Como Cristiano Ronaldo

Cuando tu vida va a la deriva, lo peor que te puede pasar es naufragar.

Los ojos de un niño saben ver el mundo de manera distinta a la que lo hacen los adultos. En vez de dos piedras en el suelo, ellos son capaces de imaginar una portería, una vieja pelota de cuero con un sinfín de zurcidos puede hacer las veces del balón reglamentario de la FIFA, un derruido callejón se puede transformar en el campo del Santiago Bernabéu y un niño de cinco años con unas gastadas zapatillas, se puede creer Cristiano Ronaldo.

A pesar de su corta edad y no de haber tenido un entrenamiento específico, los pies del pequeño Ghalip Kurdi, al igual que los del portugués, parecían volar cuando tocaban el balón. Rara era la vez que él y su primo de catorce años, Adar, no les ganaran por goleada a sus primos, Betin y Elmet, de ocho y diez años de edad respectivamente.

Si algo enrabiaba más a sus primos que perder, era la actitud del crío que, cada vez que metía un gol, clavaba las rodillas en el suelo y levantaba las manos al cielo del mismo modo que había visto ciento de veces antes hacerlo al jugador del Real Madrid en los videos que Adar guardaba en su móvil. Si había algo que Ghalip tenía claro era que Cristiano era el jugador de futbol que más molaba del mundo.

Aquella mañana el quinto gol fue el último, pues Rehanna, su madre, asomada a la puerta de la casa les pedía que entraran para que se fueran preparando para el Dhuhr, la oración del mediodía. Los cuatro chavales cogieron la pelota y, un poco a regañadientes, se metieron en la casa.

Al entrar en la vivienda, al igual que siempre, vieron a su primo Artin, sentado en un escalón y con la mirada ida. Aquella vez, a diferencia de otras, su cara estaba bañada en lágrimas. Sus primos pasaron a su lado sin prestarle demasiada atención, a excepción del pequeño goleador que se quedó mirándolo descarado, intentando averiguar con ello el motivo de su profunda tristeza.

—Adar, ¿por qué llora el primo Artin?

El adolescente kurdo estuvo a punto de no darle una respuesta, pero lo conocía y sabía que si no le respondía volvería a insistir, una y otra vez, hasta que se lo contara. Lo apartó del resto de la familia, adoptó una postura confidencial y le dijo:

—Está así desde que vio como a unos niños los mataba una bomba de racimo. Sabes que no quiere salir a la calle a jugar, y de vez en cuando, le da por ponerse a llorar sin razón aparente.

El crio, pese a estar acostumbrado a los horrores de la guerra, escuchar en la misma frase las palabras niño y bomba le produjo cierta congoja.

—¿Quiénes tiraron la bomba? ¿Los hombres malos?

—Sí, los hombres malos —Respondió el adolescente moviendo la cabeza, pensativo.

—¿Esto tampoco se lo debo contar a mis papás?

—No —Sonrió complacido por debajo del labio el muchacho—, no le digas nada que si no seguro que me gano una bronca.

Ghalip nació en Alepo, una de las mayores y más prosperas ciudades de Siria, en el seno de una familia acomodada. Su padre era ejecutivo de una importante firma comercial, tenía un tenía un buen sueldo, una buena casa, donde nunca faltaba de comer, vestían ropas de marca e incluso tenían un monovolumen alemán. Sin embargo, poco después de estallar la primavera árabe y comenzar las revueltas, la empresa donde trabajaba su padre cerró y se quedó sin empleo. Sin una remuneración fija y sin posibilidades de encontrar otra, empezaron a tener menos dinero, más dificultades para pagar los gastos familiares, por lo que se vieron obligados a vender el coche y mudarse a una vivienda más pequeña. Casi de un día a otro, pasaron de tener una situación económica holgada a vivir en la más absoluta precariedad.

Poco después de nacer su hermano Aylan, sus padres tomaron la decisión de regresar a Kobané, una ciudad al norte, en la frontera con Turquía. Allí sus abuelos paternos poseían un caserón muy grande que les podía servir de refugio. Aunque la guerra también estaba causando estragos en aquella parte del país, era la tierra donde nació su padre y él consideraba que, si debían abandonar este mundo, lo debía hacer allí, rodeado de los suyos.

