Colgado como un caballo
Sesiones de tortura por parte del Ama
Colgado como un caballo
Título original: [Hung Like a Horse (Thief, That is)], parte i
Autor: Lance Edwards copr 1996
Traducido por GGG, octubre de 2000
Profundamente enterrado bajo la finca de Lady Ondahlie Amorota, Don Landers yacía atado relajadamente con los miembros extendidos en su pequeña celda. Su cama era poco más que un plinto almohadillado erguido en el centro de la habitación, con sujeciones ajustables ubicadas en las cuatro esquinas. Por alguna razón Peggy, la más reciente Acólito de Lady O, acababa de entrar y había aflojado los cuatro grilletes lo bastante para permitirle unas escasas pulgadas de holgura. Después había encendido las brillantes luces fluorescentes y se había ido.
Don desplazó sus brazos, flexionándolos y forzándolos a trabajar todo lo posible, intentando recuperar el flujo sanguíneo durante esta inesperada oportunidad para moverse. Había pasado solo la mayor parte de su tiempo aquí, encadenado y tumbado boca arriba y boca abajo, mientras esperaba su siguiente turno en el calabozo de la señora. Ahora entrecerraba los ojos por la claridad de las luces sobre su cabeza y se preguntaba porque se había roto su privacidad. ¿Le llegaba nuevamente el turno en la sala de tortura? Si era así, ¿por qué simplemente le habían aflojado sus cadenas y se habían ido? Estaba desnudo, como siempre, y se estremeció un poco cuando echó un vistazo a su alrededor percatándose finalmente del aparato recientemente instalado que había sobre su cabeza.
Había estado encerrado en la oscuridad desde la última vez que le trajeron aquí, flagelado con crudeza y sufriendo a causa de un millón de tormentos sexuales íntimos. Realmente se había pasado la mayor parte de la última semana tumbado boca abajo, con su espalda cicatrizando, encadenado estrechamente con un cinturón de castidad completo y una humillante sonda anal rellenando su culo. No había tenido todavía la oportunidad de estudiar el techo. Ahora, cuando sus ojos se adaptaron por fin a la luz, veía el nuevo mecanismo montado en el cielo de su celda. Don tenía habilidad con las máquinas y lo reconoció, y estaba pensando en su posible utilización cuando su dueña-secuestradora entró de repente y puso fin a la especulación.
"Hola esclavo," dijo con ritmo burlón, y el corazón de Don saltó en su pecho. Era una visita no programada y por ello sin precedentes. Habitualmente el sólo veía a los Acólitos en esta celda, para alimentarle, limpiarle o moverle. La dueña siempre le había encadenado y llevado a alguna de sus cámaras cuando pensaba torturarle. Pero no obstante Don pudo ver, desde el momento en que pasó la puerta de barrotes que estaba allí para algo horrendo. Fue la sonrisa que le dedicó, llena de entusiasmo y promesas, más que el consolador y el atuendo tradicional de tortura, los que le pusieron sobre aviso.
Voló a su lado, ojos y dientes relampagueando bajo la luz, mientras el Acólito Peggy seguía mansamente a su dueña-mentora al interior de la celda. Ignorando al acólito, cuando abrió una bolsa y expuso una variedad de artículos especializados, Lady O empuñó su gran polla negra y sus desnudos pechos morenos con excitación y literalmente estremecida con antelación.
"¡Oh, prisionero, vamos a divertirnos tanto esta noche! ¡El Acólito Peggy aquí presente me va a ayudar a convertirte en un bebé negro pelado y con el culo al aire! Voy a cambiar el color de tu piel, hasta que estés bronceado a golpes y magullado, tan oscuro como yo. Pero no puedo empezar hasta que pueda obtener todo de ti. Así que permíteme avisarte, señor prisionero, sobre lo último en equipamiento para celdas individuales de esclavo. Lo usaremos regularmente a partir de ahora."
Tendió su mano enguantada, e inmediatamente Peggy puso algo en su palma. Resultó ser un lío de finas cuerdas de nilón de montañero, de menos de un cuarto de pulgada de diámetro aunque con una increíble resistencia a la tensión. Con la facilidad que da una gran familiaridad, Lady O hizo un lazo en un extremo, a continuación quitó el cinturón de castidad de Don.
