Cómo cambia el cuento: Blancanieves

Este relato forma parte de una serie llamada “Cómo cambia el cuento”, que consiste en la adaptación de diversos cuentos clásicos y su transformación en relatos eróticos. En este relato adapto Blancanieves y los siete enanitos.

Este relato forma parte de una serie llamada “Cómo cambia el cuento”, que consiste en la adaptación de diversos cuentos clásicos y su transformación en relatos eróticos. Me tomo las licencias necesarias para cuadrar mis historias, pero procuro que la esencia de las tramas de los cuentos se mantenga en la medida de lo posible. Dos características que van a compartir los capítulos de la serie:

  1. En principio todos los relatos van a tener lugar en la época actual, aunque quizá decida situar alguno concreto en otra época.
  2. Ausencia total de elementos fantásticos. Creo que es más divertido así, adaptando los cuentos no solo para que sean eróticos, sino también para que sean realistas.

Y dos advertencias:

  1. No esperéis gran detalle en las escenas eróticas. Mi intención es dotarlas del morbo necesario pero no incidir demasiado en ellas, pues prefiero centrarme en la evolución de la trama. Si cada escena de sexo fuera narrada con pleno detalle, probablemente las historias se harían muy largas y todos nos acabaríamos aburriendo.
  2. Me tomo la libertad de ser todo lo duro que quiera escribiendo. Es decir, que puede haber escenas muy crudas que no gusten a los más sensibles. Dicho queda.

Eso es todo. Gracias por leerme y, como no puede ser de otra forma, todas las críticas y comentarios son bienvenidos. :)

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Gabriela Matamala era una mujer terriblemente atractiva. A sus 38 años, ni los jóvenes veinteañeros ni los ancianos octogenarios se mostraban indiferentes a su paso. Alta, esbelta, de generosas curvas, facciones duras pero agradables, cabello oscuro y ojos verdes. Su actitud, más cercana a lo provocativo que a lo sugerente, no hacía sino reforzar su seductora imagen. Era lo que los modernos solían llamar una MILF... excepto porque no tenía hijos, claro.

A ella le encantaba la influencia que con su físico podía ejercer sobre los hombres (y algunas mujeres), hasta el punto de que una de sus mayores aficiones consistía en subir a las redes sociales fotos de sí misma ligera de ropa (siempre con una perspectiva artística y nada vulgar, claro está) y regocijarse con la ingente cantidad de “me gustas” y comentarios que era capaz de generar. Ninguna de sus amigas (y por amigas entiéndanse “contactos” y no “amistades”) alcanzaba, ni de lejos, semejante repercusión.

La vanidad de Gabriela solo se podía equiparar a su ambición. De cuna humilde, había ido subiendo peldaños en la escala social a base del talento justo, carácter de sobra y un atractivo sin igual. Rasgo este al que no fue capaz de resistirse Don Leopoldo Nieves, director de uno de los bancos más importantes de la ciudad.

Gabriela ostentaba un importante cargo en el banco, por lo que su relación con el Sr. Nieves era muy estrecha. El Sr. Nieves era más de 10 años mayor que ella, estaba casado y tenía una hija adolescente, pero ninguna de esas circunstancias tuvo más peso que los pronunciados escotes con los que Gabriela acudía día sí y día también a su puesto de trabajo. Pero Gabriela Matamala no se conformaba con ser la querida de nadie...

  • No soporto más esta situación, Leopoldo. Sabes tan bien como yo que el vejestorio de tu mujer ya no pinta nada en tu vida, y sin embargo es con ella con quien compartes techo y cama. - se quejó por enésima vez de su situación, sobre el cómodo colchón de una lujosa habitación de hotel, poco después de que su jefe y amante eyaculara en el interior de su boca.
  • No es tan fácil, Gaby. No es solo ella, también está Blanca...
  • Que sea tu hija no significa que tenga voz ni voto en tu vida sentimental. Y sabes que yo no tengo ningún problema con ella. - mintió.
  • Pues yo creo que sí la tiene. - el Sr. Nieves se mantuvo firme en su postura. - Además, meterme en líos de abogados con el divorcio es lo que menos me apetece en este momento de mi vida.
  • ¿Y qué hay de lo que me apetece a mí? - protestó Gabriela.
  • Joder, Gaby, ¿qué problema tienes? - saltó esta vez el hombre. - Entre el trabajo y nuestros encuentros paso muchísimo más tiempo contigo que con mi mujer, ¿qué más quieres?
  • Quiero poder estar contigo sin tener que esconderme como si fuera una criminal. - sentenció su subordinada, pero de nuevo estaba faltando a la verdad.

El sentimiento que Gabriela albergaba hacia su jefe estaba tan alejado del amor como del deseo sexual. Su poder, su fortuna y su prestigio eran mucho más tentadores que su agria personalidad y su desmejorado cuerpo. Por eso, y no por otra cosa, era tan relevante el pasar de su cama a su casa.

No se podía decir que Gabriela hubiera sido nunca una persona que jugaba limpio, ni siquiera que siempre se hubiera mantenido dentro de los límites de la ley, pero jamás hubiera imaginado llegar al extremo que pronto iba a alcanzar.

Llevaba tiempo anhelando la separación de su amante y su esposa y pasar a ocupar el puesto de esta. Poco importaba que aquella arpía se llevara la mitad del patrimonio del Sr. Nieves, pues la otra mitad seguía siendo tremendamente suculenta. Sin embargo, ¿y si mataba dos pájaros de un tiro?

El primer pájaro o, mejor dicho, la primera pájara, murió de forma literal. La mujer de Leopoldo Nieves volvía una noche de compras en su coche cuando, a unos 5 km de su lujosa mansión en las afueras, este fue asaltado por dos ladrones de poca monta que se llevaron consigo un poco de dinero, algunas joyas y la vida de la ilustre señora. El chófer fue noqueado de un golpe según la versión oficial, pero en realidad estaba en el ajo. Gabriela Matamala era una mujer de lo más convincente: abría los tratos con una buena suma y los cerraba con un buen polvo.

Cualquiera que conociera bien la personalidad y la situación de Gabriela hubiera sospechado de ella, pero el Sr. Nieves estaba hechizado por sus encantos, y nadie más sabía de su relación extramatrimonial. Cuando esta pasó a ser matrimonial escasamente un mes después, todo el mundo pensó que sencillamente había sido rápido buscando una sustituta en su lecho y, como no podía ser de otra manera, más rápida había sido la Srta. Matamala en aprovechar la oportunidad. Quedó pues a ojos de todos como una interesada, pero no como una asesina.

A sus 17 años, para Blanca Nieves fue especialmente dura la pérdida de su madre. Cuando Gabriela se mudó a la mansión no fue fácil para ninguna de las dos, pero trataban de sobrellevar sus diferencias con una buena actitud. Blanca se esforzaba para no hacer sufrir a su padre, que además había empezado a padecer problemas del corazón, y Gabriela lo hacía para conservar su nuevo estatus en la familia.

Ciertamente, Gabriela no tenía motivos para sentir ni aprecio ni desprecio por su hijastra, pero esa inicialmente lógica indiferencia se veía perturbada por un pequeño detalle: Blanca era preciosa.

Sin superar el 1'60 de estatura, su pequeño y delgado cuerpo estaba adornado por unos pechos no muy grandes pero sí perfectamente firmes y esféricos, transmitiendo el conjunto una sensación de pura armonía. Su rostro era angelical, enmarcado en un frondoso pelo azabache y coronado por sus oscuros pero cálidos ojos y, sobre todo, por sus preciosos labios. Lo que más destacaba de su apariencia era, sin embargo, la exagerada palidez de su piel, que le confería un aspecto tan frágil como bello.

Cuando Gabriela se vio obligada, casi por una cuestión de protocolo, a aceptar la solicitud de amistad en Facebook de la adolescente, casi le dio un ataque. La muchacha tenía absolutamente embelesado a todo el mundo, hasta el punto de que la más insignificante de sus fotografías recibía más atención que la más trabajada de Gabriela. Blanca suscitaba más pasiones mostrando un ojo que Gabriela exponiendo casi toda su anatomía. Era inconcebible.

