Coches de lujo y chicas de lujo
Natalia decide convertirse en chica de lujo de su ex, a cambio de un precio, naturalmente.
COCHES DE LUJO Y CHICAS DE LUJO
Apenas hacía diez días que había estrenado mi flamante Porsche 911 Carrera 4 cabrío. Era uno de mis sueños. Desde que tenía 15 años deseaba conducir ese coche. Ahora, con 32, por fin lo tenía en mis manos. Me había costado la nada despreciable cantidad de cien mil euros, pero valía la pena. Era azul metalizado, con unos preciosos faros de xenón, llantas de aleación, tapicería de cuero, cambio de marchas triptronic, tracción total, techo descapotable, motor de 300 CV y un sinnúmero de extras de serie: climatizador, teléfono manos libres, equipo de sonido, etc. Su estética, mezcla de lo clásico y lo moderno, no dejaba indiferente a nadie. Frente a lo anterior me resultaban irrelevantes los inconvenientes que presentaba: consumos elevados, maletero diminuto, seguro carísimo y plazas posteriores pequeñas.
Estaba convencido de merecerme aquel caprichito. A fin de cuentas había pasado muchos años estudiando (primero económicas y luego derecho), simultaneándolo con la ayuda cada vez mayor que prestaba a mi padre en la gestión de la empresa. Él se había retirado cuatro años atrás, con el suficiente dinero para vivir varias vidas sin hacer nada. Yo no hice más que seguir sus pasos, administrando la empresa con cuidado. En estos cuatro años obtuve unos beneficios importantes, así que pude ampliar la empresa, modernizarla, ahorrar y, por fin, comprarme el Porsche. La verdad es que no sentí ningún remordimiento cuando entregué el talón de cien mil euros: la empresa marchaba bien, mis otras inversiones también y yo era una persona austera.
Por lo tanto mis problemas no eran económicos, sino de otra índole. Llevaba casado casi tres años, que se me habían hecho larguísimos. Muchas veces me arrepentí del día en el que estampé la firma en el libro del registro civil. Mi mujer, Carmen, tenía ahora 29 años. Era una mujer atractiva, pero fría, distante y orgullosa. A día de hoy estoy convencido de que nos equivocamos al casarnos. Pero la inercia mantenía las cosas, ya que a ninguno de los dos nos interesaba separarnos. Sin embargo nuestro matrimonio hubiera podido subsistir, mal que bien, si un elemento externo no hubiese entrado en juego.
El elemento externo en cuestión se llamaba Natalia. Nos habíamos conocido cinco años antes, cuando yo tenía 27 y ella solo 19. Tuvimos un tórrido romance veraniego y seguimos viéndonos por espacio de un año. Luego apareció Carmen y tuve que elegir. Pensé que Natalia era demasiado joven y alocada, por lo que decidí dejar de verla. Evidentemente me equivoqué en la elección, pero no me di cuenta de ello hasta después de casado. A medida que mi matrimonio naufragaba, cada vez me acordaba más de ella, imaginándome como hubiera sido mi vida si me hubiese quedado con ella. La conclusión a la que llegaba siempre era la misma: habría sido una vida mucho más excitante y emocionante.
Natalia podría definirse como una mente de diablilla encerrada en un cuerpo de diosa. Era ardiente, simpática, agradable, ingeniosa, sorprendente, imprevisible,... Físicamente era de mediana estatura, delgada, morena, con el pelo corto y liso, ojos marrones y cara de niña mala. A sus 24 años estaba en su punto, con una figura perfectamente proporcionada. Cada vez que pensaba en ella me daba cuenta de lo idiota que había sido dejándola escapar. Sin embargo hacía dos semanas ocurrió algo inesperado. Mi mujer y yo tuvimos una ligera discusión, no peor que otras que habíamos tenido, pero el caso es que ella dijo que necesitaba pasar un par de días fuera y se fue a casa de sus padres. No sé donde se iría, pero la verdad es que no me importaba. Llamé por teléfono a Natalia y quedamos a tomar café en un bar. Lo hacíamos un par de veces al año, recordando viejos tiempos, pero nunca pasamos de ahí. Hasta ese día. A los cinco minutos supe (y estoy segura de que ella también) que acabaríamos en la cama.