En cuanto el consolador dejó su culo, y su polla se liberó de la funda de metal fino que la mantenía inactiva, la inevitable erección de Don le traicionó de nuevo.
Aunque fueran de tortura estas sesiones con Lady O, eran todo lo que le quedaba: su pervertida devoción a la sexualidad exigente de su última dueña. Debido a su desesperada necesidad, su polla anhelante saltó en inmediata erección antes de que ella le hubiera tocado, creciendo prodigiosamente con cada latido de su bombeante y aterrado corazón. Pronto estuvo tieso como un largo clavo de carne, y con sonrisa de deleite la diabólica Lady O le reclamó, pasando su lazo sobre y alrededor de la erección, ya dura como el acero, de su pene.
Lo empujó hacia abajo hasta la base, trabajando su palpitante raíz con sus hábiles dedos para conseguir alargarlo aún más. Al fin lo tomó en su boca impaciente, chupando con rudeza la tierna cabeza de su polla hasta que se puso tan gorda como era posible. Entonces ella tiró del lazo corredizo tensándolo brutalmente, atrapando su polla en ese estado tremendamente doloroso de inmensa -y ahora práctica e intencionadamente impotente- erección.
¡Mierda! La polla de Don se combaba como una salchicha atestada, enorme y dura como una piedra para adquirir el tamaño que su dueña deseaba. Aún peor, el vigor eréctil cruelmente reforzado no era el único propósito planeado para ese resistente cordón. Tras haber asegurado el nudo de esta forma, Ondahlie comenzó a envolver la cuerda estrechamente alrededor de toda la extensión de la larga y dura polla de Don, en una lenta y ceñida espiral, culminando en una prieta venda justo en el labio de su glande.
El fino y prieto cordón mantenía la cabeza de su polla por su garganta, en un despiadado abrazo mortal, haciendo que se hinchara como una ciruela y que palpitara dolorosamente. Luego volvió hacia abajo la dura y resistente cuerda de montaña por la combada flecha, trazando espirales cruzadas sobre la primera capa y asegurándola firmemente en su sitio.
Aún no estaba satisfecha el ama, envolviendo otro círculo de cuerda ajustada alrededor de la base, para extenderlo a continuación en series de abigarrados óvalos y ochos que abarcaban también los huevos estremecidos de Don, tirando de ellos hacia arriba con fuerza y llevándolos hacia el arnés de cuerda que casi había acabado de fabricar. Una última serie de prietas espirales sobre su flecha, otro vendaje alrededor del borde de la cabeza pulsante y prominente de su pene terminando en un despiadado nudo corredizo completaban los preparativos de Lady O.
Por casualidad o intencionadamente, había dejado suficiente cordón para hacer otro lazo. Lo hizo, pasó ese extremo libre por el gancho que descendió súbitamente, colgando, mediante una resistente cadena de acero, del torno recién montado marca Ama Ondahlie. Don sacudió la cabeza horrorizado, comprendiendo al fin, pero no había nada que pudiera hacer. De nuevo la diabólica Lady O tendió su mano, y su acólito puso en ella un pequeño dispositivo de control remoto.
Ondahlie pulsó uno de los botones, e inmediatamente entró en acción un motor. Don gimió aterrado mientras la cadena se elevaba, y el gancho y la cuerda se tensaban, pero desde luego no le sirvió de nada. Fue estirado y empujado y elevado implacablemente en dirección vertical, hasta que todo su peso pendía de su atrapada y castigada erección. Aún pulsó su ama el botón, hasta que sus brazos y piernas y los grilletes que las encadenaban a la cama se tensaron.
Cuatro puntos sujetaban a Don abajo, manteniendo cada extremidad tensa y extendida. Contra esa tensión, el despiadado torno tiraba de él cada vez más alto, arqueando su espalda y sometiendo a una horrenda tirantez a su polla dura y a la raíz de sus genitales que no habían sido diseñados para afrontarla.
Seguramente el motor eléctrico tenía potencia suficiente para desgarrarlos de su cuerpo, pero cuando finalmente Don estaba tan tirante como una cuerda de arco en cinco direcciones opuestas -por no mencionar que estaba suspendido en el aire colgando sólo de su polla y sus testículos- Lady O cedió. Detuvo el motor y se preparó para el trabajo.