La chica, por su parte, no hacía demasiado caso a esas cosas. Lo cierto era que, pese a la popularidad de su imagen, no era precisamente una persona con una vida social extraordinaria. Siempre había sido más bien tímida y, si a eso le añadimos su endeble fachada y su estricta educación, sus relaciones reales no abarcaban más de un par de compañeras de clase. Hasta que conoció a Florián.

Una mañana, a principios de curso (2º de Bachillerato para Blanca), la joven charlaba con sus amigas en un pasillo del instituto cuando, como ya empezaba a ser habitual, fue importunada por un grupo de tres chicos que pasaba por allí.

  • Qué buena está tu madre, Blanquita. - opinó el más imbécil.
  • No es mi madre. - replicó la chica con el mismo poco éxito que las 20 veces anteriores.
  • A mí me la pone durísima. - intervino el más salido mientras se colocaba el paquete, provocando gestos de asco en las tres muchachas.
  • Joder, sois unos guarros. - protestó una de las amigas de Blanca.
  • Para guarra la zorrita esa, subiendo fotos en bolas al Face. - volvió a hablar el primero de los chavales.
  • Tío, no te pases. - se pronunció por fin el tercer chico, que resultaba ser el más guapo.
  • Tranqui, Flo, que es una broma, colega. - se defendió el otro.
  • Delante de mí no hagas bromas de esas, ¿estamos?

El tal Flo aparentaba tener una personalidad fuerte y, si su comportamiento no era fingido, un gran sentido del respeto. El trío de féminas ya lo miraba con cierta admiración.

  • Vale, joder, no te pongas así. - se mosqueó el imbécil, antes de dirigirse al salido. - Mejor vámonos, anda.

Y los dos babosos se alejaron por donde habían venido.

  • Perdónales, no lo hacen con mala intención. - intercedió Flo por sus compañeros, dirigiéndose a Blanca.
  • Tra-tranquilo, ya los conozco... - concedió Blanca, que bien sabía que ese par tenía la cabeza llena de serrín y no de bilis.
  • ¿Pero cómo es que no te conocemos a ti? - preguntó otra de las chicas, mucho más lanzada.
  • Soy nuevo en el insti, me acabo de mudar a la ciudad. - contó él. - Me llamo Florián.

Florián era más alto que las tres chicas, pero tampoco era enorme. Parecía estar en forma y su rostro era bastante agraciado, con el cabello ligeramente rubio y los ojos azules. Los cuatro estuvieron encantados de conocerse, pero desde el principio él tuvo más afinidad con Blanca que con ninguna otra.

Florián y Blanca pronto empezaron a pasar mucho tiempo juntos, levantando rumores y envidias por igual a su alrededor. Lo cierto es que ambos sentían algo más que amistad por el otro, pero ninguno se atrevía a reconocerlo.

  • ¿A ti no te pone mi madrastra? - le interrogó un día Blanca, cuando ya tenían confianza, mientras paseaban juntos tras salir de clase.
  • No está mal. Pero me gustas más tú. - bromeó él, aunque diciendo la verdad.
  • Ya, claro, como si yo tuviera esas tetas... - prosiguió ella, inconsciente de su propio atractivo.
  • Como si las necesitaras. - insistió él con una sonrisa más sincera que otra cosa.

Las blancas mejillas de Blanca se sonrosaron y ella sonrió como lo que era: una adolescente enamorada. Ese día llegó a casa con una sonrisa radiante. Tan radiante que Gabriela, al verla, no pudo soportarlo. Tan radiante que no podía durar.

  • Dime una cosa, Leopoldo. - solicitó Gabriela aquella misma noche, mientras le practicaba una felación a su marido en los prolegómenos del coito.
  • ¿El qué? - respondió él sin abrir los ojos ni incorporarse, disfrutando de las habilidades de la mujer.
  • ¿Quién está más buena, Blanca o yo? - soltó la bomba.
  • ¿Qué? - se sorprendió el Sr. Nieves, esta vez sí, abriendo los ojos.
  • Ya me has oído. ¿Quién está más buena? - perseveró Gabriela, intercalando sus palabras con lametones.
  • Por Dios, Gaby, es mi hija. ¡Y es una niña!
  • ¿Una niña? - Gabriela se estaba enfureciendo, pues no escuchaba la respuesta que deseaba. - Esa puta de niña no tiene nada.
  • ¡Gabriela, cómo te atreves a...! - intentó incorporarse.
  • ¡No te muevas, cabrón! - antes de que lo hiciera, Gabriela empujó su pecho y se montó sobre su endurecida polla, introduciéndosela de golpe. - ¿Te crees que no me doy cuenta?
  • ¿De... de qué? - quiso saber él, sobrepasado por la conversación y el ímpetu sexual de su segunda esposa.
  • De cómo la miras. Te pone, ¿verdad?

Leopoldo Nieves sintió en ese instante que se le venía el mundo encima. Era cierto, desde hacía un tiempo no había podido evitar fijarse en el desarrollo de su querida hija y, aunque jamás se hubiera atrevido a tocarla, era innegable que generaba atracción sobre él.

  • Creí que por lo menos te dignarías a negarlo, hijo de puta, pero ya veo que ni de eso eres capaz. - Gabriela seguía cabalgando con todas sus fuerzas, furiosa.
  • Lo... lo siento... - trataba de hablar el Sr. Nieves, sin aliento.
  • Te gustaría follártela, ¿verdad? A todos os gustaría.
  • N-no...

Algo iba mal. Todo aquello estaba destrozando al Sr. Nieves. Concretamente, estaba destrozando su corazón, y no en el sentido metafórico.

  • Gaby... mi... corazón...
  • Ahora no me vengas con palabras bonitas, cerdo. - lo interrumpió ella, desahogándose a través del sexo y los insultos.
  • No... infarto... - se explicó como pudo. - Mis... pastillas...

Gabriela lo entendió esta vez y, sin bajar el ritmo, se fijó en el bote de pastillas de la mesilla de noche y lo alcanzó estirando el brazo.

  • ¿Estas?
  • Sí... dame...

Pero antes de que terminara la frase, Gabriela lanzó el bote al otro extremo de la habitación.

  • ¿Qué... haces? - protestó él, y en ese momento fue callado por un apasionado beso de su amante.

En cuanto la mujer separó sus labios de los del hombre, los acercó a su oído y le susurró:

  • Vas a morir, hijo de puta. Te voy a matar como a la zorra de tu mujer.

El Sr. Nieves por fin ató cabos y abrió los ojos con espanto.

  • Y como la putita de tu hija me toque mucho las narices, no dudes que será la siguiente. - musitó Gabriela finalmente.

Aquello fue más de lo que Leopoldo Nieves pudo soportar. Durante unos instantes, la fría asesina estuvo cabalgando sobre un todavía caliente cadáver, hasta que estuvo segura de la defunción. En esta ocasión sí hubo rumores que la vinculaban directamente con el fallecimiento, pero la autopsia era clara: la muerte había sido causada por un ataque al corazón.

Al día siguiente, y al contrario de lo que suele ser natural, Blanca quiso ir a clase. Prefería sobrellevar la pena junto a sus escasas amistades que en compañía de aquella madrastra con la que no tenía ninguna afinidad. A Gabriela, desde luego, no le importó. La viuda negra se regocijaba con las consecuencias de sus actos. Bien era cierto que la muerte de su marido no había sido planeada, pero todo había ocurrido a pedir de boca. Ahora ella era la dueña de todo, al menos hasta que Blanca cumpliese la mayoría de edad. Para entonces, ya se encargaría de negociar con ella por las buenas... o por las malas.

Por la noche, Florián decidió acompañar a Blanca hasta la puerta de su casa. No quería dejarla sola ni un instante en aquellas circunstancias.

  • Bueno, ya estamos aquí. - dijo el chico en cuanto llegaron, sin romper el abrazo que habían mantenido durante todo el trayecto.
  • No te vayas, por favor. - suplicó Blanca, a la que poco le faltó para romper a llorar por enésima vez aquel día. - No me dejes sola.
  • No estás sola, Blanca. Tienes a tu madrastra, y al servicio...
  • No. - interrumpió la joven. - Ninguno de ellos significa nada para mí.
  • Pero...
  • Quédate, por favor. - volvió a pedir Blanca, esta vez mirándole a los ojos. - Quédate a dormir conmigo.
  • ¿A dormir? Pero, ¿qué dirá...?
  • No me importa. - le cortó ella otra vez. - Ahora solo me importas tú.

