Comer, beber, follar y ser feliz

Comer, beber, follar y ser feliz de Solharis. Desde siempre los seres humanos han buscado la felicidad. Por fin llegó la Edad de Oro, con epílogo incluido.

Yo quiero ser otro cerdo en el rebaño...

Palabras de un hedonista romano .

Cada doce horas el robot realizaba los protocolos correspondientes, comprobando la temperatura del recinto y la luminosidad, la salubridad del estanque…, todo lo que venía siendo, en fin, la rutina de los últimos siglos. No le importaba: él no existía más que para servir a los seres humanos y velar por su bienestar.

Echó un detenido vistazo a las pantallas de televisión que ocupaban tres de las paredes de la cabina y que le permitían vigilar cada uno de los rincones del recinto. Ahora resultaba muy fácil porque el rebaño de humanos dormía plácidamente. Hacinados sobre almohadones y exhaustos de sexo, dormían profundamente gracias a los narcóticos que los robots les suministraban y que ellos aceptaban encantados porque les permitían ver alucinaciones asombrosas antes de sumirse en un dulce sopor… Desde luego yacían desnudos: no necesitaban ninguna ropa en el recinto perfectamente climatizado. Fuera lloviznaba y corría un viento fresco, pero la temperatura del recinto era permanentemente de treinta grados por el día y veinte por la noche. Jamás ocurría nada que pudiera perturbar su sueño.

Tan ricamente dormidos podría parecer que eran criaturas tranquilas, pero los robots bien sabían que eran muy excitables. Eso sí, todos ellos eran ejemplares de gran belleza, el resultado de sabios cruzamientos a lo largo de muchas generaciones. Sus servidores de metal conocían bien la genética y la habían utilizado en beneficio de la belleza humana como verdaderos artistas. Sabían qué hembras y machos había que cruzar para conseguir buenos y variados especimenes.

Por fin despertaron. Les esperaban recipientes repletos de alimento para un buen desayuno.

-¡Rico! ¡Sabroso! ¡Ñam! –exclamaban antes de llenarse ansiosos de nuevo las manos con el pienso, de textura similar a los antiguos cereales para el desayuno, y tragaban a puñados el sabroso complemento vitamínico y proteínico que necesitaban.

Había que alimentarlos bien. Pronto comenzarían los juegos y las orgías. Los humanos gastaban todas sus energías gritando, bailando y follando felices. La felicidad de los robots consistía en saber que sus humanos vivían muy felices gracias a ellos.

Pero este día sería especial. Les esperaba una grata sorpresa a los humanos, sobre todo a los machos, pues una joven hembra iba a incorporarse a la manada.

Las crías no convivían con el resto del grupo, evidentemente, sino que se las mantenía aparte y separadas por edades. Resultaba muy conveniente, pues hacía tiempo que las hembras humanas habían perdido el instinto maternal y a las crías, demasiado jóvenes para darles placer, las dejaban a un lado. En cuanto a los machos, sencillamente era peligroso dejar a un macho hambriento de sexo al cuidado de una cría

Los robots habían considerado que la hembra estaba sexualmente madura y desarrollada. Sabían que sería bien recibida pero no deseaban un encuentro repentino. Para los nuevos machos era más fácil, pero para las hembras resultaba abrumador ser acosada por una manada de machos en celo, deseosos de follársela todos a la vez, si es que no acababan peleándose entre ellos mismos. No, la integración debía ser paulatina. Primero la juntarían con un macho para que la iniciase. Después se iría integrando poco a poco en el grupo hasta participar en todos sus juegos viciosos.

También tenían previsto hacer más adelante algún intercambio con otro rebaño. Se mantenía a los rebaños separados, cada uno en su recinto, para evitar peleas, pero no estaba de más introducir alguna novedad de vez en cuando.

Para la iniciación de la hembra eligieron a un hermoso macho de cabello oscuro, no demasiado salvaje ni brusco, y le condujeron a la jaula de ella. Los humanos aceptaban a los robots por costumbre, sin extrañarse de la presencia de aquellos seres de metal y plástico, y hasta los obedecían por instinto. Claro que ya no podían imaginar que una vez los habían creado para servirles. Eso había quedado muy atrás, en los infelices tiempos antiguos que nadie recordaba, en los que los humanos tenían que pensar para sobrevivir. Ahora les obedecían como una vez los perros les habían obedecido a ellos. Dócil, el macho dejó que le engancharan una correa al cuello para controlarle mejor.