Estuvimos haciendo el amor desde las seis de la tarde del sábado, hasta las dos del mediodía del domingo, casi sin dormir ni comer. Se notaba que llevábamos casi cuatro años sin follar, por lo que teníamos que recuperar el tiempo perdido. Su repertorio sexual fue amplísimo, variado y perfecto. Creo que aquel día no nos quedó nada por hacer y yo me sentí rejuvenecer unos cuantos años. A ello se unió el morbo de hacerlo en todos los sitios imaginables, entre ellos en la cama donde Carmen y yo llevábamos tres años durmiendo juntos. Llegamos a la conclusión de que estabamos hechos el uno para el otro, al menos sexualmente. Natalia confesó que me seguiría a donde fuese, solo con que yo chasquease los dedos. Sin embargo la situación era la que era, y yo ni podía ni quería ir demasiado deprisa. Tal vez con tiempo las cosas pudiesen llegar hasta el punto que los dos deseábamos.
Nos conocíamos perfectamente, lo cual tenía sus pros y sus contras. Natalia sabía que yo no iba a renunciar a ella, porque nadie en su sano juicio lo haría. Lo mismo que me había ganado el derecho a tener un Porsche 911, también tenía derecho a tener una buena amante, y en eso ella era la mejor. Por mi parte, yo sabía que Natalia era inquieta e impaciente. Tenía carácter y no se conformaría con ser "la otra", la amante del tipo casado. Esto la hacía peligrosa, pero también irresistible.
Todo lo anterior iba pasando por mi cabeza aquella cálida tarde del mes de mayo, mientras conducía mi flamante coche por carreteras secundarias. Era viernes por la tarde y yo conducía con suavidad, escuchando música de Dire Straits , que se mezclaba con el ronco e inconfundible sonido del motor Porsche. En ese momento sonó el teléfono del coche, devolviéndome a la realidad. Accioné un botón y pregunté:
¿Si?
¿Por dónde andas? -sonó la voz de Natalia.
Estoy a unos diez kilómetros.
Ok, te estoy esperando. Tengo ganas de ver ese deportivo.
De acuerdo, no gastes más móvil que en cinco minutos estoy contigo -respondí, antes de cortar.
El pueblo de los padres de Natalia estaba cinco kilómetros antes que el mío, por la misma carretera. Ella me esperaba en el arcén y cuando me vio adoptó una pose de autoestopista, entre graciosa y provocativa. Paré el coche y bajé. Allí estaba ella, preciosa como siempre. Repartió sus miradas a partes iguales entre mí y el coche, antes de besarnos con suavidad en los labios. Ella, curiosa como siempre, se acercó al deportivo, observándolo detenidamente. El contraste entre aquellas dos bellezas me dejó como atontado. Natalia estaba fascinante, vestida con unos pantalones negros ajustados y una camiseta ceñida que dejaba al descubierto unos bonitos hombros. Si en ese momento hubiese tenido que elegir con cual de las dos cosas quedarme (el coche o la chica) no hubiera sabido que contestar.
Entre tanto ella se sentó en el asiento del conductor, bajó la ventanilla y dijo:
¿Me dejarás conducirlo hasta el pueblo, no?
Sí, claro, pero vete con cuidado.
Me acomodé en el asiento del copiloto, ajusté el cinturón de seguridad, puse el cambio de marchas en "manual" y observé sus manos acariciando el volante forrado de cuero. Al momento sentí como el asiento se me clavaba en la espalda. En un suspiro recorrimos los cinco kilómetros que separaban un pueblo de otro, mientras ella decía:
¡Uf! Este coche es una pasada, así da gusto conducir.
La verdad es que conducía de maravilla. Mejor dicho, Natalia lo hacía todo bien. Me pregunté, una vez más, en que demonios estaría yo pensando cuando preferí a Carmen. He cometido pocos errores en la vida, pero éste fue garrafal. Una vez guardado el coche, entramos en la casa. Era la típica casa de pueblo, que mis padres habían ido arreglando en los últimos años. Ahora estaba a todo lujo de detalles, era confortable y estaba en un lugar tranquilo. Lo ideal para pasar un fin de semana maravilloso con una chica maravillosa. Nos sentamos en la cocina y preparé café. A mi me encanta el café, pero lo de ella rozaba la adicción. A todas horas toma café, solo, fuerte y cargado, y la cafeína ni la pone nerviosa ni la quita el sueño.
