Como alma en pena (ll)

Hay deseos que van más allá de la muerte.

SE RECOMIENDA LA LECTURA PREVIA DEL PRIMER EPISODIO.

En los días que siguieron no paré de darle vueltas a lo ocurrido. Si mi intuición resultaba ser acertada, la misteriosa mujer volvería a aparecerse la siguiente noche sin luna, justo veintiocho días después. Eso coincidiría con la referencia del difunto alguacil a la luna nueva. Lo que sumado al número 83.137, hacía suponer que éste también había conocido a la mujer fantasma.

Estaba claro que aquel asunto del número ocultaba un misterio que el alguacil no había podido o querido resolver. Me imaginé al hombre encontrándose con ella, recibiendo cada veintiocho días una fenomenal mamada de sus labios o puede incluso que follando con ella. Quizá don Joaquín no había sabido resolver el misterio, pero, ¿por qué iba él a querer hacerlo? Aquella mujer era sin duda un espíritu atormentado, un alma en pena que no podía descansar en paz. Había algún asunto que mantenía a esa mujer anclada al mundo de los vivos y lo lógico era que, en el momento que esa cadena se rompiera, su espíritu seguiría su camino hacia el lugar de donde nadie regresa.

Yo jamás haría algo tan vil como perpetuar el calvario de esa hermosa mujer sólo para poder gozar con ella cada noche sin luna. Así pues, me puse a pensar en todo aquello. ¿Quién era ella? ¿Qué significaba aquel número? Y, sobre todo, ¿por qué lo había escrito sobre la lápida de mi tío?

Solamente se me ocurrió una forma de conseguir responder a todas esas preguntas. Debía indagar sobre la vida del tío Antonio. Como no quería volver a molestar a mi abuela con preguntas sobre muertos, y menos aún sobre su propio hijo, decidí comenzar revisando los viejos álbumes de fotos. Si esa misteriosa mujer había mantenido algún tipo de relación con mi tío, lo lógico era que apareciera en alguna de aquellas fotos.

Comencé a pasar páginas sentado en el sofá. Las primeras fotos eran casi vestigios arqueológicos de otras eras históricas, pero poco a poco los retratos fueron haciéndose contemporáneos. Cuando mi padre, sus hermanos y hermanas comenzaron a aparecer en las fotos, empecé a fijarme una a una en cada persona.

Era difícil de creer que aquella atractiva mujer fuese mi abuela. Su mirada era la misma, pero en lo demás parecía otra persona. Yo tenía la esperanza de identificar a la mujer del cementerio en algunas de aquellas fotos, pero las páginas fueron pasando sin éxito.

Frustrado, opté por preguntarle a mi padre. Yo sabía poco de mi tío, ya que murió en un accidente de tráfico cuando yo apenas era un bebé.

— Papá, ¿el tío Antonio tuvo novia?

— Sí, claro, y se casó —dijo con un aspaviento— Pero ella lo abandonó a los pocos meses.

— ¿Cómo es que la abuela no tiene fotos de la boda?

— Pues porque Antonio las rompió todas —respondió renegando.

— ¿Y tú no tienes ninguna?

— Creo que sí, tenía una que nos hicimos una noche de feria, pero si todavía la tengo debe estar en casa. Antonio se trastornó mucho, tiró a la basura todo lo que le recordaba a Marina.

— ¿Tú crees que la maltrataba? —pregunté con cierto reparo.

— Yo creo que no, pero… —dijo levantando los hombros, dando a entender que no pondría la mano en el fuego por mi tío— Aquellos eran otros tiempos y Antonio era igual que tu abuelo, un hombre de los de ordeno y mando. Yo pienso que pasó lo que tenía que pasar.

Aunque estaba seguro de que mi padre tenía confidencias que contar, no me atreví a interrumpirle. Al contrario que a mi abuela, a mi padre no le importaba hablar del pasado. Con todo, los trapos sucios de tu propia familia nunca son cosas agradables de airear. Por eso, lo mejor que se puede hacer con ellos es dejar que caigan en el olvido.

