Como alma en pena (lll)
Hay deseos que van más allá de la muerte.
Cuando salí de allí, eran casi las seis de la tarde. Mi encuentro con la madura bibliotecaria me hacía sentir pletórico. Por primera vez en mi vida, una mujer me había permitido que la sodomizara. Acababa de agotar toda mi energía sexual, pero seguía sintiendo la obligación de acudir al cementerio. Yo sabía que el espíritu de Marina volvería a vagar frente a la tumba de su marido y, ahora que sabía quién era ella, sentía el deber de hacerle saber todo lo que estaba haciendo para ayudarla.
Antes de acudir al cementerio debía pasar por casa de mi abuela a recoger la linterna y algo de ropa de abrigo. Aún no había olvidado el gélido frío de mi anterior visita al camposanto. Además, al contrario que la vez anterior, esa noche el cielo estaría completamente despejado y la previsión meteorológica anunciaba heladas.
Mi abuela se alegró de que hubiera vuelto tan pronto por allí. Como no era algo habitual, enseguida me preguntó si me había echado novia en el pueblo. Tras unos segundos de duda, negué tal cosa. No podía considerar al fantasma de Marina como mi novia, aunque si volvía a ocurrir lo mismo que la vez anterior, tendría que reconocer que había algo especial entre nosotros.
Pensar en esa posibilidad me hizo caer en la cuenta de que tenía que lavarme un poco. Aunque la idea de desnudarme en casa de mi abuela me daba escalofríos, sabía que debía ducharme o, al menos, lavarme mis partes íntimas. No me apetecía averiguar como reaccionaría Marina en caso de darse cuenta de que mi miembro tenía el olor de otra mujer.
En invierno, la casa del pueblo parecía un frigorífico. Puede que eso explicase que mi abuela se conservara tan bien. Aunque una estufa de butano caldeaba la sala de estar, en el resto de la casa reinaba un helor invernal.
Después de una ducha ultra rápida, me fui a la sala de estar para volver a entrar en calor. Me situé cerca de la estufa, un par de centímetros más y mis pantalones habrían echado a arder. Mientras merendaba una pequeña parte de lo que sacó mi abuela, me pregunté si enseñarle la foto que había hallado en la biblioteca.
Debido a un glaucoma mi abuela había perdido la visión del ojo bueno, como ella decía. Afortunadamente, mi abuela conservaba una mente lúcida y una memoria asombrosa. A mí me llamaba la atención que se supiera de memoria todos los números de teléfono. Al ver la foto se quedó de piedra.
— ¿De dónde la has sacado? —preguntó con incredulidad.
Como no llevaba puestas las gafas de cerca, mi abuela tuvo que mirar la foto a cierta distancia para poder verla. Por la cara que puso, estuve seguro de que había reconocido a aquel hombre. Aunque yo intuía de quien se trataba, deseaba que ella confirmara mis sospechas.
— Recuerdas que te pregunté por Joaquín el alguacil.
— ¿Joaquín la tenía? —repitió extrañada de que el alguacil hubiese tenido escondida esa foto durante tantos años.
— Sí —confirmé.
Por suerte mi abuela no quiso saber más.
— ¿Sabes quién es? —le pregunté al cabo de un rato.
Mi abuela no respondió. Se había quedado cabizbaja, con la mirada perdida cuarenta años atrás en el periodo más oscuro de nuestra familia. Me disgustaba traer a su memoria esos desagradables recuerdos, pero estaba convencido de que los únicos que podrían arrojar algo de luz sobre lo ocurrido serían precisamente aquellos que habían vivido aquellos sucesos en primera persona.
— ¿Abuela? —insistí.
— Es el desgraciado con quien se largó la mujer de tu tío —terminó denunciando mi abuela.
Estaba furiosa. Yo jamás había visto ese rencor ni esa ira en el, hasta entonces, imperturbable semblante de mi abuela.
— Pero nunca los volvieron a ver —rebatí.
— Ni falta que hace —sentenció— Fue una vergüenza para todos, sobre todo para… —la anciana mujer suspiró.
— Pero nadie sabe lo que pasó, ¿verdad? —inquirí en mi papel de fiscal.
— Esta foto lo demuestra —dijo devolviéndome la foto— Ves, es la puerta del cortijo.
Miré a mi abuela sin lograr entender de qué estaba hablando. Yo había estado muchas veces en la vieja casa de campo y esa puerta no me sonaba de nada. A pesar de ese nuevo hallazgo, decidí no seguir molestándola con más preguntas. Mi abuela estaba visiblemente emocionada. Sin duda, aquellos no eran buenos recuerdos para ella.
Al coincidir ambas desapariciones todo el mundo dio por sentado que el maestro de la escuela y mi tía habían huido juntos. En aquella época, que una mujer abandonara a su esposo debió suponer una auténtica conmoción. La gente del pueblo debió chismorrear sobre aquello durante años. Sin embargo, yo tenía cada vez más claro que mi tía no se había fugado a ninguna parte.