Dicen que madre no hay más que una y algo de cierto debe haber en ello, porque la mía me había dejado la nevera repleta. Había de todo, más que suficiente para dos personas un fin de semana. Natalia dio un largo trago a su café con hielo y dijo:
Veo que la empresa va bien. Ese caprichito con ruedas cuesta una pasta.
Sí, la verdad es que las cosas van bien -respondí sonriendo.
Ya que pagas un coche de lujo, podrás pagar también una puta de lujo ¿no?
¿Una puta de lujo? -pregunté un tanto incrédulo.
Natalia posó el vaso en la mesa, muy despacio, sin dejar de mirarme a los ojos. Frunció el ceño de modo casi imperceptible y entonces empecé a comprender. Cuando ella fruncía el ceño significaba que tramaba algo. Además ella era imprevisible, a diferencia de Carmen, que era demasiado previsible.
Sí, una puta de lujo como yo -continuó Natalia, imperturbable.
Por favor, tú no eres ninguna puta -protesté.
Para ti sí lo soy. Estás casado y yo no soy nada más que una diversión -dijo, muy seria.
Natalia, no digas eso. Nos conocemos desde hace muchos años y sabes que significas mucho más que eso para mí.
No, de momento no. Pero no sufras, si quieres una puta tendrás a la mejor -replicó ella, recuperando la sonrisa.
No supe que decir. Años atrás hubiera podido continuar la conversación, pero ahora estaba falto de práctica, ya que con mi mujer era difícil cruzar más de tres frases seguidas. En ese momento Natalia decidió dar un nuevo apretón a la tuerca:
Seré tu puta, de acuerdo, pero con todas las consecuencias.
¿Quieres decir qué...?
Que me vas a tener que pagar, exacto. Voy a ser tu puta de lujo y me pagarás como tal.
Otro de los inconvenientes de conocernos tan bien, pensé. Ella sabía que yo no me iba a negar. En mi vida había pagado por acostarme con una mujer, pero estaba claro que aquella iba a ser la primera vez. En cierto modo ella tenía razón, así que saqué la cartera y pregunté:
Dime cuánto.
Doscientos euros -respondió ella al instante, lo que indicaba que ya tenía de antemano la cifra pensada.
De acuerdo -dije, mientras contaba cuatro billetes de 50.
Finalmente añadí un quinto billete. Los deposité sobre la mesa y los empujé hacia Natalia. Ella los apartó con suavidad hacia un lado y comentó:
Mejor así. De este modo me siento una auténtica zorra -comentó, sonriendo.
Ya lo sé cariño. Eres una zorra adorable -respondí, con otra sonrisa.
No hacían falta más preámbulos. Los dos sabíamos lo que queríamos, por lo que no era necesario perder más el tiempo. Eran las 21:40 y el sol se ocultaba, por lo que nos dirigimos al salón y encendí la chimenea. No fue necesario que dijese nada. Con la sola luz del resplandor de las llamas, Natalia se fue quitando la ropa. Yo había pagado, por lo que ella estaba a mi servicio y, lo que es mejor, sabía complacerme al instante. Precios aparte, lo cierto es que Natalia era una delicia de chica. Piel canela, curvas suaves, pero suficientes, y ese toque entre malvado y sensual que solo ella tenía. Se desnudó con tranquilidad, permitiéndome disfrutar del espectáculo y apreciar su piel en toda su intensidad. La luz de la chimenea contorneaba perfectamente su delicioso cuerpo, dibujando sombras en todos sus recovecos.
Mientras yo me desabrochaba la camisa color azul celeste, ella se puso en cuclillas, con las rodillas separadas, y desabrochó mi cinturón. La precisión de movimientos de Natalia hizo que mi corazón latiese con fuerza. Estaba claro que yo necesitaba una transfusión de tiempos pasados y Natalia era la única que me la podía proporcionar. Me la chupó como una diosa, aplicando aliento y saliva en las cantidades precisas. Después nos dimos un revolcón sobre la gruesa alfombra. Su piel era suave y tenía un sabor y un olor especiales. Dos semanas atrás me sorprendí porque aún los recordaba, después de casi cuatro años. Decididamente, me había equivocado a la hora de decidir la mujer con la que quería pasar el resto de mi vida.
