aquella paja.

No tarde mucho en irme a la cama, la verdad. Es un efecto secundario de la adrenalina que fluyó por mi cuerpo. Estaba cansado, y no me apetecía quedar con nadie. Tenía la casa sola para mí otra vez, así que podría haber invitado a unos colegas para tomar las cervezas de mis padres… pero, como dije, no estaba por la labor. En parte por el agotamiento, en parte porque no me quitaba de la cabeza la forma de las piernas de mi profesora y sus palabras.

Tras pasar una noche toledana entre mis sabanas, me desperté con una sensación confusa en el interior de mi mente. Parecía un día normal, como si nada distinto a lo de siempre hubiera sucedido… ¿Y acaso había sucedido algo? Quiero decir, ¿lo del otro día fue real? Doblé mi cuerpo, quedándome sentado sobre mi cama mientras me frotaba los ojos, retirando las legañas. Sentía para mis adentros que lo que había sucedido era real. Que había tenido aquella situación con Almudena… pero, era todo tan imposible. Es decir, ¿cómo podría haber pasado algo como aquello? Era ilógico pensar que una profesora hablará así a un alumno… ¿no?

Aún con la cabeza dando vueltas, me preparé para ir a la escuela, la cual parecía ser igual de rutinaria de siempre. Como siempre, mi conjunto de camiseta vaquero y zapatillas me recordaron que hoy era un día como otro cualquiera. Me despedí de mis inexistentes padres, que seguramente ya habrían salido a trabajar y me encaminé al instituto, pensando en que podría hacer esta tarde.

No tardé mucho en llegar a la escuela. En verdad, me sorprendí a mi mismo llegando demasiado temprano para lo que acostumbraba. Tenía una pequeña nebulosa de ideas en mi cabeza, con lo que no me centraba con claridad de que es lo que sucedía a mi alrededor. Podría mentirles que me fue fácil pensar unicamente en que podría hacer después del instituto, pero no paraba de recordar aquel sueño en que Almudena me hablaba de esa manera. Podría decir, sin riesgo a equivocarme, que había sido lo más intenso que había soñado nunca.

Como dije, llegué temprano. Por suerte, no tan temprano como para que no hubieran abierto ya el instituto. Solía abrir un cuarto de hora antes para que los nerds no pasaran frio en la puerta. Lo cierto es que se me hizo raro llegar tan temprano. Nunca había coincidido con tanta fauna. Fui directo a mi clase, como de costumbre, y pensé en hacer algo para pasar el rato. No estaba seguro, pero algo se me ocurriría. El problema es que no llegué a realizar nada.

Al llegar al asiento, noté algo extraño. El pupitre de mi instituto era de esos que tenían un cajón justo debajo para dejar los libros. Normalmente yo los dejaba allí; total, ni miraba pa´ellos. Sin embargo, esta vez los libros estaban ligeramente fuera. Algo que nadie se daría cuenta, pero yo sabía que no lo había hecho. Al meter los dedos para volver a colocarlos, mis dedos tocaron algo sedoso. Retiré la mano de golpe, asustado por la sensación que se me produjo. Dude unos segundos, pero entonces volví a meter los dedos, y saqué unas medias de color beige. Me puse colorado al instante, y las volví a meter en el asiento, asustado de que alguien viera algo.

Mi mente empezó a atar cabos, tratando de comprender que sucedía. Aquellas medias… ¿eran de Almudena?… sí, eran muy parecidas a las que solía usar… incluso en el sueño usaba unas igua… ¿Sueño? ¿Había sido un sueño o había sido todo real? La cabeza me hizo revivir de golpe todo lo que había pasado el otro día, ahora con la fuerza de saber que era real. Mi polla se endureció al instante, pensando en lo que había sucedido al instante. Me había encendido.

Miré a los lados, asegurándome que estaba solo. Saqué las medias y las observe, las palpé, notando cada centímetro de ellas. Mi erección se hizo cada vez más dolorosa, suplicándome por que aliviara aquella tensión. Y deseaba hacerlo… pero la puerta se abrió, dándome solo unos segundos para guardar las medias en mi bolsillo. La gente comenzó a entrar, iniciando de nuevo el día.

No tardaron mucho en castigarme de nuevo a detención. Otra vez con la tarea sin hacer, así que otro día que tendría que pasarme la tarde aburrido. Lo bueno era que aquel día no tenía clases con Almudena… ¿O señora Rodríguez? Bueno, el caso es que no me tenía que preocupar por tener que verla a la cara… ¿cómo sería una situación así?…

“No, relajate. Son imaginaciones tuyas. Seguramente habrá visto esa situación millones de veces y por eso no le importaba ni tu erección ni nada” pensé, tratando de tranquilizarme… pero, ¿cómo explicaba lo de las medias?