Aunque el hogar de sus “yaddas” era enorme y con muchas habitaciones, no podían tener un dormitorio propio cada uno como en casa, pues los hermanos de su padre también se habían refugiado allí. Sin embargo, aquello no pareció ser problema alguno para Ghalip, a quien no le importaba mucho dormir en la misma cama con el pequeño Aylan, pues ni roncaba ni nada, solamente lloraba cuando tenía hambre y, como era tan chiquitín, cogía muy poco sitio, ¡era como si tuviera la cama solo para él!

Al principio le gustaba un montón estar allí con los primos, los tíos, los abuelos, siempre había gente por todos lados y se lo pasaba súper bien. Además, como las escuelas habían cerrado, siempre había niños en la casa y tenía alguien con quien jugar. Siempre que la cosa estaba tranquila fuera, podían salir a jugar al futbol. ¡Cómo molaba meter tantos goles como Cristiano Ronaldo!

No que no le gustaba nada era cuando se iba la luz, comenzaban a pasar aviones por encima de la casa y los mayores abrazaban a los niños mientras se ponían a rezar. Se ponía muy triste y siempre tenía la sensación de que iba a pasar algo muy malo. Menos mal que el atronador ruido igual de rápido que venía se iba, pero la oscuridad seguía dando miedo a los niños y no paraban de llorar. Las mujeres, sobrepasadas por la situación, lo único que podían hacer era abrazarlos fuertemente e intentar aplacar sus llantos con sus casi silenciosas plegarias.

¿Cuánto terror debe soportar un ser humano para que se acostumbre a él? Ninguno de los miembros de la familia Kurdi podían responder a esto, pues más de dos años después de mudarse a Kobané, cada vez que la luz se iba y a sus oídos llegaba el ensordecedor ruido de los motores de los aviones, un pánico atroz atenazaba sus pechos y la impotencia lo único que le permitía era implorar para que no les sucediera nada. A pesar de su corta existencia, el pequeño kurdo ya había aprendido a temer a la muerte.

Una noche, el estruendo de una gran explosión se escuchó por toda la casa, las paredes temblaron y pareció que el mundo se fuera a hundir bajo sus pies. Todo se llenó de polvo, un polvo espeso que se metía por los ojos, por la nariz, la boca y se te pegaba al pelo como si fuera una lapa. Aquella fue la noche en la que las mujeres no pararon de gritar entre llantos durante todo el rato, como si les hubieran arrancado un pedazo del corazón. Al abuelo, al día siguiente, lo montaron en una camilla, lo taparon con una sábana y ya no volvió más.

Desde aquel día, la casa no volvió a tener techo y como en los dormitorios de dos de los primos y en la de la abuela había muchas piedras, tuvieron que meterse todos juntos en dos habitaciones. Su mamá se llevó con ella al bebe a la habitación de las mujeres. Su Papá y uno de sus tíos dormían en la cama y los otros dos lo hacían en el suelo. Ghalip compartía su litera con sus primos Adar, Artin, Betin y Helmet. A él no le disgustaba mucho porque aquella primavera no terminaba de llegar, hacía mucho frio todavía y, al ponerse todos tan juntos, estaban más calentitos.

Unos pocos días después, los hombres se reunieron, todos estaban más nerviosos que por lo común y pegaban más voces de lo habitual. Decían cosas como que si morían en la batalla una vida inmortal les esperaría tras las ocho puertas del Yanna, pues habían sido siempre misericordiosos con sus semejantes y no iba a consentir que unos fanáticos, aparándose en unas falsas creencias, violaran a sus mujeres, mataran a sus hijos y le quitaran la tierra que era suya por derecho divino. Defenderían con uñas y dientes a los suyos, pues esa era la voluntad de su Dios. Tal y como si estuvieran poseídos por una euforia anticipada, todos empezaron a gritar el nombre de Alá.

—¿Qué sucede, Adar? —Preguntó Ghalip en voz muy bajita para que sus progenitores no lo oyeran.

—Son los del DAESH que han llegado a la ciudad.

—¿Quiénes son esos?

—Los yihadistas, el estado Islámico.

—¿Los malos?

—No, los peores.

Adar le había cogido gran cariño a su joven primo y, aunque reconocía que no debía ser tan brusco con él a la hora de hablar, sabía que así era la única forma de que conseguiría hacerse fuerte. A diferencia de Ghalip, él si había conocido tiempos mejores y añoraba la paz. Echaba de menos una vida donde la incertidumbre no fuera la protagonista de cada minuto. A pesar de ser poco más que un niño, había aprendido a no llorar y a no temer a la muerte. Con un corazón endurecido por el dolor, la temeridad era su arma de combate.

