Clínica de placeres

Los sucesos poco habituales, pero completamente basados en hechos verídicos, acaecidos en un centro médico entre parientes consanguíneos y otras personas.

Clínica de placeres

Si hay algo que, desde hace mucho tiempo, caracteriza a nuestra extensa familia es que prácticamente todos, de una manera u otra, estamos ligados a la industria de los centros de salud y/o a las ciencias médicas.

Yo, por ejemplo, soy médica alópata especializada en urología. Siempre me ha gustado meterles el dedo en el culo a los tíos, pero no es por androfobia ni mucho menos. Es para mostrarles cómo gozar más, distinto y sin necesidad de volverse homosexuales o bisexuales. Los pacientes que me prefieren lo hacen, básicamente, porque las mujeres, en general, tenemos las manos más pequeñas y los dedos más finos que los varones. Entonces piensan que un tacto rectal no les hará ni cosquillas y su sensación de virginidad y virilidad quedará intacta, incólume. Esto es cierto, pero es independiente del tamaño del dedo, naturalmente.

Soy socia de una clínica en la que trabajamos varios parientes consanguíneos. Tengo 39 años de edad, 1.71 metros de estatura, cabellos rubios ligeramente rizados, ojos de color verde esmeralda, muy llamativos, pechos de tamaño mediano y aún erguidos, lisos, con forma natural y pezones gruesos, apetecibles para mamar. Además mi contextura es delgada, con cintura pequeña y caderas grandes, afirmadas en un culo carnoso y respingón, así como en un par de piernas fuertes y estilizadas, esbeltas. Mi carácter, aparte de fogoso, es alegre, conciliador, pero no por aquello sin una personalidad e ideas muy definidas.

Mi abuelo, también médico, es el fundador y Director Ejecutivo de la clínica. Posee una maestría en administración de centros de salud y gran experiencia y destreza para dirigir esta empresa. También ha sido, desde un comienzo, el impulsor, eje y promotor para que la clínica no solo sea una fuente de trabajo bien pagada, sino que también de placer. De ahí que organiza, periódicamente y con la anuencia de todos quienes laboramos ahí, fiestas de distensión y disipación de estrés —como las denomina él— y que no son otra cosa que reuniones orgiásticas entre los empleados de la clínica. Él siempre ha pensado que si las necesidades sexuales están apropiadamente satisfechas y las gentes son bien remuneradas y laboran en ambientes gratos con trabajos que les permiten desarrollarse profesionalmente, el rendimiento laboral se optimiza. («Más sabe el Diablo por viejo que por diablo» dicen por ahí).

Actualmente, la consanguinidad no es un requisito indispensable para trabajar en esta clínica ni para ser invitado a los precitados festines de desfogue carnal. Mucho más importante que aquello es reunir las competencias técnicas y humanas que cada cargo exige y, a la vez, tener una condición preponderante: estar dispuesto o dispuesta a aceptar las cláusulas especiales. ¿En qué consisten tales disposiciones especiales?

Les explicaré brevemente. Casi desde su fundación, como les reseñaba antes, en la clínica se han realizado fiestas de connotación sexual. Al comienzo eran muy reducidas y secretas, circunscritas únicamente a familiares, pues se desconocía el impacto que podía causar en el resto de los empleados de la clínica. De aquellas antiguas juergas surgen los requerimientos actuales de todos los contratos de trabajo.

Todos quienes integramos la clínica, el centro médico, estamos obligados a asistir, dos veces al mes, a unas fiestas orgiásticas en las que todos tiran con todos. Adicionalmente, durante la jornada laboral, nos damos unos recreos para que nos satisfagan y/o satisfacer «urgencias» sexuales. Claro está que, a causa de los genes y el genoma de la inmensa mayoría de quienes trabajamos en la clínica, en los que predominan caracteres con un acentuado rasgo calenturiento, tales apuros son muy habituales. En mi caso el promedio de "urgencias" por jornada laboral es de dos al día. Usualmente una en la mañana y otra en la tarde.

