Comenzar a ser Amo (1)

Como me convertí en Señor de cuatro esclavas, y de a poco fui aprendiendo el sutil arte de ser Amo.

Cuando el dinero no importa, porque se tiene demasiado, proporciona a su tenedor todo tipo de placeres. Por eso aproveché un negocio que me ofreció un conocido. Mi dinero no provenía de herencias ni trabajo honrado, se puede decir que no tengo muchos escrúpulos, aunque reconozco que poseo valores que no están a la venta.

EL caso es que una persona, conocida por mi de esos tiempo, los cuales habían terminado, me llamó para ofrecerme un negocio. Por razones de gentileza, y para no enojar a nadie, acepté que viniera a verme, pero estaba seguro, que sea cual fuera su proposición, no estaría interesado. Nunca más equivocado.

EL tipo se presentó a la hora convenida, y tratándome con el respeto que merece mi pasado, me ofreció una pequeña mansión que estaba a la venta. He diversificado mis negocios, todos legales ahora, no podía comprender el porque de realizarme el ofrecimiento a mi. Al hacérselo saber a mi interlocutor, me explicó que debería ver la propiedad, con el mobiliario que incluía. Había puesto un gran énfasis en este último punto.

Curioso, y sin grandes cosas que hacer en ese momento, partimos inmediatamente para conocer el lugar. Era un barrio muy exclusivo, cerrado, y tras franquear la guardia, encontramos pronto la propiedad. Un amplio terreno cercado por altos muros, evidentemente la delineaban. Cuando el amplio portón de hierro forjado no cedió el paso pude comenzar a ver lo ofrecido. Es una construcción estupenda, nueva, pero preservando las líneas de la arquitectura francesa. El contorno era espectacular, con cuidados jardines delimitados por espaciosos senderos.

Ya en el interior, nos atendió una joven mujer, indudablemente del servicio doméstico y nos condujo hasta una estancia muy grande, donde un hombre de mediana edad vino a mi encuentro con la mano extendida. Luego de las presentaciones, nuestro hombre nexo fue despedido, y comenzó a guiarme por las distintas estancias, todas amplias y bellamente amuebladas, aunque con un estilo demasiado cargado y pesado para mi gusto.

Cuando creí terminado el recorrido, el hombre comenzó a descender de nivel, dirigiéndose a lo que aparentemente era el sótano. En realidad no tenía ningún interés en conocer ese lugar, pero por educación me callé la boca. La escalera terminaba ante una puerta de madera maciza, la oscuridad era casi absoluta, mas cuando esta se iluminó, quedé totalmente sorprendido.

El lugar era una enorme estancia, sin ventanas ni puertas, salvo por la que habíamos entrado. En ella, había infinidad de objetos algunos parecían medievales, otros, mucho más modernos, todos de tortura. O sea, nada más que una inmensa estancia prevista como mazmorra. El hombre se explayó sobre las bondades de los instrumentos, en su mayoría ideados por el. Hablaba de sus genialidades, y de los nobles materiales con que los había hecho construir,

Y yo, que no soy de sorprenderme fácil, estaba callado por el asombro. Asentía con la cabeza, de vez en cuando, fingiendo escuchar, sin lograrlo. Estuvimos por un largo tiempo allí, para luego regresar a la sala principal, para tratar el precio. O por lo menos así lo creía yo. Una vez sentados, el hombre hizo tintinear una campanilla de bronce, y al instante la sirvienta que nos había abierto la puerta se presentó ante nosotros.

-Ve a buscar a las otras.- Dijo en tono severo. Esperamos en silencio un breve tiempo, hasta que cuatro mujeres se presentaron ante nosotros.

-Desnúdense.- Ordenó, y las cuatro quedaron rápidamente sin ropas. Me las presentó por sus nombres, Uno, Dos, Tres y Cuatro.

