Cómo hacer que un Amo te acepte (4 de 4)

Final de la sesión en la que Amo y sumisa se miden así mismos para saber, si realmente están hechos el uno para el otro.

IV

Habían pasado un par de horas cuando por fin me desperté. Me estiré en la cama, notándome francamente bien. Todo se estaba desarrollando como había planificado, sin incidentes, de forma ordenada y meticulosa. Justo como a mí me gustan.

Descalzo, fui hasta el cuarto de baño donde ella aun reposaba en el suelo frío de mármol. Al verte atada al radiador de la calefacción, no pude más que sentir un estremecimiento de placer, viendo como te habías quedado dormida esperando mi regreso.

Me bajé los pantalones y me senté en la taza del báter colocando mis pies sobre ti para que, con un leve balanceo, despertaras mientras yo hacía mis necesidades.

  • Hola, Amo. ¿Ha dormido bien? – Dijo mientras abría los ojos levemente, sin mirarme.

  • Si, pequeña. He descansado un rato para que podamos seguir jugando.

Allí estuvimos un rato. Yo acariciando tu piel con mis pies, lentamente. Recorriendo cada uno de tus centímetros. Y tú dejándote acariciar. Aceptando mis roces y estremeciéndote al notar cómo a veces mis dedos tocaban partes muy sensibles de tu cuerpo, sin ningún tipo de cuidado.

Cuando hube terminado mis necesidades, te desaté del radiador y, quitándote muñequeras, tobilleras y el collar, te ayudé a incorporarte y a meterte en la bañera. De rodillas, mirando hacia el grifo.

  • Antes de comenzar, vamos a lavar a mi perrita, que tiene que estas bastante sucia después de un rato de juego.

Me bajé la bragueta y comencé a bañarte con mi orina, mojando todo tu cuerpo. Notabas cómo el líquido caliente recorría tu piel, sin contemplaciones de donde caía. Bajaba por tu vientre, tus pechos, tu cuello... Algunos chorros te dieron en la boca y tu lengua salió de tu escondijo para saborear el salado sabor.

A cada chorro, notaba como tu cuerpo daba un pequeño respingo, no entendiendo si era porque estaba caliente, porque te excitaba, o porque te sentías aun más sucia que antes.

  • Para que veas, yo también soy un poco perro. Me gusta marcar mi territorio.

No respondiste. No hacía falta. Sabías perfectamente que a cada paso te estabas acercando más y más, y que ya pertenecías en cierto modo a mí.

Abrí el agua fría y tú dejaste escapar un pequeño chillido. Mojé todo tu cuerpo, no dejando ni un sólo rincón que no inundara con abundante agua fría. Con gel y mi propia mano te enjaboné todo el cuerpo, moviendo sabiamente mis manos por aquellos rincones que eran templos de placer para ti. Desde luego no sabía si lo que estaba húmedo era por el agua y el jabón o por los fluidos que tu cuerpo dejaba escapar al roce de nuestras pieles. De todas formas tu sexo lo notaba bien cálido al paso de mis dedos.

Más agua fría y estabas lista. Limpia para mí. Para mis caprichos.

Te tiré una toalla para que te secaras.

Volví a ponerte la única ropa que llevabas en mi casa: collar, muñequeras, tobilleras y tus tacones. Y te ayudé a salir del baño.

Cogí con un dedo la argolla de tu collar y tirando de él, te llevé hasta el dormitorio.

Allí primero te dije que hicieras la cama y tú diligentemente respondiste con actos rápidos y eficientes. Al acabar permaneciste en la posición de espera, de pie y sin mirarme a los ojos.

  • Ponte de rodillas sobre la cama. – Dije mientras rebuscaba en el interior del armario y sacaba un objeto que no llegaste a ver qué era.

