Colonia Disciplinaria para Adolescentes Desnudas
Un delincuente sexual encuentra el trabajo de su vida: en un centro ultrasecreto donde las hijas adolescentes de hombres ricos y famosos son vejadas y torturadas, hasta someterlas completamente a su voluntad.
COLONIA DISCIPLINARIA PARA ADOLESCENTES DESNUDAS
Por Alcagrx
I – Contratado como educador de adolescentes
Hacía ya bastantes meses que había salido de la cárcel, y empezaba a darme cuenta de que en España nunca encontraría un empleo. Casi cincuenta años, estudios superiores pero con poco mercado -licenciado en Psicología- y, sobre todo, antecedentes penales por un delito sexual; vamos, que me lo había puesto a mí mismo muy difícil. Pero tuve suerte: un buen día recibí la llamada de un antiguo compañero de celda, ofreciéndome un trabajo “que seguro que te gustará” ; y, por más que intenté sonsacarle algo, no hubo forma: se limitaba a reír, con aquella risita sardónica que yo tan bien le conocía, y me insistía en que me presentase. Al final yo dije que sí, más que nada porque ya lo había probado todo sin éxito; y se me estaba acabando el subsidio de excarcelación, el cual no podía empalmar con el de mayores de 52 años por unos miserables meses. Así que tomé los datos de la persona con la que tenía que contactar, le agradecí el detalle, y al día siguiente me presenté puntual en el lugar y la hora convenidos. Que resultó ser una suite en el hotel más elegante de la ciudad, donde estaban esperándome varios caballeros muy bien vestidos, y hablando con un acento suramericano que no pude acabar de situar; aunque seguro que no era argentino ni mexicano, los dos que yo conocía mejor.
El que parecía dirigir el grupo me hizo sentar en un sofá confortable, y entró directo al trapo: “Señor Gómez, le hemos llamado porque usted cumple con todos los requisitos del empleo que ofrecemos: hombre de mediana edad, con conocimientos de psicología y partidario de tratar a las mujeres jóvenes con el mayor sadismo posible” . Al oírle pegué un respingo, pues empezaba a tener la impresión de que aquello era uno de esos programas de televisión tipo cámara oculta; pero él sonrió, y siguió hablando: “No se asuste, no vamos a hacer escarnio de usted. Al contrario, lo que buscamos es, precisamente, gente con la capacidad, y la habilidad, para humillar y castigar a chicas jóvenes; y si es necesario hacerles mucho daño. Y eso es algo que en su caso está más que acreditado” . Yo no sabía cómo habían accedido a mis antecedentes, pero aún recordaba lo que disfruté torturando a aquella autoestopista; y también, claro, lo tonto que fui al dejarla escapar. Una estupidez que me costó catorce años de mi vida, y que desde luego no pensaba volver a cometer. El hombre continuó: “Ha oído usted hablar de la Colonia Kundt? No, claro, ya supongo que no. Es un centro ultrasecreto, situado en algún lugar no revelado de América del Sur, donde los potentados de este mundo envían a sus hijas adolescentes más descarriadas, para enseñarlas a obedecer. Con un señuelo irresistible: si no vas, no heredas” . Yo no sabía qué decir, pero la cosa me iba interesando cada vez más; así que me limité a seguir escuchándole con toda atención: “Se sorprendería usted si le dijese cuántas de las grandes líderes empresariales de este país, o de las hijas de la jet set local, han pasado por la Colonia. Y lo mismo sucede con muchas otras hijas de millonarios del mundo hispano. Si le interesa, podemos ofrecerle un puesto de educador en el centro; de momento en prácticas, claro, pero si sus servicios nos convencen -y estoy seguro de que lo harán- hasta la jubilación. En este documento tiene usted las condiciones laborales” .
Cuando comencé a leer aquello los ojos se me saltaban de las órbitas: estancia en la Colonia con todos los gastos pagados, sueldo de cien mil euros anuales depositado en un banco de las islas Caymán, y una prima de jubilación acorde con la calidad de mis servicios, pero nunca inferior al millón. Y, claro, la posibilidad de hacer lo que más me gustaba en este mundo: humillar y torturar a adolescentes. El hombre se dio cuenta de lo que yo estaba pensando, y me dijo “Ya veo que le interesa. Sólo tenemos un problema: usted está ahora en libertad vigilada, por lo que teóricamente no puede salir del país. Pero no se preocupe, porque le sacaremos con un pasaporte falso. Eso sí, no podrá volver a España, a lo mejor en lo que le quede de vida. Estamos de acuerdo?” . Casi no le di tiempo a que me alargase su mano, porque yo ya me había lanzado a estrechársela; y quedamos en el mismo lugar dos días después, para iniciar el viaje. Resolví los pocos asuntos que tenía pendientes, y a las cuarenta y ocho horas regresé; allí me esperaba un pasaporte chileno -me dijeron que, con mi acento español, era el más seguro- y un compañero de trabajo, llamado Martín, que volaría conmigo, aprovechando el camino para instruirme. Marchamos del hotel al aeropuerto en un taxi, y oí como Martín indicaba al taxista que nos llevase al edificio de Aviación General; donde, después de un breve trámite de aduana, salimos a la rampa y nos dirigimos al jet privado más grande que yo había visto nunca.
Al entrar en el avión nos recibió una azafata, y nos hizo pasar al salón principal, decorado lujosamente; en él se encontraban ya dos chicas rubias, que como mucho tendrían los dieciocho años y se presentaron como Patricia y Martina. Al parecer eran amigas, y las dos eran muy guapas: altas, rubias, con pechos firmes y bien colocados, largas y bien torneadas piernas, y unas nalgas que estaban diciendo “Tócame!” . Iban vestidas como si fueran a una fiesta, las dos con unos minivestidos que dejaban muy poco margen a la imaginación: Patricia llevaba uno negro, muy escotado en la espalda y en el frente, que permitía comprobar que no llevaba sujetador, y que terminaba justo en el nacimiento de sus muslos, tapando sus braguitas por milímetros. Y Martina aún iba más descocada, pues la mitad superior del suyo eran dos estrechas tiras de tela destinadas a ocultar los pechos; tampoco demasiado, la verdad, pues por los lados se le veían casi enteros. Tan pronto como entramos y nos sentamos las dos comenzaron a coquetear con nosotros descaradamente, pero cuando les dijimos que éramos trabajadores de la Colonia perdieron todo el interés en ello, y se pusieron a hablar de sus cosas: chicos, moda, cotilleos, …; y sobre todo de lo malvados que eran sus respectivos padres al mandarlas a aquella “escuela de verano”, en vez de permitirles hacer lo que a ambas les apetecía. Que, por lo que creí entender, era pasar varios meses en Ibiza, pescando chicos guapos, asistiendo a fiestas y navegando en el yate de papá.
Cuando el avión despegó Martín y yo nos retiramos a otro reservado del avión, una salita más pequeña que se parecía a un despacho, y él empezó a contarme de qué iba mi trabajo : “José Luis, te puedo llamar José Luis, verdad? Gracias. Oye, bienvenido al equipo de la Colonia; estamos todos deseosos de aprender de ti. El director nos contó tu historia, y créeme que estamos todos muy impresionados” . Se refería, claro, a lo que me llegué a divertir con aquella autoestopista tan joven que cometió el error de subirse a mi coche; yo traté de quitarle importancia, pero él se rio y continuó: “Nuestro trabajo consiste, precisamente, en bajarles los humos a todas estas niñatas ricas. Y lo mejor es que lo hacemos con el permiso, y con el dinero, de sus millonarios padres. Salvo en algún caso concreto, estamos autorizados a hacerles lo que creamos oportuno; con sólo dos límites: no podemos mutilarlas, o dejarles alguna lesión permanente, y no podemos violarlas. Por el coño, claro, por detrás o por la boca tanto como nos plazca; es porque algunas aún son vírgenes, y sus padres prefieren que sigan así. Aunque, viendo cómo se comportan, parecen más putas que otra cosa” . Yo asentí, divertido, recordando al instante el aspecto, y la actitud, de nuestras dos jóvenes compañeras de vuelo, y Martín terminó de contarme las líneas maestras del trabajo: “Por lo general las chicas están unos meses aquí, y no vuelven nunca más. Supongo que la amenaza de devolverlas a la Colonia es, a partir de que regresan, más que suficiente… Pero yo llevo en este trabajo ya casi cinco años, y he visto volver a algunas; esas son las más fieras, tanto que a veces se nos hace muy difícil domarlas. Estoy seguro de que tú nos ayudarás mucho con esas” .
II – Llegada a la Colonia
El vuelo duró muchas horas, en las que incluso me dio tiempo a dormir un rato, tumbado en un sofá. En ello estaba cuando Martín me despertó, y me indicó que me abrochase el cinturón, que estábamos llegando; para contarme, cuando lo hice, que íbamos a aterrizar en una pista privada, y que la escala no estaba registrada en lugar alguno: “El plan de vuelo de este avión le lleva directo a Santiago de Chile, nadie sabe que de camino hace una parada aquí. En Santiago un amigo de Aduanas registrará nuestros cuatro pasaportes -tú, yo y las dos chicas- como ingresados en Chile; y el día que ellas regresen, o que nosotros tengamos que ir a algún lado, el avión nos vendrá a buscar desde Santiago, con nuestros pasaportes llevando ya estampillado el sello de salida de Chile. Desconozco el lugar donde estamos ahora; de hecho, solo lo sabe el director. Y los pilotos, claro” . Yo miré por la ventanilla y, hasta donde alcanzaba la vista, no veía otra cosa que vegetación; parecía una selva, pero no se veía ni el mar ni montañas muy altas. Al aterrizar pude ver que en la pista no había terminal alguna; solo un hangar, frente al cual fuimos a detenernos, un camión de queroseno -eso ponía en su lateral- y un par de jeeps que nos estaban esperando. Cuando bajamos del aparato comprobé que allí hacía un calor húmedo, pegajoso, y me subí con Martín a uno de los jeeps; las dos chicas, entre grandes protestas por estar en un lugar tan abandonado, sucio, miserable y no sé cuántas cosas más, se marcharon en el otro jeep. Circulamos unos quince minutos por caminos de tierra hasta llegar a un edificio grande, de aspecto colonial, que Martín me dijo que era el alojamiento del personal; nos bajamos y de inmediato él me acompañó a mi habitación. Era grande y cómoda, con aire acondicionado, un baño completo y todas las comodidades que pudiese yo pedir: nevera con bebidas, televisor por satélite, y los armarios llenos con toda la ropa que pudiera necesitar, tanto civil como de uniforme. Martín me indicó que me duchase y cambiase, que él iba a hacer lo mismo a su cuarto y luego me recogía; yo me di una larga ducha, y luego me vestí con lo que parecía el uniforme del lugar: pantalón blanco, zapatillas cómodas, y un polo gris de manga corta con el logotipo de la Colonia Kundt en negro: un látigo enroscado, sobre el que estaban cruzadas una fusta y una vara.
Martín me recogió vestido igual que yo, y nos fuimos a que conociera al director. Quien estaba en su despacho, en la planta baja del mismo edificio; un lugar muy elegante, con las paredes en madera de calidad, una librería llena de volúmenes bien encuadernados, un sofá y dos sillones de buen cuero y, junto a la ventana, su mesa de trabajo. Al entrar nosotros se levantó, y fue a nuestro encuentro; era un hombre alto y fornido, sin un gramo de grasa en el cuerpo, más o menos de mi edad y con aspecto de militar: pelo cortado muy corto, ademanes enérgicos, y postura corporal muy erguida. Me saludó muy efusivo, me dijo que le llamase Hans -aunque hablaba el español perfectamente- y, después de las habituales cortesías, me anunció: “Además de para conocerte, te he hecho venir porque quiero que sigas todos los trámites de ingreso de las dos chicas que han venido con vosotros. Ahora, dentro de un poco, las traerán aquí, y comenzaremos. Tú limítate a hacer lo que Martín te indique” . No dio tiempo para mucho más, pues enseguida llamaron a la puerta y entraron otros dos compañeros llevando a las chicas; las cuales, solo de entrar, empezaron a recitar toda clase de improperios contra nosotros, sus padres y el mundo en general, y a decirle al director que hiciera el favor de devolverlas a España de inmediato. Hans hizo un leve gesto y, sin previo aviso, los dos compañeros que las habían traído les sacudieron una bofetada a cada una; seca y fuerte, lo bastante como para hacer que Patricia cayese al suelo, y que Martina estuviera también a punto de caer, aunque se sujetó en el brazo del sillón que tenía al lado.
Aprovechando que ambas quedaron en silencio, como paralizadas por la sorpresa, Hans comenzó a hablar: “Bienvenidas a la Colonia Kundt, señoritas; aquí deberán ustedes seguir unas reglas muy simples, de las que la principal es obedecer siempre, y sin vacilación, a los educadores, o a mí, no hablar si no se les da permiso y nunca mirarnos a la cara. Me han entendido?” . Martina hizo de inmediato que sí con la cabeza, aún sin comprender qué había pasado; pero Patricia, que se acababa de incorporar, lloraba sin decir nada. Por lo que Hans se puso frente a ella, y le repitió la pregunta; logrando, entonces sí, que la chica contestase afirmativamente. El director volvió a continuación a sentarse tras su mesa de despacho, y desde allí dijo: “Muy bien. Y ahora, por favor, desnúdense por completo” . Si hubiese tenido una cámara de fotos sin duda les habría sacado varios primeros planos a cada una, pues la cara de pasmo que las dos pusieron era realmente algo único. Y, una vez más, la reacción de ambas fue bien distinta: Martina apartó de sus hombros las dos estrechas tiras de tela que cubrían sus pechos, soltó un corchete de su cintura y dejó caer el minivestido al suelo, para de inmediato cubrirse los senos con ambos brazos; mientras que Patricia seguía llorando, sin hacer movimiento alguno. Pero Hans no perdió la calma: “Señorita Patricia, si lo prefiere usted la desnudarán los educadores. Y usted, señorita Martina, las bragas también fuera, y los zapatos; luego coloque las manos detrás de su cabeza, y separe las piernas” .
