Comiendo bollitos dulces en el internado

Se me hace la boca agua sólo de pensar en el dulce coñito de la Jenni, en cómo se derretía entre mis dientes la última vez que hundí la cara en esos muslos rollizos. Tan tierno, tan jugoso, tan caliente… palpitando atrapado por mis labios al son de los gemidos ahogados de su dueña.

"Comiendo bollitos dulces en el internado de las monjitas"

Se me hace la boca agua sólo de pensar en el dulce coñito de la Jenni, en cómo se derretía entre mis dientes la última vez que hundí la cara en esos muslos rollizos. Tan tierno, tan jugoso, tan caliente… palpitando atrapado por mis labios al son de los gemidos ahogados de su dueña.

Sólo recordarlo ya me pone cachonda, pero debo andarme con cuidado. Así, despacito y con buena letra, como dice sor Ángela. ¡Tranquila, Vero, tranquiiiila! Vigila que no te vea nadie, abre la puerta sin hacer ruido, separa las piernas de la Jenni y empieza a comerle el coño. Fácil y rápido; casi tanto como mi zorrita.

Es más sencillo decirlo que hacerlo, claro. El silencio es tan agobiante que casi puedo oír cómo se rasga la tela de la camiseta estirada por mis pezones en punta. Descalza y de puntillas por el pasillo tengo la sensación de ir armando un escándalo, ¡joder! Tengo el chichi al punto de almíbar solo de pensar en meter la cabeza entre ese par de melones maduritos que tiene por tetas, pero lo último que necesito es ir dejando un rastro babeante desde mi habitación a la suya. ¡Eso sí sería jodido! Un pingüino resbala haciendo la ronda, se arma la bronca y me pillan con las manos en las masas.

Recuerdo la última vez, cuando empecé a mamarlas, el agradable cosquilleo de unos pezones hinchadísimos que se iban poniendo duros clavándose en mi lengua. ¿Y el grito que pegó cuando le mordí la areola? Será novata, pero berrea como una auténtica veterana. Se me hizo un charco del morbazo al escuchar sus alaridos mientras le dejaba los dientes marcados en las tetazas. Seguí mordiendo, claro. Yo tenía hambre, así que qué se joda. Tuve que estamparle la almohada contra la cara para amortiguar los gemidos, pero ni por esas. Carne tierna para hincarle el diente y boca gritona: mala combinación. Si los pingüinos nos pillan nos expulsan, que aquí las paredes son de papel y a estas horas la mayoría están en sus celdas, llevando la cuenta de los avemarías con las bolas anales o metiéndose el rosario por el culo, o al revés, a gusto de las consumidoras. Que, como dice sor Quebrados, el orden de los factores no altera que sean más putas que las gallinas. O algo así. Qué se yo…

El caso es que si nos cogen abiertas de patas nos ponen de patitas en la calle, así que a andarse con ojo toca. La puta puerta primero. No está tan lubricada como la Jenni y le cuesta más abrirse; chirría como el demonio. Supongo que en realidad el ruido no es tan grave, pero en medio del internado a oscuras parece una alarma de emergencia gritando por megafonía: ¡ALERTA BOLLERA, ALERTA BOLLERA! Así que me meto rápido en la habitación y cierro. Y ahí está chochito caliente, dormida como un angelito, inocente, ignorando que pronto va a tener su lengua enterita enterrada en mi culo.

El cuerpo del delito es una forma gris en la oscuridad, un bulto calentorro bajo las sábanas. No necesito destaparla para saber que está desnuda: ya ha cogido la costumbre. La tengo bien enseñadita. Ahora duerme en pelotas, las piernas bien abiertas por si alguna noche me entra hambre. Hoy le ha dado por dormir bocabajo, con la cara contra la almohada y ese culazo redondito y duro marcándose bajo las sábanas como dos montañas sagradas y solitarias en medio de una llanura blanca. Pura geografía: el Everest y el Kilimanjaro y en medio la golfa del coño estrecho. O como se llamara.

La verdad es que la jodida tiene un cuerpazo. Sobre todo para su edad. ¿Qué tiene? Va dos cursos por debajo del mío, así que quince, dieciséis… quizá. Tengo que acordarme de preguntarle su cumpleaños para hacerle un regalito especial. Algo a estrenar, tal vez. Puede que se la deje al padre Ángel para que la descorche, que comiendo pescado todos los días a veces viene bien un atracón de carne. Estará bien abrirla de una vez para poder meterme dentro y jugar un poco, que este sitio es muy frío en invierno y seguro que en su funda peludita se me calientan las manos.