Los días siguientes fueron una oda a la depravación y al horror, vestidos de un terrorífico negro, las hordas de guerreros extremistas avanzaron a través de la ciudad como una falange inexorable, sembrando la destrucción a su paso. Sacando fuerza de sus flaquezas, los milicianos kurdos y sirios hicieron frente a los combatientes yihadistas y vencieron. Una victoria que costó bastante cara, pues se fraguó sobre la sangre de cientos de compatriotas que perecieron en la contienda contra los fanáticos religiosos.

Todo el mundo sabía muy bien que el éxito de una batalla era muy distinto a ganar una guerra. Aun así, una especie de optimismo y esperanza comenzó a circular entre los habitantes de la ciudad kurda. Ese sentimiento tuvo su reflejo en el ambiente hogareño de la familia Kurdi, donde, por suerte, no habían tenido que lamentar ninguna baja en la salvaje contienda y vieron el futuro menos desalentador.

Tras el paso de los radicales islámicos la ciudad quedó devastada y sus calles se habían convertido en un inmenso ataúd, un lugar en el cual los muertos se amontonaban como fardos, pues los guerreros de ISIS no se habían parado a recoger a sus compañeros caídos y sus cadáveres habían quedado desperdigado por la derruida ciudad, como si esta fuera una enorme fosa común.

Era el mes de abril, la primavera seguía siendo fría en aquella parte del mundo y Kobané se había convertido en un gigantesco cementerio, donde centenares de cuerpos se pudrían al sol o debajo de los escombros de los edificios destrozados por el fuego de los aviones. La ciudad olía a putrefacción y muerte. Pese a que los voluntarios sanitarios se afanaban por quitar los muertos de en medio, lo más imperante era salvar a los heridos y, en caso de que no se pudiera, procurar que su paso al otro lado de la vida fuera lo menos doloroso posible.

A pesar del riesgo de infección por los cuerpos en descomposición, el astuto Adar consiguió salir a hurtadillas de la casa de su abuela y se había llevado a su primo Ghalip con él, con la única intención de buscar entre las ruinas de la batalla algo de valor que llevarle a los suyos. Sabía que era una imprudencia llevar al pequeño con él, pero quería instruirlo en el arte de la supervivencia y no conocía otro modo de hacerlo.

El paisaje entre el que caminaban los dos críos no podía ser más desolador: Una pierna colgando entre las ruinas de una casa deshecha a morterazos, un cuerpo partido por la mitad donde aún se podía distinguir retazos de una camiseta del Real Madrid, el cadáver de un crío yihadista, no mucho mayor que Adar, con la cabeza reventada por la bala de un obús, sentado en el suelo y sosteniendo un fusil…. Los cuerpos sin vida surgían por doquier y un hedor a podredumbre imperaba por toda la ciudad.

En algunas zonas, donde los combates habían sido más intensos, los dos chavales tenían que ir con sumo cuidado de por dónde pisaban, porque muchos cuerpos permanecían semienterrados entre los edificios bombardeados.

—¡Ven ayúdame a buscar en sus bolsillos! —Le ordenó Adar a su primo, a la vez que se agachaba al lado del cadáver un combatiente del estado Islámico.

—¿Qué busco?

—Dinero, oro, balas, teléfonos móviles… Cualquier cosa que tenga valor.

—Si encuentro un I-phone, ¿me puedo quedar con él…?

—No, nos tendremos que seguir apañando con el mío… Todo lo que podamos llevar a casa es para dárselo a nuestros padres, para que lo cambien por comida en el mercado negro.

Al igual que ellos dos, muchos de sus conciudadanos hacían las veces de aves de rapiña entre los restos del enemigo caído. Como el sabotaje, a veces, terminaba en disputas sangrientas. Los padres de los dos muchachos le prohibieron terminantemente volver a salir a buscar entre los muertos. Eso no quiso decir que la familia Kurdi desistiera de las posibles ganancias que pudiera haber entre aquellos cadáveres, simplemente que fueron los mayores los que se jugaron la vida haciéndolo.