Una vez más Martina obedeció: puso los pulgares en los laterales de sus bragas, las empujó hasta el suelo y se bajó de sus zapatos de tacón; tras lo que, no sin mucho esfuerzo, colocó las manos como le habían dicho, y separó un poco las piernas. Pero Patricia parecía paralizada; aunque, cuando vio que los dos compañeros que las habían traído avanzaban hacia ella, gritó “No!” y empezó a desnudarse: muy lentamente se quitó el vestido, se bajó las bragas, se apeó de sus altos zapatos y luego se colocó al lado de Martina, en la misma posición que ella, pero sin parar de llorar quedamente. Hans continuó con su discurso de bienvenida: “Más vale que se acostumbren a la desnudez, pues mientras permanezcan en la Colonia estarán siempre desnudas. Y otra cosa: cubrir con las manos su sexo, sus pechos, o cualquier otra parte del cuerpo les está prohibido; su cuerpo debe estar siempre disponible para todos, y exhibirse abiertamente. Si se cubren serán castigadas, y les advierto que los castigos aquí son muy dolorosos” . Luego se levantó, y comenzó una lenta y minuciosa exploración de los cuerpos de ambas chicas, comenzando por Martina; le giró la cabeza a los lados, le revolvió el pelo, le hizo abrir la boca, jugueteó con sus pechos, haciéndolos saltar y bambolearse, pellizcó sus pezones, magreó sus nalgas y sus muslos… Para cuando llegó a su sexo, y le indicó que levantase una pierna y pusiera el pie sobre el respaldo del sillón donde antes se había sujetado, Martina comenzó también a llorar, y no se movió. De inmediato mis compañeros la colocaron en la posición solicitada, y Hans pudo continuar su inspección: separó los labios vaginales, excitó un poco su clítoris, y finalmente introdujo dos dedos en la vagina, para sacarlos húmedos; y, tal como estaban, los introdujo en su ano. Rio, y los puso a continuación frente a la boca de la chica; la cual entendió en el acto qué quería de ella, y comenzó a chuparlos hasta dejarlos perfectamente limpios.
Cuando se cansó de sobar a Martina le indicó que retrocediera un paso y volviese a la posición inicial -manos en la cabeza, y piernas algo separadas-, y ella lo hizo. Pero, cuando Hans fue a inspeccionar a Patricia, la chica tuvo como un ataque de histeria; y comenzó a dar manotazos en todas direcciones, diciendo que la dejásemos en paz. Lo que provocó mi intervención por primera vez: a una señal de Martín, cada uno sujetó una pierna de Patricia, mientras los otros dos compañeros lo hacían por los brazos; y sin soltarla la depositamos así, desnuda y espatarrada, sobre la mesa de Hans. Él comenzó entonces su inspección, con las misma parsimonia que antes, y recuerdo que noté como mi pene se ponía muy erecto; entre los sollozos de Patricia, y el cuerpazo que la nena tenía, estaba a punto de correrme. Pues la verdad es que Martina era muy mona, pero al lado de Patricia no había color; esta última era alta y esbelta como una modelo de pasarela, y tenía los dos pechos más bonitos que yo había visto -al natural- en mi vida: altos, muy duros y con forma de pera, con los pezones apuntando un poco hacia arriba. Así como una vulva perfecta, y depilada con esmero: unos labios mayores marcados, pulposos, sin una sola imperfección, y un clítoris redondo y bien visible, que asomaba tímidamente entre los labios en el ángulo superior. Y eso que, en la posición en que estaba, no le podía ver el trasero, pero por lo que había podido ver cuando se desnudó era una maravilla. Y conste que Martina no estaba nada mal tampoco; aunque sus pechos eran algo mayores y más redondos, iba también muy bien depilada, y tenía unas nalgas firmes y redondeadas. Se notaba que las dos dedicaban muchísimas horas -de gimnasio, de natación, de lo que fuera- a cuidar de sus cuerpos.
III – Procesando a Martina y Patricia
Concluida la inspección inicial, Hans nos indicó que las lleváramos al procesamiento; lo que Martín y yo hicimos con Patricia, y los otros dos colegas con Martina. La chica iba a rastras, llevada por nosotros dos de sus brazos, y mientras lloraba nos iba diciendo que por favor la llevásemos a casa; yo ya no pude más, y con mi mano libre comencé a acariciarle un pecho, para al poco pellizcarle el pezón hasta que emitió un gemido. Martín se rio, pero no me dijo nada; y enseguida llegamos frente a una puerta donde él llamó, esperó a la respuesta y entramos. Parecía un gabinete médico, y estaba presidido por un sillón de ginecólogo en el que sentamos a Patricia, en la posición usual en este tipo de asiento: con las piernas completamente abiertas, el trasero lo más hacia delante posible en la banqueta, y el sexo y el ano obscenamente ofrecidos. La atamos al sillón con multitud de correas, y nos retiramos hacia atrás, pero sin salir de la habitación; al punto un hombre con bata blanca que estaba sentado tras una mesa salió de su sitio y, tomando un taburete, fue a sentarse justo frente a la vulva ofrecida de Patricia. Y comenzó su tarea; primero repasó toda la zona con crema de afeitar y una navaja, eliminando el único pelo que la chica tenía en su vientre: una estrechísima tira que nacía un centímetro sobre su clítoris, y se extendía hacia el ombligo por otros siete u ocho. Luego la secó bien con una toalla y aplicó lo que parecía un depilador láser; a continuación tomó muestras de sangre, orina, esputo y secreciones vaginales, y finalmente le puso diversas inyecciones y se marchó. Detrás vino otro compañero con bata, que se sentó en el mismo taburete y le hizo una inspección ginecológica completa; para concluir diciendo, tras girarse hacia nosotros, “Otra más que tampoco es virgen. Yo no sé porqué la empresa se empeña en que no las follemos ahí, si ya llegan todas más que estrenadas” . Patricia, para entonces, ya había agotado las lágrimas, y ya parecía estar pasando mucha vergüenza; pero cuando oyó esto se puso roja como un tomate, y se agitó en sus correas. Sin éxito, claro. El hombre de la bata fue entonces a por una bandeja, de la que cogió un fórceps, que colocó en su vagina y abrió al máximo; y luego, con unas pinzas muy largas, introdujo un objeto en la vagina de la chica, hasta el fondo. Para, tras comprobar que todo estaba en orden, marcharse también.
A una seña de Martín soltamos a Patricia del sillón, la pusimos de pie y la sacamos de allí. Caminamos por los pasillos del edificio un buen rato, hasta que salimos por su parte de atrás a un patio; lo cruzamos, siempre cargando el cuerpo desnudo de Patricia casi en volandas, y al llegar al otro lado vi que nos dirigíamos a lo que parecía un herrero. Así era, pues al entrar vimos como el encargado estaba cargando de cadenas a Martina; primero le puso un collar de acero, redondo y fino, con una argolla en su parte frontal, luego sendos grilletes del mismo material y forma en muñecas y tobillos, también con una pequeña argolla cada uno, y finalmente unió las cinco argollas mediante un juego de cadenas de acero, también finas. El cual consistía en un eslabón central, a la altura de su ombligo, del que salían una cadena hasta el collar, dos a cada una de las muñecas -de no más de cincuenta centímetros de largo cada una- y una última que se dirigía a sus tobillos, bifurcándose en dos como medio metro antes de alcanzarlos. Martina, a diferencia de Patricia, ni lloraba ni suplicaba, y se dejaba hacer con total pasividad; parecía como si no se hubiera dado cuenta aún de que era a ella a quien le estaba pasando aquello. Cuando acabó de ser encadenada se la llevaron los dos compañeros, y le tocó su turno a Patricia; al principio se revolvió un poco, pero en seguida la calmé: con dos dedos de la mano derecha sujeté con fuerza su pezón izquierdo, y con dos de la otra mano uno de sus labios mayores. Y comencé a apretar cada vez más fuerte, hasta que se quedó inmóvil y comenzó a decirme “Por favor, por favor, para, que me haces daño. Prometo que me estaré quieta” . Yo seguí apretando un poco más, hasta que empezó a gemir de dolor; y a continuación afloje la presa, pero sin soltar ni su pezón ni su vulva. Patricia se dejó colocar todas las cadenas sin hacer ni un movimiento, y luego cerrarlas -tenían un mecanismo de presión, y una vez cerradas ya solo podían abrirse con una pequeña llave cuadrada-; y yo me gané una mirada de admiración de Martín.
De allí nos fuimos a las duchas, donde ya estaban secando a Martina; al llegar pude ver que había enrojecido fuertemente, y cuando comenzó el turno de Patricia comprendí porqué: primero la colocamos bajo el chorro de la ducha, para que se mojase bien, y luego Martín y yo, provistos de sendas esponjas y jabón, dedicamos los siguientes diez o quince minutos a enjabonarla a fondo, sin descuidar rincón alguno. Cuando ya estuvimos cansados de tanto frotar volvimos a conectar el agua; y nos dedicamos, esta vez usando solo nuestras manos desnudas, a quitarle cualquier resto de jabón. Y luego, claro, a secarla con esmero, con dos pequeñas toallas y mucho más manoseo. Al acabar la pobre Patricia estaba tan colorada que parecía al borde de un ataque; y yo notaba que mi pene estaba a punto de reventar el pantalón del uniforme. Lo que Martín notó al punto, haciendo algo que me sorprendió: indicó a Patricia que se doblara sobre el respaldo de una silla de esas de plástico, de jardín, que había por allí, con el trasero apuntando hacia detrás y el pecho casi sobre el asiento; luego se llenó una mano de jabón y, con cuidado, lo repartió por su ano, introduciéndolo también en el recto con dos de sus dedos. Y, finalmente, me señaló el trasero así expuesto, y me dijo “Alíviate!” . Yo no me hice rogar, claro; me bajé los pantalones y los calzoncillos, exhibiendo una erección que hizo silbar a Martín -era, seguro, la mayor que había tenido desde que abusé de aquella chica-, coloqué la punta de mi pene en el ano de Patricia y, de un solo empujón, la penetré hasta que mis testículos tocaron su vulva.
El grito de Patricia fue bestial, similar al de un animal al que estuviesen despellejando vivo; lo que a mí aún me excitó más, y comencé a bombear con mi pene dentro de ella: fuera, dentro, fuera, dentro, … Patricia gritaba y gritaba, y me pedía que parase de inmediato, decía que haría todo lo que le pidiésemos pero que por favor eso no, que por la Virgen, por Dios y por todos los santos, que la estaba matando, …; yo resistí quizás otro par de minutos taladrándola, hasta que no pude aguantarme más, y descargué mi semen en su recto. Al retirarme de su interior vi que mi miembro tenía restos de sangre, semen y heces, y Martín me hizo gesto de que me quedara quieto; levantó por los pelos a Patricia, la puso de rodillas frente a mi pene, y le dijo “Límpialo con tu boca, o te la meto yo también por el culo” . Mi primera impresión fue que no sería capaz, pues se quedó allí plantada, mirando mi miembro como si viera un fantasma; pero cuando Martín hizo el gesto de quitarse el cinturón abrió la boca, introdujo mi pene en ella y comenzó a chuparlo y lamerlo, hasta que lo dejó impoluto. Yo sequé los restos de saliva en su pelo, me volví a vestir, y nos la llevamos de allí; en mi caso cada vez más convencido de que había encontrado el trabajo para el que yo había nacido.
Pero, antes de conducirla a su dormitorio, aún nos quedaba una etapa. Volvimos a la habitación del sillón ginecológico, y por el camino yo podía ver como mi semen, mezclado con algo de sangre, se deslizaba por los muslos desnudos de Patricia; lo que, junto con el bamboleo de sus pechos al andar, estaba volviendo a excitarme mucho. La sentamos en el sillón y la sujetamos, con cuidado de que las cadenas no quedasen sobre su vientre; a indicación de Martín lo hicimos incluso usando más correas que antes, hasta que la chica no podía mover otra cosa que la cabeza. Entonces mi compañero cogió, de un pequeño armario que había en la pared, algodón y un frasco de alcohol, y se dedicó a frotar a fondo el bajo vientre derecho de Patricia; cuando le pareció que estaba bien limpia abrió la puerta que daba a la habitación contigua, y dijo “Ya está” . De inmediato entró el mismo compañero con bata que antes le había afeitado la ingle; pero esta vez llevaba en la mano lo que parecía un hierro de marcar ganado, y pude ver que la punta estaba al rojo vivo. Patricia también lo vio, porque empezó a chillar otra vez; pero el hombre, sin hacerle caso alguno, se sentó en el taburete frente a su sexo y colocó, con muchísimo cuidado, el extremo ardiente del hierro sobre el vientre de la chica, más o menos sobre el apéndice. Lo dejó allí unos cinco segundos, y luego lo retiró y se fue con él.
Los aullidos de Patricia eran infrahumanos, y yo veía como se retorcía en sus ataduras, tratando de liberarse aunque fuera a costa de romperse un miembro. Pero no lo logró, claro, y fue calmándose poco a poco, para quedar al final inmóvil, entre sollozos e hipidos. Yo, mientras tanto, miraba la marca que le acababan de poner: era el escudo de la colonia, un látigo enroscado con una vara y una fusta cruzadas encima, y tenía un tamaño bastante pequeño, como de dos centímetros de lado. Y, mientras la miraba, me di cuenta de que estaba otra vez completamente erecto; lo que a Martín le pareció muy divertido, pues enseguida me dijo “Ya te acostumbrarás, hombre; al principio a todos nos pasa igual. Tanta carne joven, y siempre tan ofrecida… Pero no te cortes, ya sabes, úsala tanto como te convenga; para eso la han traído aquí, cuanto más la humillemos y maltratemos, mejor cumpliremos con nuestro trabajo” . Así que, aprovechando la postura en la que se encontraba, volví a montar a Patricia por su puerta trasera; esta vez la verdad es que protestó menos, supongo que el dolor de la penetración tenía que competir con el de la marca. Y tampoco esta vez tardé mucho en eyacular; cuando lo hice la desatamos, hicimos que me limpiase el miembro con su boca y su lengua y la llevamos a la enfermería, a que le desinfectasen y le curasen bien la quemadura. Allí dejamos su cuerpo desnudo, tumbado junto al de Martina -a quien le habían puesto también la marca- y nos fuimos a tomar una cerveza; “Yo invito” , insistió Martín, “me has dejado impresionado con lo de follarla duro dos veces tan seguidas” .