Uno era, por mucho la mayor de todas. De unos cuarenta y cinco años, no muy alta, y teniendo en cuenta su edad, bien conservada. Desempeñaba la función de ama de llaves, y al observar su cuerpo con detenimiento, pude apreciar las bondades que el mismo mostraba. Cabello oscuro, recogido, una cara redonda, con enormes ojos negros, brillantes. Piel morena, de seños grandes, algo caídos por la edad, pero aún muy apetecibles. Una cintura modesta, pero con unas caderas y piernas muy excitantes.

-Como podrá ver, ninguna tiene marcas permanentes ni defecto alguno.- Dijo, dirigiéndose a mí, el propietario. –Son todas sanas y fuertes, y están perfectamente adiestradas.-

-Dos.- Continuó el. –Se halla en el octavo mes de gestación, de una hembra, por lo que pronto tendrá una nueva esclava.- Esa última palabra, aclaró de una vez todas mis dudas.

Miré bien a Dos, una mujer joven, de no más de veinte años, sin duda atractiva, pero deformada por el inminente parto. Era la más pequeña del grupo, e imaginándola, no muy diferente a Uno.

Tres tendría unos dieciocho años, era sin dudas una belleza. Superaba el metro setenta, su pelo castaño claro recogido, y unos ojazos celestes iluminaban su muy bonito rostro. Senos altos, erguidos, redondos, coronados por una aureola grande, rosada, en contraste con su blanca piel. Los pezones erectos, desafiantes. Sus largas piernas, su cadera amplia, de tamaño justo y una estrechísima cintura, remataban un cuadro perfecto.

Cuatro, tendría unos dieciséis años. Era a ella a quien habíamos visto. Era igual a tres, solo le faltaba madurar un poco sus formas. De todas maneras, era ya una mujer muy apetecible.

-Vuelvan a sus quehaceres.- Ordenó el hombre. Ellas recogieron sus escasas ropas, y en silencio se marcharon.

Tardé en comprender todo lo que aquel trato ofrecía. No solo una magnífica residencia, sino también la posesión de cuatro esplendidas mujeres, casi cinco en realidad, esclavas. Tenía un conocimiento somero de las cuestiones de la sumisión y el masoquismo, pero mi mente volaba en imaginación.

El precio pedido era justo, solo por la mansión, pero tras presionar un poco, logré comprar todo por buen precio. Quedamos que los abogados es encargarían de los detalles, y que yo tomaba posesión de los bienes de inmediato. Llamó a las siervas, me presentó como su nuevo Amo, y sin decir más, se retiro de la casa. Al parecer, ya había sacado todas sus pertenencias personales, y no quería demorar más, el momento de marcharse.

Me quedé solo con las cuatro, mirándolas, mientras ellas mantenían la vista fija en el suelo. El cambiar de amo parecía no haberles afectado, o por lo menos no lo demostraban. Y ahí me encontraba yo, parado con ellas, sin saber muy bien que hacer.

-Cuatro, guíame hasta el dormitorio principal, y ustedes, sigan con lo que tengan que hacer.- Cuatro me condujo hasta una habitación muy amplia, con una cama enorme. La luz diurna se filtraba por la inmensa ventana. De todas maneras tenía un tono algo lúgubre, cosa que pensaba cambiar de inmediato. También me molestaban los nombres de las esclavas, pero ya habría tiempo para remediarle.

En disimulado placard estaba lleno de juguetes sexuales, y al verla a Cuatro a mi disposición, tuve ganas de comenzar a jugar.

-Desnúdate.- Le ordené. Ella se sacó el sobrio vestido de mucama, quedando desnuda al instante. Ya no la veía como una mercadería, como abajo, ahora era una niña mujer, con un cuerpo precioso, dispuesta sola para darme placer. Jamás había maltratado a una mujer, físicamente al menos, por lo que tomé una fusta del placard.