Tumbado de espaldas en aquella mullida alfombra pude sentir como el coño caliente y mojado de Natalia se iba tragando mi polla, poco a poco. Cuando se la hubo tragado entera, separé sus nalgas con las manos y, mientras ella subía y bajaba, pude acariciar su ano rugosito. Me lo agradeció con un profundo gemido, cargado de sinceridad, sin dejar de cabalgar sobre mi polla tiesa. Metió sus dedos en mi boca y yo se los chupé con verdadera lujuria. No resistí más, por lo que introduje el dedo índice por su ano, haciendo brotar de su boca un ¡ahhhhhhhh! prolongado. Me incorporé, a fuerza de piernas, sin sacar el pene de su coño caliente y, sujetándola por las nalgas, apoyé su espalda contra la pared. Volví a meter el dedo por su culito y embestí unas cuantas veces más, hasta que ella se corrió gritando, con los brazos agarrados a mi cuello y las piernas cruzadas a la altura de mis riñones.
Yo me corrí pocos segundos después, llenando su coño de leche. Sin soltarnos, caímos sobre la alfombra y Natalia me lamió la polla, hasta dejarla totalmente limpia. Después me dio un largo morreo, durante el cual nuestros jadeos se mezclaron. Ella me acarició la mejilla y dijo:
Tranquilo, que por lo que has pagado tienes derecho a más.
Te estás metiendo muy bien en el papel de puta, cariño -respondí.
A lo mejor esa era mi vocación oculta.
Nos tumbamos sobre la alfombra, a unos dos metros de la chimenea cerrada por un cristal, ella con la cabeza apoyada en mi pecho, mientras yo acariciaba su pelo. Debo reconocer que en ese momento me olvidé de todo: de mi trabajo, de mi mujer y hasta del Porsche que tenía aparcado en el garaje. Al rato Natalia dijo:
Tengo hambre.
La nevera está bastante bien abastecida, sírvete tú misma -respondí.
Volvió a los dos minutos, con un par de natillas en la mano y dos cucharillas. Me incorporé sobre los codos para no perderme la exquisita imagen de Natalia, desnuda, moviendo suavemente sus finas caderas mientras avanzaba hacia mí. Se sentó en el suelo, a mi lado, y mirándome con cara de no haber roto nunca un plato, dijo:
Se me han antojado...
Lo que pasa es que eres una golosa, lo dulce siempre fue tu debilidad.
Y la tuya -dijo ella, mientras abría una de las natillas.
Nuestra complicidad iba aumentando a medida que pasaban los minutos, recordándome a lo que sucedía años atras, cuando Natalia y yo éramos capaces de entendernos con un gesto o con una mirada. Con movimientos lentos ella se tumbó y, con ayuda de la cucharilla, fue extendiendo las natillas por los puntos estratégicos de su delicioso cuerpo. Estaban frías, por lo que el contacto con su piel le provocó algún que otro escalofrío y que su carne se pusiera de gallina. El color amarillo de las natillas hacía un buen contraste con el morenito de su piel: chocolate y vainilla, pensé, junto antes de proceder a la degustación del festín que se me ofrecía.
Lamí con tranquilidad, empezando por los pezones, duritos por efecto del frío. Bajé por su ombligo, disfrutando del dulzor de las natillas, de la suavidad de su piel y de los suaves gemidos de ella. Natalia era un placer para los sentidos, una mezcla de Nueve Semanas y Media y de El Imperio de los Sentidos. Llegué hasta su sexo depilado. Las natillas se habían introducido entre los pliegues de sus labios, por lo que tuve que aplicar la lengua a conciencia. El sabor dulce se mezclaba con el sabor ligeramente ácido de sus flujos, en una combinación de sabores perfecta. Aquel banquete duró un buen rato, hasta que sentí la inminencia y la urgencia de su orgasmo. Entonces seguí lamiendo su clítoris excitado, al tiempo que introducía dos dedos en su coño mojado. Los giré un par de veces y ella estalló de placer, con un profundo suspiro.
Cogí más natillas con la cucharilla, la introduje en sus labios entreabiertos y ella, con expresión satisfecha, dijo:
Ummm, que ricas...
Mucho menos que tú, cariño -contesté, besando sus labios.
Natalia estuvo unos segundos quieta, con el placer aún reflejado en su cara. Conociéndola como la conocía, yo sabía que esa era la calma que precede a la tempestad.
