Columbia (4)

Cuando las miradas de Claire y Verónica se cruzan, la joven no puede disimular su odio por todo lo que esa mujer le ha hecho. No pasará mucho tiempo hasta que se arrepienta de su descaro.

En el preciso instante en que Verónica, con su dedo índice, pulsa un botón para llamar al ascensor, Claire se da por vencida y deja que esas gruesas agujas vayan entrando, despacio, en sus pechos. El primer pinchazo es sólo el comienzo; lo peor viene cuando se van abriendo camino hacia el interior. Lo hacen a empujones. Cuando Claire cede unos centímetros más de terreno en un intento de lograr que las enormes pesas lleguen el suelo, las agujas penetran un poco más. Cada pinchazo, cada avance es peor que el anterior. La chica piensa que no llegará nunca al final y su lucha contra los elementos se le hace eterna, pero en realidad pasa tan poco tiempo que cuando las temibles agujas están ya completamente insertadas en sus pechos, Verónica está saliendo del ascensor en la planta baja.

Entonces ocurre algo que Claire no termina de querer aceptar. Ha dejado de luchar contra la terrible amenaza de las agujas pensando que, una vez clavadas éstas, sus pezones dejarían de sufrir el tirón terrible de las pesas, ese dolor constante que la estaba volviendo loca. Cuando sus pechos han llegado a tocar la barra horizontal que soporta las agujas, de hecho, ha sentido las enormes bolas tocar el suelo. Sin embargo, sus pezones siguen estirados y el dolor no se ha ido del todo.

Con angustia y sintiendo nuevos tirones en el interior de sus senos, la chica se estira ligeramente para ver qué está pasando y entonces descubre la realidad. Verónica ha puesto las segundas pesas unos cuantos eslabones por encima de las primeras. Las que colgaban del final de la cadena han tocado el suelo y han liberado a Claire de su tirón. Pero las segundas no. El dolor ha disminuido, pero los pezones de Claire siguen obligados a soportar el peso de unas bolas macizas de metal. La decepción aumenta la sensación de dolor. La rabia por no hacer nada. El odio y la impotencia nublan su mente. Y en seguida descubre que al más ligero movimiento, por mínimo que sea, las puntas afiladas de las agujas que tiene ensartadas buscan nueva carne que rasgar.

A estas alturas Claire ha descubierto que puede soportar grandes cantidades de dolor. Y se ha convencido a sí misma de que lo soportará si la recompensa es cumplir su sueño. Por supuesto, el tormento que ha experimentado esta tarde la ha llevado a una inevitable reconsideración; ni en sus peores cálculos había pensado que sus fines de semana de cautiverio forzado pudieran llegar tan lejos. En cualquier caso, hay algo con lo que aún no sabe lidiar: quedarse sola sufriendo una terrible tortura, sin tener ni idea de cuándo acabará. El dolor físico unido a la terrible desazón de saber que la tortura no acabará en horas, y no poder hacer absolutamente nada por evitarlo, éso, éso justamente es lo que la saca de quicio y la vuelve loca. Conforme el tiempo pasa, Claire alimenta su odio.

Y en efecto, serán horas de cautiverio. Verónica sabe muy bien que pasará con Claire muchos fines de semana y está dispuesta a dejar a la chica sola en su desesperación, renunciar a contemplar la belleza de su cuerpo torturado a cambio de llevarla hasta los límites de lo soportable. Mientras va de camino a ver a "una de sus putas", como a ella le gusta decir, su entrepierna no deja de pedir a gritos atención. La imagen que ha visto al despedirse de Claire era demasiado hermosa para ser real, y se imagina a la chica luchando contra las circunstancias, sudorosa y enfadada, con esos pechos estirados a punto de sufrir uno de los mayores dolores imaginables

Cuando llega al apartamento de "su puta" no suelta ni una palabra. Agarra a la chica y se la lleva a la cama a echar un polvo rápido y salvaje que le sienta como una colosal descarga de adrenalina.