Normalmente el ama tenía un calabozo bien surtido, con cantidad de cuero y acero, mordazas y pinzas y demás para agudizar el placer de Don, pero esa noche parecía estar improvisando. Colocó en su boca una tira de cinta vulgar de embalar negra (Peggy le situaba tirándole del pelo mientras Lady O le sellaba la boca), y a continuación le aplicó sencillas pinzas de la ropa: media docena en cada oreja, dos por pezón y tantas como fue posible colocar en la cabeza púrpura combada y prominente de su polla.
Pendiente de su mordaza, Don apenas se percató de estos añadidos. Su ingle ya estaba ardiendo con un dolor de agonía, el tirón de sus órganos sexuales rellenos de sangre, consumiendo todo de tal manera que casi ahogaban el pellizco apuñalante de menor nivel cuando se aplicaba otra pinza. Sólo la conjunción múltiple de los pinchazos pudo afectarle realmente, rematando su enorme dolor de polla con un pico diversificado de agonía personal. Don cerró los ojos, con una erección dura como una roca y tan aumentada por la tortura que su cuerpo fue recorrido por estremecimientos de éxtasis, incluyendo el dolor. Estaba perdido en este mundo de pura e íntima sensación cuando fue alcanzado por una poderosa bofetada en la cara que le dejó aturdido, y oyó a su ama gritándole.
"¡Si quisiera que tuvieras los ojos cerrados te los habría vendado, esclavo!" Otra bofetada cruzó con tanta dureza su cara indefensa (Peggy aún le tenía cogido del pelo) que pudo sentir su carrillo enrojecer e inflamarse cuando aún el primer golpe de dolor no se había disipado. "¡Abre los ojos! ¡Vas a ver lo que te espera en cada paso!"
Don obedeció de inmediato, y su corazón se sobresaltó con lo que vio.
Lady Ondahlie llevaba un ancho suavizador para navaja de afeitar, balanceándolo en su puño en toda su longitud, flexible pero duro como roca. Seguramente su impresión apareció en la cara, porque ¿no estaba su labio empezando a crecer pese a la protección de la cinta? Don estaba aún perdido en su deliciosa agonía de polla tiesa, pero cuando empezó a saborear su nuevo daño pareció recordar un trato, una promesa, algo sobre broncear y golpear y magullar, y de repente ansió de nuevo el chasquido agonizante del suavizador. ¡Si ama! ¡Ponme negro! ¡Hazlo chasquear a través de mi piel inmerecida!
Como si fuera adivina, el ama Ondahlie respondió, contestando a su mirada con una sonrisa vanidosa y un meneo de cabeza burlón. "Aún no, chiquitín blanco. ¡Primero esto!" Levantó la otra mano en la que brillaba en toda su longitud una navaja de afeitar plateada.
"¡Primero vas a quedar pelado como un bebé, luego oscuro como un negro.! ¡Mi muy mío, ennegrecido, culo al aire y rapado chiquitín!" Provocó un centelleo juguetón. "¡Si quedas suficientemente bien, puede que te deje tomar la teta!"
Esa posibilidad alcanzó a Don en el corazón, y aunque dudase que le fuera permitida tan maravillosa indulgencia, no pudo impedir una oleada de repentina y ansiosa esperanza.
¡Tomar el pecho del ama! Tal éxtasis era una agonía en que soñar, por el temor de despertar con una perpetua decepción. Pero, idiota como era, Don picó el anzuelo, e imaginó su pezón santificado endureciéndose entre sus labios, su cálido fluido blanco ardiendo en su interior. Estaba tan absorto en su fantasía que recuperó bruscamente la conciencia cuando Lady O empezó su tarea de afeitarle. Pese a la ausencia de lubrificante, la afilada hoja pasó casi desapercibida en las primeras pasadas hacia arriba y abajo por sus costados. Don tenía tanto material en que ocupar sus neuronas que no podía sentir todavía cuando la cuchilla arrancaba sin esfuerzo el pelo de su cuerpo. Pero la hoja alcanzó el pelo más duro de sus piernas, y empezó a embotarse progresivamente, y el raspado de la cuchilla se llevaba cada vez más piel mientras le dejaba al descubierto. Así empezó la horrible tortura del afeitado, mientras Ondahlie procedía a desnudar la totalidad de su cuerpo de la última brizna de pelo.