¡Jooooo!, yo también quiero natillas -dijo, con su carita de niña traviesa.
Me senté en el suelo, con la espalda apoyada contra un sillón, las piernas estiradas y los pies separados. Ella se arrodilló y, tras abrir el segundo recipiente de natillas, empezó a untar con ellas mis partes. Sentí un fresquito muy estimulante en el glande, que hizo que se pusiera aún más duro. Lo siguiente que noté fue su lengua, suave, cálida, juguetona, que lamía despacito, deslizándose con precisión. Con otra cucharada fue cubriendo toda mi polla, hasta la base, para, acto seguido, metérsela poco a poco en la boca. El suave ruidito de su boca se mezclaba con el crepitar de las llamas de la chimenea, mientras yo disfrutaba de la estupenda vista de su culito redondo, elevado, que oscilaba con suavidad ante mis ojos.
De repente aquella estampa mágica fue rota por el pitido agudo del móvil. Maldije aquel aparatejo y me maldije a mí mismo, por no haberlo apagado. Estiré la mano hasta la mesita baja y agarré aquel chisme, que seguía emitiendo pitidos. Me encogí de hombros y, con una expresión de disculpa dirigida a Natalia, miré la pantalla. Era Carmen la que llamaba. No sé que tripa se la había roto, pero juzgué prudente contestar, aún a riesgo de que Natalia se cabrease. Pero no fue así, ya que ella siguió con su labor, como si nada pasase.
Dime -contesté, tratando de poner un tono de voz totalmente neutro.
¿Qué tal por el pueblo? -respondió la voz de Carmen al otro lado del teléfono-. ¿Arreglaste ya esos asuntos?
Durante unos instantes traté de recordar qué asuntos eran aquellos, es decir, que mentira le había contado a mi mujer para irme el fin de semana al pueblo.
Estoy en ello. Estos asuntos de concentraciones parcelarias, ya sabes, siempre dan problemas -respondí tranquilamente.
Miré para Natalia y vi que reía silenciosamente, para acto seguido reanudar su estupenda mamada. ¡Qué bien lo hacía! Entre el frío de las natillas y el calor de su boca, notaba como la cabeza me empezaba a dar vueltas. Solo deseaba que la conferencia con Carmen finalizase pronto, por lo que pudiese pasar.
Espero hablar mañana con el alcalde, a ver que me dice al respecto.
La casa estará fresquita ¿no? -preguntó Carmen.
No, no creas -contesté sonriendo-. He encendido un poco la chimenea y se está calentito.
Tal vez fuese por esa frase o tal vez fuera por casualidad, pero en ese momento Natalia me dio un buen meneo en la polla, mientras seguía chupándome el capullo. Vaya si se está calentito, pensé, y vaya si tenía morbo la situación.
De acuerdo, cuídate -dijo Carmen, con una voz bastante más cariñosa de lo habitual-. Llama cuando vayas a volver y no corras con el coche. Un beso.
Otro para ti, chao.
Apreté la tecla de llamada y, en ese mismo momento, noté que me corría. El móvil rebotó sobre la alfombra, sin que yo recordase haber abierto la mano. Acaricié el pelo de mi amiga y me dejé arrastrar por un ciclón de placer. Lo siguiente que pude ver fue la cara de Natalia, con esa preciosa sonrisa y con los labios manchados de semen de natillas, a partes iguales. Se relamió golosamente y caímos abrazados sobre la alfombra.
Al calorcito de la chimenea nos quedamos profundamente dormidos. Despertamos a eso de las dos de la madrugada. Nos dimos una buena ducha, ya que nuestros cuerpos estaban algo pegajosos, y cenamos unos sandwiches de queso y jamón york, acompañados de unas latas de coca-cola y de arroz con leche. Después nos metimos en la cama, quedando dormidos casi al instante. Traté de pensar en los problemas que se me avecinaban, como por ejemplo lo que sucedería cuando Carmen se enterase de mi romance con Noelia, pero los ojos se me cerraban y pronto mi cerebro se desconectó del todo.