Los dos muchachos se quedaron unos instantes en silencio, mirándose a los ojos y, finalmente, Florián se aventuró a probar esos labios que llevaba deseando desde el instante en que los vio. Blanca devolvió el beso, su primer beso, y por momentos sintió que volvía a tener ganas de vivir.

  • Además... - retomó la palabra en cuanto se separaron. - Estamos en las afueras, y es muy tarde, no puedo dejar que te vayas solo.

Blanca se esforzó por sacar una sonrisa con la que quiso demostrarle que también ella se preocupaba por él. Y aquello venció las resistencias del chico.

Siendo lo más sigilosos que les fue posible, los dos enamorados se adentraron en la mansión hasta llegar al dormitorio de la anfitriona. Allí solo disponían de una cama individual, pero no les importó.

  • No me he traído pijama. - señaló Florián antes de meterse en la cama, sin segunda intención alguna.
  • Como si lo necesitaras... - respondió Blanca con picardía, olvidándose por momentos de la tragedia que la asolaba.

Florián sonrió y se despojó de la camiseta, revelando a la tenue luz de la luna que entraba por la ventana un torso bastante trabajado. Blanca sabía que se estaba entrenando para ser socorrista (tenía pendiente darle a la chica unas clases de natación, pues ella jamás se había metido en ningún agua que no fuera la de la bañera), y que en consecuencia tenía un cuerpo atlético, pero no se esperaba que le gustara tanto.

  • Estás muy bueno... - soltó tímidamente, pues nunca había dicho algo así.
  • No tanto como tú.

Florián se abalanzó suavemente sobre su amada, besándola con la proporción justa de cariño y pasión. Ella se dejó besar, tumbar y desnudar, y pronto su pequeño pecho rozó directamente el del chico. Florián se deleitó chupando los preciosos senos, aunque la oscuridad no le dejó percatarse de que eran, si cabe, más pálidos que el resto del delicado cuerpo.

Florián siguió descendiendo con sus labios por los agradables senderos femeninos, hasta toparse con un obstáculo en forma de falda escolar del que no dudó en deshacerse.

  • ¿Estás segura de esto? - quiso saber Florián mientras terminaba de quitarse su propia ropa, permitiendo que los rayos lunares iluminaran una erección que a Blanca le pareció enorme, aunque en realidad era un tamaño normal.
  • Sí... - respondió ella, más ansiosa que segura.

El muchacho retiró la última prenda de Blanca, descubriendo un pubis que, pese a la abundancia de vello, no rompía en absoluto la perfección de la anatomía a la que pertenecía. Finalmente, y en esta ocasión con mucho más cariño que pasión, Florián penetró a Blanca, arrancando con su virginidad un dulce gemido. Un gemido que llegó a oídos de Gabriela...

Florián se despertó antes que Blanca, con ganas de ir al servicio. Y así lo hizo, no sin antes disfrutar por unos instantes de contemplar el cuerpo desnudo de la chica, ahora bien iluminado por la primera luz matinal.

El muchacho no se molestó en vestirse más que con su calzoncillo, y de esa guisa estaba lavándose la cara en el baño cuando notó una presencia a su espalda. Enseguida pudo ver a través del espejo que tenía en frente de quién se trataba: era la madrastra de Blanca, quien solo iba ataviada con un conjunto de lencería negro. Inmediatamente se giró hacia ella.

  • Vaya, vaya, vaya... - se sonrió la mujer, con aire divertido. - ¿Qué tenemos aquí?
  • Eh, disculpe... Soy... soy un amigo de Blanca.
  • Un amigo cercano, por lo que veo... - dijo Gabriela, acercándose lentamente a él mientras lo miraba de arriba a abajo.

Florián no pudo evitar fijar sus ojos por un instante en los llamativos pechos de la madrastra. Era cierto que Blanca le gustaba mucho más, pero tampoco era de piedra.

  • Bueno... - intentó excusarse el chaval. - Es que...
  • No hace falta que digas nada. - se detuvo a escasos centímetros de él. - Conozco a los tíos como tú. Os ponen las niñas inocentes, y más si son vírgenes, ¿verdad?
  • No, oiga...

Se calló bruscamente, en cuanto notó la mano de Gabriela agarrando su paquete.

  • Pero no hay nada como la experiencia... - susurró la madrastra mientras aproximaba sus labios a los de él.

En un acto reflejo, el chico apartó su rostro y, con su propia mano, alejó la ajena de su irremediablemente erecto pene.

  • Lo... lo siento... - murmuró, aturdido. - Me... me tengo que ir...

Y, lo más rápidamente que pudo, regresó al dormitorio, se vistió y abandonó la mansión. Lamentó no despedirse de Blanca, pero no quería despertarla ni tampoco permanecer allí un instante más. Gabriela no fue tan considerada.

  • ¡Despiértate, puta! - gritó mientras agarraba a su hijastra de una pierna y la lanzaba de la cama al suelo, descubriendo su cuerpo desnudo.
  • ¿Qué.... qué pasa? - preguntó la chica dolorida y aún a medio despertar. - ¿Dónde está...?

Una sonora bofetada la calló, incrementó su dolor y la terminó de despejar.

  • Eres una zorra, ¿me oyes? No pasa ni un día desde que muere tu padre y te traes a un chico para follártelo. ¿Cómo puedes ser tan puta?
  • Yo no... - las lágrimas que empezaban a brotar de sus ojos no detuvieron el siguiente tortazo.
  • ¡Cállate! - bramó Gabriela aparentando enfado, cuando en realidad disfrutaba de lo lindo con la situación. - ¡No tienes excusa!

Blanca obedeció y se limitó a seguir llorando. Parecía haberse convencido de que su madrastra tenía razón.

  • ¿D-dónde está? - se atrevió a preguntar finalmente.
  • ¿Que dónde está? ¿Tú qué crees? - obtuvo la callada por respuesta. - En cuanto pudo se marchó, claro. Después de todo, ya había logrado su objetivo.
  • ¿Q-qué? - inquirió Blanca sin entender.
  • Pareces tonta, niña. ¿Qué iba a querer más que meterla en caliente? Los hombres son así, Blanca, te hacen caso hasta que te la meten y luego si te he visto no me acuerdo.
  • N-no... - Blanca no se lo quería creer. - Él no...
  • Él sí. - cortó Gabriela tajantemente. - ¿Acaso crees que los chicos te quieren para algo más que para follarte?

Blanca permaneció callada, en estado de shock, y su madrastra quiso seguir hurgando en la herida.

  • Ellos te ven como una zorra y esta noche les has demostrado que lo eres. Estarás orgullosa.
  • Lo... lo siento. - musitó la joven finalmente antes de romper a llorar.

Gabriela se quedó unos instantes observando el llanto de la chica, regocijándose en silencio. En ese instante vibró el teléfono móvil de la muchacha, pero Gabriela lo alcanzó antes de que la otra pudiera reaccionar. El mensaje era de Florián y rezaba lo siguiente: “Siento haberme ido sin avisar, tenía prisa y no quise despertarte. Espero que no te moleste. Te quiero. (L)”

  • A partir de ahora harás todo lo que yo te diga y no harás nada sin mi permiso, ¿estamos? - aseveró Gabriela mientras borraba el mensaje. - Para empezar, te prohibo utilizar este trasto.

Blanca, abatida como estaba, no pudo más que asentir sin levantar la mirada.

  • Bien. Hoy no irás a clase, tienes que pensar en lo que has hecho. - ordenó la malvada mujer. - No saldrás en todo el día de tu habitación. No llamarás a nadie del servicio. Yo misma te traeré la comida y la cena. Y mañana... será otro día.

Gabriela abandonó la habitación dejando a Blanca sola, desnuda, llorando. Satisfecha, dedicó buena parte del día a, a través del móvil de su hijastra, borrar todo su rastro de las redes sociales. Esa niñata no volvería a hacerle sombra.

Sin embargo, no era suficiente. No podía retener eternamente a Blanca en casa, y en cuanto fuera al instituto volvería a los brazos de ese imbécil que se había atrevido a rechazarla, y volvería a disfrutar de una felicidad que no se merecía. No podía consentirlo.