— Verás —continuó— Marina y mi hermano eran muy diferentes. Ella venía de una familia muy humilde, pero había ido a la escuela y le encantaba leer. Se pasaba el día leyendo, era una intelectual, por decirlo de algún modo. Mi hermano, en cambio, no tocaba un libro y, sin embargo, acabaron casándose.

Mi padre se quedó pensativo un momento, antes de seguir hablando.

— Date cuenta que, en un pueblo como éste, no era nada fácil que una chica encontrase a un muchacho que le diera la seguridad necesaria para formar una familia, no hay mucho donde elegir. Así que cuando tu tío la invitó a salir, ella aceptó, aunque dudo que estuviera enamorada de él. Tendrían doce o trece años… Eran otros tiempos y además como marina era muda, lo tenían aún más difícil.

— Era muda —dije pensando en voz alta. Yo había dado por sentado que los espíritus no hablaban, pero simplemente aquella mujer era muda.

— Sí, tuvo una enfermedad de pequeña o algo así. De todas formas, como era muy guapa, le sobraban pretendientes. Total, que después de un montón de años de novios, se casaron y, tres meses después de la boda, ella se largó con el maestro de la escuela o eso es lo que pensó todo el mundo, porque ambos desaparecieron el mismo día. ¡No te imaginas la que se montó! —exclamó mi padre haciendo un ademán— Si hasta entonces mi hermano había sido una persona de pocas palabras, a partir de aquello se volvió un cascarrabias solitario. Teníamos que andarnos con ojo antes de nombrar a su mujer. Nunca se hablaba de Marina delante de él.

Ese truculento chascarrillo me dejó estupefacto. Acababa de enterarme que a mi tío lo había abandonado su esposa. Me costaba creer que algo así hubiera ocurrido en mi familia. Aquello era en efecto una vergüenza, algo que todos habían querido olvidar.

— ¿Y nunca regresó?

— No que yo sepa —reconoció dando a entender que había un gran secretismo alrededor de aquel asunto— En cuanto ella y el maestro desaparecieron, la gente empezó a murmurar y la madre de Marina ni siquiera llegó a denunciar su desaparición. Después, cuando tu tío murió, muchos pensamos que volvería, pero si ha venido por aquí, yo no me he enterado.

— ¿Y cómo era?

— Pues la verdad es que era muy guapa, alta…

— No —le corté— quiero decir como persona… ¿Qué le gustaba hacer? ¿Trabajaba?

— Sí, claro. Como tenía algo de estudios se encargaba de gestionar la biblioteca del ayuntamiento. Lo apuntaba todo en una libreta, entonces no había ordenadores. Era muy discreta y siempre estaba en su mesa leyendo la prensa o algún libro, de eso sí que me acuerdo.

Aunque sus recuerdos eran muy vagos, mi padre se esforzó para brindarme algunos retazos acerca de aquella mujer desaparecida cuarenta años atrás, acerca de una tía de quien yo nunca había oído hablar. Lo más impactante fue que mi padre tuviera una foto de aquella época. Se trataba de una vieja imagen en blanco y negro. En ella se veían tres muchachos y dos chicas tomando algo de beber en una terraza durante las fiestas del pueblo. Detrás de ellos, podía verse el tiovivo de los caballitos. La observé con detenimiento. No había duda, Marina era la mujer del cementerio.

Sin demasiada confianza, acudí a la biblioteca a averiguar si tenían alguna clase de información acerca de mi tía Marina, pero como es lógico me la encontré cerrada. Como me tocaba trabajar al día siguiente, debía regresar a la ciudad. Así que mis pesquisas tendrían que aguardar para más adelante. De todos modos poco importaban unas semanas más, después de tantos años.

Regresé al pueblo de mis padres al cabo de veintiocho días. Nada más llegar, fui directamente a la biblioteca pues, obviamente, no quería llegar tarde al cementerio. Resultaba irónico que yo, que siempre me había reído del ocultismo y de todas esas bobadas, estuviera planeando volver aencontrarme con un fantasma.

Mi anheloestaba justificado, nuestro primer encuentro había sido memorable. Había tenido cuatro semanas para rememorar los labios de Marina yendo y viniendo a lo largo de mi miembro y de ninguna manera faltaría a mi cita con ella.