Se trataba de una barra con dos argollas en los extremos. De ellas salían dos cadenas con la medida justa para que, estando de rodillas con el cuerpo tumbado, la barra se insertara tras tus rodillas y las cadenas alcanzaran a engancharse en tu collar. Así fue como te lo puse, notando que no podías moverte, ni siquiera erguirte sobre tus muslos. Atada e inmovilizada. A la merced de cuantas cosas pasaran por la mente que tantas veces me habías alabado por mis relatos.

  • Extiende tus brazos y ponlos en cruz.

Con dos pequeños pulpos até ambas manos a las patas de la cama. Después te coloqué un arnés al revés con un consolador metido en tu coñito, que previamente había lubricado bien. Terminé la escenografía colocándote en tu boca una mordaza en forma de círculo metálico, que te obligaba a dejar la boca abierta.

  • Este agujerito no lo voy a usar ahora, así que te lo taparé. – Y usé mis propios slips, para introducírtelos en la boca.

Así preparada para mí, activé el consolador a mínima potencia y un leve ronroneo salió de él. Inmediatamente escuché un gemido de tu garganta. Suavemente, mis manos acariciaron tus dulces nalgas. Tan dispuestas para mí.

Palmee cada uno de los cachetes con las manos, comprobando su consistencia. Eran unas nalgas fuertes, bien torneadas y que, gracias al colorcito tostado de tu piel, cuando fueran azotadas adquirirían un color bastante gracioso.

Primero un cachetazo en la parte baja de una de las nalgas. Después en otra... El sonido de los golpes se mezclaba con el ronroneo del consolador y de tus gemidos, produciendo una sinfonía para mis oídos. Embaucándome con su dulce música que llenaba toda la estancia.

Los primeros fueron flojos, repartiendo bien las palmadas por todo tu trasero. Luego fui aumentando la intensidad de mis golpes, haciendo que tu piel se enrojeciera más. Como suponía, el color que formaba tu pigmentación natural de tu piel, junto con el enrojecimiento de mis palmadas, produjo una tonalidad que ni el mejor pintor sabría adquirir.

Un poco más de potencia en el consolador hizo que se te escapara un chillido ahogado por el slip que tenías en la boca. Mientras, mis manos siguieron palmeándote el trasero, hasta que minúsculas protuberancias de irritación asomaron por tu piel.

Entonces aproveché para ir a la cocina y mojarme las manos en un líquido que no tardaste en identificar qué era, ya que el olor que inundó la habitación no dada lugar a dudas de lo que era: Vinagre.

Con otro grito ahogado empezaste a sollozar, sabiendo lo que te escocerían las palmadas a partir de ahora. Pero no iba a ser condescendiente contigo. Antes masajeé la zona irritada, notando como se calentaba más por el escozor del vinagre.

Tus sollozos pasaron a ser lágrimas vivas cuando mis manos empezaron a golpear de nuevo tu trasero. Para entonces la potencia del consolador estaba al máximo, y por la comisura de tus labios tanto bucales como vaginales se escapa unos hilillos de líquido.

¡Qué mezcla esta de lágrimas y placer! Cuantos amigos me habían comentado ese momento de extrema felicidad, donde se mezclaban placeres y tan fuertes sentimientos.

Cuando ya tuve la mano lo suficientemente caliente, dejé de golpear tus cachetes y los acaricié con mi lengua. El calor que desprendían era indescriptible. Las sensaciones de mi lengua en una piel cálida, sudorosa y con un gusto a vinagre, hizo que me excitada de tal manera, que tuve que controlarme para no terminar la sesión en ese mismo instante, penetrándote con un salvajismo que hacía que me galopara el corazón a mil por hora.

Desaté y te quité el arnés y la vara tras tus rodillas. Tirando de tus pies hacia atrás y abriéndolos, los até en igual posición que tenías los brazos, a ambas patas de la cama.

Tu cuerpo a penas ocupaba una pequeña parte de la cama. Coloqué sobre tu barbilla un pequeño cojín duro, que hacía que elevaras la cabeza, asemejando tu postura a una piel de león que se colocan como alfombras.