El día prosiguió con la normalidad que se podía aceptar de un día cualquiera. Algo habitual, por así decirlo. Además, la fortuna me quiso sonreír. Parecía que la tierra se la hubiera tragado, algo que agradecía como si fuera agua en el desierto. Con un poco de suerte, o mucha suerte, no la volvería a ver hasta pasado un tiempo. Aunque mi sonrisa desapareció muy pronto.

Al abrir la puerta de detención, tras la clase, me dí de bruces con la realidad. Almudena volvía a estar de encargada en el aula. Aquello me impacto de golpe. No era lo normal que un profesor se encargará del aula dos veces seguidas, ni siquiera Almudena. Un escalofrió me recorrió toda la columna, añadiendo una tensión incipiente.

– Uhm… ¿ya estas aquí? Bien… – miró un momento para ver quién había abierto la puerta, apenás un segundo para volver a dirigir su mirada a los documentos que escribía. – Ya sabes que hacer… – Observé la situación unos, puede que sorprendido por la naturalidad de Almudena, aunque seguía en shock de verla allí. – ¿Qué esperas? Venga. No tengo todo el día. – me apremió, con un tonó de voz ligeramente más irritado.

Tiempo me faltó para entrar en el aula y avanzar hasta la primera mesa. No fue hasta que empecé a mover la mesa que me dí cuenta de que mi polla se había puesto como un mástil. Mi primer instinto fue cubrirme, por lo que, torpemente, hice lo que pude para recolocar mi pene antes de que ella lo notase.

– Dejá tu juguetito y mueve la mesa donde tiene que estar. – habló sin mirarme, con los ojos atentos a los documentos que examinaba. Pude notar como se me coloreaba la cara de vergüenza al notar sus palabras ¿Juguetito? ¿Hablaba de mi polla? – ¿Quieres moverte de una vez? – me reprochó, obligándome a salir de mis pensamientos para obedecer el comando.

Coloqué la mesa y me senté en ella. Ahora mi polla estaba debajo de las tablas, pero ya daba igual. Era obvio que se había dado cuenta de como estaba… ¿juguetito? ¿en serio?… mis pensamientos me empezaron a carcomer, dejándome un tiempo en standby que Almudena utilizó para acabar con lo que estaba haciendo.

– Bueno, veamos cual es tu castigo hoy. – dijo mientras me miraba, con una pequeña sonrisa en la boca. Había una burla oculta entre sus palabras, dándole un retintín a ellas, específicamente a la palabra castigo. La miré salido de mi estupor, pero al entender las palabras solo pude tragar saliva. – Uhm, sí mal no recuerdo, hace mucho que hacemos lo mismo. Creo que hoy lo vamos a cambiar. – Giró la silla, de tal forma que se encontraba perpendicular a mi posición. Sus piernas asomaron por debajo de la mesa, siendo visibles aunque mirará su rostro. Me fijé en el detalle que hoy no llevaba medias, pero aquello no las hacía menos hermosas… sino al contrario. Mi erección latió, imaginándome como sería pasar mi lengua por aquellas hermosas esculturas de una deidad. – ¿Qué te parece si hacemos un dictado? – preguntó, pero sin que yo pudiera decir nada ella sacó unas hojas de uno de los cajones y un bolígrafo, y me lo tendió.

Recogí las hojas, sorprendido por ello. Yo normalmente tenía folios para estos castigos o bolígrafos, o en el peor de los casos se los quitaba a alguien para irme pronto a casa. Sin embargo, hoy parecía que ella quería que escribiera en esa hoja por algún motivo. Miré una hoja, pero no parecía tener nada raro. Cierto que notaba una sombra en ella, pero parecían hojas normales. Me preparé para escribir y esperé a que la profesora dijera.

