Como alma en pena
Hay deseos que van más allá de la muerte.
—¿Quiero que dejes de hacerme regalos? —me dijo tan seria que casi parecía enfadada.
Loli y yo habíamos sido amigos desde el día que ella se sentó a mi lado en aquel último y definitivo curso de Bachillerato. Desde entonces había pasado mucho tiempo, cinco años. Yo había tratado de convencerla para que saliese conmigo durante todo ese tiempo. Estaba locamente enamorado.
—Tampoco podemos volver a quedar. Ahora estoy con alguien.
—¿Con ése del colegio? —Pregunté.
Ese curso ella trabajaba como maestra en un pueblo a bastantes kilómetros de la ciudad.
—Sí.
Me quedé extrañado. Loli ya me había comentado que un compañero algo mayor la había invitado a salir. Sin embargo, cuando nos vimos en Navidad ella me había asegurado que ese compañero tampoco era su tipo.
Después de que Loli me hubiera rechazado media docena de veces, puede que más, yo había intentado salir con otras chicas. Había sido un desastre, lo que sentía por Loli abocaba al fracaso cualquier intento de mantener una relación duradera. María José, Bea, Eulalia… Fue tan desagradable romper con cada una de ellas que, al final, tomé la determinación de no salir con ninguna otra chica mientras que continuara enamorado.
Desde el mismo momento en que supe que la mujer de mis sueños había empezado a salir con ese tipo, mi vida se volvió miserable y yo un apático. Nada importaba ya. Iba al trabajo como un alma en pena, mirando al suelo con tristeza, como un zombi que no se entera de nada de lo que pasa a su alrededor. Me sentía insignificante. Como una gélida corriente de aire, Loli había fulminado mi tenue esperanza en una vida a su lado.
Me encontraba sumido en la oscuridad, sin un sitio a donde ir. Loli me había rechazado definitivamente. Mi amor no le interesaba, ni yo tampoco. Había escogido a otro, de modo que yo nunca sería el hombre de su vida. Pasé varias tardes encerrado en mi cuarto. Me habían arrebatado lo único que me mantenía a flote y me ahogaba en mi propia tristeza.
En medio de aquellos penosos días llegó a mi casa una carta certificada. El remite indicaba la notaría de un pueblo cercano al de mis padres. La abrí intrigado y descubrí que se trataba del aviso de herencia de una persona cuyo nombre no me sonaba de nada. La leí sentado en la cocina. Al parecer, un desconocido me había incluido en su testamento y se me conminaba a acudir a la Notaría provisto de mi documento de identidad.
Parecía como si aquella carta hubiera acudido en mi auxilio para sacarme de la ciénaga en la que me hallaba hundido hasta el cuello. La puerta de aquel oscuro calabozo acababa de entreabrirse.
Tuve que pedir un día libre en el trabajo pues el pueblo de mis padres está lejos, en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. Madrugué con idea de aprovechar también para visitar a la abuela. Ahora apenas la veía. Desde que me había emancipado ya no iba tanto por el pueblo.
— “A Don Alberto García Serrano, hijo de Juan Francisco y Josefa, le lego la nota adjunta” —leyó el delgado notario tras comprobar mi identidad, tras lo cual me hizo entrega de un sobre.
El procedimiento había sido mucho más rápido de lo esperado, también la nota era breve:
“La siguiente noche de luna nueva, ve al cementerio de Villalaín. A las siete y media de la tarde. 83137”
La abuela estaba igual que siempre. Hasta donde yo era capaz de recordar aquella mujer siempre había sido una anciana inquieta que, invariablemente, siempre tenía mucho que hacer. Se levantaba a las siete de la mañana y no paraba en todo el día.
Cuando llegué al pueblo la encontré en el pequeño huerto que había junto a la casa. Antes de llamarla me quedé unos segundos mirándola a través de la valla. Resultaba inaudito que, a sus ochenta y un años y escavillo en mano, todavía fuese capaz de arrancar los yerbajos del ribarzo.
— ¡Abuela, abre la puerta! —grité.
Sin preguntarme si tenía hambre, la abuela preparó un almuerzo a base de tostadas de pan con aceite y sal. Sentados a la mesa quise averiguar si ella sabía algo de Joaquín Iniesta.
