Club de socios (2: la fiesta de cumpleaños)

Se incia el relato de lo sucedido en la fiesta de cumpleaños.

Tres días atrás

A Sara le latía el corazón con fuerza, no tan rápido como en otras ocasiones, pero sentía su cuerpo remecerse con cada palpitar. Estaba acalorada, por la excitación y el nerviosismo. Gotas de sudor asomaban por su cuello y las sentía en su bajo vientre y espalda. Hacía mucho que no se encontraba a sí misma en tal grado de ansiedad y, estar consciente de aquello era algo que le perturbaba.

De rodillas, en el pasillo, mirando hacia la puerta de la habitación de donde salían risas y sonidos de voces y papeles siendo rasgados, Sara se mantenía expectante. En 35 minutos, desde que llegó ahí (cuando la celebración ya se había iniciado), se había hecho mil imágenes en su cabeza de lo que sucedía en ese cuarto, de lo que le sucedería cuando se abriera la puerta

En cuanto entró a la casa, se le indicó que se arrodillara con las manos en la espalda, al final del pasillo de entrada, mirando hacia la puerta doble cerrada que lo delimitaba en el fondo. Sus rodillas le dolían y sentía como las piernas se le dormían bajo su peso, por lo que procuraba moverse en su posición cada tanto, pero sin quitar la vista de la puerta.

Sentía el duro tacón de sus zapatillas clavándose en sus nalgas, las tiras de los mismos, presionando sus tobillos donde éstos se encontraban con la madera del piso. Eran sus zapatillas de tacón más alto, con tiras en los tobillos y terraplén. Tan sólo ponérselos provocaba en su estómago la sensación de ansiedad por lo que vendría más tarde. Esos zapatos eran uno de los símbolos de su voluntad entregada. Ponérselos significaba que durante el tiempo venidero, ella caería bajo… tanto como lo pudiese imaginar y más. Aquel día se había vestido con lencería fina, aquella lencería cara que recibía como regalo cada tanto y que nunca duraba mucho. Negra, en este caso, unos sostenes de encaje y una tanga cuya tela se transparentaba en el culo; más sus medias de red y ligueros. Todo cubierto por su ropa de uso más habitual, la que utilizaba comúnmente (aunque cada vez menos, durante el último año) en el liceo donde trabajaba. Su falda café, no muy corta, por sobre la rodilla, pero ajustada lo suficiente para delinear un sabroso culo e incluso marcar su ropa interior bajo el vestido. Arriba, una blusa crema de ligera tela, que permitía que se adivinara algo de su sostén, siempre con un par de botones sueltos, más de los "adecuados". Ahora, el sudor hacía que se le pegara aún más la tela al cuerpo (no era una prenda muy suelta, por lo demás).

Por último, como un detalle tan significativo como sus zapatos, su cuello se veía adornado por un común y barato collar de perro, del cual caía su correspondiente correa de cuero, cuyo final sostenía ella misma entre sus manos.

Salivaba. Tragaba saliva continuamente, se lamía los labios y aclaraba su garganta cada tanto. Su respiración se hacía más pesada y sonora, a medida que transcurrían los minutos. Eso, hasta que sintió pasos dirigirse decididamente hacia la puerta y el sonido vago de intercambio de palabras entre las voces que reconocía y las de tono "infantil" bajó.

Sara contuvo el aliento al sentir y ver el pestillo de la puerta doble girar y esta crujir brevemente ante de abrirse. El hombre maduro que salió de ella, de unos 45 años, dio dos pasos hasta estar frente a ella, con la mano empuñada le ofreció el dedo medio, apuntando directamente hacia la boca de Sara, quien, sin esperar indicación alguna, adelantó diligentemente la cabeza y metió el dedo por completo en su húmeda boca, hasta abrazar con los labios el prominente anillo que remataba su falange. El hombre sacó pronto su dedo de la boca de Sara (que emitió de ruidos de succión, mientras lo hacía) y después de limpiarlo en sus mejillas, tomó el extremo de la correa que ella misma depositaba en su mano.

-Párate y sígueme. Fue lo único que dijo, con voz seca, mientras se giraba devuelta a la habitación.

Sara acató la orden con prestancia. Ignorando las incomodidades producidas por la incomodidad en que se había encontrado durante los últimos 40 minutos, pero no sin dificultades, se levantó tan rápido como pudo y siguió con pasos algo erráticos a su amo.