Justo después de llevarle la cena a Blanca, que consistió en un plato más bien escaso de macarrones, hizo llamar al chófer a su dormitorio. El mismo que había ayudado a deshacerse de la madre de Blanca. Y, al igual que aquella vez, se lo folló.

El chófer era un hombre enorme, con una barba muy poblada y pinta de fiero. Su peludo cuerpo no inspiraba mucho deseo, pero al menos había que reconocerle que poseía un miembro en proporción a sus grandes dimensiones.

Gabriela estaba masturbando el enorme falo cuando desveló sus verdaderas intenciones.

  • Tengo otro encargo para ti.
  • ¿Otro... encargo? - refunfuñó el chófer.
  • Sí. Necesito que me ayudes a deshacerme de otra persona.
  • ¿De... de quién? - se inquietó el hombre, que pensaba que no tendría que volver a hacer algo así nunca más.
  • De Blanca. - Gabriela sabía que aquel era un momento crítico en su proceso de convicción, así que en ese mismo instante engulló la verga del grandullón hasta donde le llegó la garganta.
  • ¡Aaaaah! - gimió él. - ¿B-Blanca? Pero...
  • Pero nada. - prosiguió ella tras sacársela de la boca. - Si sabes lo que te conviene, harás lo que te diga.

El chófer emitió un leve quejido, resignado. Él había sido siempre leal a Don Leopoldo Nieves, hasta que esa maldita mujer apareció en sus vidas. Por un lado, la temía. Por otro, la deseaba demasiado. Resolvió que su última esperanza era tratar de razonar con ella.

  • Pero sospecharán de usted, señora. - argumentó, con bastante tino. - Después de lo de los dos señores, otra muerte más...
  • Ocultarás el cuerpo y diremos a todo el mundo que ha marchado a estudiar al extranjero. Yo me encargaré de crear pistas falsas que lo respalden. - señaló Gabriela, que no daba puntada sin hilo. - Ah, y una cosa más...
  • ¿Q-qué?
  • La violarás. La violarás por todos los agujeros de su cuerpo y después la matarás. Esa zorrita se merece un último escarmiento.
  • S-señora... - musitó el chófer, horrorizado.
  • Y me traerás sus bragas ensangrentadas como prueba. Ya no es virgen, pero aún podrás reventarle el culo.

Antes de que el chófer pudiera protestar, Gabriela se lanzó a besarle en los labios y se introdujo su tiesa polla. La negociación estaba cerrada.

Al día siguiente, a Blanca le pareció extraño que su madrastra le pidiera al chófer que la acercara al instituto en coche. Nunca lo había hecho, ni siquiera cuando sus padres vivían, pero llegó a la conclusión de que Gabriela querría compensarla por el horror que le hizo pasar el día anterior. No volvió a escamarse hasta que se percató de que el chófer se alejaba de la ruta correcta.

  • Perdón, pero el instituto es por allí. - quiso corregirlo.
  • Tranquila, cielo, esto es un atajo. - respondió el hombre sin lograr calmarla, principalmente porque su propio semblante reflejaba una gran preocupación.

El asunto se tornó mucho más preocupante cuando Blanca se percató de que estaban saliendo de la ciudad. Se asustó y no quiso decir nada hasta que, a un par de kilómetros de distancia de los últimos edificios urbanos, el coche se detuvo.

  • ¿Qué pasa? - inquirió, ahora sí, ansiosa.
  • Nos hemos quedado sin gasolina. Creo que hay un bidón en el maletero. ¿Me ayudas a echarla?

Extrañada de que semejante hombretón necesitase la ayuda de una jovencita para una tarea tan simple, pero sin atreverse a llevarle la contraria, Blanca salió del coche. Siguiendo las instrucciones del chófer, se dispuso a abrir el maletero para sacar el bidón de gasolina, pero su terror llegó a su máximo nivel cuando descubrió que el compartimento estaba vacío. Antes de que pudiera reaccionar, notó como los poderosos brazos del chófer la atrapaban, la ataban de pies y manos con algún tipo de cuerda y la metían en el maletero.

El viaje prosiguió unos minutos más en los que, completamente a oscuras, Blanca trató de imaginar los horrores que la aguardaban, que se aventuraban todavía peores de los ya sufridos. También quiso idear una forma de escapar, pero no la halló.

Cuando el maletero volvió a abrirse ya debían estar muy muy lejos de la ciudad y de cualquier otro tipo de civilización. A lo lejos solo se veía campo y bosque en todas las direcciones.

El chófer la sacó del maletero y la depositó en el suelo, con más cuidado del que cabría esperar dada la situación. El hombre volvió al interior del coche y, cuando regresó al lado de la chica, portaba un pequeño cuchillo.

  • ¿Qué me vas a hacer? - preguntó ella empezando a llorar, histérica.

El chófer no respondió, pero a Blanca le llamó la atención la tristeza que transmitía su mirada, así como la inseguridad de sus movimientos.

  • Por favor, Humberto, no me hagas daño. - intentó hablar con él, que no reaccionaba a ninguna de sus palabras. - ¡Por favor!

Con la calma de un jugador de ajedrez, el hombretón sujetó firmemente con un brazo a la chica contra el suelo y, con el otro, introdujo el cuchillo bajo la camisa del uniforme escolar. Con un rápido y preciso corte la rasgó, dejando a la vista el sujetador blanco que contenía los pequeños pechos de la chica. Ella, completamente paralizada, observó en silencio como él repetía la maniobra con el propio sostén, la falda y las braguitas, dejándola completamente desnuda.

Entonces, llegó su turno: con las fachas de alguien que va a orinar, el chófer se bajó la bragueta y el calzoncillo, dejando asomar un miembro flácido que terminó de aterrar a Blanca. En ese estado parecía casi tan grande como el de Florián en erección.

No tuvo mucho tiempo para pensar en ello, pues el chófer enseguida se acercó a ella, la agarró del pelo con una mano y la incorporó de golpe, sentándola, mientras con la otra se sujetaba la polla y la introducía entre los hermosos labios femeninos. Pronto empezó a mover con fuerza la extremidad que sujetaba el cabello de Blanca, violándole la boca.

Por fortuna, la cosa no duró demasiado. A Blanca le entraron arcadas y el chófer, instintivamente, se retiró y la dejó respirar. Poco convencido de lo que estaba haciendo, la volvió a dejar en el suelo y empezó a masturbarse observando su precioso cuerpo. Sin embargo, no fue capaz de lograr una erección en semejante situación, y finalmente se vino abajo.

El hombretón se guardó el miembro y empezó a llorar él mismo, apresurándose a liberar a Blanca de sus ataduras.

  • Discúlpame... Discúlpame, Blanca. - sollozó desesperado, consciente de que no tenía perdón alguno.

La muchacha seguía asustada, dolorida y asqueada, así que no reaccionó.

  • Es tu madrastra. - confesó el arrepentido chófer. - Te quiere muerta, Blanca.
  • ¿Q-Qué? - eso sí la hizo reaccionar.
  • Ella mandó matar a tu madre, y quién sabe si está detrás de la muerte de tu padre también. - siguió contando mientras se deshacía de las últimas cuerdas que retenían a la chica. - No puedes volver a casa o acabará contigo... Y conmigo también.
  • ¿Y... y qué hago? - preguntó Blanca, conmocionada, mientras trataba de ponerse en pie.

El chófer la ayudó a incorporarse y, tras meditar unos segundos, respondió.

  • Escucha. No muy lejos de aquí hay un asilo para personas abandonadas que no pueden valerse por sí mismas. Si les explicamos tu situación, quizá puedan ayudarte, y está lo suficientemente lejos de tu madrastra. - explicó. - Evidentemente no podrás establecer contacto con nadie de tu entorno, ¿está claro? Nunca más.
  • Pero... - quiso protestar ella.
  • Es tu mejor opción para sobrevivir.
  • ¿Y por qué no la denunciamos? - se le ocurrió a Blanca.
  • Es demasiado poderosa. - musitó el chófer. - Además, no hay ninguna prueba de nada aparte de mi testimonio. Sería muy fácil para ella volcar todas las culpas en mí.

Blanca comprendió la situación y se resignó a acatar las órdenes del chófer. Este le recompuso la ropa como buenamente pudo y la acompañó hasta el asilo. Aunque, eso sí, tuvo que quedarse con sus bragas y hacerse una pequeña incisión en el dedo para mancharlas con su propia sangre.

