Coitus interruptus
En un hotel, nos pillan los compañeros de trabajo cuando ibamos a iniciar nuestra fiesta particular.
Debido a las condiciones algo precarias en que solemos mantener nuestros encuentros, han sido varias las veces en que nos han pillado con las manos en la masa. Ahora bien, esta ocasión que voy a contar tal vez es la más fuerte de todas, ya que no hacía tanto que nos estábamos acostando y porque fueron nuestros propios compañeros quienes nos sorprendieron.
Habíamos ido a una exposición en Madrid, como expositores, y el grupo lo formábamos dos mujeres y tres hombres. El reparto de habitaciones se había hecho evidentemente por sexos. El ambiente del grupo, no solo entre nosotros dos, era divertido. Cuando acabábamos la jornada nos íbamos a cenar y un poco de marcha por la ciudad.
Una de las noches, en la cena el vino corrió con generosidad y por mi parte bebí más de lo debido. Así que todos se divirtieron a mi costa. Luego, cuando fuimos a bailar, totalmente desinhibida, me dediqué a calentar a Joaquín. Me restregaba contra él, notando su erección bajo el pantalón. Me abrazaba a él para no caerme. Le dejaba que sus manos me acariciasen en la oscuridad.
Pero ahí acabó la noche. Me vino el bajón de la bebida. Me sentía fatal y al final nos marchamos todos reventados al hotel sin que pasase nada más.
A la mañana siguiente fui la última en levantarme. Mi compañera me despertó diciéndome que ella se iba con los otros dos para llegar a tiempo. Yo iría en taxi más tarde, con Joaquín, que se estaba duchando en ese momento.
Cuando se fueron no pude dejar de pensar en lo mal que lo debía haber pasado Joaquín la noche anterior, con toda aquella ansiedad sin saciar. Así que me decidí a pedirle disculpas por el descuido, eso sí, disculpas a mi manera.
Me desnudé y salí de la habitación únicamente con una toalla cubriéndome el cuerpo. Entré en su habitación. Estaba todavía en la ducha así que abrí la puerta y lo vi allí dentro, desnudo, duchándose. Nuestras miradas se cruzaron con deseo, sonriéndonos mútuamente por lo que iba a pasar a continuación.
Dejé que la toalla se deslizase de mi cuerpo y cerré la puerta. Me contempló con lujuria en los ojos, con un deseo incontrolable que hizo que su pene se endureciese rápidamente.
Al final estábamos los dos bajo la ducha, de pie, acariciándonos, buscando el máximo contacto de nuestros cuerpos. Sus manos acariciaban mis pechos mientras las mías buscaban su sexo, acariciándolo contra mi vientre.
Mientras le decía que sentía mucho haberlo dejado la noche anterior tan caliente y sin satisfacer, me fui agachando, lamiendo su cuerpo a medida que lo hacía, hasta encontrar delante de mi cara su erecto falo. Se lo besé varias veces, con dulzura, para pasar a recorrerlo de arriba abajo con mi lengua, acompañando el movimiento con mi mano. Era mi manera de pedir disculpas.
Recuerdo tener su pene en mi boca, entrando y saliendo al vaivén de mi cabeza, con sus dedos enredados en mi cabello, cuando escuché que alguien llamaba a la puerta. Era mi compañera, preguntándole dónde tenía unos papeles que debía llevar.
Al principio me asusté, si entraba nos pillaba en plena faena. Pero pensándolo mejor, mientras Joaquín estuviese duchándose ella nunca entraría. Así que me limité a disfrutar del momento. Joaquín trataba de indicarle donde estaban los dichosos papeles sin salir de la ducha, tratando de que no se le notase en la voz el placer a que le estaba sometiendo. Por mi parte, para hacérselo más difícil, incremente el ritmo de mis caricias y la fuerza de mis succiones. Me reía por lo bajo cada vez que él tenía que parar de hablar, con la voz entrecortada gracias a mis atenciones.
Cuando al fin se marchó de la habitación mi compañera, él se tomó justa venganza. Me levantó, quedándose tras de mí, con su pene apoyado en mi trasero, lamiendo mi cuello y acariciando con sus sabias manos mi cuerpo. Sus manos bajaron de mis pechos hasta mi vientre y de ahí acabó llegando a mi sexo.
Me masturbó con delicadeza, pero llevándome rápidamente al orgasmo. Eché mis manos atrás, rodeando su cintura y atrayéndolo más todavía hacia mí. Me gusta notar su cuerpo pegado a mi espalda mientras me hace gozar.
Al final, los dos estabamos preparados. Salimos de la ducha y tras secarnos mutuamente nos dirigimos ansiosos a la cama. Nos quedamos de pie, a los pies de la cama, con él nuevamente detrás de mí, acariciándome y besándome. Había introducido su pene entre mis muslos, frotando mi sexo con su movimiento, aunque sin penetrarme todavía.
Yo apretaba los muslos, para notar toda su erección y darnos más placer con la fricción de nuestros cuerpos. Me agaché, apoyando las manos en la cama. Él siguió mi movimiento, notaba su velludo pecho apoyado en mi espalda. Sus caricias, sus besos en mi nuca me estaban volviendo loca. Deseaba que me penetrase ya. Sus manos amasaban mis pechos con pasión, como si nunca lo hubiesen hecho antes. Y yo le imploraba que me penetrase, que me destrozase.
Y fue entonces, en esa postura y mientras le decía que me penetrase, cuando me di cuenta que no estabamos solos. Nuestros tres compañeros estaban en la puerta de la habitación, medio asombrados medio sonrientes con la escena que contemplaban. Ahora recordé que no habíamos cerrado la puerta con llave.
En aquel momento me puse muy nerviosa, histérica se podría decir. Me zafé del abrazo de Joaquín y tapando como pude mis vergüenzas con ambas manos, salí corriendo hacia mi habitación, totalmente desnuda y presa del llanto. Nunca había pasado tanta vergüenza.
Durante ese día, el cachondeo que hubo fue tremendo. Cada dos por tres tenía que agachar la cabeza por las constantes alusiones al tema de la semana. Pero poco a poco me fui haciendo a la idea. Y mirando las cosas por su lado bueno, al menos algo conseguimos, esa noche hubo una nueva distribución de habitaciones y mi compañera cedió a Joaquín su sitio. ¡Menudas dos últimas noches que pasamos los dos!