IV – Primera mañana de trabajo
Aquella noche dormí de un tirón, cansado por el viaje pero feliz por mi suerte, ya veía que aquella era la oportunidad de mi vida. El despertador de mi mesilla de noche sonó a las siete; yo me levanté, me duché y me vestí; y sobre las 7:30 salí de mi habitación, encontrándome en el pasillo a uno de los dos compañeros que, el día anterior, habían traído a las chicas al despacho del director. Me saludó muy alegre, y me llevó al comedor, donde desayunaríamos; allí, solo de entrar, tuve la primera sorpresa del día, pues todo el personal de servicio, o de cocina, era igual: chicas adolescentes, completamente desnudas, cargadas de cadenas y con el escudo de la colonia grabado a fuego junto a su pubis. Entre comedor y cocina habría quizás una docena de ellas, y al poco pude ver como pasaba frente a la puerta otro grupo de adolescentes desnudas y encadenadas; estas sin duda iban a limpiar las habitaciones, pues llevaban accesorios de limpieza y seguían la dirección de donde yo había venido. Mi compañero de mesa me dijo “Ahora mismo habrá en la colonia una cuarentena de chicas, y todas -excepto, claro, las que están siendo castigadas- siguen siempre una rutina similar: a primera hora de la mañana cocinan, lavan, limpian, cuidan el huerto y el jardín, y hacen cualquier otro trabajo que se les encargue. Después las llevamos a hacer ejercicio, sea en el gimnasio o al aire libre; comen, descansan un poco, y por la tarde organizamos actividades. Luego más trabajos domésticos; y al anochecer, excepto aquellas que tienen servicio aquí, son encerradas en su barracón hasta el día siguiente” . Y, cuando acabamos de desayunar, me dijo si me apetecía dar una vuelta por la Colonia, lo que acepté encantado.
Comenzamos por los dormitorios de las chicas; o quizás mejor dicho los establos, pues eso parecían. Se trataba de un edifico alargado, con aspecto de caballerizas y dividido en su interior en boxes como los de los caballos; cada uno haría no más de tres por dos metros, y solo tenía algo de paja en el suelo, así como una cadena que colgaba de la pared del fondo, a la que -suponía yo- ataban a las chicas por la noche. El edificio de al lado ya lo conocía, pues eran las duchas; Jaime -así se llamaba mi guía- me dijo que las chicas tenían prohibido ducharse solas, y que siempre teníamos que lavarlas nosotros: “Aquí todo está pensado para humillarlas al máximo. Habrás visto, por ejemplo, que en los boxes no tienen donde hacer sus necesidades; tienen que esperar a la mañana para hacerlas en la letrina que hay detrás de estas duchas, bajo la atenta mirada de uno de nosotros. Quien, además, se ocupa luego de limpiar su culo, o su coño, con una manguera” . Mientras me lo explicaba íbamos hacia las letrinas, que no eran más que una zanja excavada en el suelo, de cinco metros de largo por otro medio de ancho; sobre la que colgaba, de extremo a extremo y a metro y medio de la superficie, una gruesa cuerda sujeta a dos árboles. “Cuando se llena las chicas lo cubren de tierra, y excavan otro foso. Sencillo y práctico, no?” . En aquel preciso momento se acercaron dos chicas muy jóvenes, que no parecían tener más de dieciocho años, acompañadas de un educador; ambas se colocaron a horcajadas sobre el hoyo, cuidando de no tropezar con las cadenas de sus pequeños pies, y se pusieron a orinar. Pude ver que la que se puso delante, una chiquilla preciosa con senos pequeños pero pezones muy prominentes, se sonrojaba fuertemente mientras orinaba; pues la postura, unida a su completa desnudez, nos regalaba una imagen realmente obscena. Cuando ambas terminaron se quedaron quietas en la misma posición, mientras el educador, con la manguera que había allí al lado, regaba minuciosamente sus vulvas y la hendidura de sus nalgas. Hecho lo cual se apartaron de la zanja, y se marcharon a seguir con sus tareas; yo observé que la que se había sonrojado movía los glúteos de un modo que a punto estuvo de volver a provocarme una erección.
De allí, Jaime me llevó al edificio que llamaban correccional; y las chicas, por lo que me dijo, el infierno. Se entraba a él por el centro, y conforme se ingresaba se observaban dos partes distintas: a la derecha había una gran sala con toda clase de instrumentos de tortura, algunos que yo ya conocía y otros que ni me imaginaba para qué servían. Y a la izquierda un pasillo con celdas, o eso parecía, que terminaba en una trampilla en el suelo. Jaime me dijo “Por lo general los castigos se ejecutan en el patio, delante de las demás chicas, pero a veces las traemos aquí; más que nada por el pavor que les causa esta sala. Ahora mismo tenemos pocas chicas encerradas, pues la mayoría de castigos se aplican con el látigo o la vara; pero a veces conviene que alguna pase un tiempo enjaulada, incluso para que se calme. O, como verás, para humillarla” . Nos pusimos a recorrer el pasillo, en el que la mayoría de las puertas se veían abiertas; pero en alguna que estaba cerrada me hizo mirar por una pequeña mirilla, y vi que dentro había una chica, desnuda y encadenada como las de fuera, pero en completo aislamiento. Al llegar al final del pasillo Jaime levantó la trampilla, y me dijo “Ahora verás a la que sufre el peor castigo. Ponte estas gafas, porque no hay luz” , lo que hizo alargándome un visor de infrarrojos. El lugar olía a sucio y estaba mohoso, con el suelo lleno de humedad; era un sótano no muy grande, de como cuatro por cuatro metros, en el que había un montón de ratas y una chica, con el cuerpo roñoso de suciedad, encadenada por el cuello a la pared del fondo y sentada en el suelo. Y, claro, desnuda y con todas sus demás cadenas puestas. Ella oyó un ruido, y pude ver por el visor como trataba de localizarlo; pero no pudo, pues miraba en todas direcciones menos en la nuestra, y al cabo de poco musitó con voz quebrada “Por favor, no puedo más, sacadme de aquí!” .
Cuando salimos Jaime me dijo que llevaba allí encerrada más de una semana, y que ya había advertido al director de que, si seguía mucho tiempo más, se podía volver loca; “Es la tercera vez que nos la traen, y no hay modo de domarla; quizás a ti se te ocurra algo” , me dijo. Yo prometí que lo intentaría, y tan pronto terminamos la visita fui al despacho del director, a ofrecerme para estudiar el caso de aquella chica; él aceptó encantado, y de inmediato me entregó el expediente para que lo estudiase, diciéndome “Si logras domar a esa fiera te estaré eternamente agradecido, y no te digo ya su padre” . Lo que, para mí, significaba mucho más: una oportunidad de oro para dejar de ser un educador a prueba, y convertirme en empleado fijo. Así que cogí el expediente, bastante grueso, y me lo llevé a mi habitación para estudiarlo luego; y volví al comedor, donde un compañero me dijo que fuera al gimnasio, que allí estaban ahora todas. Al entrar en la inmensa sala pude ver como una treintena de chicas desnudas, sin las cadenas que normalmente llevaban -que estaban apiladas en el suelo, a su lado- hacían movimientos gimnásticos; pero no eran los usuales, sino que tenían un carácter marcadamente sexual. Así, pude ver como varias parejas de chicas frotaban sus sexos uno con el otro, mientras mantenían sus piernas abiertas bien estiradas; como otras seis hacían la postura de yoga llamada del arco hacia arriba, formando un círculo en el que cada una lamía el sexo de la de delante suyo; o el ejercicio que practicaban aquellas chicas que ya tenían el pecho más desarrollado: saltar a la cuerda, lo que hacía que sus senos se movieran en todas direcciones. El compañero que dirigía la clase de gimnasia me saludó, me entregó una vara de madera de como un metro de largo, y me dijo “Te vas paseando por ahí, y cuando veas que una no pone la suficiente energía le sacudes un varetazo. O aunque la ponga, es igual; dales cuando a ti te apetezca. Y donde tú quieras; los lugares en que más les duelen los golpes son las tetas, el coño y el interior de los muslos, y donde menos en el culo. Tu verás; pero sobre todo no te olvides de humillarlas tanto como puedas” .
Pasé el resto de la mañana entretenidísimo, aunque acabé tieso como un poste. No recuerdo cuantos golpes de vara repartí, pero seguro que fueron un montón; conforme fui cogiéndole el gusto a la cosa, además, cada vez de un modo más arbitrario. Pues era incluso más divertido acercarse a una chica que se estuviera esforzando y, tras hacerla poner en la postura del arco, darle un buen varetazo en el sexo, o en los muslos; o, aún mejor, ensañarse con alguna en especial. Hubo una que, desde el primer golpe, atrajo mi atención: una pecosilla pequeña, casi sin pechos y muy delgada, que al recibir mi primer varetazo -en uno de sus senos, dónde sino- emitió un gemido de dolor muy particular, que me pareció divertido. Lo que le valió, en las siguientes dos horas y por mi parte, no menos de una docena de varazos más, casi siempre en sus pechos; golpes que cada vez se vieron premiados -para mí- con aquel peculiar gemido, y a partir de la media docena con caras de desesperación al verme acercar, y lágrimas al marcharme. Pero en esta vida todo tiene un final, y llegó un momento en que el compañero que dirigía la sesión hizo sonar un silbato; y todas las chicas, disciplinadamente, se volvieron a poner ellas mismas sus cadenas y salieron detrás del jefe, para ir a comer.
V – Tarde de estudio en compañía
Mientras comíamos se me acercó el director, y me dijo “José Luis, esta tarde vamos a llevar a las chicas a correr por el campo. La verdad es que, aparte de ver como botan los pechos de las que lo tienen ya desarrollado, es bastante aburrido, y ya tengo bastantes educadores para dirigir la actividad; aburrido para nosotros, claro, que vamos en los jeeps, para ellas es agotador. Sobre todo si, como parece que pasará esta tarde, llueve a mares. He pensado que, si no te importa, prefiero que dediques la tarde a estudiar el caso aquel; te parece bien?” . No le puse inconveniente alguno, pues no me apetecía nada ir a mojarme; aunque era cierto que, de premio, podría ver a docenas de chicas desnudas y cargadas de cadenas esforzándose bajo la lluvia, con sus pechos y sus nalgas bamboleándose libremente. Él continuó: “Por cierto, cada educador tiene derecho a una chica como asistente personal. No necesariamente la misma, pues la puedes cambiar cuando quieras; incluso con otro compañero, si él está de acuerdo. Quieres que te asigne alguna en concreto?” . Yo no dudé ni un instante, y le dije que Patricia, la chica que llegó con nosotros; a lo que me contestó que ningún problema, pues aún no tenía a nadie asignado, y que al volver de la excursión campestre me la mandaría.
Tras la comida me tumbé en mi cama y comencé a leer el expediente de Angélica, pues así se llamaba la prisionera del sótano. Era la hija mayor de uno de los mayores empresarios de Suramérica, y un breve vistazo por internet a la prensa rosa me confirmó que, a sus casi veinte años, había “conocido” ya a más hombres que la mayoría de mujeres en toda su vida. Además le gustaban las drogas, y de vez en cuando hacía misteriosas “desapariciones” que tenían muy intrigados a los cronistas de sociedad; yo les podría haber contado a qué se debían al menos tres, pero ellos especulaban con curas de desintoxicación. Lo que, pensé mientras sonreía, en el caso de la Colonia parecía una definición bastante aproximada. El examen de su expediente revelaba otros datos más íntimos: por ejemplo, que entre sus tres visitas a la Colonia había recibido muchos más latigazos que cualquier otra chica, y que sin embargo cuantos más golpes recibía más rebelde se volvía. También que era, quizás, la que más tiempo había pasado encerrada en solitario; incluyendo un total, entre las tres visitas, de casi un mes en el sótano. Y cada vez salía deshecha, claro, pero al poco tiempo volvía a ser ella misma. De hecho, y aparte de su obsesión por mantenerse en perfecta forma y ser la más guapa, solo logré descubrirle una debilidad física: tenía terror a las agujas; pero con eso, y aunque la perforase por todos lados, no tendría nunca suficiente como para domarla. Sin embargo, la lectura del informe familiar me dio una idea, malvada sin duda pero que podía ser muy efectiva; aunque para llevarla a cabo iba a necesitar de la cooperación estrecha del padre de Angélica. Pero valía la pena intentarlo.
Cuando más absorto estaba en mis pensamientos llamaron a la puerta, y al dar permiso entró a mi habitación Patricia. Iba sudorosa, jadeante y con el pelo muy revuelto; además de estar desnuda y cargada de cadenas, claro, y de llevar un pequeño apósito en el lugar donde la habían marcado. Pero, aunque sucia, seguía siendo una hermosura; y la cara que puso cuando vio a quien la habían asignado valía realmente la pena. Yo solo le dije “Das asco, perra! Ve al baño, ahora iré a lavarte” , y ella se dirigió allí cabizbaja; yo terminé de anotar mis ideas y, cuando entré al baño, la encontré inmóvil bajo la ducha, esperando que yo la limpiara. Primero me desnudé, luego la remojé bien con la ducha de teléfono, la enjaboné de cabeza a pies -con cuidado de no llevarme por delante el apósito- y luego volví a aclararla con esmero; para finalmente secarla con la misma toalla que yo usaba, grande y esponjosa. Mientras lo hacía iba notando como mi miembro cobraba vida, y al terminar de secarla yo ya estaba tieso como un palo; ella miraba mi pene con terror, pues recordaba las dos veces en que yo la había penetrado antes. Me dirigí a la cama, me tumbé boca arriba y, en un rasgo de maldad, le indiqué que me montase ella; Patricia se subió a la cama, se puso a horcajadas sobre mí y… introdujo mi miembro, tieso como un poste, hasta el fondo de su vagina! Y, con un gemido de placer, comenzó a cabalgarme con gran decisión. Yo no sabía muy bien qué hacer, pues por un lado sabía que aquello estaba prohibido; pero por el otro me lo estaba pasando la mar de bien, así que la dejé hacer, hasta que algunos minutos más tarde descargué en su vagina mi copiosa eyaculación.
