Combustión Interna

Yo sabía que ella me deseaba, pero también sabía que nunca tomaría la iniciativa, así que...

Combustión Interna

L. P.

Julio de 1985. Estabas tumbada en mi cama estudiando a mi lado para aprobar el curso universitario de verano. Yo acababa de cumplir 20 años y tú tenías 23 ó 24. Me separé de ti y fui a la cocina por agua. Al retornar, me apoyé en el dintel de la puerta y te observé: eras tan alta que apenas cabías en mi lecho y tu negrura contrastaba visiblemente con la palidez de mi piel.

Yo sabía que te gustaba, a pesar de que alguna vez proclamaste tu preferencia por los varones, de tu lista de novios, de tus charlas ultrafemeninas con nuestras amigas, de que no habías tenido a una mujer entre las piernas. Yo sabía que te gustaba y mucho; pero también sabía que nunca tomarías la iniciativa.

Y con la misma naturalidad con la que apuré el agua hasta secar el vaso, cerré la puerta, me arrodillé sobre la cama, enrollé tu camiseta y te la saqué haciéndote levantar los brazos. Cuando quisiste reaccionar, estabas semidesnuda y yo admiraba la perfección de tu delgadez, tus desafiantes semicírculos oscuros, tu ombligo de embrujo, la brillantez de tu piel negra, tan negra como el deseo que me obnubiló la razón y la vida.

Deslicé mis manos por el curso maravilloso de tu espalda, como un par de exploradoras que se internan despacio en una selva apenas iluminada por pálidos reflejos de luz de luna. Y escalé tu cuello, y me lancé en picada hacia tus senos para luego reptar sin prisa sobre la planicie perfecta de tu vientre. Y tú, tras una debilísima protesta que devino en quejido de genuino placer, te rendiste al excitante viaje que esa tarde apenas comenzaba.

Había mucho por estudiar, por eso me llamaste un día después. Quedamos en reunirnos luego del desayuno. Puedo verme saltando ilusionada hacia tu casa, con ese hermoso, delgado y ágil cuerpo mío que volvía locas a las mujeres y que hacía suspirar a mi vecino con unos anhelos tan sinceros y tan imposibles que a veces llegaba a compadecerme de él. "¡Ay L.! ¡Ay, es que usted es tan, tan…!". Nunca se atrevió a decirme más.

Me recibiste en tu cuarto y cerraste rápidamente la puerta. Me empujaste a tu cama y saltaste encima mío. Y comenzaste a desabrocharme la blusa, a rendirle honores a mis pechos. Pero aún no me besabas la boca, presa de un prurito que pronto descifré: "Si no la besas en los labios, no eres…". ¿O era sólo que tenías miedo?

Con alevosía. Con alevosía y premeditación te besé. Y lo hice para que te gustara tanto que no quisieras otra cosa más que besarme. Lejos de introducir mi lengua en tu garganta como para no dejarte respirar, muy al estilo de tus novios, rocé mis labios muy suavemente sobre y alrededor de los tuyos e incrementé controladamente la presión para que te dieras cuenta de que existía tu boca, primero; y, luego, para que te percataras de que era mi boca la que te producía todo ese hormigueo en las comisuras; y de que era mi lengua la que entraba y salía para calmártelo. Y te gustó tanto que durante horas no hacíamos más que besarnos.

No había en este mundo copia de lo perfecto más exacta que tus senos negros oprimiendo mis pálidos senos, buscando fundirse en un ansia tan honda, tan loca y tan pertinaz como los latidos que se te agolpaban en la vulva llenando tu cuartito de pegajosa humedad y de un inconfundible olor a sexo; tan honda, tan loca y tan pertinaz como la energía que hacía mi clítoris crecer y endurecerse hasta volverse pétreo; hasta hacerme creer que el corazón se me había mudado de cuadrante, que todo el cuerpo se me había vuelto clítoris.

Benditos Caetano Veloso y Lila Downs cuyo dueto me recuerda hoy, 20 años después, que las camas se elevan mientras las casas se queman. Tú y yo poseíamos nuestra propia planta nuclear en explosión, en cada encuentro protagonizábamos accidentes cuánticos que desprendían mi cerebro del cráneo hasta llevarlo al centro de tu propio universo.

Aprendí que yo estaba hecha de una sustancia ígnea que me provocaba una sostenida combustión interna, que mutaba mi sangre en lava ardiente, en veneno volcánico que bebías de las copas de todos mis labios.

Nos teníamos unas ganas tan puras, tan ajenas a ideas preconcebidas que andábamos como Goethe, del deseo al goce y en el goce suspirando por el deseo. Las horas pasaban, ninguna se acordaba de comer y para qué, si todo lo que queríamos estaba encima o debajo de nosotras, al lado o dentro.

Como la ignorancia dirigía nuestras búsquedas, inventamos una nueva erótica: la del placer más allá de los límites del orgasmo, la de la preservación del fuego aún cuando han desaparecido las fuerzas para atizarlo.

No sé cómo aprobamos ese curso intersemestral. Todo lo que aprendí tenía que ver con tus pechos, con tu boca, con tu clítoris y tus nalgas, con el ritmo frenético de tu cintura de diosa africana, con el sudor salado de tu piel de mujer enardecida por este novísimo placer que te era revelado por mi lengua, mis dedos y mi sexo.

Ese verano bebí sólo el jugo de frutas de tu boca, me embriagué únicamente con los licores inagotables de tu vagina; mientras, yo te me servía cual manjar en las sábanas para que pudieras comer de mis secretos.

Y, al final de cada jornada, mi cuerpo quedaba calcinado al lado de tu cuerpo inerte. Quien lograba arrastrarse de tu casa a la mía no era yo, era apenas mi alma débil, maltrecha y chamuscada, aunque extraordinariamente feliz.

(fin).