Su obediente compañera es una mulata caribeña que Verónica había tenido la suerte de conocer algún tiempo atrás. La chica había emigrado a los Estados Unidos, como tantas otras, en busca de un futuro mejor, pero sin suerte. Verónica se topó con ella cuando salía de un mugriento edificio de las afueras del Bronx con dos maletas en la mano, vociferando insultos contra el que parecía ser el casero -o cacique- del lugar. No se pudo creer su suerte. Viendo la desesperación de la pobre chica, lanzó sobre ella su tela de araña de forma implacable, y cuando se hubo ganado su confianza le ofreció usar un piso que tenía sin usar en pleno centro de Manhattan a cambio de cierta "predisposición" para el sexo. La mujer, apunto de quedarse en la calle, no se pudo creer su suerte. Y aunque pronto aprendió que Verónica tenía gustos sexuales algo "dolorosos", la siguió viendo como su santa salvadora. La llama "señorita Drake", cosa que a Verónica le encanta. Se ve a sí misma como una suerte de Escarlata O’Hara con una esclava negra siempre pendiente de su bienestar. Pero no la usa mucho, y a veces, como esa misma tarde, tan sólo le pide un poco de sexo "normal". La mirada agradecida de la mulata no le gusta del todo, y menos ahora que ha descubierto El Odio en los ojos de la altiva, hermosa e inteligente Claire Brackett, esa rubia que ahora debía parecer un pincho moruno en su pequeña mazmorra.

Después del polvo, la mulata se queda un rato pendiente de las necesidades de su "ama" pero ésta no le pide nada más que acostarse junto a ella y dormir un rato. Para cuando se levanta ya es casi de madrugada, y piensa de nuevo en Claire. Es pensar en la chica y sentirse mojada de nuevo, así que se sienta encima de la negra y se hace comer el coño una última vez. Luego se viste y se dirige de vuelta a su apartamento.

Va tan rápido como puede, como si supiera que allí la espera un regalo único. En cierto modo así es, y cuando vuelve a abrir la puerta de la habitación allí sigue Claire, con el cuerpo sudado, el pelo pegado a la cara y a la espalda, todo su tronco central dolorosamente estirado hacia delante. Al oír la puerta gira hacia ella su cabeza y entre su pelo enmarañado y sus ojos llenos de lágrimas Verónica vuelve a distinguir esa mirada soberbia que dice "te odio con toda mi alma", tan hermosa y arrogante que la hace susurrar: "Contrólese, señorita Drake".

Muy despacio, Verónica se acerca a Claire, paso a paso, hasta ponerse frente a ella, cara a cara, mirada contra mirada. Observa detenidamente el rostro de la chica indefensa, impotente y rabiosa. Su cuerpo temblando. Sus ojos, bajo esa corteza de odio indisimulado, revelando un dolor terrible. Despacio, Verónica baja la mirada hacia las pesas.

-Oh, vaya. La segunda pareja quedó demasiado arriba, ¿eh, Claire? Tus pezoncitos deben haberte dolido un poco.

Extiende sus manos sobre la barra y las pasea sobre los pechos de Claire, tratando de imaginarse hasta dónde habrán penetrado esas agujas. La mirada de la chica parece leerle el pensamiento, como si su mente reflejara la radiografía de dos senos atravesados por sendas barras de metal. "Sí, las tengo dentro, hija de puta" -se dice Claire a sí misma, aunque, por su mirada, es como si la mujer la entendiera.

Muy lentamente, como si no quisiera tragárselo todo de golpe, Verónica va dando una vuelta completa en torno a Claire, regodeándose en su obra, como si el cuerpo torturado de su víctima fuera una escultura recién terminada de moldear. Su espalda aún muestra cinco líneas rojas, fáciles de distinguir por la blancura del resto de la piel. La azotaina fue corta pero intensa; Verónica recuerda lo que sintió ante aquellos balanceos del cuerpo de Claire huyendo de dos dolores a cual más terrible, gritando como una condenada.

-Querrás descansar.

Claire no dice nada.

-¿Quieres descansar o no?

-¡Sí!

-Deberías tener un poquito más de cuidado al hablar con quien está en disposición de torturarte, ¿sabes, Claire? Deberías tenerme un poco más de respeto.

"¿Respeto, hija de puta?" -piensa Claire para sus adentros.

-Lo siento, Verónica. Lo siento mucho. Me gustaría mucho que me permitieras descansar un rato, por favor.

-Ahora lo has dicho realmente bien. ¿Ves como soy comprensiva? Ni siquiera me molesta que utilices mi nombre de pila. Pensándolo bien, ya nos conocemos bien. Así que voy a complacerte.