Le ordené se subiera a la cama, boca abajo, con la rodillas flexionadas. Su culo, blanco r redondo, quedó totalmente expuesto. Probé la fusta en el aire, haciéndola silbar. El primer golpe fue tentativo, sin mucha fuerza, pero con la suficiente como para que un tenue tono rosado, apareciera en torno al lugar castigado. Me sentí poderoso, una sensación que hacía años no sentía, golpeé siempre sobre la misma nalga, mucha veces, acentuando la fuerza, y la velocidad de los fustazos. Solo me detuve cuando noté un poco de sangre sobre la fina piel desgarrada. Había sido presa de una excitación desconocida. Tenía la respiración agitada, el pene duro a más no poder.

Ella no había emitido sonido, su pelo revuelto tapaba parcialmente la cara. Pero no lo suficiente como para verle gruesas gotas de llanto correr por sus mejillas. Puse mis manos sobre sus nalgas, una era tersa, la otra, enrojecida y afiebrada, más tersa aún. Las sobé con placer y lentamente las fui separando, para ver un agujerito rosado, inmaculado.

-Al antiguo Amo no le gustaba usarte por aquí.- Más que a pregunta, sonó a una aseveración.

-No Amo, aún soy totalmente virgen.- El timbre de su voz reflejaba un miedo intenso.

-¿Cómo es eso?

-El antiguo Amo me dijo que hasta los dieciocho años no me tocaría.-

Esta esa otra gran sorpresa. No entendía el porque, pero aunque estuviera muy excitado, la ocasión de terminar con sus virginidades sería especial. Le ordené que se vistiera y llamara a Uno.

Mientras esperaba, me acosté en la cama a pensar en todo lo que estaba sucediendo. Mi vida había cambiado, me propuse aprender, y conocer a fondo este submundo que tanto me gustaba, No tuve mucho tiempo, ya que enseguida Uno se presentó ante mí. Quería preguntar muchas cosas, pero mi miembro ya me dolía y necesitaba relajarlo.

Sin preámbulos, le deje a Uno que se desvistiera, y que me montara, de frente hacía mi. Ella se desvistió con premura, y con cara de satisfacción se dirigió en hacia mi, caminando en forma muy sensual. Se acomodó encima de mí dejando sus grandes y colgantes senos rozando mi cara, no pude resistirme, y mordí uno de ellos con furia. Su cara reflejó el dolor, al tiempo que tomaba mi pene, y diestramente lo colocaba en la entrada de su vagina. Cuando solté su pezón, fue irguiéndose lentamente, a medida que se empalaba. Su cara fue tonándose más lasciva, cerró los ojos y comenzó a moverse. Lo hacía de una manera espectacular, subiendo y bajando, moviendo su cadera hacia uno y otro costado. Sabía que no duraría mucho, por lo que me concentré en alargar todo lo posible mi placer.

-¿Amo, puedo llegar al orgasmo?- Me preguntó, sacándome de mi ostracismo sexual. No esperaba aquello, y mientas lo meditaba noté que aún conservaba en mi mano la fusta.

-Solo después del mío.- Le contesté, al tiempo que el primer lonjazo, castigaba un seno. Me detuve a mirar el panorama. Veía mi miembro aparecer y desaparecer dentro de mi esclava, ella moviendo solo sus rodillas, para marcar las penetraciones, su cadera rotar, sus senos rojos de golpes, el sonido mismo de estos, y no pude contenerme más. Exploté en su interior, y uno tras otro, mis eyaculaciones inundaron su cavidad de tanto placer. Ella, al mismo tiempo, arqueó la espalda, teniendo el suyo en silencio.

Siguió moviéndose, haciendo cada vez más lento el vaivén, prolongando mi goce. Para cuando mi sexo perdía algo de su rigidez, ella se desmontó para comenzar a lamer mi miembro. Lo limpiaba, pero no mecánicamente, lo hacia con amor. Se lo introdujo todo en la boca, me hacía una felatio para campeonato, era muy sabrosa, pero la detuve, tenía yo otros planes.