  • Puedes quedártelas. - determinó Gabriela una vez hubo comprobado la prueba que su siervo le brindaba. - Y ahora, cuéntamelo todo...

El chófer tuvo que esforzarse para, mientras volvía a acostarse con su ama, inventar un terrible relato de violación y asesinato. Ella, por su parte, se puso más cachonda imaginando los tormentos sufridos por su hijastra que recibiendo las atenciones sexuales del hombre que la penetraba.

Por su parte, Blanca fue recibida con los brazos abiertos en el apartado asilo (y lo de llegar en un estado de semi-desnudez no fue, precisamente, un problema, habida cuenta de que por aquel entonces solo había hombres en el lugar). La residencia para personas abandonadas era muy pequeña, hasta el punto de que solo había una persona al cargo. Sabino era un hombre entrado en años pero de una enorme vitalidad, y Blanca pronto le cogió cariño por su carácter afable y sus sabios consejos.

Cuando Blanca llegó, había 6 personas bajo los cuidados de Sabino. Doroteo, de unos 60 años de edad, padecía narcolepsia, por lo que necesitaba tener a alguien pendiente de él continuamente. Feliciano era el más viejo del lugar, rondando ya los 90, pero pese a ello siempre tenía una sonrisa en la boca y una palabra amable. Timoteo era más joven que los dos anteriores, pues apenas había alcanzado la cincuentena. Era un hombre muy callado, y Blanca tardó unos días en averiguar por qué se encontraba allí. Al parecer era un hombre muy depresivo y que no tenía a nadie en el mundo, y que por casualidad había acabado encontrando su hogar en aquel asilo. Más o menos de la misma edad era Moncho. Sin embargo, su personalidad era completamente opuesta: era muy parlanchín, y en ocasiones descarado. Necesitaba la ayuda de una máquina para respirar bien, la cual resultaba ser el aparato más moderno que había en el edificio.

Por último, Gregorio y Miguelito eran, con diferencia, los residentes más especiales. El primero, que sería más o menos de la edad de Sabino, era un cascarrabias de tomo y lomo, y continuamente entraba en disputas con sus compañeros. Sin embargo, en el fondo nadie le reprochaba nada, pues tenía motivos de sobra para su mal carácter: hacía años sufrió un accidente que lo dejó prácticamente tetráplejico, pues no podía sentir las piernas y los brazos apenas le respondían. Cuando los médicos dieron su causa por perdida, acabó bajo los cuidados de Sabino.

Miguelito parecía tan fuera de lugar como Blanca. Entre todos aquellos hombres con más de medio siglo a sus espaldas, el chico de veintipocos era un contraste casi tan brutal como la jovencita de 17. Él tenía 24, pero tenía la mentalidad de un niño de no más de 10. Su retraso mental no le impedía desenvolverse con cierta normalidad, pero para él hubiera sido imposible socializar o cuidar de sí mismo fuera de esas cuatro paredes. Su percepción de la realidad era tan lúcida como la de cualquiera, pero su habla y algunos movimientos estaban tan atrofiados como su desarrollo mental.

Blanca, como no podía ser de otra forma, cayó en gracia a todos, aunque Gregorio fuese el más reticente en reconocerlo. Ella también les cogió cariño rápidamente, y muy pronto abandonó su rol de residente y pasó a trabajar codo con codo con Sabino cuidando de los demás.

Aunque atender a los residentes ocupaba gran parte de su tiempo, Blanca disponía de un rato todos las tardes para relajarse, tiempo que solía ocupar leyendo o paseando por los alrededores del asilo, que incluían un pequeño bosque, algún que otro sendero por el que se podía caminar sin problemas e incluso un lago. Tanto ella como los hombres eran bastante felices con aquella situación.

Sin embargo, para ellos no era fácil soportar tener a una jovencita tan atractiva revoloteando todo el día a su alrededor, máxime cuando la mayoría de ellos llevaba décadas sin estar con una mujer. Y si ella era la encargada de ayudarlos a bañarse o a vestirse, la situación se volvía violenta en extremo. Blanca tenía que lidiar con miradas lascivas (pese a los intentos de sus dueños por moderarse), erecciones involuntarias e, incluso, los atrevidos comentarios de Moncho.

Solo dos habitantes del asilo parecían indiferentes a los encantos de Blanca, y no podían ser otros sino ellos: Gregorio y Miguelito. El joven sencillamente era demasiado infantil como para pensar en ella como mujer, pero el caso del cascarrabias despertó la curiosidad de la chica. ¿Acaso había perdido la líbido junto a la movilidad de sus extremidades? ¿Tan poderoso era su orgullo como para permitirle siquiera echarle un vistazo a la muchacha? ¿O, simple y llamante, era un hombre al que no atraía?

¿Y ella? Ella también lo pasaba mal, claro está. A la pérdida de sus padres y todas las desgracias que vinieron después, había que sumarle lo mucho que echaba de menos a Florián, y el hecho de tener que vivir rodeada de hombres mayores. Algunas noches se masturbaba recordando el cuerpo de su amado, aquel que solo la había utilizado para saciar sus más bajos instintos. Instintos que ella misma empezaba a ser incapaz de controlar...

El punto de inflexión llegó una tarde, y tuvo que ser Moncho quien lo detonara. Blanca estaba ayudándolo a cambiarse de ropa cuando, como de costumbre, se topó con el corto pero grueso pene asomando bajo la notoria barriga del cincuentón.

  • ¿Ya estamos otra vez? - preguntó Blanca entornando los ojos, sonriéndose, acostumbrada.
  • Perdona, Blanqui, ya lo sabes. - replicó él con tono alegre. - Ya sabes que los viejos como yo no podemos controlarnos ante bomboncitos como tú.
  • Anda ya, Moncho. - protestó la chica, bromeando. - Que tampoco eres tan viejo.
  • Bueno, sí, por lo menos aún se me pone dura. - rió el hombre, mientras se subía los calzoncillos y Blanca lo ayudaba a tumbarse.
  • Vaya mérito... - le picó Blanca.
  • ¿A qué te refieres?
  • A Feli también se le pone dura, y casi te dobla la edad. - se burló ella.
  • Joder, niña, si es que contigo se le pondría dura a un muerto.

Moncho volvió a reír, pero Blanca no pudo hacer más que sonrojarse y sonreír tímidamente.

  • Pues a Gregor no le pongo... - musitó, y se dio cuenta de que le molestaba más de lo que creía.
  • A Gregor ya no creo que se le levante con nada, cielo.
  • No es eso... Ni siquiera me mira.

A Moncho le sorprendió ese dato. No se podía creer que hubiera un solo hombre que pudiese mantener los ojos apartados de aquella preciosidad.

  • Pues él se lo pierde. - sentenció Moncho finalmente. - Más para los demás.

Consiguió hacer reír a la joven, que se volvió a animar.

  • Eres un cielo. - le dijo, y se inclinó para darle un beso en la frente.

Sin embargo, ese gesto provocó que la enorme camiseta de hombre que llevaba puesta se le ahuecara lo suficiente para ofrecerle a Moncho una perfecta visión de sus deliciosos pechos, que no habían sido contenidos por sujetador alguno desde que el chófer rasgó el último.

  • Ca-cariño, perdona... Me... ¿me dejas un poco de intimidad? - pidió el cincuentón, empezando a sudar.
  • ¿Qué pasa? - preguntó Blanca inocentemente.
  • Necesito...

Moncho se limitó a desviar la mirada hacia su propio paquete (aunque su barriga le impedía verlo), y finalmente Blanca entendió. Tras meditarlo unos instantes, soltó:

  • ¿Te importa si me quedo?
  • ¿Q-qué?
  • Quiero ver cómo lo haces. - explicó tímidamente. - Si no te importa...

El excitado hombre se quedó mirándola como si hubiera dicho que era la mismísima Virgen María, pero no dudó. Sin apartar sus ojos de la chica, volvió a bajarse la ropa interior y empezó a masturbarse lentamente. La chica no perdía detalle.

  • ¿Te... te gusta? - se atrevió a preguntar él.
  • No sé... - se sinceró Blanca, que lo que sí sabía es que no podía dejar de mirar.
  • Tú... ¿tú te...?