Se agacha despacio y retira los arneses que unen las bolas con las cadenas. Primero los que aún colgaban, luego los que yacían en el sueño. Claire expulsa un suspiro de alivio que inunda toda la habitación. Acto seguido, Verónica despega las bandas de cinta aislante que sujetaban las agujas a la barra metálica y Claire por fin puede recuperar la rectitud de su cuerpo, aunque su espalda está hecha trizas. A Verónica le parece que ahora está aún más hermosa, con esos dos pedazos de metal saliendo obscenamente de sus pezones.

Se acerca y los acaricia con suavidad, moviendo ligeramente las agujas, como queriendo generar nuevos tormentos. Con un grito cortante y severo, Claire parece decir "¡eh, eso no se toca!", despertando en Verónica una nueva oleada de fascinación. "¿Cómo puede una chica torturada de esta manera seguir siendo tan arrogante?".

-Claire, cariño, ¿qué te pasa ahora? ¿Tienes algo que decirme?

-Por favor, Verónica. Quisiera pedirte que me quitaras las agujas. Duelen mucho. Haré lo que quieras, por favor. Lo que sea.

Claire habla sin balbucear ni tartamudear, sin un atisbo de duda. Es como si el tormento hubiera transformado a esa debilucha y miedosa jovencita que llegó ayer en un ser arrogante y altivo. A Verónica el cambio le parece encantador.

-En realidad, Claire, no voy a quitarte ninguna aguja. Pero en vistas de que te preocupa tu futuro más inmediato, voy a tener la consideración de explicarte lo que te voy a hacer. No para que negociemos, ya que tú aquí, cariño mío, no tienes voz ni voto, como comprenderás. Más bien, para que te hagas una idea y dejes de pensar que tienes algo que decir o que yo voy a cambiar mi forma de actuar por lo que tú digas. No, querida. Ya puedes decir lo que quieras. Pide por esa boquita de puta que tienes. Suplica si quieres, que hagas lo que haga, no va a cambiar ni un ápice los planes que tengo para tí. Aquí dentro eres mi esclava. Métetelo en la cabeza porque cuanto antes te des cuenta, antes entenderás que ahora mismo, aquí, en esta habitación, yo soy Dios, y si quiero coger estas putas agujas y meterte todo el trozo que falta en tus preciosas tetas de guarra, lo haré.

Y justo al terminar esa frase que ha ido "in crescendo", Verónica agarra una de las agujas por el final y aprieta hacia adelante con fuerza, hincándola más en el pecho de Claire. La chica grita con todas sus fuerzas pero esta no vez no es un grito cortante y medido, sino la consecuencia de un auténtico dolor, un grito de súplica que sale de lo más profundo de su cuerpo. Naturalmente, es también un grito sin destino. Verónica está tan concentrada en meter hasta el último milímetro de esa aguja que ni lo oye, y con el pecho de Claire agarrado con una mano, la otra hace los últimos esfuerzos hasta que logra que la aguja, toda ella, desaparezca en el interior de Claire, asomando sólo la cabeza tras el pezón hinchado y deformado. Luego hace lo mismo con la otra aguja.

Ahora Claire no se atreve ni a respirar. Su cuerpo tiembla como si se estuviera congelando. De sus ojos cae un reguero de lágrimas.

-¿Sabes, Claire? Pensaba llevarte a la cama y dejarte dormir un rato, pero eres tan absolutamente estúpida que me has cabreado. Con esa puta mirada tuya. ¿Te crees mejor que yo, te crees especial por ir a esa mierda de universidad de pijos que ni siquiera puedes pagar? ¿Pues sabes qué te digo? Vengo de echar un polvo cojonudo y una siesta estupenda y de que me coman el coño de verdad, y no como haces tú, niña malcriada, y me siento llena de energía y de ganas de joderte. Así que prepárate, puta, porque hoy lo vas a pasar mal.

Dicho esto, Verónica se pierde de la vista de Claire.

-Y ya no quiero oír más tus estupideces.

Claire siente que algo presiona contra su boca y de pronto su mandíbula está brutalmente ocupada por otra de esas mordazas de goma gigantes, que rápidamente queda anudada en su nuca.

El miedo está creciendo y Claire se siente destruida. Sus pezones están destrozados. Cada respiración se hace horriblemente dolorosa con esas agujas clavadas, cuyas puntas siente nítidas, punzantes y destructivas en su interior. El dolor en la espalda es horrible tras pasar horas en una postura tan extrema. Y sus piernas, de las rodillas hacia abajo, las siente dormidas desde hace horas, sujetas como están a las barras de soporte. Sabe que no va a ser capaz de soportar otra sesión de dolor y lo único que quiere es descansar. Se maldice a sí misma por haber sido tan descarada y tan poco práctica. Toda la tarde en esa posición, el dolor tan agudo que sentía, su impotencia, todo ello la han llevado a olvidar lo más básico: durante ese fin de semana es la esclava de esa mujer y ya no hay más historias. Ahora se arrepiente. Se arrepiente profundamente mientras oye nuevos instrumentos siendo manipulados tras su espalda.