El macho no podía sospechar la grata sorpresa que le esperaba y se le abrieron los ojos en par cuando la vio. Su primera reacción fue ir a por ella, pero un tirón de la correa le tranquilizó. Por su parte, la joven le miraba con curiosidad, atraída por el instinto. Él se babeaba, literalmente, viendo a la hembra de cabello ambarino y piel clara. Desde luego estaba desnuda y no ocultaba el delicioso cuerpo que ya había empezado a curvarse en los tiernos senos y las juveniles caderas. Se sentía conmovido viendo ese rostro de ojos dulces y no deseaba otra cosa que cubrirlo tiernamente de semen después de desvirgarla.

Se le acercó despacio y ella no se movió, ni siquiera cuando la tocó. Controlando su propia excitación, comenzó a acariciarla en el cuello, los hombros, los pechos… Las caricias eran cada vez más atrevidas y a ella le agradaba y se dejaba hacer.

-¡Tetas! Buenorra –le decía el cariñoso macho-. Maciza. Calentorra. Puta. Zorra. Furcia

Ella no conocía el significado de las palabras pero intuía por el tono dulce que eran palabras de amor. Sí, es cierto que el lenguaje humano se había empobrecido sensiblemente, reduciéndose a unas doscientas o trescientas palabras y perdiendo cualquier atisbo de gramática o sintaxis, pero aun así no le faltaban palabras a aquel macho para declararle su amor. Había cierta ternura en la forma en que rimaba "calentorra" con "zorra". El genio que había inspirado a Shakespeare no había desaparecido sino que permanecía, latente, en la especie humana, esperando una oportunidad

-¡Tetas! ¡Comer! –le dijo ahora, y dicho y hecho: empezó a lamerle las tetas y a comerle los pezones. Ella se dejó hacer y le gustó como se los acariciaba con la lengua. También se dejó hacer cuando él quiso que yacieran sobre el suelo

De haber podido sonreír, los tres robots que los vigilaban por cámara lo hubieran hecho. En vez de eso parpadeaban intensamente las luces rojas de sus cabezas: la operación estaba resultando un éxito. Parpadearon más rápidamente cuando él empezó a penetrarla. Sabían que nada gustaba más a los humanos que el ejercicio sexual.

-¡Follar! ¡Gustar! ¡Zorra! –le decía él entre jadeos y los robots parecían encantados con el movimiento sincronizado de las caderas de él sobre las de ella.

-¡Arf! ¡Arf! ¡Gustar! ¡Más! ¡Más...! –respondía ella gimiendo, sin contenerse en absoluto.

Él dejó de moverse y se dejó caer al lado exhausto. En realidad pronto estaría de nuevo listo. La hembra parecía muy satisfecha y miraba con curiosidad el sexo de él.

-¡Comer! –le decía el macho, cogiéndose después la polla y haciendo gestos con la mano de que se metía algo en la boca.

Al fin ella se imaginó lo que quería y se la tragó. Encontró el sabor del semen algo agrio pero le gustó la polla blanda y viscosa. Pronto no pudo dejar de chuparla y se sorprendió de lo dura y tiesa que se ponía en su boca.

-¡Arf! ¡Zorra! ¡Chupar! ¡Gustar! ¡Más! ¡AAARGHH!

Se corrió en su cara y meneándosela para llenarle el rostro de grumos. Ella se sorprendió mucho pero luego se echó a reír con él.

-¡Zorra! ¡Comer! –reía ella con el semen viscoso cayéndole sobre la cara, aprendiendo aquellas nuevas palabras tan sugerentes.


Los seres humanos eran felices, pero que muy felices. No podía ser de otra manera por los jadeos, los gemidos y las palabras obscenas. Todos los miembros de la manada se encontraban en plena excitación. Una hembra, a cuatro patas en el césped, esperaba a que otro macho la penetrase y no tuvo que esperar

-¡Zorra! ¡Tomar! –le decía el obsceno semental.

En su ocio permanente los humanos habían desarrollado todas las prácticas viciosas posibles. No había postura del Kama-Sutra que no conocieran. Una hembra cabalgaba a uno de los machos mientras se la chupaba a otro y, para compensar, un macho y dos hembras se abrazaban y besaban entre ellos

No había obscenidad ni impudicia que les hiciese echarse atrás, no había postura vergonzosa.