Cuando ella se apartó de mi pene, ya semierecto, le indiqué que me lo limpiase bien con la boca; por su cara de satisfacción parecía que ella también había llegado un orgasmo. Cuando me dejó bien limpio volví a vestirme, la cogí del pelo y la llevé a rastras hasta el despacho del director; lo pillé cuando ya se iba, y le conté lo que había pasado. Él me dijo que ya hablaríamos mañana, que de momento llevase a Patricia a la enfermería, donde le darían la píldora del día después, y luego la devolviera a su celda. Yo lo hice al instante, y una vez que le hicieron un lavado vaginal profundo -delante de mí, por supuesto, para que fuera lo más humillante posible- y le dieron la pastilla la llevé hasta el edificio de los dormitorios; donde la entregué al encargado, diciéndole que se había portado mal, sin más detalles. Él me dijo que no me preocupase, que ya se lo harían pagar, y allí la deje llorando; mientras yo regresaba a mi habitación a pensar cómo podría explicar mis actos. De camino me tropecé con la pecosa a la que había estado azotando los pechos, que regresaba de algún servicio; al verme trató de evitarme, pero yo la cogí del pelo y me la llevé conmigo hasta el comedor. Donde, la siguiente hora, me dediqué con una fusta a descargar mi ira en sus pechos, mientras la oía gemir de aquella extraña manera; rematé la faena con varios fuertes golpes descargados directamente sobre su sexo, que le arrancaron, esta vez sí, auténticos alaridos de dolor.
VI – El castigo a Patricia
A la mañana siguiente me levanté muy temprano, justo al salir el sol; me duché y, aprovechando que aún no tenía un horario programado, me fui al despacho del director, a esperar que llegase. Estaba preparando mentalmente mi discurso, que pensaba combinar con la idea que había tenido respecto de Angélica, cuando se me acercó muy sonriente Martín, y me dijo “Hombre, el gran follador! Me ha dicho un pajarito que a la chica esa que vino con nosotros ya no te falta probarle ningún agujero…” ; pero antes de que yo pudiera mascullar alguna explicación llegó Hans, y nos hizo pasar a su despacho. Cuando yo iba a comenzar mi ensayado discurso me cortó con la mano, y me dijo “Sólo dime una cosa: era virgen?” ; lo que me provocó una sonrisa, pues ni había notado himen alguno al penetrarla ni, sobre todo, la profesionalidad con la que Patricia me montó sugería otra cosa que una amplia experiencia en temas de sexo. Se lo dije a Hans, y también sonrió: “Por mí os las follarías a todas, y tanto como os diese la gana, sabes? La mayoría de estas, pese a su edad, han montado y chupado ya más pollas que todas las mujeres maduras que conozco. Juntas. Pero hay padres que con eso son muy estrictos; déjame mirar el expediente de Patricia…” . Se levantó, fue al archivador del que sacó el día antes el de Angélica, lo miró un poco, y de pronto se rio: “Mira lo que me dice su padre, que además es amigo mío; creo que Patricia se ha montado ya en todos los socios del club de campo, mira a ver si la convences para que al menos deje en paz las pichas de los empleados” .
Los tres nos reímos con ganas; y Hans, después de asegurarme que por supuesto Patricia sería castigada, y que yo sería quien administrase el castigo, me preguntó cuáles eran mis progresos en el tema de Angélica. Les conté mi idea, que se basaba en dos acciones para las que necesitábamos el permiso de su padre: por un lado anillarla en pezones y sexo; y además con unos anillos lo bastante grandes y pesados como para que le deformasen los pechos, y los labios vaginales. Y por otro, y ese era el punto esencial, traer a la Colonia a su hermana, y someterla aquí al peor tratamiento de que fuéramos capaces, siempre bajo su mirada. Pues había leído que Angélica sentía devoción por su hermana pequeña, Sofía, y al parecer con un carácter completamente opuesto al de ella, más dócil; hasta el punto de haber tenido problemas con las autoridades por encubrirla cuando fue pillada consumiendo droga. Hans encontró la idea excelente, y me prometió que se pondría de inmediato en contacto con el padre de ambas; para ver si era posible recibir en la Colonia a Sofía por unos meses. Una vez esto resuelto, el director hizo una llamada telefónica al dormitorio de las chicas, donde le dijeron que Patricia ya estaba preparada en el patio, y que las demás estaban reunidas; con lo que marchamos al instante hacia allí. Al llegar vi que todas las chicas estaban sentadas en el suelo del patio, mirando hacia un árbol que había justo al lado del edificio correccional; de cuya mayor rama, situada a unos tres metros del suelo, colgaba el cuerpo desnudo de Patricia. Le habían quitado las cadenas, y tras atarle las manos juntas por delante habían pasado la cuerda por la rama; y luego habían tirado del otro extremo hasta lograr que la chica solo tocase el suelo con las puntas de los pies. Hans me dijo que fuese adentro, y eligiese el instrumento del castigo; y la verdad es que me puso en un compromiso, porque en la sala principal del edificio había un surtido inacabable de látigos, varas, fustas, palas, … Al final me decidí por algo que nunca había probado: era un mango de plástico rígido del que salía un alambre metálico grueso, de medio centímetro de espesor, dispuesto en forma de “U” alargada, pues se extendía hasta algo menos de un metro del mango para regresar a él por el otro lado.
Cuando salí del edificio vi que Hans y Martín me miraban con asombro, y enseguida entendí por qué. Pues, cuando descargué el primer golpe sobre las nalgas de Patricia, al instante apareció la marca del trallazo: de un rojo chillón, bastante gruesa, perfectamente dibujada y con aspecto de no haber roto la piel de milagro. El chillido de Patricia, claro, fue bestial, y de inmediato comenzó a sacudirse y a patalear como una loca, mientras me gritaba “Con eso no, por favor, con eso no!” ; pero yo seguí golpeándola, y conforme me iba excitando le daba cada vez con mayor energía; unos cuantos golpes más cruzando las nalgas, luego en los muslos, por fuera y por dentro -donde alguno rompió un poco la piel, porque aparecieron unas gotas de sangre-, varios en su vientre, en la parte alta de la espalda, … Para entonces ella ya casi estaba sin voz, pero seguía contorsionándose y pataleando; lo que aproveché para, golpeando de abajo arriba, acertar en su sexo con el alambre al menos cuatro veces. Eso le devolvió la voz, pues empezó a implorarme que parase ya; pero a mí aún me quedaba por castigar el que sin duda era el mejor objetivo: sus duros y bien formados senos. Primero desde un lado, y luego desde el otro, descargué como mínimo seis golpes con el cable sobre sus pechos; alguno con la fortuna de acertar de lleno en un pezón, o incluso en ambos. Y, cuando hice una pausa para recuperar el resuello y decidir nuevos objetivos, noté la mano de Hans en mi hombro. Al girarme me dijo que ya había bastante, y la verdad es que el cuerpo de Patricia estaba cubierto de estrías profundas, con forma de letra “U” pero de medio metro de longitud; algunas de las cuales sangraban, pero no más de algunas gotas. Yo acerqué el instrumento a su boca, y le dije que lo besara y agradeciese mi esfuerzo; Patricia rompió otra vez a llorar, pero hizo lo que yo le decía, y cuando le oí decir muy bajito “Gracias por azotarme” creí que mi erección reventaría allí mismo.
Allí la dejamos, con expresa orden de no descolgarla hasta la noche, y nos fuimos de nuevo al despacho del director, a esperar la hora de la gimnasia; pues las chicas tenían que ir a hacer sus labores matinales. Estuvimos un buen rato allí, que aproveché para explicarles mis andanzas con la autoestopista; me di cuenta, igual que me sucedió mientras azotaba a Patricia, de que aquellos dos hombres -pues Martín siempre andaba cerca de él, y parecía una especie de subjefe- empezaban a sentir genuina admiración por mi labor, y resolví no defraudarles. Así que, cuando fuimos a vigilar la clase de gimnasia, redoblé mi celo repartiendo bastonazos; y no solo a la pecosa, quien pese a sus esfuerzos por hacer bien los ejercicios se llevó una buena dosis de vara. Pues encontré otra víctima ideal: una chica alta y fuerte, con un cuerpo ya completamente desarrollado y nalgas y pechos bien llenos, a la que parecía que lamer el sexo de sus compañeras le daba cierto asco. Para cuando acabó la clase ya no tenía tantas manías, claro, pero convencerla me costó un montón de varetazos en sus pechos, que procuré dirigir siempre a sus prominentes pezones. Y, cuando me apetecía variar, a su sexo; en la posición del arco hacia arriba era un objetivo tentador, porque además la chica tenía un clítoris muy marcado. Así que allí le cayeron también bastantes golpes, hasta que aprendió a soportarlos sin perder la postura: manos y pies en el suelo, con las piernas separadas y el cuerpo arqueado lo máximo posible hacia arriba; de modo que sus pechos apuntasen al cielo, y su sexo quedase obscenamente ofrecido.
VII – La excursión vespertina
Aquella tarde Martín me sugirió que les acompañase a pasear a las chicas por la selva, diciéndome con expresión irónica que no iba a llover. Yo no dudé en aceptar, pues no tenía nada mejor que hacer hasta el día siguiente, en que ya habíamos planeado con Hans comenzar el tratamiento de Angélica; al menos por cuanto respectaba a anillarla, pues el director me dijo que ya tenía el permiso de su padre para eso. Así que me fui con él al patio, donde estaban congregadas, en fila de a dos, una treintena de chicas dispuestas a salir de paseo; obviamente de la misma forma en que circulaban por la colonia, esto es desnudas, descalzas y cargadas de cadenas. Cuatro educadores flanqueaban la columna a pie, armados con látigos cortos, y en el jeep viajábamos otros cuatro; la idea era, según me dijo Martín, irnos relevando, para así tener todos la ocasión de azotar a las chicas y sin embargo no cansarnos. A su orden nos pusimos en marcha, siguiendo un camino ancho que salía del patio hacia la selva; y desde el primer minuto pude ver que los educadores pegaban por el puro placer de hacerlo, pues al principio las chicas marchaban a un ritmo muy correcto. Conforme nos adentrábamos en la espesura comprobé que nos rodeaba una vegetación densísima, en la que oía los ruidos que hacían miles de animales; lo que, unido a los datos que ya había recopilado al llegar en el avión -ausencia de mar, y de montañas altas- me hizo pensar que estábamos en alguna parte de la Amazonia. Lo que no era excesiva precisión geográfica, pues recordaba del colegio que la región se extendía por más de siete millones de kilómetros cuadrados; y que estaba repartida entre nueve o diez países, no solo era brasileña.
Una hora después hicimos el primer relevo, y yo comencé a caminar junto a las chicas; descubrí de inmediato y con alegría que, en el tramo que yo vigilaba, marchaban la pecosa y su compañera de gimnasia, la de los grandes senos. Lo que, como es fácil de comprender, hizo que aún me esmerase más en el uso del látigo; el cual, por cierto, no parecía tan severo como los de uso habitual. Pues era del tipo de los que se emplean en los coches de caballos: un mango largo y duro, de medio metro de longitud, en cuyo extremo nacía un cordel no muy grueso, algo más largo y rematado por un nudo de la misma cuerda. Ciertamente sus impactos hacían daño, pues al golpear el cordel se aceleraba mucho, y el nudo impactaba en el cuerpo a gran velocidad; y así me parecía también por los gemidos de las chicas a las que pegaba, en especial cuando el nudo golpeaba un punto sensible: el sexo, un pezón o incluso el pecho, un muslo, … Pero las marcas que dejaba eran muy finas, y duraban solo unas horas; así que podía ser usado a discreción, y a ello me dediqué hasta que la columna se detuvo a descansar, aprovechando que habíamos llegado junto a una playa formada en un rio bastante caudaloso, de aguas algo verdosas. Momento en que comprobé que tanto la pecosa como su compañera tenían sus cuerpos desnudos cubiertos de finas líneas rojas, tanto por delante como por detrás.
Al parecer la excursión era bastante frecuente, pues sin necesidad de que se les dijese nada las chicas comenzaron a bañarse en el rio; las más osadas entrando en el agua hasta que sólo sobresalía su cabeza, y la mayoría metiéndose hasta la cintura. Nosotros nos sentamos debajo de un gran árbol, a observar el baño de las chicas; y me di cuenta de que algunas, pese a estar encadenadas de pies y manos, habían desarrollado una peculiar técnica para poder nadar, consistente en mover las piernas como en la braza manteniendo los brazos pegados al cuerpo. Pero lo que más me sorprendía era que se atreviesen a bañarse frente a lo que parecían unos cocodrilos, que las miraban desde la otra orilla del río, quizás a unos cien metros. Martín se dio cuenta de mis pensamientos, y me dijo “No temas, los caimanes no se van a comer a ninguna chica. En primer lugar porque la corriente es tan fuerte en el centro del rio que, si uno tratase de nadar hacia aquí, sería más fácil que acabase en el mar que no en esta playa. Y en segundo lugar porque, si alguno se mete en el agua, se lleva de inmediato un tiro del calibre 416; aquí en el jeep tengo un rifle con mira telescópica, y te aseguro que soy muy bueno disparando. De hecho, el mayor peligro sería que pudiera haber alguno oculto en esta misma orilla, un poco más arriba o más abajo de donde estamos; pero nuestros compañeros que iban delante ya lo han revisado al llegar, y en esta playa tan abierta hay pocos escondrijos. Por eso venimos aquí” .
Dejamos que las chicas se bañasen un rato, y luego Martín hizo sonar un silbato y las congregó alrededor suyo, con sus cuerpos desnudos aún bien mojados. Fue formando parejas y, una vez las tuvo a todas emparejadas, les dijo “Repartíos por la playa y practicad el sesenta y nueve hasta la hora de marcharnos. Y cuidado con intentar engañarnos: si vemos que alguna no lame el coño de la otra con ganas va a acabar como Patricia esta mañana” . Cada pareja de chicas eligió un lugar de la playa y, tras tumbarse una boca arriba y con las piernas abiertas lo que permitían las cadenas, la otra se tumbó sobre ella boca abajo; pero en la dirección opuesta, de forma que el sexo de cada una quedase frente a la boca de la otra. Y, de inmediato, empezaron a lamerse los respectivos sexos, con lo que al poco la playa se llenó de gemidos de excitación. Martín me dijo “Una de las cosas que más las humilla es esta. La mayoría no es ya que no sean lesbianas, es que comerle el coño a otra les da asco. Pero a menudo las obligamos a hacerlo; y al final terminan por alcanzar orgasmos así, lo que las avergüenza muchísimo” . Les dejó hacer durante unos veinte minutos, mientras nosotros paseábamos entre las parejas vigilando que le pusieran interés al asunto, y al cabo Martín hizo sonar otra vez el silbato; pero no fue para que se detuvieran, sino para que intercambiasen posiciones, la de arriba abajo y viceversa. Y solo después de otros veinte minutos ordenó que se levantasen, las hizo formar dos filas e iniciamos el regreso a la Colonia. Lo que, otra vez, aproveché para usar el látigo a diestro y siniestro, aunque esta vez no me tocó con mis dos víctimas favoritas; ya tenía ganas de hacerlo, porque durante la sesión de sexo lésbico ninguno de mis compañeros utilizó el látigo, y yo también me contuve. Pues supuse que, si el objetivo era arrancarles un orgasmo no deseado, los latigazos podían interferir en él.