Absorta en su trabajo, ajena a las inconexos sonidos que emite su víctima, la mujer se pone en cuclillas entre el mueble tubular, justo entre las piernas abiertas de Claire. Ésta no ha visto los instrumentos elegidos, pero en cuanto baja la vista y observa lo que Verónica tiene entre las manos empieza a moverse frenéticamente. O lo intenta. Las sujeciones en las piernas son muy fuertes y le dejan pocas posibilidades. Los pinchazos de las agujas a cada movimiento hacen el resto. Y su cansancio tras tantas horas en esa posición es notorio.

De forma que la mujer aguarda unos segundos a que Claire, por su propio bien, se esté quieta, y procede. En su mano derecha un gancho como los que ha utilizado en los pezones. Con la izquierda busca el clítoris de Claire, que cierra los ojos para soportar mejor el dolor. La voz se le quiebra cuando intenta gritar. Toda la energía de la reacción al dolor sale en forma de lágrimas. Claire baja la cabeza mientras riega a la industriosa Verónica y se siente ya sin fuerzas para luchar. "Que haga lo quiera".

El gancho pronto está unido a otra cadena, y de ésta pronto cuelga una nueva bola maciza de metal. De la hasta hace nada dulce y apetitosa vagina de Claire cuelga ahora un clítoris exageradamente sacado de su lugar natural. Como bien sabe Claire, no es el dolor punzante de un momento. Cuando Verónica se incorpora el dolor sigue ahí y es cada vez peor. Lo que ha sentido durante todo el día con en sus pezones lo siente ahora en el centro físico de su placer. Cree que va a desaparecer de su cuerpo, pero su mente racional le dice que no será así. Tan sólo le transmitirá un dolor terrible y constante mientras dure su tormento. "Tan sólo eso".

Sin tiempo para más, un latigazo recorre de nuevo la espalda de Claire. Es el mismo látigo de por la tarde, aunque ahora a Claire le parece que duele más. Lo peor, sin embargo, viene después. Verónica deja que pasen unos larguísimos segundos entre golpe y golpe para que el inevitable movimiento del cuerpo de Claire se transmita su clítoris colgante, y la pesa que cuelga de él se empiece a comportar con un columpio. El tirón de un lado a otro multiplica el dolor. El llanto de Claire es desconsolado y terrible mientras la chica se intenta girar, sin éxito, para suplicar clemencia. De haber habido en aquel lugar una persona con corazón seguramente la habría conseguido. Pero no la había. Ni rastro de ella.

Cuando la bola deja de mecerse, de forma sistemática, otro latigazo y otro balanceo. Y luego otro más, sin descanso, sin respiro, un dolor terrible en la espalda y luego otro dolor terrible en el clítoris y luego vuelta a empezar.

Los balanceos tardan en pararse, así que la azotaina avanza lentamente. Verónica no parece tener prisa y quiere que Claire sienta hasta el último y leve tirón de su torturado clítoris. Ni siquiera se pone ante ella para observar la expresión de su rostro. Si lo hiciera vería una persona desesperada, experimentando un dolor innombrable que cuya posibilidad ni siquiera imaginaba. Pero no lo hace. Se queda detrás de la chica a la espera de que la bola de metal se pare del todo, y entonces, ¡zas!.

Ninguna de las dos lleva la cuenta. Claire probablemente no podría contar ni aunque quisiera. Verónica en cambio sólo se preocupa de aguardar el parón de la pesa y propinar el siguiente golpe. Pero ambas saben que pasan minutos y minutos, decenas de ellos. "Una hora", le parecerá a Claire cuando más adelante intente poner en claro sus recuerdos. Tal vez una hora sea un buen cálculo. En cualquier caso, el final no llega por completar un número de azotes sino porque la propia Verónica no puede más.

A esas alturas, la espalda de Claire es irreconocible. Surcada por innumerables latigazos, algunos más distinguibles que otros, es toda ella roja, roja intensa, y en algunos lugares el rojo es oscuro y parece a punto de sangrar.