Marina no era una fantasma maligna ni aterradora, pero me había hecho enloquecer. Como si fuese un hechizo, el recuerdo de su boca devorando mi miembro me ayudaba a no pensar en Loli, la chica que aún amaba. Cada vez que la pena me asediaba, cerraba los ojos y rememoraba el fervor de mi tía justo antes de hacerme eyacular en su boca.

Era justo ese detalle, nuestro parentesco, lo que más me turbaba. Y es que, desde que había descubierto que Marina era la esposa de mi tío Antonio, mis ganas de follar con ella no hacían más que crecer.

La señora que me atendió en la biblioteca no tenía ni idea de que una de sus predecesoras hubiera desaparecido en los años setenta. Rosi, como me pidió que la llamara, mostró interés y fue amable conmigo. Aquella cuarentona poseía el brillo de la perspicacia en la mirada y enseguida intuyó que detrás de mi visita se ocultaba un jugoso chismorreo.

La madura bibliotecaria era una fisgona redomada y el tono de su voz era coqueto y embaucador. Aunque lo intentó disimular, era evidente que Rosi se preguntaba qué me llevaba a consultar su pequeña biblioteca.

Los días previos había reprimido mis ganas de masturbarme para llegar en plena forma al encuentro con mi tía, de forma que no estaba en situación de resistirme a sus melosas preguntas. Aquella alcahueta logró embaucarme y, a cambio de una mirada mimosa, le revelé los truculentos secretos de mis antepasados.

Obviamente, yo no podía ir por ahí contando que el fantasma de mi tía se me había aparecido. En cambio sí le expliqué lo de ese número que, por algún motivo, el alguacil se había molestado en incluir en su testamento para asegurarse de que me sería entregado.

La bibliotecaria se extrañó de que Joaquín no se lo hubiera contado, habían sido compañeros en el ayuntamiento, además de buenos amigos. Por el modo en que lo dijo, creí intuir que esa señora había compartido con el alguacil algo más que una hermosa amistad.

A pesar de trabajar en un pueblo dejado de la mano de Dios, Rosi era una mujer culta y educada. Iba vestida con un elegante traje de falda y chaqueta acompañada de una blusa que le hubiera permitido alardear de sus grandes pechos de no ser por el enorme collar de lana que lucía sobre su escote. Unas gafas metálicas de color dorado acentuaban ese aire intelectual, al mismo tiempo que la ayudaban a disimular las imperfecciones propias de la edad. De todas formas, la generosidad del escote de Rosi hacía del todo improbable que un hombre llegase a fijarse en las arrugas de sus ojos.

Había no obstante un pequeño detalle que le confería a aquella señora un interés singular. Se trataba de la alianza que portaba en su mano derecha. El mero hecho de que estuviera casada confería a sus grandes senos un atractivo añadido. Hubiera sido un honor ocupar el lugar de su marido entre las piernas de Rosi.

Mientras hablábamos, la elegante señora jugueteaba con el collar de lana dejándome entrever su escote. Aquel magnífico par de tetas ofuscaba mi pensamiento y, de que quise darme cuenta estaba siguiéndola por los pasillos. Según ella, la solución a mi enigma podía estar en el depósito de la biblioteca. El número 83-137 correspondería al antiguo sistema de signaturas bibliográficas y, de ser cierto, a algún ejemplar almacenado en aquel polvoriento cementerio para libros.

El sonido de sus tacones acompañó nuestro breve paseo. La madura bibliotecaria se contoneaba con tanta gracia que no fui capaz de apartar la vista de su culazo en todo el trayecto. Ese fue mi error. De que quise percatarme, tenía la polla más dura que la porra de un policía antidisturbios.

Pasé tras ella en una pequeña sala repleta de estanterías. Era una especie de trastero. En las baldas había de todo: material de oficina, un ordenador del paleolítico, decenas de cajas de cartón y un sinfín de archivadores. Nervioso, vi que cada una de las cajas tenía anotado un número similar al que mi tía había escrito sobre la lápida de su marido, con dos cifras arriba y tres abajo.

Rosi revisó primero las cajas de más arriba y luego fue reclinándose para comprobar las de abajo. El trasero de la bibliotecaria era más tentador de lo que cualquier hombre hubiera podido resistir, pero como yo tengo además una especial debilidad por esa zona de la orografía femenina, el culo de Rosi me dejó literalmente sin aliento.