Respetando sólo sus pestañas y los largos y oscuros mechones de su cabeza (¡eran tan bonitos!), le afeitó metódicamente dejándole completamente pelado, detrás quedaron extensiones de piel irritada, enrojecida, raspada.
Obviamente era a propósito. Aunque tenía con ella el suavizador, Lady O rehusó refrescar el filo de la hoja, con lo que se hizo progresivamente más doloroso, más difícil, rasurar el pelo. El esquilado del sobaco de Don resultó casi un cursillo de agonía, y después de retirar momentáneamente las pinzas de sus pezones, la cuchilla embotada le torturó con cada uno de los brotes de pelo aislado de sus aureolas. Después volvieron las pinzas, dañándole cien veces más, y Lady O terminó sus carrillos y cuello sonriendo satisfecha ante el aterrado recorrido de los ojos de Don cuando la hoja se deslizó por su vulnerable garganta.
Algún día tal vez, pero aún no. Finalmente cada pulgada de la piel de Don (excepto su polla atada, muñecas y tobillos) quedó afeitada en punzante carne viva y expuesta al toque de Lady O. Por supuesto su espeso y grueso vello púbico se quedó para el final, y eliminarlo supuso una interminable agonía de tirones, raspaduras y excavaciones en su piel con la navaja en un estado no apto para el uso.
Realmente el escroto de Don ardía por dentro y por fuera, el músculo interior sufriendo la torturante tirantez de la suspensión, mientras que su piel en carne viva estaba plagada de finos manantiales de sangre. Al fin, con todo su cuerpo pelado como un bebé y listo para los azotes, Lady O soltó la navaja y tomó nuevamente el pesado suavizador de carborundo forrado en piel. Entonces, sin espacio en la pequeña celda para ondear su habitual látigo grande, procedió a sacar partido de las armas y oportunidades a su alcance.
Próximo al diamante, el carborundo es la segunda sustancia conocida por el hombre en cuanto a dureza. Extendida sobre otra superficie proporciona miles de menudos dientes irrompibles que son ideales para cortar, pulverizar y afilar aún las hojas más finas de metal. Con frecuencia los barberos y aficionados al afeitado con navaja eligen bandas de piel recubierta con carborundo, largas, finas y resistentes, para usarlas como suavizador para mantener sus navajas. La versión particular de Lady O, de tres pulgadas de ancho, unos cuatro pies de largo, pesada y cubierta con una capa extra de mineral incrustado, servía un propósito más noble.
Tiempo atrás lo había duplicado, incrementando la parte media y reuniendo los extremos en un mango fácilmente manejable. Aunque era pesado, ancho y largo todavía mantenía la flexibilidad del cuero, oscilando adelante y atrás con facilidad cuando bailaba en su puño. Examinando la figura del bebé esclavo amordazado con cinta, con pinzas en orejas, picha y pezones, afeitado y suspendido de su polla, el ama se permitió el lujo de tomarse un tiempo en decidir donde golpear primero. Después levantó ambos brazos, se preparó y arqueó su cuerpo todo lo que pudo.
Toda la extensión pesada de cuero y roca del suavizador silbó en el aire, chasqueando como un disparo sobre las caderas desnudas y rojas y el irritado escroto de Don Landers, su pequeño y desnudo prisionero. Sus alaridos se estrellaron contra la mordaza, sus ojos se desorbitaron, cuando una ancha franja de rojo ardiente apareció de una a otra cadera donde antes estaba su pelo rasurado. Ya empezaba a oscurecerse hacia el morado, para igualar las dos bandas que había dejado previamente en su rostro.
Los ojos de Don derramaban lágrimas, y su punzante piel en carne viva empezaba a amoratarse. Entonces, ¡CRACK! Próxima a esta franja se produjo otra, cuando el flexible suavizador de Lady Ondahlie descendió de nuevo, pintando sus caderas y tripa con lívidas heridas. Una y otra vez le azotó, recorriendo por completo, arriba y abajo su figura suspendida, haciendo repercutir los golpes sobre la tensión de su doliente escroto, forzándolo miserablemente.