La desolación de la guerra y sobre todo el miedo a una posible ofensiva del Daesh, hizo que la familia se planteara abandonar la ciudad. Tras casi cuatro años viviendo con el miedo y la inestabilidad, no vieron otra salida que cargar con sus enseres, renunciar a su hogar y refugiarse en las montañas. Si lo que habían vivido hasta aquel momento habían sido tiempos difíciles, lo que vino a continuación se convirtió en un verdadero infierno. Nueve adultos y doce niños se lanzaron a la aventura de lo improbable, donde la esperanza se convertía cada vez en algo más efímero. Si conseguían ocupar una de las cuevas de la parte norte, las mujeres y los niños, al menos, conseguirían cierta seguridad y aquellos hombres que lo quisieran podrían intentar unirse a la milicia.

La que peor llevaba el éxodo era Asthi, la abuela de Ghalip, su hogar, por el que había luchado tanto, había pasado de ser su mejor sueño, a ser su peor pesadilla. No podía borrar de su mente cómo sacaron, de entre las rocas de uno de los muros de su vivienda, el cadáver destrozado de Heja, su marido. Si no fuera porque su deber como mujer le obligaba a luchar por sus hijos y sus nietos hasta el final, se habría quitado la vida. Por mucho que el Corán dijera “no os matéis”, para ella una vida sin su Heja carecía de sentido alguno.

Durante toda su vida, ella había sufrido en sus carnes lo que era ser un proscrito en la tierra que la vio nacer. Si se atenía a aquello que le habían contado sus ancestros, su pueblo desde tiempos milenarios había estado inmerso en guerras, guerras que muy pocos entendían y de las que, según le aseguraban, muchos se beneficiaban. “¿Cómo puede una nación de más de treinta millones de personas no tener un territorio propio? ¿Cómo las razones religiosas pueden pesar más que el sufrimiento de generaciones?”, se preguntaba siempre. Hasta donde ella llegaba a conocer, al resto del mundo nunca pareció importarle su dolor y se habían limitado a desdibujar las fronteras en función de sus intereses económicos y políticos.

Volvió la cabeza hacia atrás, buscando lo que hasta hacía poco había sido su hogar y solo halló ruinas y devastación. Su vida nunca había sido fácil, pero desde que sus compatriotas declararon su independencia al régimen de Assad, bastante menos. Como si no hubiera sido suficiente con tener que enfrentarse a las huestes del dictador, tuvieron que luchar también con los desalmados yihadistas, quienes llevando la fe en el Islam como bandera, solo buscaban el interés estratégico que el territorio fronterizo pudiera tener para su disparatada causa. Una causa que les había empujado a desangrar el alma de aquella zona del mundo, sin importarle lo más mínimo las vidas inocentes que han sesgado a su paso.

En su flaco rostro, se pintaba la tristeza de unos ojos hundidos por la pena. Sus huesos estaban cansados y su corazón dañado, se sentía cada vez más afligida y su dolor bordeaba ya la exasperación, pero sacaba fuerza de sus flaquezas para continuar caminando por el empedrado y polvoriento camino que les llevaban a lo que sería su nueva morada. Ahora que no tenía a su Heja con ella, lo único que le daba ganas para seguir luchando por la vida eran sus nietos, sobre todo el pequeño Aylan quien a sus tres años había conocido más horror que mucha más gente a lo largo de toda su vida.

Por avatares del destino, durante el camino encontraron a su prima Hemin, a quien también la guerra la había dejado viuda, aunque como pudo saber por su propia boca, la contienda se había ensañado con ella un poco más todavía y le había quitado a su marido, dos hijos y un nieto

—¿Vais a refugiaros en las cuevas de lo alto de la colina como nosotros? —Preguntó la abuela de Ghalip.

—Sí, mi hijo Dilovan nos aguarda allí, ha conseguido instalarse en una bastante espaciosa. Sería un honor que la compartierais con nosotros.

Durante semanas estuvieron viviendo con la familia de Hemin, las mujeres y los niños dormían en su interior y los hombres, aquellos que no hacían guardia, lo hacían en unas tiendas de campaña a la intemperie. A pesar de lo escaso de los víveres, la solidaridad que había surgido entre todos ellos, unida a un buen racionamiento de las provisiones, consiguieron que los niños no pasaran hambre, que las dos ancianas tuvieran sus necesidades cubiertas y que los mayores, en la mayoría de las ocasiones, consiguieran hacer dos frugales comidas diarias.