Verónica aparenta haber experimentado un orgasmo de puro sadismo. Hasta se ha de sentar para descansar un rato. Desde una esquina del cuarto, sentada sobre un pequeño taburete, contempla el nuevo aspecto de su obra. Extenuada, Claire ha inclinado su cabeza hacia un lado y la ha dejado caer. Si estuviera muerta no presentaría un aspecto muy diferente. Verónica se acerca por detrás hasta ponerse ante ella y le da unos toquecitos en la cara hasta que la chica reacciona y abre ligeramente los ojos.

-Ah, estás consciente. Entonces puedes aguantar más.

Sin fuerzas pero con la angustia multiplicada, Claire vuelve a dejarse caer, como inerte. Verónica en cambio ha recuperado la energía y decide cambiar de instrumento. Con una caña de bambú se pone de nuevo en posición perpendicular a la de Claire y sitúa su nuevo juguete en el culo intacto de la chica, como queriendo dibujar su golpe antes de darlo.

El nuevo dolor despierta a Claire de su letargo. Esta vez, por ser más abajo, la zona directamente desplazada por la reacción es la pélvica, y ese desplazamiento impulsa el peso que estira su clítoris de una forma mucho más fuerte que antes. El balanceo es más agresivo y más largo, y Claire, por primera vez en un rato, aprieta a los puños y vuelve a intentar gritar.

El dolor de la caña es distinto al de el látigo. Lo que Claire siente ahora es un escozor terrible que parece poca cosa en el momento del impacto, pero que crece exponencialmente hasta convertirse en un tormento insufrible durante los segundos posteriores. Y aunque al principio intenta recibir los golpes sin mover su cuerpo, es imposible. La reacción es refleja.

El culo de Claire cambia pronto su sensual apariencia. Los azotes con la caña dibujan una marca rojiza de forma casi instantánea y Verónica, mientras espera a que el balanceo termine, se divierte contemplando su aparición, como si estuviera pintando un óleo y observara los efectos de una nueva pincelada.

Otra vez el castigo parece alargarse eternamente y para cuando termina Claire ha perdido también, de forma total, la blancura de su trasero. Éste se ha vuelto de un color rojo intenso surcado por líneas rojas más oscuras que en algún lugar, por la repetición de los golpes, tienen un aspecto insano y peligroso. Lo que ella siente es calor en esa zona. Un calor que la quema y que no se va.

Cuando uno de los balanceos de la bola se apaga y el siguiente golpe no llega, Claire deduce que Verónica se ha dado por satisfecha. "Dios mío, gracias".

Esta vez la captora no vuelve con ningún instrumento nuevo. En lugar de eso, comienza a desatar las correas que sujetan las piernas de Claire, dormidas durante horas. Cuando las pone sobre el suelo son incapaces de sostener peso alguno y Claire empieza a balancearse toda ella, colgada de las muñecas como está. Su movimiento reactiva unos instantes el balanceo de su clítoris.

De pronto, siente que sus doloridas muñecas tiran de ella hacia arriba. Está siendo suspendida por la acción de las poleas, que la suben casi hasta su límite máximo. Un estirón más, si pudiera, y Claire estaría tocando una de las vigas del techo. El peso de su clítoris a la altura de los ojos de Verónica, que se queda como embobada mirándolo unos segundos.

Luego aprovecha la "desaparición" momentánea de Claire para retirar el mueble tubular y volver a colocar la camilla de las correas en el centro de la habitación. Cuando lo ha hecho empieza a bajar a Claire, cuyos pies, al tocar la camilla, vuelven a recodarle su total carencia de fuerzas. Su cuerpo va cayendo poco a poco y se va acomodando a su nueva situación, medio sentada en el centro de la camilla, con la cadena que sujeta la bola haciendo eses entre sus piernas.

De forma metódica, Verónica va acomodando a Claire al lugar donde pasará de nuevo la noche. Primero desata las esposas de sus manos, que han estado ahí todo el día y han dejado visibles marcas que ahora la chica intenta aliviar con algunas caricias. La tumba en la misma postura que la noche anterior, con los brazos extendidos de forma natural a lo largo de sus caderas y las piernas ligeramente abiertas. Ata sus piernas, cada una a una esquina de la camilla, asegurándose que sus pies queden justo donde acaba ésta. Ata también las rodillas para que no haya el más mínimo movimiento. Cierras más correas a lo largo del vientre de Claire, justo antes de su entrepierna, y bajo los pechos, sin llegar a tocarlos. Esas mismas correas sirven de atadura para sus brazos, que quedan inmóviles junto a su cuerpo sudoroso. Esta vez las correas del cuello y la frente no son necesarias.