— Era el alguacil, hijo —respondió— Murió hará un par de semanas, ¿por qué lo preguntas?
— Por eso precisamente, he oído que había fallecido —descarté contar toda la verdad. La abuela conservaba la mente tan ágil como las piernas— ¿Han dicho que era el enterrador?
— Joaquín se encargaba de todo —dijo y con sarcasmo, añadió— Los del cementerio eran los que menos follón le daban.
— Entonces, ¿quién lo enterró? —pregunté por estúpida curiosidad.
— Pues Benito, el otro alguacil. Menudo estaba, lo quería como a un padre —dijo poniéndose seria— Y deja ya de mentar a los muertos, que me da repelús.
Todavía faltaban un par de semanas para la Navidad, pero le anuncié a la abuela que ese año no iba a faltar. Lo había mirado en el calendario, el día de Noche Buena habría luna nueva.
Después de almorzar decidí ir al cementerio dando un paseo. Estaba aproximadamente a un kilómetro del pueblo. Era el típico camposanto manchego amurallado con una tapia encalada y cipreses alzándose al cielo. Cuando estuve ante la puerta me fijé en el horario:
Verano: 9 a 20 h.
Invierno: 10 a 18 h.
Resoplé al darme cuenta de que a las siete y media de la tarde el cementerio estaría cerrado. Resultaba sarcástico que el difunto alguacil me hubiera dado unas instrucciones que implicarían trasgredir el horario que él mismo habría colocado.
De vuelta a la ciudad, mi vida continuaba arrastrándose. Para mi desgracia, la madre de Loli vivía cerca de mi casa. Era espantoso encontrarme a la chica de mis sueños paseando con su novio. Cuando eso ocurría, yo me consolaba pensando que él no me la había arrebatado, pues en realidad Loli nunca había sido mía. Era más bien como si ella le hubiera entregado mi felicidad a aquel tipo.
A pesar de todo, no podía evitar sentirme miserable. Sabía que estaba deprimido, pero me negaba a acudir a un psicólogo. Yo quería salir por mis propios medios del hoyo en que me había metido. Las depresiones pasaban, sólo debía centrarme en vivir mi vida, hacer las cosas que me gustaban, pasar tiempo con mis amigos, nada más.
Siempre me había fascinado hacer deporte en plena naturaleza y solía ir con frecuencia a la montaña. En uno de esos viajes, escuché una entrevista en la radio que me ayudó a entender lo que me estaba pasando. Se trataba precisamente una psicóloga e intentaba aclarar que, si bien la tristeza es inevitable, el sufrimiento no. El sufrimiento nos lo provocamos nosotros mismos al hurgar en la herida en vez de dejarla cerrarse.
Como la época Navidad empieza se adelanta cada vez más, la Noche Buena cada vez tarda más en llegar. Ello me dió tiempo para pensar en toda aquella locura. Además de ser algo siniestro, colarme a escondidas en el cementerio podía salirme caro. Si me pillaban, me llevarían al calabozo y todo el pueblo se enteraría. Sería un gran disgusto para mi pobre abuela.
Lo único que tenía para justificar la profanación del camposanto era la nota póstuma de una persona a quien yo no conocía de nada. Un mensaje que tampoco especificaba nada más aparte de que debía estar allí el día de Noche Buena a las siete y media de la tarde. Aquello no tenía ni pies ni cabeza, pero al menos me había servido para dejar de darle vueltas a lo mismo de siempre.
La Noche Buena resultó ser bastante fría, así que me alegré de haber cogido el gorro en el último momento antes de salir de casa de la abuela. Con todo, era el viento lo que aumentaba considerablemente la sensación de frío. Aún así, descarté ir en coche, ya que un vehículo aparcado a esas horas cerca del cementerio llamaría demasiado la atención.
La gélida temperatura invitaba a andar a paso ligero. Para que mis familiares no se preocuparan había dejado dicho que me iría a pasear durante una hora. Aquella fugaz visita al cementerio de finales de octubre me sirvió para darme cuenta de que no me costaría saltar por encima de la puerta, de algo tenía que servir salir a correr tres días por semana y cenar verdura a diario.