VIII – Comienza el tratamiento de Angélica
Aquella noche, durante la cena, pregunté si la pecosa estaba disponible, ya que suponía que Patricia no me serviría de gran cosa en su estado. Uno de los educadores me dijo que Elena -así se llamaba- normalmente le atendía a él, pero que aquella noche tenía servicio de vigilancia; así que con mucho gusto la mandaría más tarde a mi habitación. Al igual que había sucedido con Patricia, cuando entró y me vio puso una cara que habría merecido una foto; y de la misma manera que el día anterior comencé por lavarla con detenimiento. Tenía un cuerpo muy pequeño, como el de una japonesa, de caderas aún estrechas y pechos poco desarrollados; y los labios de su sexo estaban muy apretados y cerrados. Pero el trasero era muy respingón, y pese a su baja estatura era bien proporcionada, con pecas por todas partes; su carita de muñeca pecosa parecía estar diciendo “Azótame!” . Esta vez no quise correr riesgos; cuando la tuve bien limpia me la llevé a la cama, la coloque boca abajo y a cuatro patas, le separé las piernas lo que permitían sus cadenas y le unté bien el ano con vaselina, introduciendo un dedo para hacerla llegar más adentro. Era muy estrecha, y gemía suplicando que no lo hiciera; pero cuando acabé de untarla repartí el sobrante por mi miembro -que ya estaba para entonces como el palo mayor de un barco- y, de un fuerte empujón, la penetré hasta el fondo. Ella empezó a chillar como una histérica, y yo a taladrar su recto con furia, atrás y adelante; no tardé mucho en eyacular, pues con lo estrecha que era enseguida me pudo, y cuando hube soltado todo mi semen en su interior me retiré. Ella lloraba quedamente, y yo la puse de rodillas junto a mi cama, me senté en el borde y, poniendo mi miembro frente a su cara, le dije que lo limpiara; lo hizo con mucho esmero, y cuando terminó le indiqué que ya podía marcharse. Algo de lo que casi me arrepentí al momento, pues al ver como se movían sus nalgas de camino a la puerta me vinieron unas enormes ganas de azotarlas. Pero pensé que mejor lo dejaba para el día siguiente, y enseguida me quedé dormido.
A la mañana siguiente, después de desayunar, me dirigí al herrero y le expliqué mis planes para Angélica; él me escuchó atentamente y, cuando acabé, puso una ancha sonrisa y me dijo que estaría encantado de colaborar conmigo, y que estaba seguro de que su trabajo iba a gustarme. A continuación fui al edificio correccional, y junto con el encargado sacamos a Angélica de su sótano hediondo al patio. Allí la dejamos un buen rato, a la sombra del árbol donde el día antes había colgado Patricia, hasta que se acostumbró a la luz; y después me la llevé a las duchas, donde dediqué una buena media hora a limpiarla a fondo, desde el pelo hasta los pies. E incluso sus cadenas, pues la estancia en el sótano las había dejado mugrientas. Observé, por cierto, que cada vez que mi mano se paseaba por su sexo Angélica no podía reprimir unos pequeños gemidos de excitación; de lo que tomé nota para el futuro. Una vez limpia me di cuenta de que la chica no estaba nada mal; era morena, de un metro setenta de estatura, con pechos no demasiado grandes pero muy duros -casi más que Patricia- y una figura escultural, perfectamente proporcionada, rematada por unas nalgas redondeadas y firmes. Además, tenía los labios de la vulva bastante gruesos y entreabiertos; pues dejaban ver claramente los labios menores y el clítoris, que asomaba en el ángulo superior.
Una vez seca, y sin decir palabra, me la llevé al herrero; él nos estaba esperando, y nos hizo pasar a una pequeña habitación contigua a su taller en cuyo centro había un aparato parecido a un potro de gimnasia. Después de quitarle las cadenas, tumbó a Angélica en el potro boca arriba, de forma que su espalda reposase sobre la banqueta del aparato; luego estiró sus dos brazos hasta la base de las dos patas superiores, y las dos piernas hasta la base de las inferiores, y sujetó muñecas y tobillos a cuatro grilletes que allí había. La chica quedó en una posición parecida a la del arco hacia arriba de yoga, que en el gimnasio era tan frecuente: el cuerpo en tensión, los pechos apuntando hacia el techo y el sexo abierto y completamente ofrecido, pues ambos tobillos estaban separados como un metro. El herrero aún la sujetó más, pues trajo un montón de correas de cuero que colocó en sus brazos, piernas, abdomen y tórax hasta que Angélica no pudo mover otra cosa que la cabeza; y acto seguido se marchó a por sus herramientas. Yo aproveché para explicarle lo que iba a suceder: “Hans y yo hemos decidido que, ya que te comportas como un animal salvaje, vamos a anillarte como a un animal” ; y de inmediato pude ver como la expresión de su cara cambiaba de desafío a preocupación. Y, tan pronto como vio lo que traía el herrero, a puro pánico; pues eran cinco aros de un metal brillante, de como cuatro o cinco centímetros de diámetro por uno de grosor, y una aguja hipodérmica acorde a dicho tamaño. Ancha como yo no había visto nunca ninguna, y de como quince centímetros de largo.
Mientras el herrero untaba con antiséptico su pezón izquierdo, y de paso lo estimulaba para que se hiciese mayor, Angélica perdió su habitual frialdad y comenzó a decir “No, por favor, no lo hagáis, os lo suplico!” ; pero él siguió con su trabajo y, cuando creyó que el pezón estaba preparado, cogió la aguja con su mano derecha, puso con la otra un taco de corcho en la parte interior del pezón, y procedió a atravesarlo lentamente, de lado a lado, con la aguja. Angélica dio un grito agudo, tanto de desesperación como de dolor, y comenzó a sudar copiosamente; mientras el herrero abría uno de los aros, enganchaba su extremo al hueco de la aguja -lo que aún me hizo dar más cuenta de lo ancha que era- y, con cuidado, sustituía dentro del pezón a la aguja por la anilla, al ir retirando la primera. Para terminar cerrando la anilla con un “clic” metálico, que la dejó sin posibilidad de ser quitada de otro modo que no fuese cortándola; pues no se veía en ella mecanismo alguno de reapertura. Mientras él preparaba el otro pezón para su anillado, yo cogí el aro que allí iba destinado y me fijé en que era, como el que acababa de poner, algo mayor que los otros tres, y pesaba bastante; calculé que entre cincuenta y cien gramos, por lo que supuse que debía de ser de alguna aleación especial, y no solo de acero. El herrero, con la misma técnica de antes, atravesó el otro pezón de Angélica, sacándole al hacerlo un nuevo grito, y luego cogió de mi mano la anilla; con gran profesionalidad -pensé- la limpió con cuidado con el desinfectante antes de hacer lo mismo que con la otra: poner un extremo en la aguja, introducirla lentamente en el pezón, y cerrarla una vez colocada.
Para entonces Angélica ya había perdido toda su actitud desafiante, pues tenía claro dónde iban las otras tres anillas; así que comenzó a implorar que no le pusiéramos más, que nos obedecería en todo, que se portaría bien, … Yo la miré con la cara más seria de que era capaz, y le dije “Sabes muy bien que no puedes hablar sin permiso, y no te lo he dado. Y que no debes mirarnos a la cara. La primera vez he hecho la vista gorda, pero ya veo que no debí hacerlo. Cuando acabemos aquí serás castigada; y si vuelves a hablar, o a mirarnos a la cara, el castigo aún será mayor” . Vi como bajaba la mirada de inmediato, y por un momento pensé que quizás lograría domarla; pero sin duda aún faltaba mucho trabajo por hacer. A una señal mía mi compañero continuó con su labor, y colocó dos de las anillas en los labios mayores de su sexo, en el centro y uno a cada lado; para cuando acabó con la segunda Angélica estaba llorando, pero no decía una palabra. Más allá, claro, de los gritos que dio al ser perforados los labios de su sexo. Antes de poner la última anilla, el herrero le dijo “Tienes un clítoris lo bastante grande, y sobre todo con el suficiente prepucio. Ahí pondré la última anilla, pero necesito que estés muy quieta. Si me desvío al pinchar clavaría la aguja en tu clítoris; y te aseguro que el dolor sería horrible” . La cara de terror de Angélica fue un auténtico regalo para mí, pero obedeció sin chistar y se quedó aún más quieta de lo que sus correas le obligaban; aunque, al notar que la aguja la atravesaba, pude ver que apretaba mucho los dientes, y que las lágrimas se escurrían hacia el suelo desde sus ojos. Cuando cerró la anilla, mi compañero le comentó despreocupadamente “Ves, ha sido un momento. Te dolerán las heridas durante bastantes días, eso sí; con tanto peso van a tardar muchísimo en cerrarse. Es importante que, mientras tanto, te las desinfectes cada día con cuidado. Una infección podría obligar a amputar” ; y, después de hacerme un guiño que Angélica no pudo ver, se marchó a su taller.
Yo me quedé allí, escuchando un rato sus sollozos mientras repasaba las cinco anillas con el antiséptico; y cuando acabé me fui un momento hasta el edificio correccional, donde seleccioné una vara de aspecto maligno: hecha de una especie de plástico flexible y larga como de un metro. Según el encargado, de fibra de carbono, y más dolorosa que la de madera. Con ella regresé a la herrería, desaté a Angélica y le ordené “Date la vuelta, y túmbate boca abajo en el potro. Y no se te ocurra perder la posición; cada vez que lo hagas repetiré el golpe” . Me obedeció como pudo, pues al apoyarse de frente en el potro las anillas le harían mucho daño en los pezones recién taladrados; y una vez que la tuve colocada descargué la vara sobre sus nalgas con toda la fuerza de que fui capaz. La chica pegó un alarido de dolor, y saltó sobre el potro, pero aunque agitó mucho brazos y piernas logró mantener la posición, y así siguió hasta el octavo golpe, en que no pudo más y cayó al suelo, frotándose el trasero con ambas manos con cara de gran desesperación mientras aullaba con todas sus fuerzas. Esperé a que volviera a colocarse en el potro, y solo le dije “Éste no ha contado” antes de seguir golpeándola salvajemente; y continué hasta que, tras el decimoquinto varazo, observé que su trasero empezaba a sangrar. Entonces paré, y le ordené que volviese a ponerse sus cadenas; lo que hizo con grandes esfuerzos y, una vez encadenada, la llevé tirando de la cadena que bajaba del collar a sus tobillos hasta la enfermería. Allí la dejé, después de decirle al compañero “Limpiadle un poco las heridas del trasero, y luego devolvedla con las otras” .
IX – Trabajando en la selva
El resto de la mañana lo pasé vigilando la gimnasia, que se desarrolló como siempre; la única cosa destacable fue que dos chicas se resistieron a hacer el ejercicio de frotar sus vulvas entre si. De hecho, más que resistirse se veía que lo hacían con muy pocas ganas. A una no la conocía de nada; era una chica rubia, muy alta y aún con la delgadez propia de la infancia; casi sin pecho ni caderas, pero con un bonito culo, y una vulva que parecía una fruta tropical abierta. A la otra, en cambio, la conocía ya; era Martina, la acompañante de Patricia en el avión en que llegué. Se me ocurrió una idea para “convencerlas” de que pusieran el mayor interés en el ejercicio: ordené a ambas que se pusieran cabeza abajo, haciendo el pino, y luego a otras cuatro chicas que les sujetasen las piernas bien abiertas, dos y dos. Y, una vez las tuve así, me dediqué a descargar golpes de vara en sus vulvas; procurando darlos de modo longitudinal, para que el área azotada comenzase en la base de la vagina y terminase en el clítoris. No hizo falta más de media docena de varazos para que sus promesas de hacer bien el ejercicio me sonaran sinceras; de hecho, empezaron a hacerlas a partir del primer golpe, pero tardé seis en creérmelas. Cuando lo hice mandé soltar a la más joven, pero a Martina le di aún otros seis; como era mayor que la otra pensé que tenía mayor responsabilidad en la desobediencia. Y, cuando volvió a su posición normal, la hice poner de rodillas, levantando sus pechos con las manos; y le di otros seis varazos en el escote, con todas mis fuerzas y procurando, cada vez, impactar al menos en uno de sus pezones. Que en realidad fueron ocho varazos, porque en un par de ocasiones perdió la posición entre gritos de dolor y convulsiones, y tuve que repetir el golpe.
Durante la comida los compañeros me propusieron acompañarles por la tarde a cortar madera, y acepté encantado; aunque me seguía sorprendiendo que Hans no me hubiera aún asignado un horario. Un rato después de comer formaron a las chicas en el patio; esta vez eran menos numerosas que el día anterior, quizás una veintena de ellas, pero por lo visto había mucho trabajo doméstico que hacer. Pude ver, por ejemplo, que dos chicas estaban pintando el exterior del edificio correccional; era divertido ver sus esfuerzos para, sin tropezar con sus cadenas, mover sus cuerpos desnudos por los niveles altos del andamio en el que estaban subidas. Cuando estuvo formada la expedición, que acompañábamos seis educadores a pie, iniciamos la marcha en dirección opuesta al rio; las chicas llevaban hachas y sierras manuales largas, de esas que hay que mover entre dos personas. Me di cuenta enseguida que una de las “leñadoras” era Angélica; caminaba sujetándose ambos pechos con los brazos, supongo que para evitar que las anillas tirasen hacia abajo de sus pezones, y no llevaba ninguna herramienta porque su compañera cargaba, sola, la sierra que iban a usar entre las dos. Me acerqué a ella, y lo primero que pude ver era que las anillas del sexo comenzaban a producir el efecto deseado; pues sus labios mayores se veían torcidos por la mitad hacia abajo, por efecto del peso del metal, y además las tres anillas se agitaban al andar ella, seguramente provocándole gran dolor en las heridas aún no cicatrizadas. Sin mediar palabra descargué un golpe con el látigo de montar -por lo visto era el que siempre llevábamos en las salidas- en su grupa, que dejó una fina línea roja en la parte superior de sus dos nalgas; ella dio un respingo, y al girarse le dije “Sabes que tienes prohibido cubrir tu cuerpo con las manos. Separa los brazos de tus pechos, y déjalos moverse libremente. Y que no te vuelva a ver hacer eso, o colgaré dos pesas de las anillas de tus pezones” .