Guardé un respetuoso silencio y, finalmente, mi abuela fue a coger la ropa con un barreño en las manos. Una vez salió al patio, eché un último y fugaz vistazo a la foto antes de guardarla en el bolsillo interior de mi chaqueta.
No era extraño que Marina hubiera abandonado a mi tío por aquel hombre. Por lo que me habían contado, mi tío Antonio era un déspota, un hombre bruto y mal encarado, por desgracia bastante común en aquella época. Por contra, el maestro de la escuela aparentaba ser un hombre dulce, respetuoso y emanaba ese aire informal propio de un soñador.
Tuve que caminar a paso ligero para llegar puntual al cementerio. Del mismo modo que la vez anterior, a las siete y media todo se quedó en silencio y la temperatura empezó a bajar. En lugar de vigilar con nerviosismo a un lado y al otro, esa vez apoyé la espalda contra una columna y cerré los ojos.
A los pocos segundos, noté como me bajaban la cremallera y luego una mano de dedos fríos extrajo mi miembro del interior. Al abrirlos, vi que ese día Marina iba ataviada con una blusa sin mangas y una falda larga y vaporosa. Llevaba el pelo suelto y, al igual que la vez anterior, estaba realmente hermosa. De modo algo truculento, a mí me dio por pensar que mi tía era demasiado vanidosa para estar muerta.
Por segunda vez, Marina mamó mi erección moviendo la cabeza arriba y abajo de forma rítmica e insistente. Aunque fuera un espíritu, mi tía ponía cuidado en no rozar con sus dientes el delicado borde de mi glande. Gradualmente, aquella frugal mamada se fue convirtiendo en un auténtico festín. Marina perdió las buenas maneras y trataba de engullir toda mi verga igual que haría una víbora con su presa.
Mientras ella se afanaba, introduje una mano en su escote y agarré uno de sus pechos. La dureza de sus pequeños pezones confirmaba cuanto la excitaba aquello. Supuestamente, mi tía me estaba comiendo la polla delante de su marido y, aunque me avergüence decirlo, eso me la ponía durísima.
Sacó mi miembro de su boca y me miró con cara de angustia. Esa vez Marina no digeriría mi corrida, esa vez cambiaríamos los papeles. Le pedí con un gesto que se pusiera de pie. Ella se irguió, caminó hacia los nichos y apoyó sus hombros desnudos contra la pared.
Meter la cabeza bajo la falda de mi tía fue como sumergirse en un lago de brillante luz azul. Aparté su ropa interior y mi lengua se zambulló entre las piernas de mi tía. Boqueé y bebí de su sexo. Sus fluidos carecían de sabor u olor, tan sólo un electrizante cosquilleo confirmaba que estuviera lamiendo los pliegues de su sexo
Mi tía no tardó en estar a punto, así que no me entretuve. Al ponerme en pie sus piernas rodearon enseguida mi cintura. No me extrañó que su cuerpo apenas pesara en mis brazos, al fin y al cabo Marina era sólo un espíritu.
Entonces me giré para que mi tío no perdiera detalle y, mientras sujetaba a su esposa con una sola mano, con la otra coloqué mi glande en la entrada de la vagina. La fui bajando muy lentamente, deseaba contemplar como reaccionaría mi tía al sentir su vagina abrirse al cálido y firme empuje de mi miembro.
— ¿Bien? —le pregunté una vez la tuvo dentro.
Marina liberó un sollozo silencioso y frío que me puso los pelos de punta. Esa fue mí reacción, la de mi tío Antonio fue en cambio un grito estremecedor. En otro momento, ese susto me hubiera helado la sangre, pero en aquel instante mi única preocupación era satisfacer a aquella mujer.
Empecé a follar a mi tía de una forma especial, haciendo una breve pausa tras cada arremetida. Aguardaba en el interior de su sexo para que ella pudiera apreciar cada vena que surcaba el tronco de mi miembro. Luego se la iba sacando hasta que al fin mi glande asomaba entre sus piernas y, entonces volvía a embestirla. Unos abundantes flujos rebosaban de su sexo y cubrían toda mi verga como una especie de líquido fosforescente. Marina parecía conmocionada.
Continuamos así hasta el final. Hasta que el placer del orgasmo hizo que aquella mujer espectral echase la cabeza hacia atrás, abriese la boca y apretase los muslos.
Un instinto primario me llevó a hundirme por completo en el interior de su sexo y mi tío gritó de furia al saber que vertería mi esperma dentro de su esposa.
Ajena a todo, Marina siguió subiendo y bajando, exprimiendo mi verga con los músculos de su vagina hasta que se estremeció con un nuevo clímax.
— Estaría dentro de ti toda la noche —le susurré al oído.
Mi tía no podía hablar, volvió a temblar y su cuerpo se contrajo.
Justo antes de que sonaran las campanas de la iglesia y el espíritu de mi tía se desvaneciera en la bruma, saqué la foto del bolsillo de mi chaqueta y se la mostré. Sus ojos brillaron de pura ternura. Aquella imagen evocaba lo mejor de su corta vida, el amor por aquel joven.