Quizás a algunos de ustedes les pueda parecer poco comunes y abusivas estas cláusulas especiales. Poco habituales sí, pero opresivo no, pues es preciso considerar que la no asistencia a una o todas las fiestas o la participación en los desfogues no es causal de despido ni de sanción alguna, como es obvio porque las exigencias contractuales no pueden ir más allá de lo especificado por la ley laboral. Adicionalmente es menester tomar en cuenta que en la selección del personal se hace mucho hincapié en la fogosidad y liberalidad de los postulantes y, también, que los salarios que aquí se pagan están muy por encima de las remuneraciones de mercado. De manera tal que, en realidad, ninguno de nosotros estimamos las susodichas «exigencias» opresivas ni mucho menos. Aquello máxime si se toma en cuenta que todos los aspirantes a un puesto en la clínica son debidamente informados de sus obligaciones y consienten libremente en acatarlas. En otras palabras, a todos nos gusta la "cuestioncita" —como diría mi abuelo— y lo vemos más como un plus o una adehala que como una carga o una pesada obligación anexa a un contrato común y corriente. Es que no somos gentes comunes, pues nuestros caracteres, extraordinariamente ígneos, nos diferencian notoriamente.

Les relataré a continuación en qué consistió la fase previa y el principio de la última fiestecilla para que así puedan palpar cómo existen diversas maneras de vivir la sexualidad sin complejos y con felicidad.

La preparación comenzó la mañana del viernes y finalizó en los albores de la orgía en sí, durante la madrugada del sábado.

Ese día viernes trabajó junto a mí, como asistente, mi hijo mayor, que cursa el segundo año de medicina. Como lo mío es la urología y él es alto, macizo y de grandes manos, no le permití que se dejara ver por mis pacientes para no ahuyentarlos al creer que podía ser él quien realizara algún procedimiento, como el de tacto rectal.

Antes de iniciar nuestras labores en la mañana, mi hijo sufrió una "emergencia". Estaba completamente empalmado luego de ver, en los vestuarios, a una prima menor, muy guapa, enteramente desnuda que, tras comerse la polla de mi papá, recibía la leche de su corrida en plena cara. Esta chica es tan caliente que la única vestimenta que usa dentro de la clínica es un ajustado y albo delantal corto. Ella dice, sin embargo, que no es que su delantal sea de reducida longitud, sino que sus piernas son muy largas. Un asunto de puntos de vista.

Como ya señalé antes, aquel viernes mi hijo trabajaba conmigo y, por contrato y gusto, le presté auxilio temprano por la mañana. Por unos pasillos interiores nos fuimos apresuradamente a un cuarto para atender esta clase de urgencias. Cerramos la puerta con seguro, nos besamos con pasión alocada, mientras nos sacábamos mutuamente los delantales. Yo quedé en braguitas y él en pantalones y con el torso desnudo. Bajé sus pantalones y sus slip y, arrodillada, comencé a mamar su enorme falo. Mi niño estaba tan caliente que no pudo mantener un rol pasivo durante la felación. Me sentó en la alfombre que cubría el suelo, apoyó mi espalda en la parte lateral de la cama, echó mi cabeza un poco hacia atrás y empezó a follar mi boca con fiereza hasta correrse en mi rostro. Pero no quedó tranquilo con eso, ya que, cuando me estaba duchando, se metió a la bañera, me tomó por la cintura, me inclinó un poco y me penetró hasta el fondo, sin miramientos. Se quedó con el pene adentro de mi vagina mientras me estimulaba el clítoris y los pezones para obtener una lubricación adecuada de mi chocho (hummmm…¡qué delicia!). Una vez que notó su polla mojada con mis flujos vaginales, empezó un rítmico mete y saca suavecito, exquisito.

Cuando percibía que me iba a correr, sacaba completamente su pene de mi vagina y lo frotaba contra mi henchido clítoris. Aquello me hacía gemir fuertemente, gritar a ratos y cuando casi bramaba de ansias, me lo incrustaba de nuevo entero. El asunto es que se corrió en mi espalda y, para hacerme acabar a mí, me comió el coño deliciosamente. Esta atención, tan tempranera y fuera de libreto, se la cobraría durante la fiesta a mi sobrina y a mi padre.