Cuando Claire empieza a preguntarse si la dejará con el gancho en el clítoris y las agujas en los pechos durante toda la noche, empieza la peor parte. Verónica desaparece y vuelve con otra cadena. Libera la que ya tiene sujeta al gancho y ata una cadena a otra y luego sujeta el extremo de la nueva otra vez al gancho del clítoris. La situación es idéntica pero la cadena es más larga. A Claire no le ha gustado el cambio, y le gusta menos cuando ve cómo Verónica agarra el peso que cuelga de la cadena y lo coloca justo en el borde de la camilla, en el centro de ésta, entre sus tobillos sujetos. Lo coloca tan en el borde que parece estar a punto de caerse, pero se asegura durante un rato de que no sea así. Cuando está seguro, tres cuartos de bola en la camilla, un cuarto de ella asomándose al vacío, lo deja allí.

-¿Tienes pipí, cariño?

Claire asiente temerosa.

-Claro, todo el día ahí sin poder mear

Verónica deja a Claire preocupada, y regresa con una sonda para la uretra como la de la noche anterior. Claire pone expresión de descontento mientras su uretra es perforada de nuevo, desatando además nuevos dolores en su clítoris. El cable que sale de la sonda es dejado caer a lo largo de la camilla hasta llegar a la bola de metal. De pronto Claire comprende la idea. Verónica se asegura de que el cable que ha de conducir la orina muera justo delante de la bola, llegando incluso a hacer contacto, de modo que a la primera gota de líquido que salga por el conducto… zas.

El nerviosismo de Claire crece cuando Verónica se acerca a ella con una botella de agua mineral en la mano y le quita la mordaza.

-Hoy no necesitamos embudo, ¿verdad que no? Ya sabes muy bien lo que quiero.

Despacio, abre la botella y la inclina hacia la boca de Claire, que la mira con expresión de pánico.

-Escúchame bien, Claire. O te la tragas toda, sin poner ningún problema, hasta la última gota, o te arranco el clítoris de cuajo. Tú eliges.

Claire, que nunca duda de las amenazas de esa mujer, abre la boca "ipso facto" y empieza a tragar toda el agua que le llega. Casi se atraganta en un par de ocasiones, pero al final consigue su propósito. Su estómago vuelve a estar lleno e hinchado cuando Verónica vuelve con una segunda botella que Claire traga entre graves espasmos de dolor, pero sin rechistar ni un momento.

-Así me gusta, que seas una niña buena. De todas formas, vamos a dejar ahí esas agujitas hasta mañana, para que te acuerdes de que a tu ama no se la mira mal, ¿de acuerdo? Estoy segura de que te ha quedado claro, preciosa. En el fondo eres una chica muy lista y obediente, ¿a que sí? ¡Claro! Anda, abre la boquita para que te ponga esta mordaza tuya. Eso es. Estás estupenda con esta tripita que se te forma aquí abajo, tragona.

Mientras dice eso, aprieta con fuerza la barriga de Claire, hinchada de nuevo por el agua, haciéndola ver las estrellas y querer mear como una loca.

-Pues hasta mañana cariño mío. Duerme bien, pero ten cuidado de no mearte en la cama, ¿eh? Venga, deja que te un beso. ¡Dulces sueños, querida Claire!

Y Claire siente cómo la luz del cuarto se apaga y la puerta se cierra, dejándola de nuevo ante la soledad más absoluta de otra noche de perros. Esta vez no tendrá que tragarse su propia meada, pero tiene un motivo aún mejor para no mear. Si se le escapa una gota su clítoris sentirá un tirón horrible, insoportable. Y lo que es peor: el dolor ya cesará en toda la noche.

En la oscuridad, Claire sólo se oye a sí misma repitiendo una y otra vez en su interior:

"No puedes mear, Claire, no puedes".

Pero las ganas son muchas. De hecho, ya eran muchas antes de que Verónica repitiera la tortura del agua. Al desayunar había tomado un zumo y un vaso de leche y eso, después de todo un día, presionaba ya por sí solo su vejiga. La transpiración la había ayudado en ese sentido, pero ahora ya no suda tanto y acaba de recibir dos litros de agua. "Es imposible", se dice a sí misma, y mientras lo dice, en el mismo momento, siente como una gota de pis, la primera de la que será una gran meada, se desliza por el tubo. La siente, casi la puede ver, avanzando como la mecha que hará explotar una gran bomba. Se aprieta sobre sí misma, cierra los puños y se prepara para el terrible dolor.