Ahora entiendo por qué a los tíos les gustan tanto las chicas jóvenes. Es genial pillarlas sin experiencia, almejitas tiernas y obedientes que hacen lo que les dices y comen lo que les das. Las novatas siempre ponen cara de asco, pero acaban metiendo la lengua hasta los ovarios y no la sacan hasta que las agarras del pelo y les das un buen tirón, con los morritos pringosos de eau d’coño y esa mirada de cachorrito ansioso ante la expectativa de volver a meterse en el pilón.

¿Era yo así? ¿Me comporté como una niñata cuando sor Dolores me acogió entre sus senos? Ojalá pudiera decir que no. Echando la vista atrás me resulta difícil creer que alguna vez fui tan cría, pero también recuerdo ese día, en el comedor, poco después de estrenarme con la Lolas, cuando fui a coger el plátano que suelen ponernos tres veces a la semana como postre. A veces el plátano que te tocaba estaba pringoso y siempre pensé que era por ser naturales, del banano de la huerta del convento. Sin embargo, aquel día, lo que pensé fue en lo putas que eran las tías. Los plátanos son estupendos, y siempre están más pringosos en un internado de monjas.

Me pregunto si la Jenni se habrá dado cuenta ya del misterio de las frutas. Desde luego, ha catado marisco como para empezar a distinguir el aroma. Ella misma sabe a mar, a carne fresca y chapoteante que vibra al ritmo de mi respiración. Cuando la destapo despacito el olor de su piel desnuda llena la habitación. Primero aparece la nuca delicada y los hombros estrechos; la espalda sinuosa; las ubres grandes, aplastadas contra el colchón, sobresalen por los costados de su cuerpo como neumáticos bien inflados. La sábana resbala con suavidad sobre su cuerpo, sube despacito el rotundo culo y cae en cuanto llega a la cima, dejando al descubierto la gruta de las enamoradas.

De rodillas sobre el colchón, a los pies de su cama, apunto a mi objetivo brillante y peludito que me sonríe entre el muslamen abierto y empiezo a notar la saliva inundando mi boca. Allá voy. Me meto en ella con ansía: mi lengua lame su raja como una perra ansiosa lame a sus crías, con pasadas largas y húmedas de abajo a arriba, sellando los labios contra su agujero y succionando hasta tragarme su esencia. El sabor a hembra joven me baja por la garganta. Mi lengua penetra sus dulces pliegues y se adentra en su interior un breve trecho, hasta estamparse contra el sello que demuestra que es una niñita buena y decente.

El himen es cerrado, sin agujeros. Sabe a ostra cruda recién abierta, macerada con un chorrito de limón. Me estorba. Querría meterme más adentro, llegar con mi lengua a su horno para bollos y quitarle la pintura de fábrica a lametazos. Si la entrada está tan caliente, el interior debe ser una sauna, la discoteca de moda a la que todas las zorras quieren entrar; y el puto gorila me para en la puerta. En cuanto vea al cura le convenzo para que me ayude. Lo haría yo misma, pero no me gusta el sabor de la sangre.

La muerdo. ¿Cómo no voy a morderla? Es mi bollito de leche, me gusta hincarle el diente, y el puto bloqueo me ha hecho enfadar. Tengo derecho a desahogarme, ¿no? Sí, joder, claro que lo tengo. Podría morder la almohada, pero prefiero que sea ella quien lo haga.

Mi novata se despierta con un sobresalto, ahogando contra las sabanas un aullido de perra en celo. Cierra las piernas por instinto, aplastando mi cabeza entre sus muslos calientes. Me atrapa. No puedo separarme de su coño, así que sigo saboreando la carne tierna apretada entre mis dientes. Intento tirar hacia atrás, arrastrando conmigo sus labios que se estiran como goma de mascar, pero la jodida aprieta las piernas más y más, así que hundo nariz y lengua en su agujero y empiezo a juguetear mientras ella se relaja y estampa la cara contra la almohada intentando amortiguar los gemidos.

Ahora sí está despierta del todo. Despierta y cachonda. Se contonea como una culebra mientras sus muslos liberan la tensión acumulada y yo, al fin libre como el mar, salgo a respirar aire fresco separando mi boca chorreante de su gruta. Mi lengua recorre su raja y empieza a subir, metiéndose entre las nalgas rollizas, separándolas.

El anito de mi jamelga se contrae cuando lo rozo con la lengua. Jugueteo con él, le doy puntaditas húmedas y me divierto observando como el pequeño agujerito sonrosado intenta escapar replegándose sobre sí mismo, apretándose para volver a ceder un instante después, al ritmo del contoneo cachondo de su dueña.