Sin pensar lo que hacía, la agarré de la cintura, acoplé entre sus nalgas el enorme bulto que se había formado bajo mi pantalón y, antes de que Rosi tuviera tiempo de protestar, empecé a restregarle mi paquete.

— ¡Ey! ¡Pero qué…! —protestó al verse asaltada.

Rosi intentó girarse, pero yo no le dejé hacerlo. La piel de sus hombros estaba salada. Mis labios chuparon su cuello y la bibliotecaria gimió.

— ¡Ummm!

Una vez superado el sobresalto inicial, Rosi echó la cabeza hacia el otro lado para facilitar las cosas.

Llevé mis manos a sus pechos y los agarré con fuerza. Tenía unas tetas enormes. Entonces pasé la punta de mi lengua por detrás de su oreja y ella misma empezó a restregarse contra mi paquete.

— ¡Madre de Dios! ¡Pero qué tienes ahí!

Después de aclamar mi patente estado de excitación, aquella madurase puso a contonear el trasero exactamente igual que si estuviéramos copulando. Entonces le hice notar la calidez de mi aliento y vi como se le erizaba el vello de la nuca. Había llegado el momento.

— ¿Te gusta mi polla? —le susurré al oído al tiempo que le estrujaba las tetas.

— Sííí —respondió arrastrando un jadeo.

Entonces acaricié delicadamente su mentón y pasé un dedo sobre sus labios.

— ¿Quieres comértela?

— Me encantaría —confesó atrapando mi dedo con sus dientes.

Continuamos restregándonos como animales en celo.

— Métete ahí —le indiqué señalando el hueco entre dos baldas.

Entonces, aquella apasionada mujer casada se volvió repentinamente frente a mí, estiró del talle de mi pantalón y metió dentro la mano.

— ¡Qué maravilla! —exclamó para luego, con sólo cuatro palabras, lanzarme un desafío y un deseo desesperado— Espero que sepas usarla.

Después de una ardiente mirada, la bibliotecaria se agachó para meterse en el hueco entre las baldas, de modo que pude al fin colarme tras ella en el reducido espacio entre ambas estanterías. Su situación era realmente grotesca, con el trasero asomando de un lado y la cabeza del otro.

Le subí la falda sin pérdida de tiempo. Me sorprendió que aquella señora llevara unas medias con banda elástica en lugar de los habituales pantis de una mujer de su edad. Rosi tampoco lucía las insulsas bragas que yo esperaba, si no unas preciosas braguitas de florecillas que apenas cubrían la mitad de sus carnes.

Casualidad o no, aquella hembra iba uniformada para la guerra. Casualidad o no, desde el rechazo de la chica de mis sueños, el resto de mujeres parecían haberse aliado para demostrarme lo maravillosas que pueden ser, si quieren. Primero el espíritu de mi tía y, ahora, aquella encantadora señora.

Tras la apariencia seria y estirada de la bibliotecaria se ocultaba una mujer audaz y con ganas de follar. De hecho, fue ella misma quien se bajó las bragas hasta las rodillas.

— ¡UY! ¡OOOH!

Rosi gimió en cuanto notó el contacto de mi lengua en su sexo. Le di a su clítoris un buen lametón y luego chupé los inflamados labios de su sexo. Por último, separé las nalgas de la bibliotecaria y, sin pensármelo dos veces, ahondé en su ojete con la punta de mi lengua.

Aunque agitó el trasero con inquietud, la bibliotecaria no llegó a protestar. Eso en hizo sospechar que por fin había encontrado a un mujer capaz de gozar con ese orificio. Lo único que parecía preocupar a Rosi era que mi lengua dejase de hurgar entre sus piernas.

Ni que decir tiene que yo anhelaba follar aquel imponente culazo. Aún así, no debía precipitarme. Por aquel entonces, todavía no había podido darle por el culo a ninguna mujer. De hecho, unicamente me había acostado con dos chicas. La primera de ellas se negó tajantemente a practicar el sexo anal desde el principio y, la segunda lo prometió y prometió hasta el final sin llegar nunca a cumplirlo.

