Cómo complacer a un hermano

Dos ejecutivos. Dos abogados. Un caso. Una alianza familiar que consumar...

Iba a ser el caso más importante de mi vida. Donaldson, magnate de empresas petroleras Retoil, se sentaría en el banquillo por última vez. Se trataba del tercer juicio tras la apelación que, finalmente — si se daba con pruebas concluyentes — condenaría a Donaldson a 30 años de prisión por homicidio en primer grado. Como fiscal del caso me tocaría ajusticiar, tal y como me exigía el pueblo, el asesinato de su secretaría Tina Burk, joven con demasiada curiosidad  en temas tales como el sustento de las cuentas privadas de su jefe en sus muy diversos paraísos fiscales.

En realidad, Donalson, era un conocido comprador de influencias políticas y legislativas mantenidas a su lado en cuanto alguna  tormenta judicial se avecinaba. Le llamaban “El Impune” pues sus más íntimos amigos intuían que el asesinato de Tina Burk no había sido el único que ejecutaran las manos del magnate, pero si el primero en salir a la luz de la justicia sin que nadie del círculo del empresario explicará el por qué. Tras incansables investigaciones, pude otorgarle nombre y apellido al por qué de aquella revelación que lograba poner entre las cuerdas al “Impune”:  Henry Dawson.

En esa misma mañana en la que se daría por cerrado el caso Donaldson, advertí la entrada de Henry a mi despacho: vestido con traje de Armani corbata malva y camisa blanca. Su tez morena competía en belleza con su cabello azabache. El caminar plomizo pero seguro de sus piernas daba idea de la buena musculatura cubierta por sus pantalones.

Nos saludamos con una silenciosa sonrisa. Eran las siete de la mañana y el juicio no se celebraría hasta dentro de dos horas. Henry me guió un ojo.  No dudó en sortear el redondeado filo de mi mesa y colocarse frente a mí. Sentado en mi sillón percibí como mi polla reaccionaba ante la aproximación de Henry. La erección se consumó rápida en cuanto él, sin media palabra, posó su mano en lo abultado de mi bragueta.

— Llegó el día, John — repuso mientras me tomaba por la corbata y acercaba su boca a mi aliento. Sus labios, muy similares a los míos, se descubrían tentadores, como habían sido siempre.

— No lo hubiera logrado sin ti. Lo sabes — le contesté —. Gracias por...

Él me colocó un dedo en la boca que después hundió hasta el reverso de mi lengua.

— No. Aún no me des las gracias. Hazlo cuando sea oportuno. No te saltes el protocolo.

Yo asentí. El ambiente de mi despacho sucumbió al silencio. Henry quedó arrodillado ante mi sillón y terminó por bajarme la bragueta y meterse en la boca mi verga de incipiente humedad, ávida de verse sometida una vez más, a su buen arte bucal. Eran las mamadas de Henry el mejor transporte hacia el paraíso terrenal.  A mis 48 años aún estaba por conocer a  la mujer u hombre que superara a Henry en esos menesteres. Era, sin duda, el mejor.

Ayudado por su  mano comenzó a tragarse mi polla hasta rozar su paladar. Cuando se vio satisfecho se metió mis cojones en su boca y los saboreó con un movimiento frenético de su lengua. Le encantaba el sabor de mis huevos, mucho más que el que descubriera en el coño de Kathy, su esposa.

De pie, Henry se desabrochó el pantalón y bajó sus calzoncillos. Su polla venosa y de buena proporción se presentó a mi vista como un festín a mi boca. Pero la media vuelta de su cintura  cambió absolutamente mis planes. Tumbó medio cuerpo sobre la mesa mientras una de sus manos azotaba su firme trasero. Se metió los dedos con un pequeño siseo surgido de su boca que delataba lo hambriento que pudiera estar su interior de mí. Se me ocurrió sonreírle mientras yo palmeaba sus nalgas a mano abierta. No me lo pensé dos veces. Recosté su pecho sobre mi mesa de nogal, abrí sus bonitos gluteos y se la clavé con la misma furia que le llevara a él a morderse la corbata en la primera sacudida.