¿Te acuerdas de cuando hablamos de posturas humillantes? ¿Podrías estar más expuesta a mí?

Sobre mi mesilla de noche había un par de velas y una caja de cerillas. Encendí ambas velas y bajé un poco la persiana, dejando que se iluminara la estancia simplemente con ellas.

Me regodee en esta hermosa visión. Tu cuerpo extendido sobre mi cama, levemente iluminado por la luz de las velas. Me parecía una hermosa visión. Y así me hubiera gustado mantenerte durante toda la vida. Como mi alfombra, si esclava echada, a la espera de una orden de su Amo.

Las velas dejaban escapar un pequeño hilillo de humo, signo de que la mecha quemaba bien. Observé que cerca de esta se había formado ya un pequeño charco de cera caliente, que se mantenía líquida por el calor de su luz. Cogí una y te la mostré. Tus ojos se fijaron en la llama, y comprendieron cual iba a ser la actuación siguiente. Cuando aparté la luz de tu cara, cerraste los ojos fuertemente, a la espera de las primeras sensaciones.

Al caer la primera gota sobre la piel de tu espalda, tu cuerpo se tensó y tu garganta dejó escapar un suspiro.

Me encantan esos sonidos, cuando aun no se ha producido el derrame total de sensaciones.

A esta primera gota le siguieron otras tantas, al tiempo que veía como intentabas revolverte y mover la cabeza. Tu cuerpo, firmemente apresado sólo se prestaba a ligeras tensiones, intentando liberarse, escapar del dolor del ardiente líquido sobre tu oscura piel.

Veía como las gotas se solidificaban al contacto con una superficie más fría, formando manchas de color blanco, como si de semen estanco en tu espalda se tratara.

La dirección de mi mano fue bajando lentamente por tu espalda, dejando un reguero de pequeñas gotas frías de cera sobre tu columna vertebral.

Llegue a los perfectos montículos que formaban tu culo, enrojecidos por la sesión de palmadas a las que se había sometido. Me regodeé en ver como cera resbalaba por ambos cachetes, a veces hacia fuera... a veces hacia dentro. Y cuando era así, tu cuerpo se sincronizaba con el aire de tus pulmones, gimiendo, dejando escapar pequeños chillidos que no hacía más que excitar e inflamar las neuronas de mi mente. No escuché de tu boca la palabra que teníamos convenida, así que continué. Orgulloso de tu resistencia, de cómo te dabas cada vez un poco más.

Cuando me cansé de pintar tu culo con la cera, dejé descansar un poco la vela dejando que se enfriara al tiempo que yo observaba mi bello cuadro.

Acaricié los trozos de piel donde aun no había rastro de cera. Acaricié tu culo, tus hermosos cachetes. Los separé con mis manos, apretándolos... suave y fuerte... A mi gusto. Hurgué en tu orificio, introduciendo un dedo, dos... en tu sexo. En tu humedad.

Todo a mi disposición, como en un escaparate, para lo que desease.

Esparcí tus jugos por tus labios, notando como desebas este dolor que yo te promocionaba y que sólo de mí disfrutarías. Te encantaba cómo controlaba las subidas y bajadas de tus sensaciones. En el momento justo. Sin precipitaciones.

Alcancé la otra vela que ya estaba preparada. Caliente para ti. Como tú lo estabas para mí. Mi perra, mi puta.

Vertí un poco de cera en tus cachetes, pero de tal forma que chorreara hacia el interior de ellos. Algunas gotas alcanzaron el anillo exterior de tu ano, devolviéndome tus contorsiones y gemidos. Algunas otras gotas fueron más atrevidas y resbalaron hasta los labios exteriores de tu coñito, donde el dolor además de ser más agudo, desaparecía rápidamente por lo mojada que estabas.