Le muerdo una nalga. Con ganas, joder. Por chula y por puta, por restregarme en la cara la firmeza de su culo. Mis dientes se clavan en la carne tersa de esa grupa que hace voltear la cabeza del cura y de la mayoría de las santas. Aprieto bien, asegurándome de dejar mi marca en los cuartos traseros. Levanto una mano y la dejo caer con fuerza sobre la otra nalga pintando en rojo mis huellas dactilares y cada una de las líneas de la palma. El estampido retumba como un tambor bien tensado. A la mierda el sigilo: si me pillan no hará falta llamar a criminalística. Las pruebas se ven con claridad: ¡culpable del pecado, señoría”.

Quiero montarla, cabalgarla, domar a mi bestia salvaje. Escalo su cuerpo, deslizándome, restregándome sobre su espalda. La agarro del pelo y hundo su cara contra la almohada para ahogar sus protestas mientras me acomodo encima de ella, mi cuerpo completamente sobre el suyo: mis piernas sobre sus piernas, mi coño sobre su culo, mis pezones apuntalando su lomo, mis manos perdiéndose en sus costados, apresando las ubres enormes, y mi boca en su oído, mordisqueando el lóbulo, susurrando bajito, muy bajito: “Eres mía… Tus tetas son mías. Tu culo es mío y si quiero morderlo, lo muerdo”.

Me restriego contra ella, al galope. Sus pezones son mis bridas: tiro o aprieto, marcando el ritmo de la cabalgada. Su culo es mi silla de montar, cuero de primera pulido por mi vello púbico. Mis tetitas se le clavan en la espalda y siento en mi vientre el calor de su cuerpo aumentando mientras nos restregamos una sobre la otra, con sus gemidos ahogados por la almohada y los míos perdiéndose entre las crines castañas que adornan su nuca.

Me separo de ella hasta quedar a horcajadas sobre su cuerpo tendido, sentada con comodidad, usando sus glúteos como un cojín bien mullido. Casi puedo ver en la oscuridad el vapor que desprenden nuestros cuerpos al separarse, la humedad caliente condensándose al entrar de nuevo en contacto con el aire frío de la noche del internado.

“Mírame”, le susurro. La cría se revuelve bajo mi cuerpo. Su cara queda frente a la mía, su coño bajo mi coño, compartiendo humedades. Tiene los ojos brillantes, hambrientos; se está mordiendo el labio inferior. Empujo mi dedo corazón entre nuestras pelvis apretadas hasta notarlo pringoso de los jugos entrelazados. Sale brillante y lo expongo ante su cara antes de metérmelo en la boca. Mis sabios se sellan en torno al dedo y lo voy sacando poco a poco, inclinándome sobre la novata, que se muerde más el labio al verme llegar.

Su boca se abre cuando nuestros labios se entrelazan y me demuestra que aún tiene mucho que aprender: su lengua inexperta se mete demasiado a fondo, demasiado rápido, en cualquier orificio que se le ponga delante. Su saliva dulce se mezcla con el fruto conjunto de nuestros coños entrelazados, pero ella no se para a saborearlo, ansiosa por descubrir hasta el último rincón de mi boca.

Una de mis manos busca su pelo, enrollándose con firmeza en su melena castaña. La otra agarra una ubre densa y llena, sólida al tacto como la fruta madura. Busco el pezón con los dedos y aprieto y retuerzo hasta que la novata arquea la espalda bajo mi cuerpo y retira su lengua de mi boca dejando escapar un quejido que se pierde en mi interior.

Suelto la presa despacio y puedo notar en mi piel como su cuerpo se relaja. Separo nuestras bocas y ella aspira el aire con ansia. Puedo notar sus pezones subiendo, clavándose en los míos al ritmo de la respiración cuando me tumbo sobre ella. “Tranquila”, le susurro mientras acaricio su larga melena. “No tenemos prisa, zorrita viciosa”.

La beso de nuevo; un beso ligero, sin lengua. Luego el mentón, el cuello. Luego un beso más largo, restregando la cara entre sus tetas enormes. Luego el vientre y el pelo ensortijado que corona su coño virginal. Beso su botón, apretándolo entre mis labios, mientras sus muslos rollizos se van separando para mí. Y vuelvo a su entrada, acogedora, chorreante. Nos miramos a los ojos entre sus piernas abiertas. Su cara es una virgen suplicante, digna imagen de un convento; su lengua se desliza por sus labios, humedeciéndolos. Tiene las manos apretadas, clavándose las unas en las palmas. Le gustaría agarrarme por la nuca y estampar mi boca en su coño en ese mismo momento, pero aún no tiene suficiente confianza para hacerlo. Me acerco a su raja, recorriendo despacio los pocos centímetros que me separan de la entrada principal de una salida redomada. Estoy tan cerca que puede notar el aliento de mi susurro sobre sus labios palpitantes.

“No tenemos prisa, zorrita mía. Aun queda noche para maitines”

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