A eso de las ocho de la mañana me desperté. Encendí la radio y escuché las noticias. Pero en realidad mis pensamientos se desviaron pronto hacia otros temas. Conocía bien a Natalia, por lo que no había duda de que Carmen se iba a enterar más pronto que tarde de lo nuestro. La chica morena que dormía plácidamente a mi lado no iba a desaprovechar la oportunidad de vengarse de mi mujer y, la verdad, es que tenía sobrados motivos para ello. Había perdido el primer asalto, pero supo esperar pacientemente su oportunidad. Durante estos últimos tres años ella había tenido todos los chicos que quiso, pero ningún novio serio, lo cual indicaba que ella sabía lo que quería. Ahora me tenía bien agarrado por los huevos, nunca mejor dicho, y ella no estaba dispuesta a soltarme, ni yo estaba dispuesto a que me soltase.
Bajo una aparente atracción física, se ocultaban cosas mucho más profundas. En ese momento, como si estuviese leyendo mis pensamientos, ella se despertó. Se estiró voluptuosamente en la cama y yo besé ligeramente sus labios. Me devolvió el beso y yo me encaminé al servicio. Cuando volví, se levantó ella. Volvió al cabo de unos minutos, con una botella de aguardiente del que hacía mi padre y dos vasitos. Abrí los ojos desmesuradamente, sorprendido por la idea. Tomar aguardiente a las ocho y media de la mañana, con el estómago vacío, era una de esas locuras que solo se le podían ocurrir a ella.
¿Tú crees que será prudente? -pregunté.
Prudente, no lo sé, pero divertido, seguro que sí.
Llenó los dos vasitos, se sentó en la cama a mi lado y brindamos "por nosotros". Apuramos el vasito de un trago, notando ambos como se nos quemaba el estómago. Al tercer vasito ya no sentimos calor en el estómago, sino unas ganas enormes de reír y de jugar. Natalia tenía unas ideas increíbles, pero esa era precisamente la gracia. A Carmen nunca se le ocurrían cosas así, por lo que el aburrimiento estaba garantizado.
Me están entrando unas ganas de follarte.... -dijo ella, entre risas.
Pues no te cortes, que me tienes rendido del todo -contesté, dejándome llevar por la euforia del momento.
Nos comimos con ganas. Aunque los dos sabíamos que nos quedaba mucho tiempo por delante, parecía que teníamos prisa. Hicimos un 69, que nos sirvió a ambos para alcanzar la temperatura adecuada. Después me senté sobre la cama, al borde, mientras ella (con los pies en el suelo) separaba sus piernas y se dejaba caer sobre mi polla, clavándosela hasta el fondo. Amasé sus firmes nalgas, separándolas y jugando con su ano, mientras nuestros gemidos se superponían. Su coño fue subiendo y bajando sobre mi polla, al tiempo que yo iba tanteando la entrada de su ano con el dedo índice. Cuando lo tuve bien metido, lo moví en círculos dentro de ella. A juzgar por sus palabras, las sensaciones no fueron precisamente desagradables:
¡Ummmmm, síiiiiiiii! Ocúpate de mi culito.
Ya lo creo que me voy a ocupar de él, y pienso dejártelo como nuevo, cariño.
A los dos nos pedía el cuerpo una buena ración de sexo anal. A ella, porque siempre le encantó, incluso de jovencita. A mí, porque Carmen no quería ni oír hablar de ese tema. Así las cosas, ella se arrodilló sobre la cama y yo me coloqué de pie, detrás de ella. Cogí un tubo de vaselina, para empezar a untar su ano con cuidado. Por nada del mundo quería hacer daño a aquella chica que, no me avergüenza decirlo, ya ocupaba mi sexo, mi cerebro y mi corazón. La follé por el coño un ratito, mientras seguía aplicando aquella grasienta vaselina. Introduje dos dedos en su culito, comprobando que estaba a punto. Cuando apoyé el glande en la entrada ella dijo:
De un golpe, como antaño.
Normalmente las chicas piden suavidad en estas prácticas, pero Natalia era original para todo. Así que, no sin un cierto miedo, decidí complacerla. Agarré sus caderas, tomé impulso y se la metí de un solo golpe. Ella emitió un ligero grito, seguido de un profundo resoplido. Sus nalgas temblaron ante mi acometida. Lo cierto es que se la clavé entera, para después sacarla poco a poco y volverla a meter hasta el fondo. Cuando sus resoplidos se convirtieron en gemidos, me sentí bastante aliviado, hasta el punto de que me animé a meter el pulgar en su coño mojado, mientras con otros dos dedos acariciaba su tieso clítoris.