Pero no sucede nada.

Eufórica de alivio, observa cómo la bola sigue allí cuando ve deslizarse por el conducto transparente no una gota, sino todo un chorro de pis, a mucha más velocidad por la mayor presión. Llorosa, observa cómo la bola se desliza muy suavemente por el borde de la camilla y desaparece de su vista, estirando la siseante cadena consigo.

Al siguiente parpadeo, todo es dolor.

Un dolor que no se va.

Pasan minutos hasta que Claire se decide a relajar la tensión de sus músculos y abrir sus puños apretados. Más adelante descubrirá las marcas de sus uñas hincadas contra las palmas de sus manos. Ahora no siente siquiera ese dolor. Su mente está concentrada en otro mucho más grave.

Incapaz de dormir ni descansar lo más mínimo, las horas van pasando muy, muy lentamente. Claire vuelve a experimentar esa sensación del permanente e intenso dolor, la desesperanza de no saber cuándo acabará y la impotencia de no poder aliviarlo. Vuelve El Odio. Sabe que cuando esa mujer regrese, ella volverá a comportarse bruscamente y a demostrarle su desprecio con la mirada. Y sabe que eso supondrá un nuevo castigo, pero es inevitable. Lo que ahora siente está profundamente arraigado en su corazón y no hay manera de ocultar semejante sentimiento. La odia, la odia profundamente y solo quiere que la deje en paz, que acabe el fin de semana y la deje descansar.

Cuando la puerta vuelve a abrirse deja entrar la intensa luz del mediodía. A esas alturas, Claire quiere morir. Su clítoris ha alcanzado una separación del resto de su cuerpo que cualquier persona creería imposible. Ya no lo siente y teme haberlo perdido para siempre. La mera idea del sexo, de una polla rozándose violentamente contra ese sensible pedazo de carne, la hace ponerse enferma y preguntarse cómo ha podido gustarle alguna vez. Lo único que quiere es sentirlo protegido y caliente, envuelto entre sus labios, seguro y protegido de la crueldad. Cuando Verónica se acerca a ella y la mira fijamente a los ojos, Claire no puede imaginarse hasta qué punto le ha leído el pensamiento.

El dolor por fin termina cuando la pesa es desenganchada de la cadena. Claire cree estar entrando en el paraíso y ni se entera de los movimientos de Verónica retirando el gancho de su clítoris. Su captora se queda allí un rato, acariciando el coño de Claire, besuqueándolo muy despacio. Con las manos va empujando hacia dentro el clítoris, hacia su lugar natural del que ahora parece querer huir, hinchado y estirado hasta el límite. Ha salido un pequeño hilo de sangre que pronto desaparece ante los cuidados de Verónica. Muy poco a poco, el querido clítoris de Claire parece querer recuperarse. Verónica se da por satisfecha.

-Eres una meona, ¿eh? ¿Qué podemos hacer contigo? Ni la amenaza de las peores torturas o humillaciones hacen que la pequeña Claire contenga su vejiguita. ¡Mira cómo huele aquí, por Dios! ¡Qué asco!

Claire empieza preocuparse cuando la mujer deposita una caja metálica entre sus piernas.

-Algo habrá que hacer. Mearse en la cama no es aceptable a tu edad, Claire, seguro que lo entiendes.

Con una preocupación creciente, Claire observa cómo la mujer retira el conducto que partía de su uretra pero deja la sonda puesta. Luego ve cómo abre la caja y conecta al final de la sonda un nuevo tubo, opaco y metálico, muy corto, como la mitad de largo que un tampón. Luego puede ver -y su cara de pánico aquí es absoluta- a Verónica sacando de la cajita una aguja de coser que empieza enhebrar pacientemente, pasándose parte del hilo por la boca y empezando a explicarle a Claire su obvio propósito:

-Voy a dejar que te vayas ya, Claire. Pareces cansada. Pero antes tengo que hacerte unas cosillas. Este tubito que te he puesto es una puñetera obra de arte tecnológica, ¿sabes? Me costó una pasta que me lo hicieran. Pronto descubrirás que está cerrado y no se puede abrir desde fuera. Se abre desde dentro, cuando yo pulso un botoncito, mira, ¿ves? Funciona de maravilla. Tecnología punta, Claire, para ayudarme con tu educación. Si no te hubieras meado… pero en fin. Sigamos. Tampoco quiero que tengas sexo por ahí, Claire. Sé que eres un verdadero putón, como todas las estudiantes en celo como tú, pero a tí se te ha acabado la fiesta. Tu coñito es mío y soy muy celosa, así que sólo lo vas a tener abierto cuando estés conmigo, ¿qué te parece?

