Cómo complacer al capitán (1º serie)

Un cabo. Su capitán. Una misión de riesgo comandada por el deseo...y la venganza.

CÓMO COMPLACER AL CAPITÁN

(1º Relato de la Serie: "Complacer")

6 de junio de 1944

Buque St. John´s

Costa Noreste De Francia

03.45 Am

No puedo dormir. Escribo estas líneas con el anhelo y deseo de que sean leídas al poco de que me saquen de este camarote junto a Baptiste Dupontel, el hombre al que ya todos en el buque dan por desaparecido. Quiero dejar constancia que si esta carta llegara a descubrirse significaría que yo, el cabo Doselier, ha conseguido ser fiel a sí mismo, fortalecido tras alcanzar su objetivo antes de que los alemanes le cosan a tiros a su desembarque en tierra francesa.

Porque esa es la muerte que el destino me ha tenido siempre reservada: Caído en batalla. Pero hoy, me atreveré a competir en inteligencia con cualquier providencia, con cualquier maniobra de guadaña. Hoy burlaré a la dama silente, siendo yo quien decida cómo y cuándo ha de abandonarme la vida. Pues, sabed todos, que el honor de un soldado se inmortaliza con la muerte elegida y no con la impuesta. Por esta razón, hoy, superaré las adversidades de mi aciago destino y afrontaré mi nueva aspiración: unirme al destino de Baptiste.

Nos disponemos a desembarcar en la playa con nombre clave Omaha, en la Normandía. El capitán nos ha informado que en el desembarco participarán un total de 180.000 soldados, entre norteamericanos, británicos y nosotros, los canadienses.

Imbéciles, imbéciles todos. Vamos directos a una batalla de la que sólo Europa debía ocuparse y no nosotros, que bien estábamos en nuestras casas de Quebec.

Sí. Nos adentramos sin remisión en la boca del lobo, del viejo lobo europeo ¿verdad Baptiste? Sus piernas han dejado de sacudir espasmos. ¿Qué tipo de pesadilla le habrá abordado? "No puedes engañarme Capitán. Parece que estuvieras dormido. Pero no lo estás. Sé que no lo estás."

No voy a desperdiciar la oportunidad que me brinda este papel —encontrado en el suelo del camarote—, para contar a quien desee saber, si yo, el hijo del sastre Bernard Dosolier, es la persona que todos creen conocer: el amante fiel, el hijo ejemplar, el soldado heroico...

No. Desde este trozo de papel manifiesto que Mathieu Dosolier no tiene en mente continuar con sus aires de hombre digno. Mathieu Dosolier, desde hoy ya no es él, pues toda su existencia ha quedado supeditada a la deshonra de la que sólo los prisioneros en calabozo nazi sabrán hacer idea.

Porque ha sido ésta, la primera noche en la que he acudido al aviso del capitán del barco. Se acabó la resistencia. Se acabó la espera.

Adentrado en mi confesión, quiero dejar constancia aquí de mi aventura con el capitán del St. John´s. De mi encuentro con el secreto inconfeso de Baptiste Dupontel. Un silencio entre hombres que su propio prejuicio llegara a vociferan a todo soldado del buque bajo el cumplimiento de una orden contra mí, contra Enric; Su condena, también su deseo, el mismo que me ha llevado a estar, en estos momentos a su lado, escribiendo estas líneas.

Desde que el buque partiera del puerto de nuestra añorada Quebec había sido violentado por la mirada de Capitan Baptiste, imprecisa pero intensa, huidiza pero constante. Fui consciente , nada más enfrentarme a la alta mar, de que a sus oídos habían llegado noticias de los amantes inconfesos, de aquellos dos hombres a los que habría que amonestar si continuaban acariciándose en los rincones más obscuros del barco; yo y Enric, o, como siempre fue: Eric y yo.

A complacencia de lo pactado me encuentro ahora en su camarote, limpio, ordenado, acondicionado para albergar el acomodo de su incuestionable mandato en el barco. Nadie me ha visto entrar con él, a su orden; por lo que toda la tripulación desconoce que el capitán Baptiste Dupontel y el cabo Mathieu Dosolier han follado como salvajes, por primera vez, en esta noche.

Fue casi sin dar lugar a la reflexión, al equívoco. He acudido al camarote del capitán a la hora exacta. Me ha recibido en su camarote desnudo, con su polla lista, exigiendo el respeto que sólo un subalterno es capaz de ofrecerle.

Con el uniforme de cabo aún sin quitar me he arrodillado en el suelo y abierto mi boca, sin oposición. En seguida la ha colocado hasta el fondo de mi lengua. Puedo decir que sentí su rabo húmedo, duro. Muy duro. Mamé con la inseguridad implícita en la inexperiencia. Acercándome a la habilidad de Enric, ayudé al capitán a sentir más placer con el movimiento de mi mano en consonancia con el vaivén de mis labios. Al señor Baptiste le encantó mirarme mientras le comía su verga. Levantando mis ojos observé cómo sus pectorales se tensaban y sus marcados abdominales relucían por el sudor, por el ansia de tenerme en su camarote por fin. Acto seguido me subió a horcajadas en su cintura, llevándome hasta su cama. Deslizó sin demasiada espera su miembro de enorme cabeza por el interior de mi ano. El primer dolor, el más horrible de todos, me condujo a morder la almohada. Aguanté. Sí, He aguantado sin gritar, sin quejar, tal y como me exigía el silencio impuesto en el secreto de nuestra relación. El olor de nuestro sudor se mezclaba con el ambiente metálico y cerrado del camarote. Mi agujero se amoldó a su hombría. Después me dejé arrastrar por su mando militar. Era mejor así. El cabo ha de estar a las órdenes de su capitán y este último cumplir con su cometido. Así que me dejé someter, follar.