¡Sí! Del mismo modo que le había afeitado, le azotaba, pulgada a pulgada, metódicamente, dejando cada vez, como consecuencia, una ancha franja de carne magullada. Ingles, vientre, pecho, cuello, cara, frente, pies (especialmente los pies, ¡oh! como adoraba azotar la tierna y desnuda planta del pie), piernas, nalgas, espalda, incluso se ocupó de la parte de abajo, sin dejar ni un trozo de la piel del esclavo sin oscurecer por la rotura de los vasos sanguíneos.
El cuerpo de Don, ya sensible e irritado por el torturante afeitado, tomó cada golpe de ese suavizador de dureza rocosa como una infusión bendita de alguna diosa de fuego. Ese toque divino y cruel, le transformó en una criatura de pura agonía al rojo vivo, hinchándose y abultándose mientras se iba convirtiendo en el chiquitín negro que su ama pretendía. Chillaba sin amparo sus alaridos ahogados y luchaba con sus implacables ligaduras, colgado de su polla atada y hacía sonar las pinzas que le pellizcaban sus pezones y orejas, a cada golpe de látigo. Sudando libremente, deteniéndose de vez en cuando para echar un trago de sus martinis con vodka (Stoli puro frío con una aceituna) Lady Ondahlie terminó su tercera copa casi a la vez que la totalidad de la piel de Don. Recurrió a Peggy para que pusiera a su alcance los laterales y estirara sus desamparadas nalgas de manera que el ama pudiera ennegrecer esa última y vulnerable grieta, y luego la envió a buscar la botella.
Ondahlie la cogió y dio un trago del fino vodka ruso directamente de la botella. Sonriendo a su lloroso prisionero, examinando su figura estirada en busca de la más ligera mancha de piel blanca, se dirigió finalmente a él. "!Vaya trabajo!, ¿eh? Apuesto a que te tomarías un trago tú también. ¿Te apetecería un Stoli?"
Con esfuerzo Don levantó su cabeza colgante y asintió, y nuevamente Peggy le cogió del pelo, irguiendo su cabeza para que pudiera ver al ama. De inmediato vertió vodka 100% puro y frío, salpicando su mordaza, invadiendo su nariz y los senos nasales y dejando a su paso cien, no mil, trazas de ardiente ácido chorreando sobre su carne viva, raspada y enormemente abultada. ¡Diosa, que horrible agonía! Lentamente continuo vertiendo a lo largo de todo su cuerpo, riendo satisfecha de sus alaridos ahogados y sus convulsiones incontroladas. Finalmente remojó su tenso, estirado e irritado escroto y los estremecimientos de Don alcanzaron un salvaje paroxismo, haciendo sonar sus cadenas como las de un fantasma atormentado.
Después Lady O se tomó otro trago, compartiendo su risa con Peggy mientras Don sollozaba y gangueaba y resollaba y se ahogaba y finalmente se esforzaba por recuperar el aliento. "Disculpa, chiquitín. Pero no hay licor para los nenes. Y tú eres ahora un pequeñín. He logrado machacarte lindamente, al menos todo el exterior de tu cuerpo. Te he convertido en un precioso niñito negro pelado y desnudo, precisamente como los míos."
Sonrió diabólicamente. "Por desgracia para ti, gracias a todos los blancos ricos de fuera -¿no los odias?- todos mis niñitos acaban siempre atornillados. Cada día lo hacen por el culo. Por eso ahora voy a hacerte lo mismo y machacarte también el interior de tu cuerpo. ¡Qué suerte tienes chiquitín! ¡Disfrútala!
Ondahlie saltó sobre el plinto, se arrodilló entre las piernas extendidas y agarró sus expectantes caderas, hurgando profundamente con sus dedos largos y afilados en sus nalgas sensibles y amoratadas. La polla que salía como una punta del triángulo acorazado de su arnés púbico, le era tan familiar como si hubiese nacido con ella de tanto como la usaba. Con confianza alineó su cabeza bulbosa, de unas buenas diez pulgadas a partir del punto en que se enclavaba firmemente en su arnés de acero y cuero. Entonces, a pesar de la forma peligrosa en que Don colgaba enteramente suspendido de la raíz de su polla, a pesar de la falta de otra lubricación que no fuera la que su propio cuerpo podía producir, su ama empujó hacia delante y procedió a abrirse camino violentamente dentro de él.