Supongo que se dio perfecta cuenta de que yo era capaz de hacerlo, porque el resto del camino ayudó a su compañera a llevar la sierra; y yo pude gozar del espectáculo que ofrecían sus pechos, pues al natural movimiento causado por el andar se sumaba el exagerado bamboleo que provocaban los pesados aros de sus pezones. Y, claro, el dolor que ello le producía; pues no dejó de hacer gestos de gran incomodidad. Pero esta vez no me dio tiempo de repartir demasiados golpes, porque en cosa de una hora llegamos a un claro donde ya había algunos árboles caídos, y troncos a medio cortar. Las chicas se pusieron a trabajar en el acto, y yo pude gozar de uno de los espectáculos más fascinantes que había visto en mi vida: cuarenta pechos femeninos jóvenes y duros, o quizás alguno más, bamboleándose al compás de los movimientos a que les obligaban las sierras, o las hachas, que manejaban. Jaime, que había venido en el grupo de educadores, se acercó y me dijo “Fascinante, verdad? Y lo mejor es lo humillante que resulta para ellas. Fíjate que, por lo general, las mujeres suelen sujetar sus pechos para evitar precisamente este espectáculo; ya sea llevando sostenes, en especial cuando hacen ejercicio o deporte, ya sea con las propias manos, por ejemplo cuando hacen topless en las playas. Saben que a los hombres el bamboleo de sus senos nos excita, y en la vida civil miran de controlarlo tanto como pueden; pero aquí, claro, desnudas y encadenadas no pueden evitarlo” . Yo pensé que tenía muchísima razón; tanto era así que, cuando un par de horas más tarde todas las chicas hicieron una pausa para descansar, estuve a punto de ordenar a alguna que siguiera trabajando, para no dejar de contemplar tanta belleza en movimiento.
Después del descanso las dejamos trabajar los troncos otra hora más, y luego iniciamos el regreso; estaba claro, por el aspecto de todas, que aquella actividad era agotadora, mucho peor que el paseo con baño en el río. Pero eso no les evitó el látigo, claro; al contrario, como yo ya sabía que el camino de vuelta no era muy largo, comencé a repartir latigazos tan pronto arrancamos, y al llegar a destino había dado más de dos docenas. Bastantes a Angélica, y en sus pechos; me divertía mucho ver la cara de dolor que ponía cada vez que una fina línea roja le cruzaba ambos senos. Al volver al patio Jaime me indicó una pared del edificio de duchas donde había varias mangueras conectadas; los educadores cogimos una cada uno y, durante un buen rato, nos dedicamos a quitar el sudor y el polvo de los cuerpos desnudos de las chicas. Lo que, en mi caso, resultó muy divertido, porque una de las que a mí me tocó limpiar era muy vergonzosa. Era una chica ya muy formada, más bien generosa de carnes y quizás ya de dieciocho años, a la que al parecer el simple hecho de que un hombre la regase con una manguera estando desnuda ya la sonrojaba. Por lo que lo pasó fatal cuando yo, habiendo advertido su humillación, le hice adoptar poses obscenas que me permitieran llevar el agua a sus zonas más recónditas: bajo los pechos, entre las nalgas y los muslos, o al interior de su vulva. No digamos ya cómo se ponía cuando, con la excusa de comprobar el grado de limpieza, yo le pasaba la mano por alguno de esos lugares.
Durante la cena me dijo Hans que luego quería hablarme, y al acabar me fui a su despacho con él. Nos sentamos cómodamente, él en una butaca y yo en el sofá, y mientras me servía una copa me dijo “Estoy muy contento contigo, José Luis, de verdad; si solo dependiera de mí te haría ya un contrato fijo. Pero, aunque sea el director, no soy el dueño de esto; de hecho, muchas de las chicas que tenemos aquí se llevarían la sorpresa de su vida si supieran que su padre, junto con muchos otros padres de alumnas, es el propietario de la Colonia Kundt” . Esperó un poco mientras yo, con una sonrisa, le decía que no hacía sino convertir mis sospechas en certezas, y siguió: “Pero voy al grano. Verás que, de momento, no te he asignado aún un horario de trabajo, o unas tareas regulares. Lo he hecho a sabiendas, porque estaba esperando noticias del padre de Angélica; y ahora ya las tengo: según un correo que he recibido esta mañana, Sofía estará en este momento tomando el avión hacia aquí, y mañana sobre las diez llegará a la Colonia” . Me di de inmediato cuenta de cual iba a ser mi misión para los próximos días, y así era: “Tu tarea consistirá en ocuparte de Sofía a tiempo completo, y con la mayor crueldad de que seas capaz. Serán aplicables las dos prohibiciones habituales de no mutilar y no violar por delante, porque parece ser que la chica es virgen; pero por lo demás tienes carta blanca para hacerle todo lo que puedas pensar que las herirá más, a ella y a Angélica. Y lo mismo te digo con ésta última, claro, que también queda a tu disposición. Ten la certeza de que, si consigues domar a Angélica, no solo tendrás el puesto seguro; apostaría a que, cuando llegue la hora de que Martín me suceda, tú ocuparás su puesto” .
X – Llegada de Sofía
Continuamos charlando un rato de generalidades, y luego me retiré a descansar, alegando cansancio. Pero, en realidad, lo que quería era tiempo para pensar cómo abordar mi importante tarea; así que me fui a dar un paseo por los edificios de la colonia. Tenía claro que era esencial que Angélica pudiera presenciar todas las sevicias que fuese a sufrir Sofía; e incluso que pudiese participar activamente en alguna de ellas. Por ejemplo, quizás sería buena idea ponerlas a ambas a mi servicio personal; tenía que hablarlo con Hans, pues lo usual era asignar solo una chica para cada educador, pero no pensaba que fuera a tener ningún problema. Absorto en mis pensamientos entré en el edificio correccional, y allí me encontré con un espectáculo que de inmediato me dio una idea: en el centro de la sala colgaba de sus manos una chica a la que un educador estaba despellejando a latigazos; y en la pared del fondo, contemplándolo con cara de horror y también con marcas frescas de látigo, estaba otra chica… exactamente igual que la que colgaba del gancho! Al entrar yo mi compañero se detuvo, y me dijo “Estoy harto de estas dos, con la excusa de que son hermanas gemelas se niegan a comerse el coño una a otra. Pero ya verás como las “convenzo”; cada noche les doy de latigazos a cada una antes de encadenarlas en su box, hasta que cedan. Empecé por seis y voy añadiendo uno más cada día; hoy les tocan diez” . Cuando reanudó el castigo me di cuenta de que realmente las chicas no eran idénticas, pero sí bastante parecidas; aunque en posiciones muy distintas, se adivinaba que sus cuerpos eran como dos gotas de agua: muy estilizadas, con caderas estrechas, pechos pequeños, traseros redondos pero bien apretados y piernas largas. Pero en sus caras sí había diferencias: pese a que las dos tenían el pelo rubio, lacio y largo, la cara de la azotada era mucho más angulosa, y la nariz de la otra algo más respingona.
Regresé a mi habitación habiendo añadido una idea a mi catálogo de humillaciones: haría que ambas tuviesen cuantas más relaciones lésbicas entre ellas mejor. Y, pensándolo, me quedé dormido. A la mañana siguiente hice mis abluciones matinales y desayuné presa de gran excitación, y unos diez minutos antes de la hora estaba en la pista de aterrizaje. El avión llegó puntual, y con una sola pasajera: Sofía. No era una chica que destacase por nada especial, pues iba vestida muy normal -tejanos y una camiseta, con sujetador debajo- y se comportaba con mucha educación; me saludó correctamente, hablándome de usted, y pude ver que físicamente se parecía a su hermana, aunque quizás fuese unos cinco centímetros más baja. Yo le indiqué que subiera al jeep, y al ir hacia él pude observar un primer punto destacable: tenía un trasero precioso, y conscientemente o no sabía como moverlo. Al sentarme al volante, junto a ella, pude también comprobar que tenía bastante pecho, y que su melena negra olía a jabón infantil; así como que, por supuesto, no iba maquillada en absoluto. En líneas generales parecía una chica modosita y educada, vamos; mejor para mí, pensé, más vas a disfrutar atormentándola. En vez de ir al despacho de Hans la llevé a una habitación en el edificio de enfermería, que estaba insonorizada y tenía uno de esos espejos de pared que permiten ver solo de un lado; en este caso del opuesto, donde yo había hecho situar a Angélica, para que pudiera presenciar la escena. Y, para no anticiparle acontecimientos a Sofía, había pedido también que ninguna de las chicas estuviera paseando su desnudez por el patio, claro.
Cuando entramos allí estaban esperándola Hans y Martín, y el director le hizo, sentado detrás de una mesa, el discurso habitual de bienvenida mientras yo me dirigía a la habitación contigua, pues quería ver la reacción de Angélica. Al entrar pude ver que estaba llorando desolada, mientras repetía “Hermanita, hermanita, por qué, por qué!” ; aunque al verme se calló en seco. De inmediato conecté el altavoz que permitía escuchar lo que pasaba en la otra habitación, justo a tiempo para oír como Hans le decía a Sofía “ Y ahora, por favor, desnúdese por completo” . Yo no podía ver la cara de la chica, pero seguro que fue de pasmo; pues Hans le dijo de inmediato “Si quiere podemos hacerlo nosotros dos; estaremos encantados de arrancarle toda la ropa, créame” y comenzó, a la vez que Martín, a moverse hacia ella. Sofía parecía paralizada, no movía un solo músculo de su cuerpo; pero cuando notó la mano de Martín en su cintura dijo entre dientes “Déjeme, por favor, puedo hacerlo sola” y comenzó a aflojar el cinturón de sus tejanos. Terminó de soltarlo, desabrochó los corchetes del tejano, se quitó las zapatillas que llevaba y, con un gesto de resignación se bajó los pantalones y sacó sus pies de ellos; para luego, y no sin cierto temblor -perceptible incluso desde la otra habitación- coger la camiseta que llevaba por su base y, de un tirón hacia arriba, quitársela. Y allí se quedó, en bragas y sujetador de encaje; sin hacer otro movimiento que seguir temblando, cada vez de modo más intenso.
En aquel momento me fui a la habitación donde estaba Sofía, y al llegar oí como Hans le decía que se quitase el resto. Como estaba justo a su espalda aproveché para desabrocharle el sujetador; ella hizo el gesto de girarse pero enseguida volvió a su pasividad temblorosa, y yo terminé de quitárselo. Tenía unos pechos muy formados ya para su edad; y se notaba claramente que, cuando se acabase de desarrollar, iba a tener unas auténticas ubres. Supongo que por mero instinto cruzó los brazos sobre sus senos, y yo lo aproveché para tirar de ambos lados de sus braguitas hacia abajo, dejándola completamente desnuda. Hans le hizo de inmediato el discurso habitual sobre las posturas que no podía adoptar, y la necesidad de acostumbrarse a la desnudez, pero daba la sensación de que no escuchaba; aunque, cuando cogí sus dos manos y se las puse en la nuca, no se resistió, y tampoco cuando, poniendo mis manos en sus muslos, le hice separar un poco las piernas. Al hacerlo pude ver que nunca había depilado, o siquiera recortado, el vello de su sexo, que se veía bastante frondoso; y noté que la carne de sus muslos y de su trasero era muy firme, se notaba que debía de hacer mucho ejercicio. Mientras Hans le explicaba todo eso entraron en la habitación dos compañeros con el sillón ginecológico, que dejaron frente al espejo, y noté como Sofía temblaba un poco más. Pero, de nuevo, cuando entre Martín y yo la levantamos de los brazos y la sentamos en el sillón no opuso resistencia; si acaso incrementó su temblor, y conforme la sujetábamos con las correas se fue poniendo cada vez más colorada.
XI – Preparando a la recién llegada
A continuación llegó un educador con todo el equipo de barbero, así como el depilador eléctrico; se sentó en un taburete frente al sexo abierto de Sofía y comenzó a embadurnarla de crema de afeitar. Yo miraba su cara, y lo que veía era perfecto; pues la chica estaba viviendo, claramente, el momento más humillante de su vida. Me sorprendió que no llorase, pero reservaba eso para cuando mi compañero terminó el afeitado; al verse -en el espejo que tenía delante y a través del cual su hermana lo contemplaba todo- más desnuda aún sin el vello, espatarrada y con su sexo completamente expuesto, empezó a gimotear, y unas lágrimas se escaparon de sus ojos. Así siguió mientras el educador, con el depilador láser, le repasaba todos los rincones de su ingle, así como la hendidura entre las nalgas; e incluso lloró un poco más cuando, con la linterna de cirujano y unas pinzas, terminó de arrancar los pocos pelos que aún quedaban en el vientre y el sexo de Sofía, principalmente en los labios mayores de su vulva. Luego vino el doctor, quien le tomó las muestras para análisis y le hizo una revisión completa; cuando nos dijo “Efectivamente es virgen” observé que la cara de Sofía alcanzaba un color prácticamente carmesí. Él continuó con su tarea, y al igual que había visto hacer a Patricia introdujo, con unas pinzas, un pequeño objeto en el fondo de su vagina; me acordé entonces de que lo había visto antes, y de que tenía que preguntar a Hans qué era. Pues, aunque parecía un DIU, a la vista de que no podíamos penetrar a las chicas por vía vaginal no tenía demasiado sentido usar en ellas métodos anticonceptivos.