Uno se hace consciente de la resistencia al dolor que tienen las personas cuando llevas al límite. Cuando actúas sobre los centros del dolor de forma absoluta, llevándole hasta los extremos de su tolerancia. Hasta entonces no sabía donde tenías tus límites en el dolor, y me excitaba el camino que estaba recorriendo para descubrirlos. Sería un buen punto de partida para, más adelante, traspasarlos.

Seguí vertiendo cera sobre tu sexo, buscando que se repartiera bien por ambos lados, incluso que algunas gotas cayeran sobre la parte interior.

Pero cuando vi que a punto estuviste te decir la palabra, paré. No necesitaba llegar más allá de lo máximo que me pudieras dar.

Dejé que la cera se secara totalmente, mientras iba a por mi cámara de fotos. Este momento deseaba inmortalizarlo para verlo posteriormente. Y sé que tú también desearías verte en esta situación.

Cuando la cera estaba bien seca, busqué de mi armario un látigo de nueve colas que tenía, regalo de una buena amiga. ¿Qué mejor momento para usarlo que este?

Primeramente con mis dedos arranqué la cera que cubría tu sexo, desprendiéndolo lentamente al tiempo que masajeaba la zona donde había caído y estaba enrojecida. Mientras, las colas del látigo se paseaban por toda tu espalda, dándote una idea de lo que te acontecería. Cuando tu sexo estuvo perfectamente limpio, empezó el látigo a hacer su trabajo.

Con golpes certeros, fui quitando trozo a trozo toda la cera solidificada que había sobre tu piel. Evidentemente el látigo marcaba también aquellas zonas ya enrojecidas por la cera.

En tus ojos, mientras, brotaban lágrimas. Preciosas lágrimas que me confirmaban que el placer y el deseo se mezclaban con el dolor y la intensidad de la sesión. Ambos notábamos la excitación que nos producía el contacto.

Tiempo después de habernos conocido estábamos llegando a esa unión que ansiábamos, que desde que concretamos profundizar en nosotros mismos y en esta relación.

Acabada la limpieza de tu piel, te apliqué una crema por todo tu cuerpo, permitiendo que la piel la absorbiera para regenerarse.

Lentamente te desaté de manos y pies, ayudándote a doblar tus extremidades entumecidas por tanto tiempo que las habías tenido estiradas.

Tu disposición natural, hizo que adquirieras una posición fetal, acurrucándote en mis piernas. Te abracé y te besé dulcemente en los labios, notando como con nuestros besos se mezclaban las lágrimas que aun brotaban de tus ojos.

Todo tu ser desprendía una ternura sin igual. Tu imagen era de una desvalidez que incitaba al abrazarte con fuertes brazos, a traerte hacia sí, apretarte, consolarte...

Lentamente te extendí sobre la cama, al tiempo que me echaba a tu lado. Mis manos recorrieron tu cuerpo, suavemente, a penas con la punta de los dedos. Al mismo tiempo, mis besos recorrían tu cuello, cara y frente.

En un momento me aparté y encendí unas velas que tenía dispuestas por el cuarto, haciendo que la estancia se iluminara levemente, produciendo sombras tintineantes en las paredes y el techo.

Me desnudé y me metí bajo las sabanas. Junto a ti. Junto a mi pequeña que había soportado todo cuanto le había pedido. Sin rechistar, sin objeciones.

Me sentía orgulloso, pleno, fuerte... Seguro de mí mismo por la sumisión a mis caprichos que tú me proporcionaste. Me diste lo que pedí y yo te llevé allá donde tanto ansiabas llegar. Donde nunca antes te había llevado nadie y donde hasta tú misma tenías miedo de adentrarte si no era en compañía mía. Así sería a partir de ahora.

En ese mismo momento ya sabía que serías mía para siempre. Que nunca se apartarías de mi lado. Que aprenderías aun mejor a complacerme y que ambos, recorreríamos este oscuro sendero, en el amanecer de nuestras vidas.