Mi plan era hacer que la bibliotecaria perdiese la cabeza antes de perder el culo. Empecé pues soliviantando su clítoris con la yema de un dedo. Su epicentro sexual era tan sensible que Rosi dio un chillido y me pidió que tuviese cuidado. Aquella mujer madura se fue excitando más y más. Su sexo emanaba una cantidad tan asombrosa de fluidos que no tuve problema en deslizar un par de dedos en su interior. La invasión de su vagina hizo que sus gemidos se volvieran agónicos, estaba a punto de tener su primer orgasmo.

Al verla de puntillas, irguiendo el trasero, decidí dejar claras cuales eran mis intenciones. Después de introducir la mitad de mi miembro en su sexo, me chupé un dedo y lo restregué alrededor de su ano. Repetí el proceso un par de veces más, describiendo unos pequeños círculos sin llegar a introducirlo en ningún momento.

— Mételo —rogó de repente.

Yo no deseaba hacerla esperar, pero cualquier precaución era poca. Aunque su ano refulgía de tan pringoso como estaba, seguía completamente obturado. De modo que también derramé toda la saliva que tenía antes de introducirle el más largo de mis dedos.

Mi intención era meterlo poco a poco, esperando a que ella se acostumbrara. Sin embargo, mi dedo fue literalmente aspirado por el trasero de la bibliotecaria. Aquello no me lo esperaba.

— ¡Uy! —gimió comedidamente, divertida.

Aquel había sido un buen comienzo, de forma que emprendí de inmediato un cadencioso mete-saca. Al ser ese el dedo más largo de la mano, no había riesgo de que se le saliese del culo. Rosi se excitó tanto que buscó su clítoris con urgencia.

La bibliotecaria avanzaba con paso firme hacia el orgasmo. Al empezar a masturbarse había perdido la decencia. Sin embargo, cuando le metí dos dedos en el culo, la bibliotecaria contuvo el aliento. Afortunadamente, después de unos segundos de expectación y asimilación, volví a sodomizarla adentro y afuera sin ningún problema.

Si dos le supusieron cierto apuro, el tercero fue un verdadero aprieto. Aunque aquel sumidero parecía dispuesto a tragarse cualquier cosa, la bibliotecaria hubo de poner todo de su parte para lograrlo.

¡¡¡AAAAAAAAAH!!!

Tenía claro que el último paso no sería fácil, pero me extrañó oírla gritar.

¡¡¡HIJO DE PUTA!!!

No sé si fue el dolor o el susto que se llevó, pero el hecho es que cuando Rosi chilló ya la tenía mi pollón dentro del culo. A mí me extrañó que una mujer de esa edad, y más estando casada, no estuviese acostumbrada a que la sodomizasen. Ni siquiera el tamaño de su trasero parecía haber ayudado gran cosa.

— ¿Es que tu marido no te la mete por detrás? —inquirí intentando evadir mi responsabilidad.

— ¿Marido? —repitió consternada.

— Llevas una alianza muy bonita.

— ¡Estoy viuda, imbécil! —afirmó fuera de sí.

Aquel tropiezo me hizo sentir como un idiota, tal y como ella había dicho. No sólo la había sodomizado sin avisar, si no que además lo había hecho a lo bruto. Me sentí avergonzado, lo que le había hecho a aquella amable mujer era horrible.

— Lo siento —traté de disculparme.

— ¡Yo sí que lo siento! —bramó ella con despecho.

Esperé un rato a que Rosi me indicara qué hacer, pero como no decía nada…

— ¿Quieres que te la saque? —pregunté al fin.

— ¡¡¡NO!!!

Me quedé perplejo. Estaba convencido de que me ordenaría que se la sacara de inmediato y, en vez de eso, la bibliotecaria llevó una mano atrás y me cogió de la cintura para que no se me ocurriera moverme de donde estaba. Durante unos segundos, que a mí se me hicieron eternos, no ocurrió nada.

Poco a poco, la bibliotecaria inició un cauteloso contoneo de caderas.

¿Quién lo hubiera dicho? Yo no, desde luego. Y sin embargo, allí estaba, observando como aquella increíble mujer iba haciendo que mi monumental erección se adentrase en su recto.