Aquella pregunta sorprendió a la joven, que por unos instantes giró su vista hacia la de su interlocutor. El rubor de sus mejillas respondió por ella. Moncho no se pudo contener más.

  • ¿Me das un besito? - suplicó, sin dejar de meneársela.
  • ¿Otro?
  • Pero... allí.

A Blanca la recorrió un escalofrío. Por un instante recordó el breve espacio de tiempo durante el que Humberto, el chófer, estuvo penetrando su boca por la fuerza. Aquella visión la echaba para atrás, pero... Esto solo sería un besito, dado voluntariamente, y lo que Moncho tenía entre las piernas era de mucha menor envergadura.

  • No sé... - se hizo de rogar.
  • Venga, por favor... - puso cara de cordero llegado. - Que estoy enfermito...

Blanca no pudo evitar volver a reír, divertida y, finalmente, convencida.

  • Sí que estás enfermo, sí. - bromeó mientras sustituía la mano de Moncho con la suya propia y se agachaba para apoyar sus dulces labios en el gordo y empapado glande.

Moncho se limitó a dejarse hacer, y fue por puro instinto y deseo que Blanca terminó haciéndole una inexperta mamada. Pese a su poca práctica, el morbo del momento provocó que el hombre no pudiera aguantar mucho, y educadamente informó a la chica para que se apartara y no se manchase. Ella lo limpió y terminó de ayudarlo a vestirse, proceso durante el cual el hombre subió un nivel en su descaro y se dedicó a manosear con delicadeza las bien formadas nalgas de la joven quien, observando la felicidad que reflejaba el arrugado rostro que la contemplaba, no opuso resistencia alguna, sintiéndose satisfecha consigo misma.

Esa satisfacción y, por qué no decirlo, sus crecientes curiosidad y morbo, propiciaron que en pocos días acabara dándole ese tratamiento al resto de residentes. Primero fue Feliciano, quien estaba demasiado cerca de la tumba como para hacerlo esperar. El anciano no fue capaz de avisar a tiempo de su corrida, pero ésta fue tan poco copiosa que a Blanca tampoco le importó. Doroteo lo pasó un poco mal, pues le aterraba la idea de quedarse dormido mientras su querida Blanca le chupaba la polla. Timoteo, por su parte, sonrió por primera vez en años mientras la joven engullía sus escasos 9 cm. Y Sabino, más vital que cualquiera de sus pacientes, no se conformó con la felación y acabó follándose a su ayudante, quien lo disfrutó bastante teniendo en cuenta las condiciones de su amante.

Blanca no se atrevió a intentar nada con Miguelito. Estaba claro que si él se lo pedía accedería gustosa, pero ella no iba a ser quien pervitiera la inocencia del muchacho. Ya solo quedaba Gregorio...

  • ¿Aún puede tener erecciones? - se decidió a preguntar una mañana mientras lo aseaba, tratándolo de usted, cosa que solo hacía con él, Sabino y Feliciano.

Gregorio hubiera podido ser un hombre atractivo incluso a su edad. Tenía rasgos agradables y unos penetrantes ojos azules, pero el permanente ceño fruncido y su atrofiada anatomía no ayudaban.

  • ¿Y a ti qué te importa? - replicó él, tan simpático como siempre.
  • No sé, me da curiosidad... Eres el único al que no...
  • ¿El único al que no se la pones dura? - adivinó Gregorio. - Eso no significa que sea impotente, simplemente que no me gustas.

Blanca analizó sus palabras unos segundos. ¿Diría la verdad?

  • No te creo. - declaró finalmente, queriendo pincharlo.
  • Cree lo que quieras.

En ese instante, Blanca tuvo una perversa idea.

  • ¿Por qué creer cuando puedo averiguar? - dijo con un brillo en la mirada que Gregorio nunca le había visto.
  • ¿A qué te...?

Antes de poder hacer la pregunta, Blanca introdujo su mano derecha en la bañera y agarró el flácido pene del viejo. Este, incapaz de moverse, tampoco quiso protestar.

  • Veamos si es verdad que aún se te pone dura...

La chica empezó a masturbarlo y, aunque costó, logró la erección. Y qué erección. La polla de Gregorio era magnífica. Más grande que la de Florián y que las de todos sus compañeros de asilo, no alcanzaba las desproporciones de la del chófer, pero aún así era mucho más llamativa, embutida en el enclenque cuerpo del anciano. El dueño de aquello se mantuvo impasible observando su propia erección, el mismo punto del que no se podían apartar los ojos de Blanca.

  • Es... increíble. - susurró la joven, sin obtener reacción alguna del hombre.

Blanca prosiguió magreando el pedazo de carne, aguardando a que Gregorio le pidiera que lo chupara o lo cabalgara. Esa solicitud no llegó. Finalmente, fue ella quien se decidió a probar aquella verga.

Llevaba un rato chupando cuando fue sorprendida por una ligera presión sobre su nuca. Levantó la mirada y comprobó, alucinada, como el casi tetrapléjico había sacado fuerzas suficientes para mover un brazo y ayudarla en la felación. Ese gesto fue definitivo.

  • Sí que te gusto. - exclamó Blanca, sonriendo, interrumpiendo la mamada.
  • Claro que me gustas. - respondió Gregorio con tranquilidad, sin alterar su rostro. - Eres preciosa.
  • ¿Y por qué no lo has demostrado hasta ahora? ¿Por qué no me has pedido lo mismo que tus compañeros?
  • ¿Acaso lo he necesitado? - soltó el viejo y, esta vez sí, su boca se torció en algo parecido a una sonrisa.

Blanca sonrió, sintiéndose felizmente derrotada por aquel hombre, y prosiguió su tarea con más ganas todavía, hasta que le preguntó:

  • ¿Quieres follar? - se sorprendió a sí misma, pues nunca había usado esa palabra.
  • Tanto como tú.

La chica no tardó ni diez segundos en desnudarse, meterse en la bañera y cabalgar esa majestuosa polla. Agarró las manos del anciano y las colocó en sus pechos, facilitándole el deleitarse con ellos. Por último, se agachó para besarlo en la boca, hasta que el orgasmo los sobrevino a ambos. El mejor de sus vidas.

La vida prosiguió unos meses sin grandes cambios para nadie. En el asilo, Blanca cuidaba y disfrutaba de sus 7 hombres, aunque no tanto como ellos lo hacían con ella. En la ciudad, Gabriela vivía una existencia regalada, manejando el patrimonio de los Nieves y con una vida sexual tan activa como la de su hijastra. Y lo mejor de todo, volvía a ser la reina indiscutible de su Facebook.

La calma se rompió por un detalle tan aparentemente insignificante como trascendente en esencia. Sabino, que era el único habitante del asilo que se alejaba del mismo (Blanca no lo hacía por miedo y los demás por incapacidad), decidió que era hora de modernizarse un poco y se compró un ordenador. Nada sofisticado, el aparato justo y necesario para manejar algunos trámites con comodidad. No obstante, el inocente anciano cometió un error.

Hostigado por algunas de sus amistades de la ciudad, Sabino decidió abrirse cuenta en Facebook e, inconsciente del daño que podía hacer, se animó a colgar en su muro una fotografía que se habían hecho juntos todos los habitantes del asilo. La foto se propagó más de la cuenta y llegó a ojos de Gabriela, quien casi rompe media habitación cuando descubrió que Blanca seguía viva. Para colmo de males, aunque la imagen no recibió excesiva atención, sí lo hizo su hijastra, habiendo más de un comentario que hacía alusión a su belleza.

Su reacción no se hizo esperar. Lo primero era lo primero: nadie engañaba a Gabriela Matamala y se iba de rositas. Esa noche volvió a requerir al chófer en su cama, pero no sería placer lo que el pobre hombre iba a recibir.

Antes de meterse en faena, Gabriela lo invitó a una copa de vino que él no pudo rechazar, desconociendo que la malvada mujer había añadido cierta sustancia a su vaso. Calculando bien los tiempos, la señora de la casa se las arregló para estar bajando los pantalones del hombretón en el momento en que la droga debía estar empezando a hacer efecto.

  • Dime, Humberto... - comenzó Gabriela mientras desenvolvía el ya semierecto pollón. - ¿Dónde escondiste el cuerpo de mi hijastra?
  • ¿P-perdón? - se sobresaltó el chófer, algo que también se hizo patente en la disminución de su erección.
  • El cadáver. ¿Qué hiciste con él? - insistió ella, sabiendo que su pregunta no tenía respuesta.
  • Yo... yo lo... - dudó, empezando a sudar. - Lo enterré. Lo enterré en mitad del bosque.