Cuando el doctor se marchó procedimos a marcarla usando el hierro ardiente; solo de verlo empezó a gritar, y cuando se lo aplicamos me pareció oír, haciendo coro con los suyos, los gritos que daba Angélica desde la otra habitación. Al acabar, y mientras esperábamos al herrero, me acerqué al sillón y comencé a tocarla por todos lados; al principio se revolvió un poco, y dijo “No, por favor!” , pero terminó por quedarse quieta. Pude comprobar que mi primera impresión era correcta, pues su cuerpo hacía evidente que Sofía era muy aficionada al deporte; también sus pechos se notaban muy duros, y los pezones, seguramente por la excitación derivada de todos los “cuidados” a que estaba siendo sometida, eran bastante largos y estaban muy erectos. Cuando llegó el herrero con todas las cadenas la soltamos de la silla y la pusimos en pie; Hans le dijo que se las pusiera ella y obedeció, aunque en algunos momentos tuvimos que ayudarle nosotros tres, pues no acababa de entender bien en qué muñeca y en qué tobillo iba cada grillete. Cuando hubo terminado llegó el momento de mi discurso: “Sofía, yo voy a ser tu educador aquí, igual que lo soy de tu hermana. Te recuerdo la necesidad de obedecerme en todo y de inmediato, si no quieres ser castigada; y lo mismo con cualquier otro educador. Los castigos aquí son muy duros, y para que tengas claro de qué hablo te voy a dar ahora mismo una pequeña muestra. Sólo seis golpes de vara; piensa que cualquier castigo aquí es, como mínimo, el triple de eso” . Al oírme empezó de nuevo a temblar, pero se dejó hacer cuando, entre Martín y el herrero, la doblaron sobre la superficie de la mesa y le separaron un poco las piernas, dejando su hermoso trasero perfectamente expuesto. Yo había traído, para la primera vez, una simple vara de madera, de como un metro de longitud y un centímetro de grosor; pero ella, cuando la vio en mi mano, comenzó a gritar como hasta entonces no había hecho, diciendo “No, por favor, eso no; no me pegue, por favor, haré lo que digan” y cosas similares.
Dejé que siguiera un rato, hasta que tuvo que parar a respirar un poco; entonces aproveché la pausa para decirle “El director te acaba de decir que no puedes hablar sin permiso, y no lo tenías. Así que tus seis golpes de vara son ahora siete; y si vuelves a hablar seguirán aumentando. Por cierto, por ser la primera vez puedes intentar moverte tanto como quieras; mis dos compañeros se ocuparán de que no pierdas la posición. Y también gritar, suplicar, …; lo que te apetezca, hasta insultarnos, pero solo mientras te pego. Aunque piensa que, a partir del próximo castigo, tendrás que estarte quieta y callada; así que mejor vas ensayando” . Dicho lo cual, tras hacer un gesto a mis compañeros para que la sujetasen bien fuerte, me coloqué justo al lado de sus nalgas y descargué el primer golpe. Sé que hay azotadores que prefieren ir incrementando el ritmo de forma progresiva, para así ir aumentando el temor de la víctima; pero yo he creído siempre que el golpe que más duele, moral y físicamente, es el primero. Por lo que tiendo a darlos todos con la misma fuerza, toda la que soy capaz de poner en el movimiento, y desde el primero de ellos. Y así lo hice esta vez: el impacto en sus nalgas sonó muy fuerte, y de inmediato apareció en ellas una línea roja que iba desde la base de la nalga derecha hasta la parte superior de la otra, junto a la grupa. Como cabía esperar, Sofía soltó un alarido tremendo, que de seguro le partió el alma a su hermana, y empezó a moverse de modo convulsivo; aunque los brazos de mis compañeros, así como las cadenas que ya llevaba, limitaron sus movimientos a la cabeza, los pies y un poco su cintura, de un lado al otro pero pocos centímetros.
Yo esperé, con toda la tranquilidad, a que los gritos y los espasmos se calmaran, y cuando vi que su trasero volvía a estar quieto lancé el segundo golpe; esta vez completamente horizontal, y atravesando ambas nalgas por su centro. Lo que desencadenó la misma reacción en ella, quizás con la única diferencia de que a los gritos de dolor añadió, varias veces, la frase “Basta, por favor, no me pegue más, se lo suplico!” . Esperé el tiempo necesario para que se calmara, y descargué el tercer varazo, esta vez en la grupa; luego de otra pausa el cuarto, cruzándolo con el primero a partir de la parte alta de la nalga derecha. El quinto y el sexto fueron más horizontales; uno lo coloqué entre el segundo y el tercero, y el otro justo debajo de la marca que recorría las nalgas por su centro, la cual ya empezaba a cambiar su color al violáceo. Y como gran final le di el séptimo también horizontal, justo en la zona donde las nalgas se terminan y empieza el muslo. Para entonces Sofía tenía ya la cara desencajada de dolor, y solo balbuceaba algunas cosas incoherentes mientras lloraba; mis compañeros la incorporaron, y yo le dije “Espero que seas obediente, piensa que te he pegado en la parte del cuerpo mejor preparada para los golpes, el culo; estos mismos varazos en tus muslos, por ejemplo, habrían sido mucho más dolorosos, y no te digo ya en tus tetas o en tu coño” . Tras lo que Martín me preguntó, supongo que simulando ser mi subordinado, si se la podían llevar ya a la enfermería; yo dije muy serio que de acuerdo, y que luego la llevasen a su box en el dormitorio, que ya iría yo a buscarla.
XII – Comienza el tratamiento de Sofía y Angélica
Al marchar Sofía lo primero que hice fue ir a la otra habitación, donde Angélica estaba llorando a moco tendido. Como quería conocer su reacción le di permiso para hablar, y me dijo “Por favor, no le hagáis daño, mi hermana ha sido siempre una niña buena y obediente. No entiendo porqué mi padre la ha mandado a este infierno, ella no se lo merece. Hacedme a mí lo que queráis, pegadme o violadme tanto como os venga en gana, pero dejad a Sofía en paz” . Como me lo puso a huevo le expliqué, con toda tranquilidad, que la razón de que su hermana estuviese allí era precisamente ella, su carácter indómito; y le añadí -inventándomelo, claro- que su padre estaba valorando la posibilidad de dejar con nosotros a Sofía por largo tiempo. “Durante los próximos cuatro años, cada vez que tú le desobedezcas sabrás que Sofía pagará aquí por ello; y ya sabes de sobra lo que eso significa” . Mientras se lo decía pude observar que los pechos de Angélica comenzaban a caer un poco, por efecto del peso de sus anillas; y que lo mismo sucedía con sus labios vaginales, cada vez más deformados. Comencé a jugar un poco con las cinco anillas, provocándole un tremendo dolor en las heridas aún no cicatrizadas, y le dije de un modo casual “Además, si esperas mucho tiempo a reformarte para cuando lo hagas ni tus tetas ni tu coño tendrán ya remedio… En fin, tú verás” . Tras lo que hice una seña al educador que la acompañaba para que se la llevase a la actividad correspondiente, que por la hora suponía que sería la gimnasia.
Cuando regresé ya no había nadie más que dos compañeros retirando el sillón ginecológico; me dijeron que Hans se había ido a su despacho, y hacia allí me fui. Lo primero que hice fue contarle mi charla con Angélica, que le pareció muy bien encaminada; lo segundo pedirle que asignara a las dos chicas a mi servicio personal, lo que también le pareció perfecto. Y lo tercero preguntarle por el aparato que colocaban a las chicas en el fondo de la vagina. Hans sonrió y me dijo “No, va en el útero, no en la vagina. Es un diseño especial de nuestro doctor, pero más pensado para cuando regresen que para la Colonia. Lleva una minúscula pila, que dura años, y un mando a distancia que entregamos al padre; apretando un botón libera una descarga de una substancia que, por lo que pudimos ver en los ensayos hechos aquí, provoca en la chica unos dolores intensísimos, tanto en el útero como en la vagina. Cuanto más rato se presiona el botón, mayor cantidad de substancia, más dolor, y por más tiempo. Es otra herramienta que ponemos a disposición de nuestros clientes, sabes?” . Al oirle lamenté no haber sido contactado antes por ellos; aunque, claro, si me contactaron fue precisamente por mis antecedentes. Pero lo importante entonces era mi tarea pendiente; así que le pedí un mando y me entregó uno pequeño, como de puerta de garaje; diciéndome que lo usara con precaución, pues el dolor era muy intenso, y que lo activase siempre cerca del vientre de la chica. Cuando le pregunté si aquella tarde había alguna actividad prevista, me dijo que por supuesto, y como siempre; añadiendo que seguramente sería ideal para que las dos hermanas empezasen a sufrir juntas: “Hoy toca cavar zanjas. En una zona próxima están canalizando el agua del rio al que las llevasteis a bañar, para poder regar los campos; cuando lo supe les ofrecí, gratis, la ayuda de nuestras chicas. Están encantados: se ahorran el coste de las máquinas, y los hombres disfrutan como monos contemplando el espectáculo; siguen sin estar acostumbrados a ver como cavan treinta, o cuarenta, adolescentes desnudas y encadenadas” .
Un rato después, y como siempre, formamos a las chicas en el patio; al llegar me encontré con Angélica y Sofía llorando abrazadas, y les dije “A partir de ahora voy a aplicar con vosotras un nuevo régimen de castigos: cada vez que una cometa una falta, aplicaré el castigo a la otra, Por cierto, las dos habéis sido designadas para atenderme personalmente; cuando volvamos del trabajo os explicaré vuestras obligaciones” . Comenzamos la caminata hacia la obra, y como es lógico yo me dediqué, sobre todo, a dar latigazos a las dos hermanas; Angélica soportaba los que le tocaban a ella con resignación, pero cada vez que golpeaba a Sofía me miraba con expresión de odio. Llegamos a la obra como en una hora de marcha, y enseguida pude ver que cientos de hombres de aspecto indígena estaban congregados allí, alrededor de lo que parecían unos canales en construcción. Repartimos a las chicas por los distintos lugares donde avanzaban las zanjas, les entregamos las palas que allí se guardaban, y comenzaron a trabajar. La mayoría de ellas con la cara roja de vergüenza, pues la presencia de aquellos indígenas como espectadores las mortificaba, y los comentarios que hacían supongo que aún más. Pero, para mi disgusto, todas trabajaban esforzadamente, con lo que no tuve ocasión de castigarlas; solo en una ocasión pude desahogarme, con una chica que, seguramente cansada, se había sentado en el suelo un momento. La hice tumbarse boca arriba y, una vez que separó las piernas, levantar el trasero en el aire; lo que dejó expuestos su sexo y su ano por completo, listos para recibir los latigazos que yo le propiné precisamente ahí. Entre los gritos de alegría, y los aplausos, del público que nos rodeaba; en aquel momento casi todos los indígenas, pues acudieron de sus otros puestos de observación atraídos por el espectáculo que suponía un castigo.
Cuando terminó la tarde las chicas estaban agotadas, ya que cavar con aquel calor debía de ser muy duro. Emprendimos el camino de regreso, que yo dediqué, casi en exclusiva, a dar latigazos en el trasero de Sofía; algo que, con las marcas de la vara tan recientes, seguro que era muy doloroso. De hecho pude ver como las lágrimas caían por sus mejillas casi todo el camino, pero fue lo bastante lista como para no resistirse a mis “caricias” con el látigo de montar. Al llegar las limpiamos bien con las mangueras, algo que para Sofía era nuevo y, lógicamente, muy humillante; así que hice cuanto pude por, en presencia de su hermana, ponérselo lo más difícil posible. Tanto haciéndole adoptar posturas de lo más obsceno como, sobre todo, frotando insistentemente con mi mano aquellas zonas donde, en mi opinión, se había acumulado más suciedad; sus pechos, sus muslos, su ano y su sexo. Cuando terminé, y las mandé a las dos a cenar con las otras, Sofía estaba ruborizada hasta la raíz del cabello, y su hermana a punto de golpearme de la rabia que sentía. Yo me fui a cenar y, al acabar, mandé que me las trajesen a mi habitación; cuando llegaron senté a Angélica en una silla, a la que la fijé -sin quitarle las cadenas- mediante un par de esposas. Y a continuación hice arrodillar a Sofía y, tras quitarme pantalones y calzoncillos, puse mi miembro justo frente a su cara y le dije “Chúpala!” . Ella se quedó inmóvil, mirando a su hermana como en busca de ayuda; yo me fui al armario, saqué de él una vara fina, hecha de fibra de vidrio, y con ella golpeé con todas mis fuerzas los pechos de Angélica. De inmediato obtuve dos cosas: un aullido de dolor de la golpeada, y una petición de Sofía: “No pegue más a mi hermana, se lo suplico! Haré lo que usted quiera; pero tendrá que enseñarme cómo, nunca he hecho eso…” .
Lo cierto es que no podía creer en mi suerte; pero disimulé como pude y, atrayendo su cara hacia mi pene, se lo metí en su boca y le fui diciendo lo que tenía que hacer, hasta que en poco más de diez minutos me provocó una erección descomunal. Entonces la levanté, la coloqué de cuatro patas sobre la cama -lo que sus cadenas permitían casi del todo, pues sólo le impedían estirar por completo los brazos-, y con un tubo de vaselina que tenía en mi mesilla unté bien su ano, tanto alrededor del esfínter como metiendo un dedo en el recto; el sobrante lo unté en mi pene, y al hacerlo me lo noté duro como una piedra. Mientras veía como Sofía empezaba otra vez a temblar, y oía como Angélica decía que no lo hiciese, que la violara a ella y no a su hermana, coloqué la punta de mi miembro en el esfínter de Sofía; luego empujé lo justo para introducir la punta del glande y, una vez dentro, la penetré de un solo empujón, hasta que noté como mis testículos golpeaban su vulva. Sofía gritó como si le hubiese clavado un puñal, en vez de simplemente penetrarla, y cuando empecé a bombear dentro de ella con toda la fuerza de que yo era capaz continuó con sus alaridos de dolor, que se mezclaban con las súplicas de Angélica para que la dejase en paz. Tardé solo unos cinco minutos en eyacular, pues su recto era muy estrecho y la fricción me puso enseguida a punto; y al acabar saqué el miembro sucio, con restos de vaselina, semen, heces y sangre. Así que, otra vez con la vara en la mano, lo acerqué a la boca de Sofía, que seguía de cuatro patas sobre la cama, y le ordené que lo limpiase; lo que la chica hizo en el acto y sin chistar, tragándose luego -así se lo ordené- el resultado de sus esfuerzos.