Terminada la atención y ya bañados y vestidos, nos dirigimos deprisa a mi consultorio. Llegamos justo a tiempo para hacer pasar a mi primer paciente. Era el hermano de otro paciente mío; tenía 45 años de edad, alto, atlético, muy guapo y de gestos refinados, distinguidos.

—Buenos días doctora. —me saludó y dio un beso en cada mejilla— ¡Qué sedosa y suave es su piel! ¿usa alguna crema facial especial? —preguntó.

—Semen —respondí sin meditarlo y en voz baja.

—Perdón ¿cómo dijo? No le entendí bien.

—Digo que se me han quedado el bolígrafo y el móvil en el bolso. —contesté inventando algo.

—Pues yo le presto un bolígrafo y el móvil no creo que lo necesite de momento.

—Ah…que bien. Gracias. Y…¿qué le trae por acá?

—Me encantaría decirle que usted, pero para mi desgracia no es así. Lo que pasa es que estoy miccionando con dolor y, un par de veces, he orinado con sangre.

—Ummmm…ya veo. ¿Ha sufrido de disfunción eréctil en el último tiempo?

—Sí doctora, pero lo atribuí al cansancio y al estrés.

—Tendré que examinarlo. Por favor pase a esa sala, se desnuda completamente y se tumba en posición decúbito supino en la camilla (Le ordené que tomase esa posición boca arriba y no la de genu-pectoral —mi preferida para pacientes no ancianos—, ni la de decúbito ventral o la de decúbito lateral solo para ver qué tan «equipado» estaba el hombre). Le haré un tacto rectal para averiguar cómo está su recto, si hay úlceras y/o pólipos, y para apreciar cómo está su próstata.

—Está bien, pero, por favor, hágalo con delicadeza ya que estoy «invicto» por ahí.

—No se preocupe. Hasta ahora nadie se ha quejado. Incluso yo diría que la mayoría lo disfruta. Jajajá.

Cuando entré a la sala de examen, mi paciente ya estaba en posición y al instante me percaté de la excelencia de su equipamiento genital y corporal: un pene largo y grueso tan exquisito que se me hizo agua la boca, unas piernas fuertes, un pecho velludo y un trasero carnoso y respingón. Me coloqué los guantes de látex y revisé, primero, las zonas perianal, perineal y sacrococcígea. Después unté con crema de glicerina mezclada con un poco de anestésico mi dedo índice. Luego de lubricar la zona anorrectal y tras vencer la resistencia del esfínter anal, introduje mi dedo con lentitud en el delicado agujero. Examiné circunferencialmente la mucosa rectal y el canal anal; valoré las zonas de induración, tumefacción y fluctuación, las irregularidades, excrecencias y estenosis Apenas toqué la próstata me percaté que los lóbulos laterales estaban muy inflamados. Aunque el lóbulo medio no presentaba mucha hinchazón; decidí no manipular la próstata y retiré mi dedo de su recto. Como tenía un enorme pollón, grueso y largo, me saqué los guantes y rodeé su polla con mi mano desnuda para "apreciarlo", tantearlo mejor. Al percibir que se ponía algo erecto aquel fenomenal pene, recordé el juramento hipocrático, lo solté y le ordené que se vistiese. Me retiré de la camilla y le dije:

—Bueno, lo cierto es que su próstata presenta inflamación importante en sus lóbulos laterales lo que unido a la micción con dolor, al cuadro de hematuria y a los eventos de disfunción eréctil me llevan a pedirle que se realice un PSA (antígeno prostático específico) y una ecografía prostática. Una vez que tenga los resultados me viene a ver de nuevo.

El paciente se fue, pero me dejó caliente: su atractivo físico y su gorda polla fueron las razones. Me humedecí un poco en mi entrepierna.

Tras atender a cinco pacientes más, llegó la hora del receso. Tomé a mi hijo de la mano y me lo llevé a un cuarto de atención de apremios sexuales. Ahora la urgida era yo por culpa de mi primer paciente. Así es que apenas cerramos la puerta me desnudé completamente, me recosté boca arriba en la cama y abrí mis piernas lo más que pude. Luego, melosamente, solicité a mi hijo:

—Amorcito, desnúdese y cómale el coñito a su mami mientras yo le mamo su picha. ¿ya?