Afortunadamente para Don, su culo aún estaba boquiabierto de tener la gruesa sonda del cinturón de castidad rellenándolo durante más de la última semana. Ni siquiera el encogimiento espontaneo que producía la tortura extensiva podía cerrar su dilatado agujero tan rápidamente. Cuando el ama se puso en pie y comenzó a follárselo, el gigantesco pene negro se sintió perfectamente en casa. Cada fuerte golpe lo hundía más profundamente, y por primera vez desde que había sido colgado por la polla Don fue capaz de apartar su atención de su torturada erección.
"¡Mmmmm! ¡Mmmmm! ¡Mmmmm!" Gimiendo rítmicamente dentro de su mordaza, permitió al coro de estos golpes de martillo convertirse en una verdad más profunda en su interior, hasta que el tirón sobre su polla se unificó con el arpón en su centro. Colgado de su erección, anclado por cadenas y cepos, representó a la mujer para su diabólico captor y se deleitó en ello, disfrutando de este maceramiento interior mucho más profundamente que del externo. Cada golpe de las caderas de Lady Ondahlie parecía arrancar más duramente su pene, y sólo las garras en su culo y grilletes tirantes en sus tobillos amortiguaban el balanceo de su tremendo ritmo. Burlándose de su evidente disfrute, el ama tiraba simultáneamente de su polla con el cuerpo colgante a la vez que se la sacaba del culo durante una increíble eternidad hasta que su agudo y estrangulado grito orgásmico le delató.
"¡Escúchate!" Gritó el ama de repente. "¡Dije que lo disfrutaras, no que aullaras dejándote arrastrar a alturas prohibidas de éxtasis femenino reservadas para vírgenes quinceañeras!" Se retiró inmediatamente de su culo, su gran polla negra emergió con un "pop", se la sacudió brevemente antes de desinflarla. Entonces, antes de que Don pudiera reaccionar estiró la mano, y, a una señal convenida, Peggy le puso en ella la navaja de afeitar. Un único corte como un relámpago y Don cayó de repente sobre el plinto de roble que le había servido como cama durante estos largos meses.
Sobre él se balanceaba el torno y varios pies de cuerda cortada, la única evidencia que tuvo de que la destellante hoja había cortado en dos la cuerda, y no su enlazada erección. Su pobre polla hinchada, envuelta en nilón tirante desde su superestrangulada raíz hasta su punta erizada de pinzas (con envoltura de ida y vuelta), se había liberado al fin de las horribles exigencias. Don aún no quería creerse que estas horribles exigencias hubieran terminado.
Lady O confirmó enseguida sus temores, negando la gloriosa y tranquilizadora posibilidad de que le hubiera liberado como recompensa y suministrándole, en vez de ello, más humillación. Se inclinó sobre la cabeza del plinto, sonriendo sobre el rostro amordazado de Don, y sus dedos crueles arrancaron de un tirón una de las muchas pinzas que adornaban sus orejas.
"¡Te gusta demasiado esto, malvado niñito!" Se inclinó aún más, bamboleando sus pechos gloriosamente redondos, pesados y dorados delante de su cara, haciéndolos campanillear seductoramente en su arnés de cuero resplandeciente a sólo unas pulgadas.
Hinchados y glandulares con su rica y nutritiva leche, los rellenos, grandes, turgentes, brillantes y negros pezones se agitaban sobre él como la última fruta prohibida. A Don se le escapaban los ojos, los estudió con frenesí, memorizando aquella visión para toda una vida de sueños húmedos. De repente se acercaron aún más, cayendo velozmente hasta que quedó enterrado entre ellos, y con un rápido movimiento de giro los firmes y maduros globos le abofetearon, con un derecha-izquierda-derecha, ambos lados de sus amoratados carrillos. Después la diosa retiró su tesoro, negando al bebé esclavo la recompensa prometida.
"¡No habrá leche de teta para ti, niñito! ¡No después de la manera en que adoras que te den por el culo! ¡Pero te lo voy a decir, pequeña guarra! Te dejaré que te suministres tu propia cena esta noche -si eres capaz, claro está. ¡Y sería mejor que estuvieras con plena capacidad folladora, guarra!" Hizo una señal y la invisible Acólito Peggy soltó una de las esposas liberando a Don de estar abierto en cruz.