Pero su sufrimiento aún no había concluido, pues mientras la penetraba su hermana había hablado sin permiso; por lo que la hice poner de rodillas al pie de la cama, frente a Angélica, y le dije “Tu hermana ha hablado antes sin mi permiso; eso te va a costar doce golpes de vara. Que, como tienes las marcas del culo muy recientes, te voy a dar en las tetas. Pon las manos debajo de ellas y levántalas, que queden bien ofrecidas a la vara; y no te muevas, si pierdes la posición repetiré el golpe” . Mientras Sofía levantaba sus senos con las manos me giré a Angélica y le ordené: “Tú contarás los golpes, y después de cada uno me dirás el número, y me darás las gracias. Si te descuentas, o te olvidas de alguno, volveré a empezar, así que procura estar atenta” . Descargué el primer varazo justo en el centro del escote, alcanzando ambos pechos; de inmediato apareció una línea carmesí de lado a lado de sus senos y oí como su hermana decía “Uno, gracias” . Sofía, mientras tanto, aullaba de dolor, y se sacudía los pechos con las manos; pero logró mantener la posición, y siguió lográndolo los siguientes siete golpes. Pero al noveno no pudo más; aunque también es cierto que le dio casi más en sus prominentes pezones que en los pechos. Se dejó caer al suelo, convulsionándose y gritando como loca, mientras se frotaba los senos -y sobre todo los pezones- con verdadera fiereza. Yo la dejé hacer un rato, y cuando se calmó le dije “Este no ha contado. Vuelve a ponerte en la posición ordenada” ; y luego, girándome a Angélica, “Sigue hasta trece” . Pero su hermana no logró aguantar quieta los cinco que le quedaban; precisamente en el doceavo se volvió a tirar por el suelo entre espasmos de dolor, llorando y agarrándose los pechos como si se los quisiera arrancar. Así que, finalmente, Sofía recibió catorce varazos; tras los cuales liberé a Angélica de su silla, y las puse a ambas, tumbadas en el suelo, con las caras frente a sus respectivas vulvas. Y les dije “Ahora quiero ver y oír muchos orgasmos, y de las dos. Si no es así, os vais a hinchar a recibir varazos” . Al principio se quedaron inmóviles, como si no creyesen que fuera posible hacer algo así entre hermanas; pero un golpe de vara especialmente preciso, que cruzó otra vez los dos pezones de Sofía, decidió a Angélica a empezar a lamer; su hermana empezó al poco y, durante la siguiente hora, mi habitación se llenó de gemidos de placer y de orgasmos. Y, claro, de algún alarido de dolor, pues el hecho de tener la vara en la mano me hacía muy difícil no usarla.
XIII – Angélica me ataca, y luego es domada
A la mañana siguiente ambas fueron asignadas al comedor, y cuando bajé a desayunar pude ver que, mientras Angélica servía las mesas, Sofía estaba pasando la escoba por toda la gran sala. La hice aproximarse, pues quería ver cómo iban sus marcas, tanto en las nalgas como en los pechos; la verdad es que todas tenían un aspecto muy aparatoso, cada una gruesa como uno de mis dedos y todas ellas de un color mucho más violáceo que rojo. Mientras estaba resiguiendo sus marcas con los dedos, y las comentaba con mis compañeros de mesa, veía por el rabillo del ojo como Angélica nos miraba atentamente; tanto que, de pronto y por no mirar de frente, chocó contra un cuidador, haciendo que las cosas que llevaba en la bandeja cayesen al suelo. El compañero se enfadó, claro, y le dijo “Recoge lo que has tirado, limpia el suelo y ve a buscar una vara; dile al encargado del edificio correccional que te de una de ratán” ; lo que Angélica hizo de inmediato, y tras recoger se fue a por la vara. Pero, mientras la iba a buscar, yo había hablado con el educador en cuestión, y cuando Angélica regresó se encontró con que Sofía estaba tumbada sobre una de las mesas del comedor, con sus pechos sobre la tabla y las piernas algo abiertas. Dos de mis compañeros la sujetaban firmemente en la postura, que dejaba a la vista sus nalgas ya muy castigadas; yo cogí la vara de las manos de Angélica y pregunté al compañero que la había ordenado cuantos golpes. Supongo que él debió de apiadarse de Sofía, viendo el estado en el que ya estaba su trasero, porque me contestó “Doce” ; y yo, sin más preámbulo, di el primer golpe. De inmediato me di cuenta de que, con aquella vara, no podía pegar con todas mis fuerzas; pues si lo hacía, y además doce veces, iba a destrozar las posaderas de Sofía. Pero ya había dado así el primero, y el efecto fue devastador: yo tuve la sensación de que había cortado las nalgas de la chica por la mitad, pues la vara se hundió casi hasta el hueso; y Sofía dio el grito de dolor más desgarrador que yo había oído desde que llegué a la Colonia.
Mientras Sofía forcejeaba, en vano, tratando de soltarse, me di cuenta de el golpe había roto la piel de su trasero en todos aquellos puntos en los que se cruzaba con las marcas de los golpes del día anterior, e incluso en alguno que otro de nuevo; y comprendí que aquella vara no estaba pensada para la piel de una adolescente. Pero la sentencia ya estaba dictada, y era inapelable; así que continué descargando varazos en sus nalgas, pero al llegar al sexto me di perfecta cuenta de que ya había demasiada sangre. Y de que, si seguía pegando en las nalgas, le dejaría marcas permanentes; lo que, si solo fuese por ella, me daría completamente igual, pero no estaba muy seguro de que su padre lo quisiera. Así que, aun a riesgo de hacerle mucho más daño -y por sus gritos seguro que fue así- los siguientes seis se los di en la parte posterior de sus muslos; dejando en ellos seis largas estrías horizontales con un aspecto malévolo, lo bastante gruesas como para que por cualquiera de ellas pudiera rodar una canica. Y, justo cuando daba el último varazo, noté un golpe en la cabeza y me caí al suelo; al mirar hacia arriba vi a Angélica, con el mango de la escoba en la mano y siendo sujetada por mis dos compañeros, y al instante comprendí lo que había pasado. Me puse en pie como pude, pues estaba algo mareado, aparté a Sofía de la mesa de un manotazo -ella cayó al suelo entre gemidos de dolor, pero obviamente no por el empujón- y le dije a Angélica “Agredir a un cuidador es una de las faltas más graves que podéis cometer. La pena por hacerlo es ser despellejada a latigazos, usando el látigo largo con refuerzos en la punta. Eso es a lo que, precisamente, acabas de condenar a tu hermana; estarás contenta” . Ella se dejó caer al suelo, se abrazó con su hermana y, con gran alegría por mi parte, escuché como le decía muy bajito “No puedo más, me rindo, papá gana; haré lo que él me diga!” .
Quince minutos después Sofía -gimiendo todavía por causa del dolor de los golpes en su trasero- colgaba por sus manos atadas del árbol más grande del patio; y todas las otras chicas, Angélica incluida, estaban concentradas allí para presenciar el castigo. El director, después de hacerles el habitual discurso sobre los peligros de la desobediencia, explicó lo que había sucedido; y añadió: “En los años que llevo al frente de esta institución no había visto nunca nadie tan insubordinado como Angélica; por su culpa su hermana va a sufrir el mayor castigo que aquí imponemos. Y espero que esta vez aprenda. Pero, si no lo hace, a partir de que se lleven a Sofía a la enfermería pagaréis todas por ella cada vez que se comporte mal. Pues lo único seguro es que su hermana no va a poder volver a ser castigada en un tiempo…” . Tras lo cual me hizo una señal, y yo comencé a golpearla con el látigo más cruel que teníamos: de aspecto muy pesado, largo de al menos tres metros y con su final bifurcado en nueve pequeños flagelos, cada uno con un nudo en la punta. Lo que provocaba en la víctima un dolor mucho más intenso; pues al golpe del látigo, que por su longitud se enroscaba en todo el cuerpo y por su peso generaba un fuerte impacto, se añadían los de los nueve nudos. Los cuales, mientras el látigo iba rodeando el cuerpo, adquirían cada vez más velocidad; hasta golpear, todos a la vez, en algún punto concreto del cuerpo, muchas veces el más sensible: los muslos, los pechos, el sexo, …
Tras el primer golpe, que impactó en sus caderas y rodeó todo su cuerpo a la altura del bajo vientre, para terminar justo bajo el ombligo, Sofía dio un alarido y comenzó a retorcerse, pataleando como una loca; mientras que se iba formando, donde el látigo había impactado, una franja roja carmesí cada vez más profunda. El segundo latigazo empezó en sus pechos y cruzó su espalda de arriba abajo, pintando otra estría carmesí que terminaba en su trasero, donde se hincaron los nueve nudos; ella chillaba como una loca, pidiéndome que parase. Y, claro, seguía pataleando, contorsionándose como si creyera que podía arrancar la rama de la que colgaba; algo que yo aproveché para, golpeando hacia arriba, meter el látigo entre sus piernas, e impactar en su sexo y en la hendidura entre sus nalgas. El cuarto golpe dio de lleno en sus pechos, y fue a terminar, tras rodear toda su espalda, en uno de ellos; el impacto de los nueve nudos en su seno me hizo pensar que lo reventaría. Luego vinieron otros dos en su trasero, varios más alrededor de la espalda y del vientre, en los muslos, en las caderas, … Sofía seguía gritando, y no podía dejar de patalear con cada golpe; lo que permitía al látigo golpear entre sus piernas, alcanzando la vulva y el interior de los muslos. De hecho, al cabo de un rato yo buscaba sobre todo ese tipo de latigazos, lanzando el látigo de abajo hacia arriba; pues su espalda, nalgas y torso ya estaban muy cubiertos de cicatrices, y los nuevos latigazos casi no tenían efecto visual alguno. Así continué hasta que se me empezó a cansar el brazo, pero no fue antes de que le diera unos cincuenta latigazos; al final Sofía recibía los golpes haciendo solo algún movimiento reflejo, y tenía el cuerpo cubierto de estrías rojizas que comenzaban a mudar a violáceas. De las corvas a los hombros, y de los muslos a los pechos.
XIV – Me ofrecen quedarme en la Colonia
Dejé a Sofía allí colgada y, con los demás educadores, me dirigí a la clase de gimnasia, donde dediqué la mañana a repartir golpes de vara a diestro y siniestro, contento porque creía haber logrado mi objetivo: domar a Angélica. Y, efectivamente así era, pues un rato después Hans me llamó a su despacho; al entrar pude ver que Angélica estaba a su lado, arrodillada y mirando al suelo. Él me dijo bien alto, para que Angélica le oyese: “José Luis, te he llamado porque vamos a mandar a Angélica con sus padres; aunque, claro, su hermana se va a quedar aquí aún un tiempo… Me parece que no volverá a darnos problemas, y eso te lo debemos a ti; por eso me gustaría que le hicieras una demostración del aparato que lleva dentro. Ahora ya sabe lo que le pasará a Sofía si no obedece a su padre; pero quiero que sepa también lo que le puede pasar a ella misma” . Yo, claro, no me hice de rogar; y, sacando de mi bolsillo el pequeño mando a distancia que Hans me había dado, lo acerqué al vientre desnudo de Angélica y presioné el botón. Y, viendo que no sucedía nada, así lo mantuve unos segundos; hasta que Hans, con cara de susto, me dijo “Suéltalo ya, que la vas a matar!” . Solté de inmediato el botón, aunque supongo que poniendo cara de sorpresa; pues, aparentemente, nada sucedía. Pero, cuando iba a preguntarle a Hans, sucedió; vaya si sucedió.
Angélica cayó al suelo, doblada por la mitad y emitiendo un aullido de dolor casi inhumano; y empezó a retorcerse, mientras se sujetaba el vientre con los brazos, a la vez que palidecía y sudaba copiosamente. Así estuvo entre cinco y diez minutos, incapaz casi de respirar; para cuando recuperó el resuello empezó a gemir y jadear con gran intensidad, y pasó al menos media hora hasta que pudo, con gran esfuerzo, abandonar la postura fetal en la que se había refugiado para volver a arrodillarse. Cuando logró recuperar la posición me fijé en que estaba blanca como un papel, como si fuera a desmayarse; y en que todo su cuerpo brillaba, por el sudor, como si la hubiesen untado de crema. Hans le dijo “José Luis ha alargado un poco la dosis, mi intención era que, para empezar, probases con solo un par de segundos. Pero así sabrás mejor lo que te espera, pues tu padre puede optar por mantener el botón apretado tanto tiempo como quiera, y la substancia que te produce el dolor se sigue liberando mientras el interruptor está conectado, a razón de un milígramo por segundo. De hecho, y según el doctor, difícilmente una mujer adulta y completamente sana podría resistir más que de doce a quince miligramos de eso sin sufrir un colapso” . Dicho lo cual indicó a dos compañeros allí presentes que se llevaran a Angélica al avión; y, cuando hubieron salido los tres, me dedicó a mí la mayor sonrisa que hasta entonces le había visto.
“Esta es la carta de la empresa felicitándote por tu labor, y notificándote de modo oficial que has pasado a ser parte de la plantilla de la Colonia, con categoría de educador” , me dijo mientras me entregaba un papel. “Y además, aunque de un modo extraoficial, el padre de Angélica y Sofía me ha dicho que te haga llegar su felicitación personal; sin duda tu idea ha funcionado, pues Angélica está, según los expertos, completamente rota. Hará lo que sea para que Sofía no tenga que volver a sufrir por su causa. Y, después de esta demostración, supongo que también para que su padre no use el mando en ella” . Yo me sentía más feliz de lo que nunca lo había estado: por fin había encontrado mi lugar en el mundo, en el que podía hacer aquello para lo que valía y que realmente me gustaba. Y la continuación del discurso de Hans terminó de llevarme a las nubes: “A partir de mañana empezarás una nueva tarea, que de seguro te va a gustar: a primera hora llegará el avión llevando a una chica cuya educación te voy a confiar personalmente. Es un encargo muy particular, pues quien lo hace es la madre; y la chica también es especial. Ya que, aunque no sea la primera que viene, no tenemos a menudo entre nosotros a princesas herederas” .