Empezaba a sentirse terriblemente mareado y débil, algo que achacó erróneamente a su agobiante situación.

  • ¿Ah, sí? - sonrió Gabriela maliciosamente, sin dejar de manosear el flácido pene. - Pues no se te debe dar muy bien usar la pala, porque ha aparecido.
  • ¿Q-qué? - el miedo se apoderó de cada célula del enorme cuerpo del chófer. - Eso no... no es posible.
  • Claro que no es posible, ¡porque no hay ningún cuerpo! - bramó Gabriela cambiando de actitud, al tiempo que apretaba con fuerza el abultado escroto del hombre, quien gimió de dolor.
  • S-señora...
  • La dejaste escapar, ¿verdad? - la rabia inundaba los ojos de la mujer. - La alertaste de mis intenciones y la dejaste marchar. Seguro que ni siquiera fuiste capaz de violarla.
  • No... no conseguí excit... - murmuró él, dejando escapar unas pocas lágrimas de terror.
  • Eres un inútil y un traidor.

El chófer notaba que todo empezaba a oscurecerse, y la voz de Gabriela cada vez se oía más lejana. Se quedaba sin fuerzas.

  • Por favor, no me mate. - fue lo último que consiguió decir.

Lo último que alcanzó a escuchar, sin embargo, fue terrible.

  • Poco castigo sería la muerte para ti. - sentenció Gabriela antes de exponer sus verdaderas intenciones. - Si no se te puso dura teniendo a esa putita a tu merced, no mereces llamarte hombre. Y agradece que para mí sea todo mucho más fácil teniéndote inconsciente, porque eso te va a ahorrar mucho, mucho dolor.

Horrorizado, el chófer no pudo evitar que sus ojos terminaran de cerrarse, recibiendo como última imagen la de aquella bruja manipulando su virilidad. Una virilidad que no volvería a ver entre sus piernas.

Saldadas las cuentas con el chófer, y habiéndose encargado de que recibiera la atención médica necesaria para sobrevivir sin alertar a las autoridades, a Gabriela le llegó el momento de enfrentarse al mayor de sus problemas: su endemoniada hijastra.

El asunto era complicado. Tras hacer algunas averiguaciones, descubrió que la muy infeliz vivía en un asilo dejado de la mano de Dios, propiedad del hombre que había publicado en Facebook la fatal fotografía. No parecía probable que Blanca fuese a alejarse de allí voluntariamente, y tampoco sería fácil entrar sin que ella pusiese el grito en el cielo. Allí solo se podía entrar y pasar desapercibido... siendo una persona débil y abandonada.

Gabriela no estaba dispuesta a dejar que se encargase de esto nadie más, pues ya había quedado patente que no podía fiarse de nadie. Su única solución era hacerse pasar por quien no era. Aunque perjudicar su imagen no era algo que agradara a Gabriela, esta vez era necesario.

Invirtió mucho dinero y unos cuantos días para preparar el disfraz perfecto. Se las apañó para lograr envejecer a base de maquillaje su rostro y sus manos, las únicas partes de su cuerpo que dejaría visibles (y quién lo hubiera dicho). Añadió unas gafas de culo de vaso que acabarían de modificar su aspecto, y se apropió del vestuario necesario: uno que se correspondiera con su personaje y, al mismo tiempo, ocultase lo mejor posible su anatomía. Por último, practicar una nueva forma de moverse y ensayar una voz falsa serían los pasos que culminarían su transformación.

Una vez metida en su nuevo papel, ya solo restaban dos cosas: encontrar el asilo y planear la forma de matar a su hijastra. Lo primero le fue sencillo gracias a Internet. Lo segundo era más difícil, pues debía hallar un modo en el que pudiera actuar sin descubrirse, pues en aquel horrible lugar no faltarían testigos y, aunque por sí mismos no suponían una amenaza, tampoco parecía inteligente tener que encargarse de todos ellos. Recordando la forma en que drogó al chófer para poder ejecutar su venganza, llegó a la conclusión de que lo más sencillo sería hacer algo similar, pero utilizando veneno esta vez. Con sus influencias, no le fue difícil hacerse con un frasquito de una sustancia tan letal como imperceptible.

Con su disfraz puesto y el veneno bajo la manga (literalmente), se presentó en el asilo, al que pudo llegarse sin levantar sospechas gracias a un autobús que paraba relativamente cerca, haciendo el resto del camino a pie. Una vez frente al edificio, tocó al timbre y, al cabo de unos segundos, la puerta se abrió.

  • Buenas tardes, señora. ¿Puedo ayudarle?

Gabriela tuvo que hacer un gran ejercicio de contención cuando volvió a toparse cara a cara con su hijastra. Blanca tenía un aspecto muy descuidado pero, incomprensiblemente, se seguía viendo preciosa. Su peinado era mucho más simple del que solía llevar antes, su pálida piel no estaba cubierta del escaso pero eficaz maquillaje que a veces se aplicaba y, lo que era más llamativo, solo llevaba puesta una camiseta de hombre que le servía como vestido y el mismo calzado que llevaba el día que el chófer la trajo a aquel lugar.

  • Hola, jovencita. - saludó Gabriela, forzando sus cuerdas vocales para sonar como una anciana. - Busco un lugar donde pasar la noche, y me han dicho que aquí dais cobijo a personas que necesitan ayuda.
  • Así es, señora, aunque lo cierto es que no solemos tener visitantes ocasionales. - explicó la muchacha, sonriente. - La mayoría que vienen lo hacen para quedarse.
  • No es mi caso, querida. - siguió la madrastra con su farsa. - Lo cierto es que he perdido el último autobús de la tarde, y no me atrevo a viajar sola por la noche. Mañana marcharé en cuanto salga el sol.
  • Será como usted quiera, señora. Espere, voy a avisar al encargado.

La infiltración de Gabriela fue exitosa, y pronto contó con su propio dormitorio y pudo charlar de cosas sin importancia con los residentes. No tuvo tanta suerte con su plan de asesinato, pues le estaba costando encontrar la oportunidad de actuar. Por fin, cuando ya estaba empezando a oscurecer, vio la luz.

  • Bueno, señores, si no les importa, voy a darme mi paseo. - anunció Blanca, que a su escasa vestimenta había incorporado una fina chaqueta, pues ya estaba empezando el otoño y refrescaba un poco. - En media hora estaré de vuelta.
  • Disculpe, señorita, ¿podría acompañarla? - solicitó Gabriela, en su rol de anciana. - Me vendrá bien estirar un poco las piernas.
  • ¿Está segura? Mire que ya se está haciendo de noche. - advirtió su hijastra. - ¿No prefiere descansar?
  • No, hija, no, prefiero moverme un poco. - mintió la disfrazada. - Además, estoy en buenas manos, ¿no?

Aquellas acertadas palabras terminaron de convencer a Blanca, y las dos mujeres abandonaron el asilo.

Una vez en marcha, Blanca se dedicaba a enseñarle a su nueva huésped los alrededores del asilo, mientras esta no prestaba atención alguna, buscando el modo de acabar con la molesta chiquilla.

  • …y este es probablemente mi lugar favorito. - contó la muchacha, risueña. - A veces, cuando tengo tiempo, me siento a leer debajo de aquel manzano.

Las dos mujeres habían llegado al borde del lago. El camino que lo bordeaba se elevaba con respecto a la superficie del agua conforme uno se acercaba al mentado árbol, que estaba en un punto desde el que uno podría tranquilamente saltar al agua, si es que esta tenía la suficiente profundidad.

  • Es una pena que no sepa nadar. - continuó la inocente Blanca. - Pero el lago es tan bonito que con mirarlo tengo más que suficiente.

Aquellas palabras, claro está, encendieron una bombilla en la retorcida mente de Gabriela.

  • Lo cierto es que ahora mismo me comería una manzana muy a gusto. - dijo.
  • Bueno, podrá cenar enseguida, pero si quiere nos acercamos y recogemos alguna.
  • ¿Por qué no? - exclamó Gabriela, demostrando menos interés del que en realidad tenía, mientras ambas se acercaban al árbol frutal.