Mi pequeño hizo lo que le mandé y realizamos un 69 de campeonato. Primero su lengua ensalivó mis labios mayores y menores, después me penetró velozmente con la lengua y, finalmente, frotó mi clítoris con pasión. Tras aquello sacó unas bolas chinas del armario de adminículos que hay en todas las habitaciones de ese tipo y un recipiente de salsa de frambuesas del pequeño frigorífico. Introdujo las bolas de menor tamaño en mi culo y las más grandes, en mi vagina. Después echó salsa de frambuesas en mis pezones y en torno a mi boca. Me chupó suavemente las tetas y luego me besó la boca con gran fruición. Después colocó de nuevo su verga en mi boquita y se la mamé con ganas desde la puntita hasta los cojones, imaginando que estaba chupando la gorda polla de mi primer paciente. Antes que mi niño eyaculara en mi boca, estimulada por toda la faena previa y por la acción de las bolas chinas en mis agujeros, tuve dos intensos y gemidos orgasmos.

Al salir, luego de higienizarnos, nos topamos con mi padre y mi sobrina fogosa. Ella se acercó a mi hijo, le dio un cachondo beso en la boca, al tiempo que le agarraba el rabo por encima de la tela del pantalón. Mi hijo aprovechó la ocasión, le abrió el delantal y le metió mano, sobándole las tetas y acariciando su tremendo culo y su chocho ardiente. Tras aquel escarceo, le dijo con toda desfachatez:

—Esta noche te destrozaré el culo y me haré unas cuantas cubanas con tus tetas, primita.

—Uuuuuy… ¡qué rico! Te cobraré la palabra. —respondió mi ardiente sobrina.

La tarde transcurrió sin grandes emergencias. Todos nos estábamos guardando para la fiesta que, por experiencia, sabíamos que se venía con todo.

Durante todo el día el salón de eventos, localizado en la última planta del edificio de la clínica, fue preparado bajo la estrecha supervisión de mi abuelo y su secretaria, mi hermana mayor.

La noche cayó y los asistentes a la fiesta comenzaron a llegar, por un ascensor privado, alejado de la vista de extraños, al salón de manifestaciones. Las primeras en arribar fueron las recepcionistas de la clínica, nuestro rostro más visible y parte importante en el engranaje de nuestra imagen corporativa. Una de ellas era una sobrina mía, una chica alta y con un culazo prodigioso al que le sacaba mucho partido. Otra era una morenaza, de enormes tetas, estrecha cintura y un culo muy cumplidor, aunque no sobresaliente en tamaño. Pero ella descollaba por su capacidad y experticia en mamar vergas. Atendía sin problemas (no me pregunten cómo, pero lo hacía) hasta cuatro pollas a la vez. De hecho, era la actual monarca de la felación de la clínica. Un reinado que se extendía por tres años consecutivos y que ninguna de sus congéneres habíamos podido jamás siquiera amagar, a pesar de reiterados intentos.

La tercera chica recepcionista era muy joven y estaba haciendo una práctica de media carrera. Había llegado recomendada a causa de su condición de ambidiestra: gozaba tanto con un rabo como con un coño. Además, siempre estaba dispuesta para atender una urgencia, integrar un trío u ofrecerse para un bukkake. Reunía una serie de características difíciles de hallar en una sola persona: guarra, caliente, bonita, de buen cuerpo y con una cara de incauta increíble con la que embaucaba y cautivaba a cualquiera que se propusiese.

La cuarta chica, por el contrario, era una pelirroja que no solo tenía cara de caliente, sino que también lo era y mucho. Amante del sexo anal, suave y salvaje, y con un culo esculpido a mano. Siempre que a un varón se le antojaba encular, ella estaba allí para facilitar las cosas. Adicionalmente, sus labios carnosos y su habilidad para usarlos a la hora de chupar y ordeñar vergas, la habían hecho acreedora al título de subcampeona de la clínica en el complejo arte de la felación.