– Muy bien, empecemos. – miró de forma distraída al techo mientras jugaba con uno de los botones de su blusa con los dedos, dando un aspecto pensativo que hizo que me enfermase. Por Dios, ¿por qué me ponía así? – “Hoy quiero reconocer que soy un chico malo.” – mientras lo decía, las palabras se repetían en mi cabeza, escribiendo lentamente las palabras. – “Me he portado mal con muchas cosas que quiero enumerar.” – hizo una pausa, lo que me dio tiempo a escribir y entender que estaba escribiendo. – “1. Me he saltado mis tareas. 2. He agredido a otra gente. 3. He faltado el respeto a mis profesores.” – volvió a pausarse, bajando la mirada esta vez para mirarme. – “4. Me pone la polla dura mi profesora.” – me quedé petrificado con las palabras, lo que me hizo levantar la mirada, dejando de escribir. – ¿Qué esperas? Venga, escribe. – me apremió, ordenándome que escribiera aquellas palabras. – “5. Durante los castigos, me dedico a mirar las piernas de mi profesora en vez de trabajar.” – otra puñalada se me clavó en la espalda, haciéndome pensar desde cuando se había dado cuenta. – “6. He pensado cosas lascivas de mi profesora. 7. Me he pajeado pensando en mi profesora” – se detuvo un momento, tiempo que utilizó para cambiar el cruce de piernas, haciendolo de forma pausada. Miré hacia arribá y vi que se había quitado dos botones de la camisa. Su canalillo era visible, de aquellos pechos tan atrallentes. – “8. Ahora deseo follarme a mi profesora.” – lo dijo como un susurro, manteniendo una mirada lujuriosa pero dominante de la situación. – “Por estas cosas, soy un chico malo… y un cerdo pervertido.” – lanzó una última sonrisa, y se recostó contra el asiento, esperando a que terminará de escribir. – Bien, ahora leémelo. –

– ¿Q… qué? – balbuceé sin poder usar correctamentes las palabras. Se he había hecho un nudo en la garganta, aunque siendo sincero, el noventa por ciento de mi sangre estaba en mis pantalones.

– He dicho que me lo leas ¿No puedes seguir ni una simple orden? – tenía un rostro sereno, pero podía adivinarse una sonrisa sádica en su rostro, con lo que parecía que disfrutaba de aquella situación.

– Y… o… no … –

– ¡Te he dicho que lo leas, chico! – alzó un poco la voz, no lo suficiente como para que alguien lo oyera, pero lo suficiente para que se me erizarán todos los vellos.

– H… hoy… q… quie… ro re… conocer… – mi voz temblaba con las palabras, no podía evitarlo. Me estaba muriendo de vergüenza, pero mi polla ahora latía con más fuerza. Podía notar como mi corazón palpitaba con una fuerza inconmensurable, haciendo que hasta me doliera. Estaba excitado a más no poder.

– Para. – ordenó – Vuelve a empezar, y léelo bien o estaremos aquí toda la tarde. –

Me detuve y respire dos veces, con lo que me relajé un poco… aunque mi excitación seguía siendo demasiada como para que no se me trabará alguna palabra. Comencé a leer, de forma lenta para tratar de evitar balbucear tanto como pudiera. – H… Hoy quiero reconocer que… soy un chico malo. Me he portado mal con muchas cosas que quiero enumerar. 1. Me he saltado mis tareas. 2. He agredido a otra gente. 3. He faltado el respeto a mis profesores. – hasta esté punto fue relativamente fácil, pero a partir de este punto, mis palabras comenzaron a ser erráticas. – 4. M.. me pone la… la… po… lla du… ra mi pro… fesora. –

– Para. – volvió a ordenar. Me miró con sus ojos, que habían perdido su lujuria y ahora notaba enfado y hastío. – Vas a empezar de nuevo, chico, y esta vez vas a hacerlo bien o dejaré de ser benevolente contigo ¿te queda claro? – cabeceé, pero aquello no pareció gustarle. – Te he hecho una pregunta. –

– Sí… – dije balbuceando. Pero aquello tampoco la agrado. Su mano salió como un látigo y me cruzó la cara, golpeando mi mejilla. Noté el escozor casi al instante, pero en cierta manera aquello me provocó una palpitación en la polla.

– ¿Como te he dicho que te dirijas a mí, chico? – me espetó, hablando de una forma firme que volvió a erizar todos mis vellos.

– Sí, señora Rodríguez. – dije de forma inmediata. Aquello pareció complacerle, y se volvió a recolocar en la silla.

– Continúa, chico. –

Volví a empezar otra vez, pero esta vez sin balbucear y de forma más segura. Al llegar al cuarto punto, tuve que respirar un momento, pero luego proseguí. – 4. Me… pone la polla… dura mi profesora. – Miré hacía ella, que me miraba con ojos fríos, pero ligeramente complacidos.