En mi paseo sólo me crucé con un par de gatos, aún así al llegar a la puerta del recinto miré en todas direcciones y agucé el oído. Como no vi a nadie, escalé la puerta, salté al interior y me oculté para evitar ser visto a través de la reja.
Me eché sobre la cabeza la capucha de la sudadera y, a tientas, empecé a caminar entre las hileras de nichos. Todavía faltaban más de diez minutos para las siete y media. El viento silbaba con fuerza entre los altos cipreses, era una noche de lo más desapacible. Caminé sin darme cuenta hasta la tumba de mi abuelo. Me quedé contemplando la lápida con las manos en los bolsillos, aterido por el frío.
Estaba pensando que algún día mis huesos yacerían en un hueco como ese cuando, de pronto, un escalofrío me recorrió la espalda por debajo del ligero cortavientos. Me quedé extrañado. Aunque el viento había cesado casi por completo, daba la sensación de que la temperatura hubiera bajado de golpe dos o tres grados. El frio era tal que, al exhalar, mi respiración formaba una cortina de vaho tan densa como el humo de un cigarro.
El frío, el silencio y la oscuridad se aliaron para hacer que me asustara. Pegué la espalda a una de las columnas de la galería. En ese momento supe que no debía estar allí, entre los muertos, pero ya era demasiado tarde.
Poco a poco la esquina al final de la galería empezó a iluminarse e instintivamente me oculté tras la columna. Pensé en salir corriendo, pero tenía las piernas tan entumecidas que no hubiera sido capaz de dar ni un paso. Decidí pues seguir escondido hasta que el alguacil se marchara. De todos modos, había algo raro. Aunque el resplandor blanquecino se reflejaba en los ornamentos metálicos de las lápidas con más intensidad, no se oía el ruido de las pisadas.
Asomé un poco la cabeza para saber si el alguacil había pasado de largo, pero lo que vi me dejó petrificado. La luz no procedía de ninguna linterna si no del fulgor de un espectro con forma humana erguida en medio de la galería. Estaba viendo un fantasma con mis propios ojos. Se trataba de una mujer delgada y tan alta como yo. Iba vestida con una camisa de los años setenta, con cuello en forma de pico, manga larga y puños anchos. Los pantalones de campana se ceñían de forma soberbia a su trasero. Aquella mujer parecía salida de una manifestación contra represión franquista o de un carnaval.
De pronto, la mujer dio un paso hacia delante y golpeó con el puño una de las lápidas. A pesar de la rabia con la que se descargaba, no se oía nada. Golpeó y golpeó hasta acabar rendida y entonces, me vio.
Me quedé paralizado, no por el miedo si no por lo guapa que era. A pesar de la palidez de su rostro, sus rasgos eran muy hermosos. Era morena y llevaba su melena recogida en una larga trenza. Tenia la nariz fina igual que los labios, las cejas arqueadas y la mirada oscura. Era una mujer joven y fuerte. Tendió una mano hacia mí con la palma hacia arriba. Quería que me aproximara.
Salí de mi escondite y caminé hacia ella. Seguía crispada, pero nada daba a entender que estuviera enfadada conmigo, más bien lo contrario. Al empezar a acercarme a ella, una sonrisa se dibujó en la comisura de su boca demostrando complacencia.
Nos miramos. Yo no podía creer lo que sus ojos me decían. Aquel espíritu, aquella etérea mujer empezó a mirarme con deseo contenido. Con cautela, me puso la mano sobre el pecho. Luego me tomó el rostro y se aproximó hasta que sus labios rozaron los míos. No sentí frío ni calor si no una especie de cosquilleo que me provocó un súbito espasmo y me hizo dar un paso atrás.
Ella me miró arrepentida dejando claro que no había sido su intención asustarme. Como no me moví, ella volvió a acercarse y esta vez descubrí que el electrizante roce de sus labios podía resultar en cierto modo agradable. Al final, la sujeté delicadamente de la cintura y empezamos a besarnos con pasión.
Fue en ese momento cuando un desgarrador gruñido interrumpió nuestro insólito encuentro. Instintivamente, miré hacia un lado. El sonido, parecido a un lamento, procedía del nicho que la fantasma había aporreado momentos antes. La mujer puso una mano en mi mejilla y, sutilmente, volvió a atraer mis labios hacia los suyos.