Claire parece tener bastantes cosas que decir, pero lamentablemente para ella, no puede hablar. Así que Verónica inicia la costura como una cirujana concentrada en una operación a vida o muerte. Lo hace metódicamente y demuestra no querer dejar ni un resquicio. Primero los labios menores, más sensibles y delicados, reciben y una otra vez la visita de la aguja, que los deja pegados el uno al otro con una costura negra que a Verónica le parece preciosa. Sólo deja un ligero resquicio para pasar por él el tubito de metal, que queda completamente adherido a los labios menores, presionado por ellos. De no haber estado atada, Claire habría salido volando de la fuerza con la que se convulsionar su cuerpo, pero las correas dejan pocas posibilidades de movimiento. Agotada, se resigna a su cruel destino cuando Verónica empieza a coser con el mismo método los labios mayores de su vagina.

Cuando acaba, ésta parece haber desaparecido. En lugar de la sensual abertura con la que Claire había jugado tantas veces, ahora no hay nada, sólo unos trozos de carne hinchados y unidos a otros con un hilo negro, como si bajo ellos no hubiera nada y tan sólo fuera el resultado de una incisión quirúrgica. Claire llora desconsolada y empieza a sentirse ligeramente deshidratada.

En esas llega la liberación. Verónica desata primero su tronco superior e incorpora a Claire con las piernas aún atadas a a la camilla. La deja que se mire la vagina, o lo que queda de ella. Luego desaparece de la habitación dejándola sola en su depresión y vuelve unos minutos después con la ropa que trajo Claire dos días atrás. Le pone el sujetador sin quitarle las agujas, lo que provoca una nueva protesta sorda de la chica. Luego le desata el resto de su cuerpo y la ayuda a incorporarse. Tambaleante, Claire levanta ligeramente un pie y luego el otro para que la mujer pueda ponerle sus braguitas. El cuerpo de Claire, mirado por delante, parece intacto. Luego le desliza el elegante jersey negro que traía puesto y solicita de nuevo la colaboración de Claire para colocarle sus vaqueros. Nadie podría decir que esa chica ha sido cruelmente torturada durante dos días. Pero lo ha sido.

Por último, la mujer retira la mordaza de Claire y tira de ella del brazo hacia la puerta. Junto al recibidor, coge el abrigo de Claire del perchero y se lo pone, riéndose ante las quejas de su víctima cuando tiene que deslizar sus brazos hacia atrás para introducirlos en las mangas del abrigo. Claire siente que las agujas han pinchado un poco más sus pechos.

Verónica termina de arreglar a Claire y le abrocha el abrigo hasta arriba, como una madre que se preocupa de que su hija vaya bien abrigada a la calle.

-Así parece que eres una chica normal y no la víctima de una sádica, ¿eh, Claire? Por cierto, instrucciones, que no se me olviden. Puedes quitarte esas agujas cuando quieras una vez que hayas salido de aquí, pero quiero que cuando vuelvas el próximo viernes estén ahí, metidas hasta el fondo de tus tetitas. Así recordarás cómo debes mirarme y hablarme. Por supuesto, procura que tu coñito se mantenga cosido toda la semana, no me seas puta. Mejor no te digo lo que te haría si descubro que te lo has descosido. Ven, dame un beso y no pongas esa cara, por Dios, Claire, ¡vamos a estar una semana sin vernos! ¿A que me vas a echar de menos? ¡Muah! Anda, ahora vete. Ah, ¡casi se me olvida! Cuando quieras mear, dame un toque al móvil y abriré tu "trampilla". Pero sé cuidadosa. Cuando la abra una vez no volveré a atender tus súplicas hasta 24 horas después, así que ya sabes, una meada al día. Y cuando me telefonees procura estar ya en posición, que la apertura sólo dura un minuto. A ver si así aprendes a no irte meando en las casas de la gente. Ante, vete ya. ¡Hasta el viernes, Claire!