Un día, uno de los hijos de su prima, trajo noticias de la ciudad. El estado Islámico había vuelto a atacar Kobané, habían entrado por tres frentes distintos, lo que había supuesto muchísimas bajas entre los milicianos. No obstante, lo peor de todo, había sido los dos coches bombas que habían hecho estallar cerca del hospital de Mushtanur, habían dañado seriamente las, ya de por sí, deficitarias instalaciones y habían causado varias muertes. Al contar aquello, en la voz del hombre, había un galopante terror, por experiencia sabía de los tremendos horrores que era capaz de perpetrar el ISIS. En esta ocasión, la sed de venganza henchía sus pechos y estaban dispuesto a cualquier cosa con tal de ganar el punto estratégico que era su ciudad. La peor parte de todo aquello se la llevarían aquellas mujeres soldados kurdas que consiguieran hacer prisioneras, pues abusarían sexualmente de ellas de mil y una maneras antes de matarlas. Sería el castigo justo por violar las leyes del Corán y dedicarse a tareas que, por la gracia divina, pertenecían al hombre.

Hemin, tras conocer las malas nuevas, llamó a su prima para hablar con ella a solas. La anciana tan estaba nerviosa que en su rostro se pintaba el horror y el desconsuelo.

—Ashti, sabes que, si toman la ciudad, lo próximo que harán será subir a masacrarnos. Posiblemente a la mayor de tus nietas se la lleven con ella para hacerla esposa de uno de ellos.

—Sí, pero parece que esa es la voluntad de Alá….

—¿Tienes dinero? —Interrumpió la anciana a su prima, dejándole claro que pensaba, aunque fuera pecado, que su venerado Dios la había abandonado a su suerte hacía ya mucho tiempo.

—Los ahorros de toda mi vida.

—¿Cuánto?

—No sé, unos cuarenta mil dólares.

—¿Solo eso?

—Sí, sabes que mi marido y yo nunca nadamos en la abundancia y esta guerra ha terminado empobreciéndonos cada día un poco más… —La anciana hizo una pausa y tras encoger la nariz en señal de desconcierto, preguntó —. ¿Por qué me preguntas si tengo dinero?

—¿Quién de tus hijos crees que puede tener más futuro en Europa?

—¿Europa? ¿Qué me quieres decir prima? ¡Cada vez te entiendo menos!

—Mi hija Zeynep ha decidido marchar hacia Europa con sus cuatro hijos, ha hablado con una gente que le pueden hacer pasar la frontera, pero cobran muchísimo dinero y con lo que posees, al igual que yo, solo vas a poder salvar la familia de uno de tus hijos.

Asthi se quedó pensativa. Había oído que mucha gente se marchaba a Europa huyendo de las barbaries que se perpetraban en su país, sin embargo, nunca le había parecido una buena idea. Aquella tierra les pertenecía y no los iban a echar de allí, como no fuera con los pies por delante. Sin embargo, no pudo evitar pensar en su esposo, su querido Heja, al que no volvería a ver en esta vida y toda su bravura pareció apagarse por completo. Si alguno de sus hijos no tenía madera de guerrillero era Abdulá y, más pronto que tarde, la milicia vendría a reclutarlo. Sabía que llevaba un tiempo gestionando los permisos para marcharse a Canadá con su hermana, pero la burocracia tenía enterrada cualquier esperanza de su posible marcha a aquella tierra. Dibujó en su mente la cara de su nieto más pequeño, Aylan, tan tierno, tan inocente y, como si supiera claramente que era lo más correcto, tomó la firme determinación de enviarlo a él y a su familia fuera de aquella locura.

Tras conversar largo y tendido con su prima sobre todos los requisitos y pasos necesarios para huir hacia Europa, decidió comunicárselo a su hijo.

—Está decidido, sangre de mi sangre, tú, Rehanna y los dos niños marchareis, en cuanto sea posible, a Europa.

Si había una cosa que Abdulá admiraba de su madre, era lo juiciosa que era siempre, por eso no entendía como le estaba proponiendo aquella locura: coger a su mujer y sus hijos, para marcharse de ilegal a otro país. Tragó saliva y, de la manera más educada que sabía, se negó a hacer lo que su progenitora le pedía.

—No, sabes que prefiero esperar e irme a Canadá, con mi hermana, donde tendré más posibilidades de una vida digna.