El capitán no cejaba en su empeño de someterme a su deseo. Sacaba y metía su rabo en mi culo con frenesí, tan dilatado y segregado como lo tuviera cualquier furcia. Su cara se arrugaba de placer. La mía de puro dolor. Era el pacto. La moneda de cambio por haberme alistado a las filas del St. John´s. Tras diez largos minutos dejó mi cuerpo liberado de su peso. Me tomó por el pelo, haciendo que mis rodillas se clavaran por segunda vez en el suelo. En plena sumisión, dejé que la polla de mi capitán echara su leche sobre mi cara para después engullir su glande, blanco de semen. El olor agrio del esperma del capitán quedó impreso en mi nariz cual líquido corrosivo.

El Capitán Baptiste, entrado orgasmo, permitió que mi cuerpo cayera sobre su colchón. Entonces él aprovecho a chuparme la polla, en leve erección. Sus labios, su lengua, estaban decididos a hacerme correr. Su disposición y seguridad demostradas daban pie a pensar que aquélla no era el primer verga que mamara. Sin desearlo, le colmé de semen. Él, como si de una liturgia se tratara, siguió mamando mi polla mientras su lengua jugaba con mi leche a labios cerrados. Contuvo mi esperma un buen rato. De repente, se incorporó, acercó su rostro al mío y me dijo:

— Abra la boca —me ordenó sujetando con el reverso de su lengua todo mi esperma.

Yo obedecí. El superintendente dejó fluir de sus labios una espesa masa blanca, acumulación de mi semen y de su saliva, fuente maldita de inspiración a nuestros destinos, reunidos ambos por la obsesión de un respetado capitán hacia su cabo de 21 años.

Mi lengua recibió su baba, mi semen. Simulando saborear el elixir de dioses, me atreví entonces a darle la primera y última orden a mi capitán:

— Abra la boca — repetí. Él tomo de buen grado mi propuesta. Echó su cabeza sobre la almohada y abrió su mandíbula preparada para recibir, por segunda vez, la emulsión de nuestra alianza. Vi como su boca se abría excesiva, impaciente. Su polla en nueva erección denotaba el vicio del acto. El vicio que tanto gustara, esperara a sus 49 años de existencia.

Le di cuanto quería. Todo. Al mismo tiempo. Mi leche mezclada con nuestras dos salivas y aquello que saqué de mi pantalón que dejara tirado a los pies de la cama: un cuchillo de caza con filo de sierra que, de un sólo golpe, clavé en el paladar del capitán, atravesando su cuello y la almohada que sopesara su nuca. Con movimiento espasmódico presenció una gota de mi sudor cayendo en su frente. Le escupí en la cara el jugo de semen y babas que su vicio me obligara a sostener bajo la lengua.

No sé hasta que punto, el Capitán Baptiste Dupontel fue consciente de su muerte. Pero me aseguré de que sus ojos no perdieran detalle de cuanto le expresaran los míos: repudio, asco, odio. Clavé más adentro el filo de la sierra en la carne. Con el puño del cuchillo apenas sobresaliendo por la boca, el capitán vomitó un quejido mientras la sangre emanada de su nuca, hilos rojos descendiendo como arroyos por las sábanas hasta unirse en la desembocadura de una casada hasta el suelo.

Ha sido así, como a las tres de la madrugada del 6 de junio, a tan sólo dos horas del desembarco, el capitán del St. John´s nos ha dejado a todos. Pero, en honor a su gloria, el aquí presente se ha asegurado de que la última persona que le acompañara en su paso a los infiernos fuera la misma que le redimiera de sus pecados en vida: su cabo, Mathieu Dosolier.

A dos horas de formar filas y con la sangre del capitán impregnando mis muslos, surge un sólo recuerdo: Enric y el robo de su vida. Si hubiera tenido la oportunidad de mataros a todos vosotros, a los tripulantes del St. John´s que acabaran con mi amor, sabed que lo hubiera hecho. Pero veinticuatro horas es poco tiempo para tal reguero de sangre. Así que sólo me he visto con el tiempo justo para mancharme las manos con la sangre de quien dio la orden de tirar el cuerpo de Enric por la borda. El mismo que ordenara tu paliza Enric, tu muerte. Tu castigo: amarme, sólo amarme.

Enric, hoy es nuestro día, aquél en el que nos imaginábamos lejos de esta guerra sin final. Nosotros, los dos, en cualquier granja perdida en los Montes de Alberta.

Quiero que te concentres Enric, y me recibas ahora, mientras escribo esta carta de bienvenida al infierno para todos esos que tras esta guerra ocultarán tu muerte, pues esta letra, pues será lo último que lean todos los comandados en este buque, justo antes de que la bala nazi perfore sus cabezas.

Enric, has de saber que, con esta confesión escrita dejo aquí a quienes la conciencia dejó vivir a tu desaparición, un presente, unas letras manchadas con la sangre de nuestro asesino, y la mía propia.

Compañeros, camaradas del St. John´s, nos vemos en unas horas.

Bienvenidos a Normandía.