Seguimos besándonos a pesar de los lamentos que resonaban tras la lápida. Supuse que esa era precisamente la intención de aquel espíritu, perturbar la paz de quien allí yacía. No voy a negar que la situación me comenzó a excitar, estaba gozando de ella en presencia de alguien que se oponía sin que éste pudiera hacer nada por evitarlo. Noté como mi miembro empezaba a erguirse.
Un momento después, noté la mano de la mujer palpar el bulto que se estaba formando en mi pantalón. La bella mujer se mordió el labio y fue agachándose hasta ponerse en cuclillas. Mis dedos se movieron tan apresuradamente que mi miembro estuvo a punto de golpearla en la cara al saltar a través de la cremallera.
Mi polla pareció gustarle o eso me dijeron sus ojos. Cuando su lengua empezó a lamer, metí una mano en su escote y amasé sus tetas. Deseé que llegara el momento en que pudiera quitarle la blusa y chuparle los pezones. Aquella hippie de los setenta se daba mucha maña para lo cohibidas que eran las mujeres en aquellos tiempos.
Pasó la lengua varias veces a lo largo del tronco. Luego chupó el hinchadísimo capullo y, al final, se metió el la boca más de la mitad de mi miembro. Podía notar su campanilla contra la punta de mi glande. Esa es la señal inequívoca de que una mujer ha tragado tanta verga como es capaz de hacerlo. Sólo las cerdas pasan de ahí.
Más tarde comenzó a chupar adelante y atrás succionando mi verga con auténtica lujuria. Aquella lasciva fantasma no había dicho palabra alguna, pero la mamaba como una diosa del amor. Lamía desde la base hasta la punta del hinchado capullo, chupando el glande como un caramelo, tragando mi durísimo miembro hasta que acabó dando una arcada.
En un momento dado me percaté de que había introducido una mano bajo la costura de su pantalón. Se estaba masturbando. Creo que su excitación y placer la llevó a comerme la polla con más gula todavía. Yo llevaba meses sin acostarme con nadie y no iba a poder aguantar aquello por mucho tiempo. Evidentemente, ella debió percibir el ligero amargor del líquido preseminal y debió intuir que iba a hacer que me corriese en cualquier momento. Había puesto tanto ímpetu que me había llevado al límite en sólo unos minutos.
Siguió chupando, parecía decidida a hacerme descargar toda mi furia en su boca. Me miró fijamente a los ojos y espoleó su clítoris con urgencia. No la hice esperar, la verdad. En seguida me estremecí y comencé a eyacular prisionero de sus labios. Ella misma convulsionó con su propio orgasmo mientras saboreaba el esperma.
Una vez superado el trance del clímax, aquella prodigiosa mujer se puso en pie y se limpió los labios con el dorso de la mano. Por último, la fantasma se acercó nuevamente a la lápida y, tras chuparse la punta de un dedo, garabateó algo sobre ésta.
83
137
Até cabos rápidamente. Esos eran los números de la nota del alguacil, sólo que escritos de una forma diferente. Dos arriba y tres abajo.
Cuando quise girar la cabeza vi que ya se marchaba.
— ¿Quién eres?
La mujer se volvió y con un gesto me dio a entender que no podía decírmelo.
— ¿Vendrás mañana?
Entonces alzó la mano y señaló al cielo.
Ella se dio cuenta de que yo no la había entendido y entonces, me mostró sus manos abiertas. Las abrió y cerró dos veces y luego dejó ocho dedos a la vista
— Veintiocho —traté de adivinar.
Ella afirmó con la cabeza y, tras un breve himpás, se dio la vuelta y volvió a echar a andar, si bien parecía flotar a un par de centímetros del suelo. Poco después de que torciese la esquina, el viento regresó de improviso y apunto estuvo de tirarme. El vendaval había vuelto de manera tan brusca como se había desvanecido, cogiéndome por sorpresa.
Antes de marcharme de allí, me quedé mirando los números garabateados con mi semen. Fue entonces cuando, sobrecogido, di un paso atrás. Aquella era la tumba de mi tío.
PROXIMO EPISODIO 27 DE MARZO.