—Sí, conozco tu nobleza y sé que preferirías emigrar con todas las de la ley, pero el caso, sangre de mi sangre, es que no hay tiempo o abandonas Kobané ahora o no lo podrás hacer nunca. Piensa en tu mujer y en los pequeños Ghalip y Aylan. No me contestes ahora, consúltalo con la almohada y me das tu respuesta mañana.

Abdulá, ante la imposibilidad de conciliar el sueño aquella noche, decidió hacer guardia. Durante todo el tiempo estuvo dándole vueltas a la proposición de su progenitora, si se quedaban allí, su futuro era incierto y lo más probable es que su familia acabara, más pronto que tarde, cayendo abatidos por el fuego enemigo. Si se marchaban, serían proscritos en una tierra que no era la suya, en donde, en el mejor de los casos, lo tratarían como ciudadanos de segunda. Sin embargo, cualquier cosa le parecía un paraíso comparado con el infierno en vida que llevaban sufriendo cuatro largos años.

Al alba, había asumido por completo que debía coger el dinero que le ofrecía su madre y partir hacia Europa con su familia. Sabía que en esa decisión la desesperación estaba muy presente. Comprendía que en el periplo en el que iba a meter a los suyos era una especia de ruleta rusa, pero al menos así, tenía la posibilidad de sobrevivir. Tenía claro que cada día que sus hijos y su mujer pasaran allí, era un día donde la tragedia podía llamar a su puerta. Él era un hombre de libros y, aunque le echara todo el valor del que era capaz, aquella maldita contienda le venía muy grande. Angustiado por la incertidumbre, espero a que su mujer se despertara para comunicarle su determinación.

—¿Por qué pones esa cara mujer? ¿Acaso no te agrada el regalo de mi madre?

—Habíamos decidido ir a Canadá con tu hermana Teema…

—Sí, pero es que no consigue patrocinarnos. Pidiendo ayuda a amigos y vecinos, ha conseguido los depósitos bancarios, pero todo son impedimentos burocráticos.

—Pero, como dice el proverbio, una perdida clara es a veces mejor que una problemática y lejana ganancia.

—No si esa pérdida clara es la vida de nuestros hijos…

Rehanna se quedó callada y una impotente tristeza vistió su rostro por completo, como si supiera que nada de lo que pudiera argumentar fuera a hacer cambiar la firme decisión de su esposo. Abdulá apretó cariñosamente sus manos entre las suyas y le dijo:

—No te preocupes, mujer. Todo va a salir bien.

Los días siguientes, mientras hacia los preparativos del viaje con la hija de la prima de su suegra, una ansiedad constante apretaba las tripas de Rehanna. Por un lado, tenía bastante claro que lo más acertado era salir de aquel infierno y, aunque se jugaban el todo por el todo, debía darle la razón a su marido en lo referente de que en Kóbane ya no tenían ningún futuro. ¿Pero no estarían huyendo del fuego para caer en las brasas?

Quien no pareció tomarse muy mal la noticia de marchar a Europa fue su hijo mayor Ghalip, quien, tras pedir permiso a su madre, fue a contárselo a su primo Adar.

—… nos vamos a Europa en unos días…

—¡Qué bien! —El adolescente Kurdo conocía bien los peligros de la travesía, sin embargo, no dudo en regalar toda la ilusión de la que fue capaz al pequeño — ¿Sabes que allí es donde está el Real Madrid?

Los ojos del niño se encendieron de alegría y, dejando que una generosa sonrisa se pintara en sus labios, dijo:

—Pues cuando yo esté allí le voy a decir a mi papá que me lleve a verlo… Es más, voy a aprender a jugar al futbol tan bien que el Real Madrid me va a fichar para su equipo… ¡Voy a ser tan famoso como Cristiano Ronaldo!

El adolescente lo miró con mucha ternura, era tanta la efusividad y alegría que emanaba que, sin poder remediarlo, lo abrazo afectuosamente diciéndole:

—Sí, Ghalip, ¡vas a ser tan famoso como Cristiano Ronaldo!

—Y voy a tener una novia tan guapa como él —Remató Ghalip quien parecía estar viendo sus sueños ya hecho realidad.

El día de la marcha fue el más duro para Abdulá, pues, aunque su corazón lo negase, la realidad era más que evidente, aunque todo saliera bien, quizás no volviera a ver a los suyos de nuevo, pues las promesas de que regresaría a por ellos cuando estuvieran instalados en Alemania, era de las que todos sabían que no se podían cumplir, por mucho que se quisiera.