Mientras las dos mujeres recorrían el camino, la mayor estuvo sopesando sus posibilidades. Usar el veneno era una opción, pero empujarla al lago se le antojó la solución perfecta, pues fácilmente podría pasar por un accidente. Desconocía la profundidad del lago, pero desde la altura a la que se encontraban, la muchacha moriría sin lugar a dudas: por la caída si era poco profundo, y ahogada si tenía la suficiente profundidad.

Mientras Blanca recogía algunas manzanas, Gabriela se aproximó al borde del precipicio y fingió resbalar y caer al suelo.

  • ¡Ay! - exclamó, aparentando dolor.
  • ¡Dios mío! ¿Se encuentra bien? - preguntó la muchacha, apresurándose hacia el lugar del tropezón.

Sin embargo, en cuanto estuvo a la distancia suficiente, Gabriela se incorporó con agilidad y trastabilló a la chica, precipitándola al lago con un grito.

Ya totalmente estirada, dejando de lado la inclinación de su espalda que había adoptado durante su interpretación, Gabriela se asomó y observó, con deleite, como la muchacha hacía vanos esfuerzos por mantenerse a flote y, al mismo tiempo, trataba de pedir ayuda. Satisfecha, recogió una de las manzanas y empezó a degustarla, mientras se disponía a alejarse tranquilamente del lugar de los hechos.

Su calma se vio brevemente perturbada cuando, al poco de darse la vuelta, percibió a alguien en el camino. Se trataba de aquel muchacho retrasado que vivía en el asilo. Por un momento se preocupó de que hubiera visto algo, pero tras acercarse a él y comprobar sus reacciones, determinó que no se había enterado de nada. Al parecer, el tal Miguelito había salido para avisarlas de que la cena estaba a punto de ser servida (no era el mejor comunicador del grupo, pero sí el que más rápido hubiera podido encontrarlas). Regresó con él y, una vez con todos los demás, se inventó que había decidido volver antes que Blanca pues sus envejecidas piernas no daban para más, y que la muchacha no tardaría en regresar.

Sin que la falsa anciana se percatara, Sabino se llevó a Miguelito aparte para hablar con él.

  • ¿Y bien? - inquirió el mayor.
  • Se-se-señora mala. - soltó Miguelito como pudo, con evidente preocupación.
  • Maldita sea, sabía que algo en ella me olía mal. No debí dejar que se fueran solas. - refunfuñó. - ¿Y Blanca? ¿Está bien?
  • N-n-no... - exclamó el joven, empezando a llorar.
  • ¿Dónde está? ¿Miguelito, dónde está? - preguntó Sabino empezando a perder los nervios.
  • La-lago...

Sabino no perdió un segundo más. Su idea de mandar a Miguelito tras las mujeres había surtido efecto, pues había podido descubrir la verdad sin levantar sospechas. Actuó con la rapidez y eficacia de quien lleva años repitiendo los mismos procesos: accedió a su botiquín, preparó un sedante y, antes de que nadie pudiera reaccionar, entró en el salón donde estaban los demás e inyectó por la espalda, con precisión quirúrgica, a la sospechosa mujer, que cayó inconsciente en el acto.

  • Tenía yo razón, no era trigo limpio. - explicó, ante la estupefacción de sus pacientes. - Moncho, llama a la policía. Timoteo, acompáñame al lago. Puede que sea demasiado tarde.

El resto de hombres obedecieron entre el asombro y la preocupación, mientras que Sabino y Timoteo salieron hacia el lago a toda la velocidad que les permitieron sus piernas. Sabían que sus posibilidades de salvar a Blanca eran escasas, pero nadie más podía hacerlo.

Cuando llegaron al lago, se encontraron con una estampa que no esperaban, pero ciertamente más favorecedora de lo que sus más optimistas expectativas habían podido imaginar. Blanca estaba inconsciente, tendida en el suelo junto a la orilla, y junto a ella había un muchacho joven, atlético y bien parecido. Ambos estaban empapados y ella estaba semidesnuda, solo con su camiseta transparentando todo su cuerpo, pues el chico se había deshecho de la chaqueta para poder practicarle maniobras de reanimación, en las que todavía estaba inmerso.

Los dos hombres mayores se aproximaron a la escena pero decidieron no intervenir. Tras unos segundos de tensión, y después de que el joven le practicara a la chica el boca a boca por tercera vez, Blanca reaccionó, escupiendo agua y volviendo en sí.

  • Gracias a Dios. - exclamó Sabino con un suspiro de alivio, que su compañero imitó.

Blanca, aún aturdida, miró levemente a su alrededor y, finalmente, fijó sus ojos en el rostro de su salvador.

  • ¡Florián! ¿Qué haces aquí? ¿Qué... qué ha pasado?
  • Tranquila, mi amor. Ya ha pasado todo. - quiso tranquilizarla él. - Vi como esa mujer te empujaba al lago, y mi primer impulso fue lanzarme al rescate. Ahora estás a salvo.
  • Pero... ¿cómo me has encontrado? Creí que no te importaba...
  • Claro que me importas, Blanca, nunca has dejado de hacerlo. Cuando tu madrastra contó que te habías ido a estudiar al extranjero, algo empezó a inquietarme. No me cuadraba que te hubieras marchado sin decirme nada.
  • ¿Ella...?
  • Hace poco confirmé mis sospechas, cuando te vi en Facebook, en una foto subida por el dueño del asilo que hay por aquí.
  • Aquí presente. - intercedió el aludido.
  • Sí. En cuanto te vi, no pude hacer otra cosa que seguir la pista de la foto hasta ti. Y parece que te he encontrado justo a tiempo.

Ante todo lo dicho, Blanca no pudo reaccionar sino dándole un apasionado beso a su amado.

Hechas las explicaciones y las presentaciones pertinentes, los cuatro regresaron hacia el asilo, donde las autoridades ya se habían presentado. Entre todos explicaron lo que había ocurrido.

El testimonio de Blanca, Florián, los hombres del asilo e incluso el del chófer (a quien Gabriela no hubiera permitido irse de la lengua si no la hubieran detenido), unidos al frasco de veneno que encontraron cuando registraron a la malvada mujer y a lo sospechoso de su disfraz, fueron suficientes para condenarla por dos intentos de asesinato hacia Blanca y por el asesinato de su madre, aunque nunca pudieron vincularla con la muerte de Leopoldo. Humberto también fue condenado por su partipicación en algunos de los crímenes, aunque su colaboración y buena disposición le permitieron contar con una pena reducida.

Gabriela, sin embargo, pasaría años a la sombra. Durante ese tiempo, sus compañeras de prisión, estupefactas ante la belleza del “caramelito” que habían encerrado junto a ellas, la sometieron a diversos abusos sexuales de los que Gabriela no tuvo modo de defenderse. Intentó que los trabajadores de la prisión la socorrieran, pero había perdido cualquier poder de influencia que antes hubiera tenido sobre los demás. Cuando su estancia en la cárcel se tornó completamente insoportable, Gabriela se ahorcó en su celda.

En cuanto a Blanca, ahora heredera de toda una fortuna, se casó con Florián y se encargó de que sus 7 hombrecitos tuvieran todas las comodidades que necesitaran, además de mantener el contacto con todos ellos. Lamentablemente para ellos, no el contacto sexual, que quedó reservado para su marido. Cuando Humberto cumplió su deuda con la sociedad, Blanca tuvo la generosidad de readmitirlo a su servicio, sellando así su perdón.

Y así, todos vivieron felices y comieron perdices.

Relación de equivalencias de personajes:

Blanca Nieves – Blancanieves

Gabriela Matamala – La Reina/Bruja Mala (llamada Grimhilde según algunas fuentes y/o versiones)

Leopoldo Nieves – El Rey (llamado Leopold según algunas fuentes y/o versiones)

Madre de Blanca – Madre de Blancanieves

Humberto, el chófer – El cazador (llamado Humbert según algunas fuentes y/o versiones)

Florián – El príncipe (llamado Florian según algunas fuentes y/o versiones)

Facebook – El Espejo Mágico (xD)

Sabino – Sabio

Feliciano – Feliz

Timoteo – Tímido

Moncho – Mocoso

Doroteo – Dormilón

Gregorio – Gruñón

Miguelito – Mudito