Colegio de Monjas

Dos chicas juegan a atarse pero se llevaran una sorpresa.

Colegio de Monjas

Estudié interna en un siniestro colegio de monjas hasta los dieciséis. El único macho dentro de aquellos fríos muros era Segismundo, el viejo jardinero gordo, al que llamábamos "Segis" por delante y "el inmundo" por detrás, porque siempre tenía las manos manchadas de algo. Con tan poco para escoger era lógico que siempre estuviéramos pensando en los chicos… y que practicáramos todo tipo de juegos sexuales con lo único que había a mano, o sea, otras chicas.

Ni a mi amiga Eva ni a mí nos iba el tortilleo, lo que nos gustaban eran las cuerdas y los tíos, pero a falta de otra cosa nos dábamos placer mutuo compartiendo nuestra fantasía común en los baños o donde podíamos, siempre con miedo a que nos pillaran, atándonos una a otra de cualquier manera con un par de pañuelos; todo muy chapucero e insatisfactorio… hasta que descubrimos el cuarto secreto de Segis. Junto a las calderas, en las catacumbas del edificio, "el inmundo" escondía dentro de una habitación cerrada con llave el tesoro más excitante para nosotras: revistas y películas de bondage, cómics, fotos, de todo. ¡Incluso cuerdas, cadenas y mordazas! Y lo mejor de todo era que él no dormía dentro de la residencia, durante la noche podíamos disfrutar de todo aquello para nosotras solas.

Tras hacernos con una copia de la llave, bajábamos cada noche a la "mazmorra", como convinimos en llamar aquel cuarto, y utilizábamos todo aquello para disfrutar de la deliciosa sensación de sentirnos prisioneras. Primero, una ataba a la otra y la masturbaba, a continuación cambiábamos los papeles. Después lo dejábamos todo como estaba.

Con el tiempo fuimos haciéndonos más audaces. ¡Las revistas y vídeos eran una fuente inagotable de inspiración! Cada vez utilizábamos ataduras más elaboradas, empezamos a utilizar mordazas más grandes y crueles (a las dos nos encantaban las de bola porque nos hacían babear). Casi siempre bajábamos a primera hora de la noche para dar tiempo a que desaparecieran las marcas de las cuerdas y aún así siempre íbamos al límite. ¡Una vez tuve que pedirle a Eva que me diera varias bofetadas hasta conseguir disimular una sospechosa señal que me había dejado una mordaza demasiado apretada! Luego dije que me había dado un golpe con una puerta.

A pesar de ese y otros sustos, siempre volvíamos a bajar al cuarto secreto para atarnos mutuamente de nuevo. ¡Era lo más excitante del mundo! Hasta que todo se vino abajo.

Fue una noche como otras. Entramos con nuestra llave y Eva se desnudó de inmediato (le tocaba a ella el papel de prisionera). Yo la até de pies y manos en un prieto hogtie, sintiendo cómo su joven cuerpo se excitaba y retorcía sometido al dulce tormento de las cuerdas. Tras atarle los codos tan juntos que casi se tocaban, los uní a su tronco con varias ligaduras más, por encima y debajo de los pequeños y palpitantes pechos, y añadí una pinza en cada pezón como "quinda" antes de silenciarla con una enorme mordaza de bola tipo arnés, de esas que parecen un bozal de perro, con dos tiras de cuero que pasan a ambos lados de la nariz. Un fino lazo corredizo unía una cuerda alrededor de su cintura (pasando a través de la entrepierna) con las muñecas atadas a la espalda, que a su vez estaban ligadas a sus tobillos y éstos a una argolla del arnés de la mordaza. Una atadura sumamente cruel puesto que la obligaba a permanecer con la cabeza alta, apoyando sólo el estómago en el suelo, con el cuello, los brazos y las piernas en tensión… y la cuerda entre las piernas clavándose profundamente en su interior a cada movimiento. ¡Exactamente como quería ella!

—Bueno, tienes media horita —sonreí palmeándola de forma juguetona en el trasero—. Yo voy un rato a la habitación. ¡Que lo pases bien!

—¡Mmmhhhh! ¡Mmmmhhhh! —fue todo lo que acertó a decir, claro.

Subí a mi habitación con todo sigilo, me entretuve leyendo un rato y, cuando el cronómetro me avisó de que ya había pasado el tiempo establecido, me dispuse a bajar de nuevo a las calderas… y ahí empezaron a torcerse las cosas. Una chica se había puesto enferma y había monjas en el pasillo. ¡No podía pasar sin que me vieran!

No tuve otro remedio que esperar casi una hora hasta que volvió la calma. Mientras bajaba iba rezando que Eva no se hubiera enfadado mucho conmigo: nunca había estado atada tanto tiempo y menos en una postura tan sumamente incómoda. ¡Iba a matarme! Entré tan acelerada que ni me di cuenta de que durante mi ausencia habían cambiado varias cosas dentro del cuarto.

—¡Eva! No sabes cómo lo siento… —empecé. Y me paré en seco.

Eva ya no estaba tumbada sobre el suelo sino de rodillas, obligada a permanecer en esa postura por una cuerda que iba desde sus hombros a una argolla del techo. Las pinzas de sus pezones habían sido sustituidas por otras metálicas unidas por una cadenita de la que colgaban varias plomadas estirando sus pechos cruelmente y también la mordaza era distinta: se la habían cambiado por una de bola sencilla, sin arnés, de otro color… y mucho más grande. Sus labios a duras penas abarcaban la inmensa pelota de goma embutida en su boca, tenía el rostro contraído en una mueca de sufrimiento. La saliva caía a borbotones sobre el suelo desnudo. Vi todos esos detalles en un segundo… justo antes de escuchar cómo se cerraba la puerta a mis espaldas.

—Bien, bien. ¡Dos gatitas por el precio de una! —dijo la voz del "inmundo" detrás de mí—. Ahora harás todo lo que yo te diga y sin rechistar, pequeña viciosa. Eres una chica mala, pero el viejo Segis se ocupará de ponerte en tu lugar… como a tu amiguita. Para empezar, quítatelo todo, hasta las bragas. ¡Venga!

FIN