– Continúa, venga. –

– 5. Durante los castigos,… me dedico a mirar… las piernas de mi profesora en vez de trabajar… 6. He pensado cosas lascivas de mi profesora… 7. Me he… pajeado pensando en mi profesora. 8. Ahora deseo… follarme a mi profesora. Por estas cosas, soy un chico malo… y un… un… – mis palabras se atascaban en la boca, pero un impulso en mi cerebro me acabó obligando a decirlo – cerdo pervertido… – las palabras resonaron en mi cabeza, lo que me aceleró el pulso al punto del infarto.

– Uhm… te debería hacer repetirlo por atascarte al final… pero hoy me has pillado con ganas de consentirte. – Sonrió y se volvió a colocar en su silla para continuar escribiendo. – Ahora vuelve a escribir ese dictado cincuenta veces. Ese será tu castigo hoy. – Sin darme tiempo a recurrir, empezó a tararear algo mientras escribía, dando a entender que ya no me iba a hacer caso a lo que hacía.

El castigo era duro. No era un problema de longitud, sino más un problema de que cada palabra que escribía hacía que mi polla se sintiera fatal. Tenía una necesidad imperiosa de masturbarme, pero algo en mi mente me decía que aquello era una muy mala idea. El poco sentido común que me quedaba. Con cada palabra, la sensación se hacía más insoportable, y el hecho de que sus piernas estuvieran en el rango de visión empeoraba notablemente.

El tiempo pasó. Normalmente, los castigos no eran más de media hora, una hora o en el peor de los casos hasta hora y media. Hoy llevábamos ya metidos en ese aula tres horas. Tres horas por mi lentitud en escritura, cierto, pero no parecía querer dejarme ir hasta que cada una de las palabras estuvieran escritas. Por su parte, la señora Rodríguez parecía no tener problemas con ello. Parecía que su pila de trabajo era interminable, pues cuando acababa un documento, tenía uno nuevo que utilizar. Al final, tras tres horas de trabajo, uno de los dos terminó.

– S… señora Rodríguez… – fui a decir para avisarla.

– Ahora no, chico. – me hizo un gesto con la mano de desdén mientras seguía en sus documentos. Me sorprendió el gesto, pues no pensaba que tuviera tanto trabajo, pero no me molesto. Por algún motivo no me molestaba sus gestos y maneras… sino me excitaban más. Pasaron unos minutos hasta que finalizó su trabajo, minutos que los pasé sentado mirándola sin decir nada. – ¿Qué quieres? –

– Ya terminé, señora. – dije dubitativo

– Eso lo decidiré yo. – me tendió la mano, en señal de que quería que le pasará los documentos. Eso hice, y empezó a revisarlo lentamente. – Tu caligrafía nunca ha sido muy buena, chico… creo que tendremos que trabajar en eso… pero, creo que esta decente para alguien como tú. – me dijo sin prestarme atención. Por algún motivo, sus palabras me hicieron ruborizarme, cosa que no comprendía del todo. – Aún así, me quedo con las hojas… y devuélveme mí bolígrafo. – dijo en tono imperante, a lo que obedecí al instante. Había olvidado de quien eran las hojas o el bolígrafo, la verdad.

Volvió a sus tareas, a lo que yo entendí que era que había finalizado el castigo. No mentiré, quería seguir allí por algún motivo, pero tampoco tenía una excusa clara más que el querer tirarmela ahora mismo, y no creó que sea la mejor opción. Me levanté, aún sabiendo que mi polla era visible en el pantalón, y recogí mis cosas. Justo cuando me fuí a dar la vuelta, una voz me detuvo.

– ¿Te gustó el regalo de esta mañana, chico? – me quedé helado, pero al girar la cabeza vi que me estaba mirando, con aquellos ojos que parecían querer atarme a su lado.

– Perdoné… – fui a decir pero ella me interrumpió antes.

– No tienes que disculparte de nada… aún. Pero quiero que respondas a mi pregunta. – dijo, y el tiempo pasó lento entre los dos, tiempo en que mi cerebro pensaba a mil por hora.

– Sí, señora Rodríguez. – dije, recordando la textura de sus medias en mis dedos. No hacía falta ser un lince para casar que las hermosas medias que encontré eran las suyas.

– Apuesto a que las llevas ahora contigo, ¿verdad, chico? – su voz dejó de ser fría, sonando más juguetona, como una leona que juega con el cervatillo que tiene entre sus garras.

– Sí, señora. – dije, y saqué las medias de mi bolsillo, mostrándoselas.