Aquella chica se movía como una serpiente de mar y su apetito sexual era insaciable. A Natalia siempre le encantó que la enculase, pero creo que aquella vez disfrutó como nunca. Los jadeos se iban haciendo cada vez más rápidos, más contundentes. Los dos nos acercábamos al momento álgido del polvo. Ella explotó pocos segundos antes que yo, gritando como una loca. Yo sentí como se me empapaba el dedo que tenía dentro de su coño. Lo saqué y lo chupé despacio, disfrutando de aquel sabor inconfundible. Con la voz entrecortada ella dijo:
Lléname el culito de leche.
Lo hice al momento, regalándole una copiosa corrida, que acabó resbalando lentamente hacia fuera. Notaba en la cabeza un delicioso mareo, que no sé si atribuir al aguardiente o al orgasmo. El caso es que volvimos a caer rendidos sobre la cama y, tapados por el edredón, nos quedamos dormidos de nuevo. A las once en punto desperté. Fui a la cocina y preparé café, zumo de naranja de brick, magdalenas, galletas con chocolate y tostadas con mermelada de fresa. Lo puse todo en una bandeja grande y lo llevé a la cama, justo en el momento en que Natalia abría los ojos.
¿Desde cuando a las putas se les lleva el desayuno a la cama? -dijo sonriente.
Desde el momento en que la puta es alguien tan fascinante y encantadora como tú -respondí.
Desayunamos con buen apetito, hasta acabar con todo lo que había en la bandeja. Estuvimos un buen rato fumando y charlando sobre los viejos tiempos. A eso de la una y media, después de ducharnos, preparamos unos bocadillos de jamón y queso, nos subimos al Porsche 911 y fuimos a comer a una fuente, situada exactamente a medio camino entre los dos pueblos. Aquel lugar nos traía muy buenos recuerdos a los dos, si bien teníamos que remontarnos más de cuatro años atrás. Disfrutamos de aquella maravillosa tarde, tumbados sobre la hierba, a la sombra de unos álamos, dormitando, hablando y soñando despiertos.
A las siete de la tarde ya estábamos de nuevo en casa. Natalia se llevó la mano al bolsillo trasero de su pantalón ajustado y, sacando los billetes que me había cobrado, dijo:
Te invito a cenar en la ciudad. Hoy voy bien de pasta ¿sabes? Me han pagado un trabajito...
Eres terrible. Sería de muy mala educación no aceptar -contesté.
Necesitaré una chaqueta, por si la noche se pone fresca -añadió ella, frunciendo algo el ceño.
Seguro que arriba hay alguna cosa de tu talla, vamos a ver -repliqué, temiéndome algo.
En el armario de la ropa de Carmen encontramos su chaqueta de punto favorita. Era una chaqueta en tonos azules y blancos, que se ajustaba mucho al cuerpo y con el escudo de la Universidad en el delantero izquierdo. Natalia se la puso y el resultado fue espectacular. A mi mujer le sentaba muy bien, la verdad, pero a ella le quedaba como un guante, redondeando bien sus pechos. Pero yo sabía por qué había elegido aquella prenda: durante el verano en el que ambas pugnaron por mí, Carmen se la puso mucho. Natalia tenía, evidentemente, muy buena memoria. Para mí eligió una americana de verano, verde. Exactamente la que yo solía llevar por aquel tiempo.
A eso de las ocho y media, después de dejar la casa en orden, subimos al coche y nos dirigimos hacia la ciudad. Mientras conducía aquella joya mecánica, acompañado de aquella joya femenina, pregunté:
¿Dónde me vas a llevar a cenar?
A un sitio muy bueno. Seguro que lo conoces, está justo enfrente de tu casa -respondió ella, con tono tranquilo.
Claro que lo conocía. Era el restaurante donde Carmen iba siempre con sus amigas a tomar café los sábados por la noche. Respiré hondo, sabiendo la que se iba a preparar allí. Acaricié el suave cuero que cubría el volante del 911 y miré de reojo a mi encantadora pasajera. Ella sonreía, con su carita típica, mezcla de chica mala y de chica que no ha roto nunca un plato. Estábamos jugando a su juego y con sus reglas, pero a fin de cuentas eso era lo que yo quería. Le devolví la sonrisa, aún a sabiendas de que sus locuras me iban a costar una demanda de separación.