Placer absoluto. No había culo igual. El interior de Henry se mostraba ardiente, húmedo y prieto, muy prieto, pese al paso de los años.

Levanté su pierna izquierda para clavársela más aún, hasta el fondo. Él respondió de súbito alzando su pie izquierdo hasta posarlo en el borde de la mesa. En seguida su culo concedió mayor abertura por lo que aproveché a empujar mi verga hasta donde llegara; hasta que la capacidad de su ano no diera para más en mi envestida.  Él gimió, hallándose invadido, usurpada la protección e inmunidad de las que hiciera gala en los dos anteriores juicios en contra a mi acusación.

Con mi movimiento de pelvis, su corbata pendía en el aire y su camisa, desabrochada bajo la americana, ayudaba a entrever unos pectorales fornidos coronados por pezones pequeños y erectos.

Unos seis, ocho minutos se antojaron para dar rienda suelta al sudor y brío de nuestro polvo.

No tardé en sentir el inmenso deseo de correrme en su culo.

Pero eso no sería suficiente.

Henry por todo lo que había hecho por mí y por él mismo, se merecía más. Mucho más.

Apunto de soltar mi leche, saqué mi polla de su dilatado esfínter. Agarré su pelo engominado y le obligué a doblegar sus rodillas en el suelo. Mi mano sacudió mi polla sin descanso sobre uno de sus pómulos. Iba derecho. Derecho a manchar el nombre de su defendido: Donaldson.

Henry avistando el momento abrió su boca y mi semen, espeso y abundante ,se desparramó sobre su lengua, sus labios, su nariz, sus mejillas. Con la virilidad del fiscal impregnando su cara, aquel hombre, daba la perfecta imagen del abogado defensor corrupto.

Henry sacudió su polla, muy excitado con su cara invadida por el semen de su hermanastro. Y con las mismas manos que tiraran por una ventana a Tina Burk se ayudó para correrse en mi moqueta. Con su eyaculación manchando mi suelo firmaba la consumación de nuestro plan y la dictamen final de la sentencia en aquel glorioso día: Donaldson acusado de homicidio.

Dos años de desvío de cuentas y documentación arropaban doce meses de infiltraciones bancarias con sus 8760 días en pos a la preparación de Henry para convertirle en el fiel y confidente abogado de Donaldson. Letrado que esa misma mañana daría por perdida la absolución de su cliente ante unas pruebas irrefutables en poder del fiscal y que el propio Henry se había encargado de aportarme. Todo bajo un  mismo fin: Recuperar el imperio de nuestro padre, asesinado a manos de su antiguo socio: el mismo Donaldson, quien saliera indemne cinco años atrás del crimen que partiera en dos a nuestra familia.

Hermanastros y amantes. Nuestro vínculo había sobrevivido a matrimonios, hijos y separaciones.  Mi semen en la cara de Henry:  nuestra seña, nuestro ritual fraterno en honor al padre.

— Ahora puedes darme las gracias — me dijo Henry a sus 37 años mientras saboreara la corrida que le diera a probar cada jueves a lo largo de veinte años.

— Gracias— le contesté, recordando el respeto que Henry le procesaba al orden de pasos a seguir en nuestra liturgia. Una ceremonia que debía concluirse escrupulosamente con el agradecimiento del hermanastro mayor, tal y como nuestro padre adoctrinara.

A las nueve de la mañana, Henry y John, abogado defensor y fiscal respectivamente, se enfrentaban por última vez al caso Donaldson.

A las doce del mediodía, el juez Newman dictaba sentencia a favor de la acusación.

— Lo siento — le dijo Henry a su cliente — He hecho cuanto he podido.

Donaldson bajó la cabeza. No daba crédito a la incompetencia nunca antes vista de su abogado. Obnubilado, pensativo, Donaldson  ideó casi en ese mismo instante su suicidio, portada imprevista del New York Times al día siguiente: 14 de mayo, en el que ,de forma causal, se cumplían cinco años de la extraña muerte de su antiguo socio, un hombre viudo, solitario, con un secreto: sus dos hijos a los que había criado en el anonimato, bajo el vínculo de la fraternidad indómita.