La contenida rotación de su trasero no cesó. Paulatinamente Rosi se fue acercando a mí y, cuando la pálida piel de su trasero rozó al fin con mi pubis, dejó escapar un emocionado sollozo mezcla de éxtasis y alivio.

La bibliotecaria no se quedó ahí, pues clavándome sus largas uñas, me obligó a empujar hacia delante y aplastarle las nalgas con la parte baja de mi abdomen.

— ¡¡¡OGH!!!

La escuché jadear de forma rápida y nerviosa. Con casi veinte centímetros de carne metidos en el culo era normal que estuviera conmocionada.

— ¡Fóllame! —gritó.

Mi idea era esa, pero no quise precipitarme. Antes de nada, y con bastante puntería, derramé otra vez mi saliva sobre el surco de sus nalgas. Con precaución, retiré mi miembro unos centímetros, esperé, y volví a empujarlo hacia dentro.

— ¡Ummm!

La bibliotecaria se estremeció y no precisamente de dolor, de modo que empecé a follarle el culo sin ninguna prisa, disfrutando de ver mi pollón entrar y salir de entre sus nalgas.

Estaba decidido a hacer que la bibliotecaria alcanzase al menos un orgasmo antes de que yo me corriese y, con tal propósito, comencé a arremeter con más rotundidad aún que antes. El ritmo no era rápido, pero sí sostenido. De no ser así,mi orgasmo se hubiera precipitado casi al instante.

Al otro lado de la estantería, Rosi dejaba escapar un lamento de vez en cuando, aunque era muy difícil, si no imposible, distinguir si se trataba de lánguidos quejidos o de sollozos de placer.

¡Ah!… ¡Ah!… ¡Ah!… ¡Ah!…

Aquella primitiva conducta sexual hacía temblar todala estantería. No era de extrañar, la entrega de aquella hembra dotaba a mi miembro de un vigor nunca visto.

En cuanto su esfínter se adaptó al grosor de mi miembro, éste dejó de oponer resistencia. Resultaba hipnótica la facilidad con que mi verga entraba y salía de su culazo. Tras una buena tanda de pollazos, se la saqué deliberadamente con objeto de comprobar el estado de su ano.

Fue sobrecogedor. Su agujerito ni siquiera llegó a cerrarse. En vez de eso, permaneció entreabierto a la espera de que mi miembro, más grandey duro que nunca, volviera ocupar el vacío que había dejado.

“Qué maravilla”, me dije. Mi tesón durante todos esos años no había sido en vano. Aunque Rosi había sido la primera, lo estaba haciendo bien.

Era momento de averiguar de qué era capaz aquella veterana jaca. Empuñando mi miembro, rebañé los surcos de su coño y jugueteé con los inflamados labios de su vulva. A mi entender, aquellos pliegues carnosos daban fe de la excitación de la bibliotecaria.

A partir de ese instante, todo se precipitó. Aunque me pese decirlo, mi conducta se volvió deplorable y demencial.

Cada vez que mi pubis restallaba contra su pandero, las carnes de Rosi se agitaban sin control. Yo, en cambio, tenía en tensión todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo, sobre todo el de mi verga.

El estruendo dentro de aquel cuchitril fue haciéndose más y más ensordecedor, hasta el punto que los sollozos de Rosi dejaron de oírse. Tan sólo se escuchaba ese inconfundible golpeteo que confirma la presencia de una hembra sometida y un hombre follándola de modo implacable.

¡¡¡CLAC!!! ¡¡¡CLAC!! ¡¡¡CLAC!!! ¡¡¡CLAC!!!

Sus sollozos eran agónicos. Rosi se había entregado al placer, pero las piernas empezaban a fallarle. Estaba de puntillas y había perdido el zapato derecho. Su instinto la había hecho bajar el trasero intentando defenderse de la severidad con que estaba siendo sodomizada.

Enojado por tener que hacer que se irguiera una y otra vez, opte finalmente por agarrarla de ambas crestas ilíacas y sostener en vilo sus cuartos traseros. El esfuerzo era más que considerable, pero ese era el único modo de hacer que su ano permaneciera en la posición apropiada.