Abandonaron las montañas de Kobané para coger un tren de mercancías que lo llevaría hasta Efrin, en la frontera de Turquía, allí tendrían que proseguir a píe, pues la vía férrea que unía la ciudad con el país vecino había sido cerrada por sus autoridades turcas, obstaculizando la circulación de víveres y cualquier ayuda humanitaria. Negando con ello cualquier esperanza en el mañana que los habitantes de aquella parte de Siria pudieran albergar.

No le hacía la más mínima gracia entrar en el estado vecino de manera ilegal, pero era eso o perecer bajo el yugo del Daesh. Al llegar a su destino, y comprobar que había cientos de compatriotas en su misma situación, se tranquilizó un poco. No estaba haciendo nada que no hiciera cualquier persona en su sano juicio. La necesidad de una vida donde las bombas no desangraran las promesas de futuro era apremiante y si para ello debía no respetar las leyes fronterizas, lo haría.

El camino fue una verdadera tortura. No era solo lo pedregoso de algunas partes del trayecto, sino que para evitar de que las autoridades turcas no los descubrieran, debían caminar por senderos alternativos, lo que, al ir con niños, dificultaba mucho más la travesía. Quien lo estaba pasando peor de todos era el más joven de sus hijos, a quien su tierna sonrisa parecía habérsele borrado del rostro por completo. Menos mal que su hermano, quien parecía estar más contento que unas pascuas por el improvisado viaje, se hacía cargo de él, lo abrazaba y, con una esplendorosa sonrisa en sus labios, le decía siempre lo mismo.

—Aylan, no llores, porque vamos a Europa. A conocer a Cristiano Ronaldo, vamos a aprender a jugar muy bien al futbol. Vamos a ser tan buenos jugadores que el Real Madrid nos va a fichar. Seremos los súper poderosos Aylan y Ghalip, los mejores goleadores de Europa. Nos van a dar veinte balones de Oro, ¡vamos a ser tan famosos como Cristiano Ronaldo!

Nadie sabía si el crío de tres años entendía exactamente lo que le decía su hermano o no, el caso es que era tanta la efusividad y jubilo que ponía en sus palabras, que Aylan dejaba de llorar de inmediato y se ponía a jugar con él.

Las dos familias habían quedado con los hombres que les harían llegar a la Isla griega de Kos en un balneario turco de Bodrum, en la provincia de Mugla. Conforme se acercaban al lugar de encuentro, Rehanna se encontraba más reacia a seguir el plan de Abdulá. Sin embargo, aunque sabía que su esposo a diferencia de otros hombres, escuchaba sus palabras y las tenía en cuenta, no quería contradecirlo, pues sabía que aquella decisión le estaba suponiendo a él tanto angustia como a ella.

Si tenía sus reparos a huir hacia Europa, cuando conoció a los cuatro individuos que le facilitarían el paso hacia la costa griega, se le erizo el vello de la nuca. Eran hombres de la peor calaña, déspotas, maleducados y, a pesar de ser sirios como ellos, no conocían la palabra solidaridad para con los suyos. Su único interés era los beneficios que pudieran sacar y la poca ayuda que prestaban la cobraban a precio de oro. “¿Por qué será que, de la miseria de los seres humanos, siempre hay alguien que saca tajada y se enriquece?”, pensó, mientras clavaba sus ojos con furia en uno de los tipos que no paraba de observarla de arriba a abajo con una mirada llena de lascivia.

— Si tenéis el dinero, podréis partir esta noche, antes de la ronda de los guardias costeros—Dijo con una total desfachatez un tipo mal encarado y de barba cerrada, quien parecía ser el líder del grupo.

—¿Cuánto nos costará pasar a mi mujer, a mis dos hijos y a mí?

—Solo dos mil dólares por cabeza.

—Mi prima me dijo que eran mil quinientos.

—Ha subido, cuestión de oferta y demanda. Es lo que hay, o lo tomas o lo dejas.

Abdulá, sin otra opción, accedió a pagar los ocho mil dólares que le exigieron los traficantes, quienes solo se limitarían a facilitarle una embarcación que llevarían a él y a su familia a Kos, desde donde partirían hacia Alemania.