Otro de los que llegó de los primeros, para felicidad de las chicas, fue Jordi, un anestesista que, en honor a la verdad, era más apreciado entre las chicas por su largo y grueso rabo que por su belleza física, bastante oculta. Sin embargo, con su simpatía, su pollón y su destreza para usarlo suplía cualquier carencia de belleza insustancial.

Esta fiesta tenía una disparidad de fuerzas entre hombres y chicas: había dos hombres por cada mujer. La faena se vislumbraba agotadora y extensa para nosotras, las féminas. Pero las chicas no estábamos tan desamparadas, pues entre nuestras filas contábamos con la reina y la princesa de las mamadoras; la reina del sexo anal también estaba presente para suplir la siempre abultada demanda de los varones por introducir su "cosa" por aquella estrecha senda, aquel "camino no asfaltado" que tanto agrada recorrer con su polla a los hombres.

El inicio formal de la bacanal lo dio, como casi siempre, mi abuelo, quien se folló arriba de un escenario, junto a mi padre, a la estudiante en práctica (la más tierna de las carnes femeninas). La ubicaron "a lo perrita" y mientras el abuelo le daba por detrás a su estrecha vagina, ella engullía la tranca de mi padre con fruición, con goce muy vivo.

La visión de aquella escena empinó varias vergas e hizo rezumar otras tantas vaginas de accionamiento veloz. Como el traje exigido para ingresar al salón de eventos era de Eva para las mujeres y de Adán para los hombres, lo antes dicho quedaba patente con una simple ojeada disimulada.

La escena siguiente mostraba a la chica acostada boca arriba, con las piernas abiertas y alojadas sobre los hombros de mi abuelo, con mi padre a horcajadas sobre ella haciéndose una cubana con sus primorosas domingas y mi abuelo preparando su culo para sodomizarla.

El ambiente se caldeó y los hombres se nos vinieron encima a las chicas. Raudamente echamos al ring, a la pelea, para afrontar la avalancha, a nuestras próceres mamadoras, quienes se hicieron cargo, en un santiamén, de siete briosas pollas.

El resto de las chicas o éramos magreadas con sutileza y suavidad por el resto de los varones o esperaban alcanzar su temperatura óptima para entrar en acción, mirando lo que sucedía tanto arriba del escenario como abajo del mismo.

Y lo que acontecía arriba del escenario estaba lejos de ser poco cachondo. La núbil chica (o en edad de merecer, como diría mi abuelo) se hallaba de costado, con una pierna levantada y flanqueada a cada lado por mi padre, que la follaba vaginalmente, y mi abuelo, que la enculaba rítmicamente como un treintañero. La primorosa Azucena —como llamaremos a la chica aquí— gritaba como un varraco, pero de puro gusto, pues entre grito y grito, pedía más entrega a los maduros varones.

Mi hermana mayor miraba con atención la escena, se relamía los labios, pero no mostraba inquietud alguna. Ella, más que nadie, sabía de la capacidad sexual de nuestro abuelo, quien a pesar de sus años, se la seguía tirando, indefectiblemente, mañana, tarde y noche en un cuarto interior de la oficina de él. Tal habitación la usaba el veterano semental para echar sus imperdonables siestas y para follarse a mi hermana, jóvenes representantes de ventas de los proveedores, aspirantes a puestos de trabajo en la clínica, entre otras que habíamos pasado por aquel cuarto lujurioso e insonorizado para deleitarnos con las mieles del buen sexo.

Yo, en cambio, me preocupé un poco ya que vi a mis parientes dando muestras de fatiga. Presurosa serví un par de vasos con bebida energizante y se los acerqué para que lo bebieran y recobraran fuerzas. El honor familiar estaba en juego y aquella chiquilla caliente parecía decidida a mancillarlo. Pero los múltiples lidiadores tenían la situación controlada; con una coordinada y rápida ráfaga de pollazos dejaron a la chica con sus agujeros llenos de semen, desmadejada, con los ojos en blanco y fuera de combate en estado de sopor.

Tras aquello, las cortinas del escenario se cerraron dando por finalizado el acto de inauguración de la fiesta.