Trabajó inexplicablemente con su brazo extrañamente liberado, maravillándose de ser capaz de usarlo, entonces se puso rápidamente a trabajar con una sola mano intentando desatar el elaborado lazo que Lady O había preparado alrededor de su desamparadamente fuerte erección. Ambas amas se burlaban de sus desesperados esfuerzos, pero al fin se liberó, quitando la última capa de cordón de los surcos que había formado en su polla profundamente mellada y sacando a tirones el lazo y el despiadado nudo corredizo de la raíz. Después tomó inmediata conciencia de su oportunidad única y comenzó a golpear, agarrando la surcada flecha de su polla y masturbándose tan enérgicamente que las pinzas que pellizcaban la punta chascaban y sonaban y finalmente salieron desprendidas, a pesar de la forma respetuosa en que Don las había dejado en su sitio, torturándole.
Estas vigorosas atenciones devolvieron la vida rápidamente a su pene, empezando con una comezón a lo largo de los surcos que habían marcado las cuerdas comprimidas. Primero una comezón, luego un ardor, y luego toda la increíble, intensa agonía de estar colgado por la polla durante horas empezó a desbordarse en su interior. Con todo Don continuó golpeando, trabajándose cada vez más duramente, haciéndolo desvergonzadamente delante de su ama, a pesar de los sollozantes chillidos de dolor que guardaba de gemir dentro de la tensa mordaza de cinta. Todavía no satisfecha, el ama Ondahlie tomó de nuevo el suavizador y empezó a provocar a Don, chasqueándolo sobre su cuerpo, gritando fieramente sus exigencias mientras le azotaba. ¡Más duro, guarra! ¡Más rápido! ¡Sacude ese jodido pene! ¡Sacúdelo! ¡Sacúdelo! ¡Córrete ahora! ¡Vamos, maldito! ¡Córrete ahora! ¡Córrete ahora, o no te volverás a correr nunca, Guarra-Chico-Cerdo-Perro-Bebé-Colilla-Prisionero! ¡Córrete ahora o perderás tu polla para siempre!
Su orden era terminante, y al fin Don explotó en un orgasmo, esparciendo el trabajo de varias semanas de elaboración de semen ardiente como lava desde la bombardeante, llameante barra roja de su agónica erección. Por supuesto que la Acólito Peggy estaba preparada para cumplir con su deber, apartando de repente su polla y secando expertamente su leche, recogiendo hasta la última gota de semen con una esponja ligeramente humedecida. A continuación, con una risa de apetencia, Lady O dejó por fin el suavizador, arrancó la cinta que amordazaba a Don (llevándose con ella una parte sustancial de la piel de los labios) y observó cómo su bella alumna Peggy le forzaba a lamer todo el caliente y salado producto de su orgasmo, que tan dolorosa y convulsivamente había esparcido.
Tras esto Lady O asintió finalmente, todavía observando como Peggy encadenaba de nuevo su brazo, volvía a aplicarle su sonda anal y su cinturón de castidad, y pegaba una nueva mordaza de cinta en la boca de Don. Entonces se dirigió a su acólito.
"Estuvo muy bien, querida. Lo hiciste bien. Compartirás mi cama esta noche."
Peggy palmoteó con regocijo, con los ojos brillantes de excitación y una anticipación desesperada y caliente. Pero se calmó inmediatamente cuando su ama resumió detalladamente sus deberes. "Ahora, nada de la comida seca para perros habitual, ni agua para la Guarra-Chico esta noche. Ya ha tenido su deliciosa bebida y cena todo en uno. Que espere el caldo matutino. Para lo demás el tratamiento habitual, y esperaré que te presentes desnuda y preparada para mí a las diez en punto. Lleva el perfume especial que me gusta y una botella de aceite perfumado caliente." Por último lanzó un beso a su pequeña y querida favorita y se largó. Deteniéndose únicamente para recoger las herramientas desperdigadas y apagar las luces, Peggy la siguió, dejando a Don atado a la cama, de nuevo solo, desnudo y abandonado en la oscuridad.
Se les olvidó quitarle las pinzas de los pezones y las orejas.
O tal vez no.
¿Habría alguna diferencia?