Ahora

Sudorosa, agitada, acalorada, sedienta, aún temblorosa, jadeante… sentía su corazón sacudirla con cada latido, lo sentía presionando en sus sienes… tal y como recordaba lo sucedido hace 3 días, Sara esperaba a que se abriese la puerta del despacho de Mario García, director del liceo. Su secretaria ya había entrado a anunciarla y a ella sólo le quedaba esperar a que se abriese la puerta. La semejanza de aquella situación con lo sucedido 2 días antes, rebobinó y reprodujo los recuerdos frescos en su cabeza.

Los recuerdos de lo vivido el fin de semana, interrumpían los pensamientos de Sara y se disparaban por si mismos ante cualquier detalle que le resultase reconocible de entonces.

Roxanna, la secretaria de 27 años, del sr. García, abrió la puerta franqueándole la entrada a Sara, quien entró sin esperar indicación. Caminó hasta detenerse frente al escritorio del director, que la miraba complacido. Levantó su mano su mano derecha con el dedo mayor estirado y el resto recogidos sobre la palma y apoyó el codo sobre el escritorio, apuntando a Sara, quien se inclinó, con los pies juntos y fijos en su lugar y las manos en su espalda, para meter en su boca aquel dedo por completo, hasta el grueso anillo que le adornaba, a mitad del escritorio.

Ésta vez, Mario García, no retiró su mano, lo que significaba, que Sara (tensando los músculos de sus piernas para no perder el equilibrio), debía seguir jugando con aquel dedo en su boca, acariciándolo con su lengua, succionándolo, metiéndoselo hasta la campanilla, mientras él no indicase lo contrario. Mientras tanto, Mario García, se entretenía observándola, sus mejillas sonrosadas, su piel húmeda y brillante por la transpiración, sus pechos colgantes y sus pezones, como si fueran pesos que los anclaran, notoriamente visibles apoyados en la mesa y meciéndose cada vez que Sara parecía perder su precario equilibrio.

Por fin retiró su mano y limpió su dedo en las mejillas de Sara, como solía hacer.

Puedes salir, Roxanna y cierra la puerta-

Sólo entonces Sara notó que había sido observada en su maniobra. Pero ninguna reacción se hizo notoria de su parte, ya bastante complicada la tenían los hechos de la mañana y el ejercicio de su particular saludo.

Y tú, puedes venir acá- le indicó, Mario García, girando su silla a la izquierda.

Sara rodeó el escritorio hasta llegar frente a él, que mantenía las piernas abiertas, y se arrodilló entre sus muslos, poniendo las manos sobre su entrepierna, para masajear el pene de su director, sobre la tela del pantalón.

García aprovechó de tomar pasar dos dedos por el interior del collar de cuero

Veo que no perdiste oportunidad de demostrarles quien manda- le dijo tironeando del cuero hacia los lados y arrancándole un leve quejido a Sara por el roce y el apretón que conllevó.

El sr García hijo me ordenó ponérmelo, amo

Vamos, empieza a mamar- replicó sin urgencia García, demostrando sólo con su sonrisa su parecer a la orden de su hijo – Y cuéntame lo ocurrido esta mañana en tu clase.

Sara tomó el pene de su amo, gordo pero no duro y empezó a trabajarlo con su boca. Alternó esto con el relato de lo ocurrido, tal y como se lo había pedido. Pero en su cabeza, los recuerdos del sábado pasado, se dispararon a la velocidad de un sueño:

A Diego, el cumpleañeros y los cuatro amigos que había invitado a su celebración (todavía ninguno lo consideraba una "fiesta", pues no había mujeres… aún), les habían prometido el momento más importante de la celebración (que apenas llevaba 1 hora de iniciada), ya habían sido entregados los regalos de cada uno (incluyendo el par de padres presentes) y ahora, don Mario, entraba con su profesora de castellano siendo tirada por una correa enganchada al collar de perra que lleva al cuello.