Con el equipaje descansando sobre la arena de la playa, miró al horizonte y se quedó absorto. Ante él un ancho mar de dudas dejaba caer su cólera en forma de olas contra la orilla. Por unos instantes dejó volar su pensamiento y no pudo evitar pensar en el fracaso que se había convertido su vida. Si hace unos años, cuando tenía un trabajo bien remunerado, una buena casa y su familia tenía prácticamente todas sus necesidades cubiertas, alguien le hubiera dicho que se iba a encontrar en aquella playa con su familia, cargando todas sus pertenencias en unas pocas mochilas, en un viaje hacia lo inhóspito, no lo hubiera creído y se habría echado a reír.

La noche del martes uno de septiembre, veintitrés personas subieron a dos botes, con la intención de recorrer la pequeña distancia que separaba la playa turca de la isla griega. La familia de Abdulá compartió una destartalada barca con la hija de la prima de su madre, Zeynep Abbas, sus cuatro hijos y tres jóvenes universitarios de Damasco; doce personas en total. A pesar de que la nave excedía de su capacidad, ninguno se atrevió a protestar por ello pues temían que los traficantes lo dejaran en tierra. Preferían la incomodidad de ir apelotonados como ganado que va al matadero, a renunciar al sueño por el que tanto habían luchado.

Al montarse en la barca en sus corazones bullía la esperanza y el miedo por igual. “Son solo veintiséis kilómetros”, se decía Abdulá mientras abrazaba a sus hijos y le pasaba el brazo por el hombre a su mujer. Esta se reconfortó ante el roce de su piel, dirigió una mirada a la costa turca y le sonrió tímidamente. Aunque su éxodo acababa de empezar y todavía le esperaba lo peor, el hombre se sintió alentado por saber que una escasa distancia los separaba del viejo continente.

No obstante, la providencia parecía no estar dispuesta a que aquella embarcación llegara a su destino, no se habían alejado siquiera quinientos metros de la costa cuando comprobaron que en el bote entraba agua y se le comenzaron a mojar los pies. A medida que el mar hundía más la pequeña embarcación, el pánico se fue apoderando de los jóvenes damascenos que dejaron de remar y se pusieron de píe en la barca. Lo que propició que esta volcara.

Durante unos segundos el caos se apoderó de todo, pues el mar parecía querer engullir entre sus olas la vida de aquellas doce personas. Ni la oscuridad, ni las frías aguas consiguieron que Abdulá dejara de aferrarse a la vida, cuando consiguió adentrarse en el interior de la embarcación volcada, agarró fuertemente con una mano a su mujer para que no se escapara, pero esta le pidió que se preocupara de Aylan y Ghalip. La soltó a regañadientes y buscó a sus hijos nadando entre las lóbregas aguas. Todo el mundo gritaba desesperado y el pobre hombre no consiguió que sus hijos oyeran su voz.

Sacando fuerzas de donde no las tenía, se sumergió de nuevo entre las embravecidas olas. A duras penas consiguió coger las manos de sus hijos, pero el mar parecía que no estaba dispuesto a devolvérselos y se le terminaron escurriendo de las manos como si su piel fuera la de un pez. Primero el más joven, un poco más tarde el mayor. Sacando fuerzas de donde no las tenía, se volvió a hundir en busca de sus pequeños, pero fue incapaz de localizarlos. Dicen que el ser humano está preparado para asimilar la muerte desde el primer momento que nace, pero, ¿cómo se prepara un padre para la muerte de dos hijos? Casi sin resuello alguno, Abdulá volvió a la superficie. Sus pulmones estaban tan agotados que ni fue capaz de proferir un quejido de dolor. Lo había perdido todo y no le quedaban fuerzas ni para poder gritárselo a la cara a su Dios.

Entre los restos del naufragio que a la mañana siguiente fueron a parar a la playa turística turca de Ali Hoca Burnu, apareció el cuerpo sin vida de Aylan ataviado con una camiseta roja, un pantalón azul y unos zapatitos azules con la suela de goma. Quiso la casualidad que un reportero hiciera una buena instantánea de aquel niño que parecía haber sido vomitado por las aguas del mediterráneo y a quien las mismas olas que le habían quitado la vida, parecían querer lamer.

La foto del pequeño Kurdo terminó acaparando las portadas de la mayoría de los diarios y, por primera vez en mucho tiempo, el mundo occidental volvió a ser consciente de la realidad siria, de la tragedia que les tocaba vivir un día tras otro. Su hermano Ghalip no lo sabía, pero sus palabras fueron un poco premonitorias, pues su hermanito, por un día al menos, llegó a ser tan famoso como Cristiano Ronaldo.