– Je, vaya, vaya. – Se recostó en su asiento y me observo. Aún estando yo de pie y ella sentada, la veía como si estuviera por encima mió. – ¿Así que te las llevabas a casita? Seguramente para pajear tu empinada polla con ellas, ¿no, pervertido? – sonrió de forma sádica y mientras jugueteó con su calzado con los pies, descalzándose. Antes que dijera nada continuó hablando. – Pues, me temo que no tendrás suerte, chico. Hoy hace frió, así que las quiero de vuelta. –

Aquello me dejó estupefacto, pero simplemente me giré y coloqué las medias en la mesa, tratando de no parecer demasiado molesto por aquello. No iba a reconocerlo pero sí, ese era precisamente mi plan de aquella noche.

– ¿Qué haces? – dijo, con lo que me detuvo de nuevo. – No, no, no,… chico. No quiero las medias ahí. Quiero las medias otra vez en mis piernas, chico. – sonrió y con un dedo inquisidor me señaló delante de ella. – Arrodillate delante mio, chico. –

Mi polla reaccionó al instante ante aquella palabras, excitado por aquello. La señora Rodríguez, la profesora que me ponía más bruto de aquel instituto por no decir de todas las mujeres, me estaba pidiendo… corrijo, me estaba ordenando que me pusiera de rodillas delante de ella. Decir que mi polla iba a explotar era poco para describir lo que sentía. Sin oposición ninguna, obedecí, arrodillándome frente a ella. Levantó uno de sus hermosos pies, hasta que estuvo a la altura de mi pecho.

– Colocame la media, chico. – procedí a hacerlo, dejando que el delicado nylon se resbalara por sus hermosas piernas dignas de una diosa de cualquier panteón.

Mientras lo hacía, mis ojos se mantenían hipnotizados, incluso me sorprendí varias veces sin respirar, como si mi cerebro hubiera olvidado hasta la función más básica. Subí la media hasta el final, un poco por encima de medio muslo. Su falda se había escurrido hacía arriba, puede que sin querer o puede que no. Retiré las manos, y me quedé allí de rodillas esperando el siguiente comando.

La señora Rodriguez descruzó las piernas, y entonces lo ví. Abrio las piernas de forma amplia, puede que aproposito, y mi cara pudo observar su entrepierna. No llevaba bragas, tampoco tanga. No llevaba nada. Mis ojos pudieron observar su coño. La forma de sus labios, el hecho de que estuviera depilado, cuidado. Era lo más hermoso que había visto nunca, y fue solo un moemnto. Volvió a cruzar las piernas, dejando que la pierna que no estaba cubierta quedara a la disposición para poner una media.

Me quedé cortado unos momentos, pero entonces me dio unos golpes el la barbilla con su pie. – Despierta, chico. Tienes trabajo que hacer. – Volvió a colocar el pie a la altura de mi pecho, y entonces obedecí, volviendo a deslizar la media por sus piernas. Cuando terminé, simplemente se giró para volver a trabajar. – Buen trabajo chico, y… creo que ya has tenido recompensa suficiente. Ahora, vete. Tengo trabajo que hacer. –

Y otra vez, me quedé cortado por la situación, sorprendido de lo que acababa de pasar. Me había puesto ha cien aquella mujer, y ahora me despachaba como un perro. Sentía una impotencia que era dificil de poder describir… pero no dije nada. Simplemente me levanté y obedecí. Así sin más. Recogí mis cosas y me desplacé hasta la puerta, frotándome con disimulo la dolorosa erección que tenía. Necesitaba ir a casa y descargar.

– Oh, sí. Se me olvidaba, chico. – dijo una voz detrás, y me ilusioné pensando que era algo bueno. Me dí la vuelta y esperé la instrucción mientras ella continuaba escribiendo. Cuando paró me miró con una fría mirada y un aspecto enfadado. – Se que ayer te pajeaste como un mono pensando en mí. Por esta vez te lo paso, pero ni una más. A partir de hoy no tienes derecho a pajearte sin mi permiso. Así que vete a casa y estate con las manos donde se puedan ver y la polla bien tiesa. Y te aseguro que sabré si no lo cumples esta sencilla norma, pervertido. –

Aquellas palabras me demolieron como una bola de demolición. Golpeó directamente contra mi espíritu, pero no podía hacer nada. No iba a hacer nada. Como había dicho, me tocaba obedecer y no hacer nada. Otra noche sin dormir por tener la polla dura como una roca, pensando en aquella deliciosa deidad del erotismo que me dominaba.

– Sí, señora Rodríguez. – dije con una voz segura y me di la vuelta, dispuesto a irme a casa