Sara nota que hay una peli de porno duro en la tv con actrices maduras… hay otros dvds de la misma clase de porno, esparcidos en la mesa de centro, junto con botellas de licor (llenas o casi), cigarrillos, una cámara digital, un celular, una máquina de afeitar (y otras cosas que ella podía asociar con la idea "adultez" u "hombría", cosas sexualmente significativas para los organizadores de la fiesta: ambos padres, por supuesto)

Luego mira al grupo de festejados: entre los niños no hay ningún "yogurcito", ningún niño muy guapo; incluso los hay feos, alguno gordo y uno poco desarrollado para su edad, los demás, "normales", cuando mucho… Son el grupito de amigos del hijo del director que es parte de sus clases, el grupo que, por sentirse intocables e influyentes, pretenden hacer –o, más bien, no hacer- lo que se les da la gana y que le había traído un par de problemas en los 6 meses que llevaba a cargo de la clase.

Pero nuestra protagonista tampoco era ninguna modelo… Si bien tenía un buen culo con forma de pera y buenos muslos y piernas… Su cara no era especialmente atractiva. Más aún, los chicos se habían acostumbrado a su rostro serio y molesto; de "perra": su nariz corta y recta, sus cachetes lisos y rellenos y pelo negro hasta los hombros. Llevaba sus kilos demás aunque no era gorda y sus tetas estaban algo caídas, pero grandes y movedizas de todas maneras

Don Mario, llega hasta pararse frente a los chicos, en medio del living con Sara, que se le ve algo cohibida, aunque acostumbrada a sentirse así.

"Diego, los machos de la familia García nos hacemos hombres a los 14. Y como es tradición en nuestro clan, corresponde que te enseñe a ser hombre.

Lo que diferencia a los hombres de los niños es su posición frente a las mujeres: los niños les deben obediencia y respeto a las mujeres mayores, mientras que a los hombres todas las mujeres les deben obediencia y respeto. Ellas deben servirte y –en caso de que no lo sepan- deberás enseñarles a servirte correctamente.

La señora Sara es el último de tus regalos. Con ella te harás hombre y aprenderás a tratar a las hembras. La tendrás disponible para tu uso personal por una semana y podrás hacer con ella lo que quieras, mientras no sufra daños físicos permanentes, ni la utilices en público. Es sólo para uso privado. A la primera oportunidad en que rompas alguna de estas normas, te la quitaré. Entiendes?"

Los chicos escuchan boquiabiertos lo les dicen y miran al sr. García con la correa en la mano, luego a la profesora, que se ve algo avergonzada por ser tratada tan abiertamente como un objeto frente a niños menores que su hijo y miran al festejado que se ve tan incrédulo como ellos.

Don Mario y su amigo, finalmente dejan solos a los niños con Sara. "sea obediente, sra Araneda", le dice don Mario antes de irse, lo que la sorprende en un comienzo, porque él suele tratarla de todas las formas denigrantes e insultantes posibles (más de alguna vez la hizo llorar sólo por como la llamaba), pero pronto comprendió que eso en realidad iba dirigido a los niños, para que recordaran a quien tenían a su merced y para darles un empujón para que, por si mismos, cambiasen los papeles y se situasen en su nueva posición.

Se quedaron entonces todos en silencio por un momento tras la salida de don Mario. Sara seguía de pie frente a su nuevo dueño, quien sostiene la correa en la mano, sin saber qué hacer con ella.

Sara se dió cuenta de la indecisión de los chicos.

-Soy toda suya, señor- dice entonces con una voz suave, menos grave que la que usaba en clases… con cierto tono lastimero.

Diego es un poco más bajo que ella (sin tacones, debieran tener la misma altura), tiene espinillas y un físico un tanto generoso aunque descuidado

-Desea que haga algo señor? Quiere que se la mame?- insiste ella.

Luego de oírla, Diego salió de su estupor inicial y se dio cuenta de que al fin tenía lo que había fantaseado siempre. Porque desde que la conoció, jamás le quitó el ojo de encima, a sus tetazas, sus muslos gruesos, siempre enfundados en ajustadas faldas. Su carácter duro y distante no había hecho más que alentar en el chico fantasías de violación sobre la profesora… y ahora la tenía literalmente en sus manos

Como si con un aplauso la llamaran, Sara volvió a su situación entre las piernas de su jefe, con su pene en las manos. Con la reprobadora mirada de él sobre si. Con más ruido que dolor, El sr. García la había hecho volver a su labor de relatar lo sucedido en la clase, con una funcional cacheta.

Entonces, intercalando su relato con chupetones, lenguetazos y otras aplicaciones de su boca sobre la verga de Mario García, Sara le habló de la particular clase que había hecho aquella mañana