Cuando la silueta de su cuerpo comenzó a hacerse borrosa, mi tía alzó la vista y me dirigió una mirada de agradecimiento. Había sabido seguir el rastro que ella había dejado cuarenta años antes. Una luminosa lágrima brilló en sus ojos a causa de la emoción. La abracé con miedo de que su espíritu se disolviera entre mis brazos y le prometí que haría todo lo posible para ayudarla a encontrar la paz.
Aunque fuera una locura, regresé del cementerio decidido a ir al cortijo aquella misma noche. Valoré la posibilidad de pedirle a mi padre que me acompañara, pero al final lo descarté. Lo que pensaba hacer era una locura.
La vieja casa de labor estaba ubicada en uno de los viñedos familiares más alejados del pueblo. En otra época, cuando llegaba el tiempo de la vendimia era más cómodo quedarse a pasar la noche en el campo que ir al pueblo y regresar a la mañana siguiente.
En la actualidad ocurría todo lo contrario. Como la casa no disponía de luz eléctrica y no había más agua que la del pozo, al atardecer todo el mundo volvía al pueblo para ducharse, cenar y descansar confortablemente para poder afrontar la siguiente jornada de vendimia.
A todas luces aquel edificio debía haber sido utilizado durante más de un siglo. Aunque rehabilitado, sus anchos muros de adobe seguían el modelo árabe de construcción medieval. El cortijo disponía de dos estancias. La primera y principal estaba destinada a un amplio comedor, en cuyo extremo se encontraba el hogar para la chimenea. La segunda estancia era el dormitorio y disponía de un par de camas viejas, seguramente retiradas de algún otro sitio. Además de la puerta, la casa sólo contaba con una pequeña ventana, pero entre sus rejas apenas hubiera podido pasar un gato.
En esencia, el cortijo era similar a una cueva. Normalmente las gruesas paredes exteriores protegían de los rigores del frío invernal, pero no aquella noche. Nada más entrar me recorrió un escalofrío. Afuera, la escarcha cubría todo con su blanco manto, pero eso no justificaba el modo en que mi respiración se condensaba dentro del cortijo.
Olía a cerrado pues probablemente nadie hubiera entrado allí desde el final de la vendimia. Con ayuda de una linterna husmeé por todos lados en pos de algo que me ayudara a resolver la misteriosa desaparición de mi tía. Los escasos muebles y utensilios estaban pulcramente ordenados. No obstante, había algo extraño en aquel lugar.
Me había dejado la puerta abierta y, de pronto, una alfombra de bruma fue invadiendo toda la estancia. Esa especie de vapor frío tendría alrededor de medio metro de espesor, era tan denso que parecía que se pudiera coger con las manos.
Yo había estado allí muchas veces, pero nunca de noche. La negrura que generaba la ausencia de luna no presagiaba nada bueno. En otras circunstancias habría salido de allí como alma llamada por el diablo. Sin embargo, no lo hice, sabía que mi hora de caminar hacia el otro mundo todavía no había llegado. Además, el deber de ayudar a mi tía me infundía el valor y la insensatez necesaria para hacer lo que estaba a punto de hacer.
De pronto, un tenue resplandor procedente del exterior pareció aproximarse. La bruma comenzó a desplazarse de una manera anormal y, cuando el fulgor alcanzó la entrada, el fantasma de mi tía atravesó la puerta.
Marina actuó en todo momento como si yo no estuviera allí. Sus ojos no dejaron de mirar al suelo, ni siquiera cuando se tendió sobre la bruma como si se estuviera echando a dormir.
Poco a poco, la bruma fue difuminando los pliegues de su ropa, moldeando la grácil figura de una chica de unos veinte años completamente desnuda. Tenía la piel tersa y una silueta voluptuosa. Su cuerpo, tumbado de costado en posición fetal, aparentaba dormir. En esa postura no resultaba sensual, pues parecía muerta.
El cuerpo de Marina se fue desvaneciendo en la niebla como si se hundiera en una ciénaga. Después, cuando ésta hubo desaparecido por completo, fue esa extraña e inquietante bruma la que se disipó sin dejar rastro alguno tras de sí.
Entonces supe lo que debía hacer. Agarré un pico que había visto entre las herramientas y empecé a romper las baldosas del suelo justo en el lugar donde el espíritu de mi tía se había desvanecido. Estaba convencido de que mi tío Antonio había asesinado a Marina y la había enterrado allí. Por eso había reformado todo el edificio, para ocultar su cadáver sin levantar sospechas.
Cabé durante mucho tiempo. Debajo de las placas de cerámica había una gruesa capa de hormigón que no estaba dispuesta a desvelar lo que ocultaba. Cuando mi teléfono empezó a sonar, lo puse en silencio. No podía ni quería dar explicaciones. Conecté la ubicación y proseguí picando el maldito hormigón.
Al entrar en el cortijo, la pareja de la guardia civil me encontró arrodillado junto a la fosa.
Yo sabía que, desnuda como estaba, Marina no sentía el gélido mordisco del invierno… Que, desnuda como estaba, Marina despreciaba incluso la tierra que cubría su lecho de olvido… No, nada le importaba. Hacía años que había muerto.
FIN