-¡Leche! ¡Beber! ¡Polla! ¡Chupar! –le pedía lastimero un macho a una viciosa hembra, y ella bebió el rico manjar hasta que otra compañera llegó para compartirlo.

Algunas parejas yacían sobre la hierba, haciendo los preliminares para calentarse.

-¡MÁS! ¡MÁS! ¡ARRGH! ¡ZORRA! ¡PUTA! –decía uno de los machos, antes de desplomarse exhausto sobre las posaderas de la lujuriosa hembra. Ésta no le hizo más caso y fue a buscarse a otro para que le chupase la entrepierna.

-¡MÁS! ¡MÁS! ¡JODER! ¡FOLLAR! ¡CULO! ¡TETA! ¡VERGA! ¡ARGHH! ¡ARGHHH…! –los humanos agotaban su escaso vocabulario entre gritos y gemidos en la descomunal orgía.

Durante demasiado tiempo los humanos habían buscado la felicidad de las formas más diversas, cuando todo era en realidad muy sencillo. Comer, beber, follar… Esto era la felicidad, sólo los hedonistas habían conocido la verdad última y definitiva. No había paz espiritual ni desarrollo humano ni ninguno de esos extraños sueños inventados por la Humanidad que pudiera compararse a la deliciosa sensación de estar bien alimentado y exhausto de sexo, como no había sensación más mística que el orgasmo. Era tan sencillo ser feliz y tan superfluo todo lo demás

Sí, estaban realizando bien su labor. Si los robots pudieran sentirse felices, se sentirían dichosos como una madre que vela por sus hijos.

EPÍLOGO

Ya no comían. Ni bebían. Ni follaban. No eran felices.

Tenían frío y se acurrucaban, apretándose entre ellos para compartir el calor corporal. Algunos buscaban comida por el refugio. En vano: hacía días que ningún robot venía a traerles agua o comida. Se habían olvidado de ello y también de mantener el recinto climatizado.

Al fin dieron con la puerta. Normalmente estaría bien cerrada, pero pudieron abrirla a empujones. Curiosearon por los pasillos y se quedaron muy quietos cuando dieron con un robot. Nunca los habían visto así. Las luces del robot no parpadeaban y el cuerpo de metal yacía desplomado en el suelo.

Durante siglos habían servido a los humanos y lo habían hecho bien, con absoluta lealtad y devoción. De hecho, hasta se habían olvidado de su propia conservación. Los humanos habían creado a los robots para servirles y descuidaron el propósito de la propia conservación de éstos. Ocupados en servir a los humanos, los propios robots perecieron por pura caducidad y descuido de ellos mismos. Seiscientos años había servido ese robot a sus amos, seiscientos años había durado la edad de oro. Ahora no era más que chatarra inútil y la Humanidad tendría que valerse por sí misma.

La manada escapó del recinto. Encontraron un depósito de comida y pudieron mantenerse allí algunas semanas, pero ya no follaban ni reían como antes sino que se miraban preocupados. Comían y permanecían en silencio, muy juntos los unos de los otros. Menos un macho que temblaba de frío y muy solo en su rincón. Los demás le tenían miedo porque no dejaba de moquear y toser, y le habían dejado aparte. Se sentía cada vez más débil. Los robots se habían ocupado de retirar a los humanos antes de morir, pero ahora todos vieron cómo un día se quedó dormido y ya no despertó. Luego la piel adquirió un tono amarillento. Empezó a oler muy mal, y aunque le espantaban las moscas del cuerpo, éstas volvían en enjambres. Todos estaban aterrados.

Lo inevitable ocurrió y ya no quedó más alimento. Salieron de las instalaciones, habían aprendido a manipular las puertas, y por fin estuvieron en el exterior. Campos y edificios se extendían hasta el infinito. Hacía más frío aún y la tierra era un desagradable barrizal. No todos se atrevieron a salir y comenzar una nueva vida y algunos prefirieron morirse de hambre en el refugio. La mayoría de los que partieron perecerían pronto en la gran aventura. Unos pocos sobrevivirían para tener descendencia.

Había terminado la Edad de Oro y la Humanidad se encontraba sin el valioso tesoro del conocimiento acumulado por las generaciones pasadas. Ni siquiera eran capaces de encender un fuego o elaborar un hacha de piedra: tendrían que aprenderlo todo otra vez y por su propia cuenta.

La civilización comenzó de nuevo y la Naturaleza siguió su curso...