Poco a poco, y sin dejar de encularla ni un solo momento, noté como se agarrotaban mis brazos. Sentía que estaba a punto de eyacular, pero el cansancio empezaba a hacer mella en mí. Aquello era más agotador que subir por las escaleras a un décimo piso, pero apreté los dientes y seguí arremetiendo.

¡¡¡CLAC!!! ¡¡¡CLAC!! ¡¡¡CLAC!!! ¡¡¡CLAC!!!

No fue el continuo golpeteo de mis testículos contra su sexo, ni el castigo al que estaba siendo sometido su esfínter. La bibliotecaria se orinó porque seguía frotando su furibundo clítoris mientras yo le daba por el culo.

Casi había perdido toda esperanza, pero finalmente Rosi se corrió. Toda ella se echó a temblar entre espasmos, hasta el punto que le doblaron las rodillas y, de no haber estado sobre la balda de la estantería, su cuerpo se habría desplomado.

Sin poder evitarlo, me vi arrastrado por la violencia de su orgasmo y empecé a eyacular chorros y chorros de esperma en el interior de su recto.

La bibliotecaria quedó inerte sobre la balda y el periodo de descanso pos orgasmo se alargó durante varios minutos. Después de tanto ajetreo, aquella mujer agradeció que aguardara inmóvil dentro de ella mientras le acariciaba el cuello y la espalda con dulzura. Después de que le diera por el culo, Rosi se quedó resentida, pero también satisfecha y en paz consigo misma.

Luego, cuando mi miembro fue expulsado de entre sus nalgas, una indecente cantidad de esperma chorreó hasta la mitad de su muslo. Entonces la bibliotecaria salió de entre las baldas y, de forma muy poco digna, se fue al aseo con la palma de la mano puesta en el culo.

Unos minutos más tarde, Rosi regresó como si allí no hubiera pasado nada. Sólo entonces me reprochó que hubiera sido tan bruto con ella.

“Había que ser hipócrita… ”, pensé.

Trastabillando, la bibliotecaria consiguió localizar la caja y, dentro de ésta, el libro en cuestión. Se trataba de una raída edición de una de las muchas obras desconocidas de Julio Verne. Sin embargo, lo que Rosi me tendió no fue el libro en sí, si no una fotografía que apareció al hojearlo.

— Supongo que es esto lo que buscas.

No supe qué decir. Yo esperaba encontrar alguna nota o mensaje escrito que me sirviera de hilo del que poder tirar para resolver la misteriosa desaparición de mi tía. Aquella foto ni siquiera era de ella. En el retrato aparecía un hombre joven de no más de treinta años que deduje sería el amante de mi tía.

— ¿Hay algo más? —pregunté.

Rosi volvió a revisar el libro y luego negó con la cabeza.

Se trataba de una foto vieja y sin brillo, de las primeras que debieron imprimirse en color. En la imagen podía verse a un hombre joven sentado a la mesa. Un frondoso bigote le daba a su expresión un cariz severo, pero no debía contar más de treinta años. A mí me recordaba a los componentes de los Beatles en su última etapa, la del comienzo de la psicodelia.

Detrás podía verse una puerta de las de campo, de esas divididas en dos partes. No había interruptor ni cables junto a la puerta, luego ese lugar no debía contar con luz eléctrica. De ahí esa puerta partida para poder iluminar la estancia. El basto cemento del suelo contrastaba con el resplandeciente color blanco de las paredes. A la derecha de la puerta, en un viejo perchero de madera, colgaba una colorida chaqueta de mujer y otra más sobria de hombre. Aquel detalle apuntaba a que ese lugar debía ser el escondite de mi tía y su amante.

Había una fecha escrita en el reverso. “16 de abril de 1974”. Me emocionó pensar que habría sido la propia Marina quien la había anotado. Mi tía debía estar muy enamorada de aquel hombre para tener escondida una foto suya en el depósito de la biblioteca. De hecho resultaba significativo que, entre todos los libros descatalogados, Marina hubiera escogido precisamente aquel para guardar la foto de su amante. Su título era “El Dueño Del Mundo”.

EL TERCER Y ÚLTIMO EPISODIO SE PUBLICARÁ EL 2 DE ABRIL, VIERNES SANTO O VIERNES DE DOLORES.