Claudia
Lo cierto, mi preciosa Claudia, es que lo único que deseo es follarte durante toda la noche. Lo que no quieras darme lo tendré por la fuerza...
Claudia recorre la estrecha calle que separa la parada de autobús de su piso. Últimamente tiene que quedarse hasta tarde en el trabajo así que llega a su casa cuando ya ha anochecido. Un coche negro la cede el paso en el cruce. Ella sonríe levemente al conductor, en señal de agradecimiento, y cruza dando rápidas zancadas encaramada a sus altísimos peep toes negros. El conductor la observa cruzar, atontado. Tiene 23 años, 1´68 cm de altura, centímetro arriba centímetro abajo. Viste una camisa blanca con transparencias, que deja entrever un bonito sujetador de encaje negro, y una falda gris de tubo con una amplia raja en la parte trasera que asciende casi hasta su trasero. A pesar de su patente delgadez, la ropa resalta sus bonitas curvas. Culito respingón y el pecho redondo, quizás algo más grande de lo que correspondería a su delgado cuerpo. Lleva su pelo negro cortado a media melena, peinado siempre con unas cuidadas ondas que le dan un aire clásico. Su piel pálida carece de imperfecciones. Los ojos azules e indefinidamente grandes, labios carnosos, sonrisa tan blanca como su piel. Es simplemente preciosa.
Media hora después sale vistiendo una sudadera y mallas de deporte, el pelo recogido en una graciosa coleta y la cara limpia. No importa lo tarde que acabe de trabajar, cada tarde sale a correr por la ciudad. Siempre el mismo trayecto, es metódica hasta en eso. Hace unos cuantos ejercicios de calentamiento al salir de casa y echa a correr. Después de un tiempo llega al parque donde siempre se para a recuperar el aliento. Ese día debe ser particularmente tarde, apenas se ve gente a pesar de ser viernes. Se acerca trotando a beber agua de la fuente como hace cada día. Y de repente…la oscuridad.
Despierta. No sabe si ha pasado una hora o un mes. La cabeza le da vueltas y tiene una extraña sensación alojada en la boca del estómago que le da ganas de vomitar. Sin ser muy consciente aún de lo que ha pasado, de donde está, intenta mover los brazos, buscando quizás una lámpara, algo de luz que le ayude a saber dónde está. Algo le aprisiona las muñecas, impidiéndola moverse. Cuerdas de nylon, quizás. Tiene la misma sensación al intentar mover sus pies. Está aterrada. Sin consciencia del espacio y del tiempo y atada a una cama ¿podría ser peor? Nota la ropa sudada pegarse a su cuerpo, y siente alivio por estar vestida al menos. ¡Menuda tontería! Como si estar vestida le fuese a ayudar a saber dónde está y cómo puede salir de allí.
Una puerta se abre y un fugaz haz de luz rompe la oscuridad de la habitación. Demasiado fugaz para que los ojos de Claudia se acostumbren de nuevo a la claridad y puedan vislumbrar algo entre la penumbra. Se oyen pasos, sea quien sea quien ha entrado en la habitación está claro que la conoce. Ningún tropiezo, ni golpes contra los muebles, si es que los hay. De repente se enciende la luz y Claudia, entre incontables parpadeos, adivina la figura de un hombre. Parece muy alto, quizás 1,85 cm, y fuerte. Viste enteramente de negro, pantalones de pinzas y una camiseta que marca un torso bien definido. Y la mira, no la ha quitado ojo desde que se ha encendido la luz. Oculta su rostro tras un pasamontañas, negro como el resto de su indumentaria. Sus ojos son grises y fríos, como una mañana de invierno que anuncia tormenta. Sin dejar de mirarla, sonríe mostrando una sonrisa de anuncio, agacha levemente la cabeza y se muerde el labio inferior. Claudia siente como el pánico la paraliza, quiere gritarle, insultarle, pedirle que la suelte y la devuelva a su casa, a su vida, pero nota la garganta sequísima y no se siente capaz de emitir siquiera un leve carraspeo. Él se acerca a la cama donde ella permanece atada, sin apartar su gélida mirada de los ojos de Claudia, mirándola como un lobo mira a su presa. Ella se estremece cuando él se coloca sobre ella en la cama, acercando su cara a tan sólo dos centímetros de la suya. “Buenos días, princesa” le susurra al oído.
Claudia estalla como un volcán que llevase años aletargado, esperando el momento idóneo para entrar en erupción. Comienza a retorcerse, a llorar, a gritar, intenta desesperadamente moverse aunque sea unos milímetros. Pero las cuerdas la mantienen inmóvil y el peso del cuerpo de aquel desconocido sobre su cuerpo hace que la empresa sea aún más difícil. El desconocido levanta la mano y le cruza la cara de un golpe seco.
- Guapa, más te vale estar quietecita. No quiero hacerte más daño del estrictamente necesario, pero si te pones a gritar y a patalear como una loca no tendré más remedio que hacerlo. Ya te he secuestrado, así que créeme cuando te digo que no me temblará el pulso – el extraño se levanta de la cama y se aleja unos pasos, con los ojos aún clavados en ella
- ¿Qué quieres de mí? No tengo mucho dinero, pero te daré todo lo que tengo. No me hagas daño, por favor - suplica Claudia, aterrada.
- Lo único que quiero es a ti. No quiero dinero, no me hace falta. De ti depende lo que pase esta noche. Puedes volver a comportarte como una histérica y obligarme a hacerte más daño del que puedas soportar, o darme lo que quiero y que los dos pasemos un buen rato. Lo cierto, mi preciosa Claudia, es que lo único que deseo es follarte durante toda la noche. Lo que no quieras darme lo tendré por la fuerza, así que medita muy bien cada paso. De lo contrario, lo lamentarás – le contesta el desconocido
Su voz es firme y serena. Y el tono en el que habla no deja lugar a dudas de que es más que capaz de cumplir sus amenazas. No ha dejado de mirarla ni un instante, ni siquiera para parpadear y eso la aterra. Y sabe su nombre, por alguna razón que se escapa a su entendimiento, ese indeseable la conoce.
- ¿Quién eres? ¿Por qué yo? – acierta a decir.
- Porque no soporto ese aire de superioridad, esa sensación de estar de vuelta de todo, cuando en realidad no sabes una mierda de nada. Tan meticulosa, tan doña perfecta. Seguro que te matabas por ser la primera de la clase en todo. Pero es todo apariencia, ¿verdad? Vistes como vistes, para provocar, para que miren lo zorra que eres cuando la realidad es que no has tenido un triste orgasmo en tu vida. No te preocupes, princesa, he captado tus señales. Y voy a darte lo que necesitas.
El desconocido comienza a descalzarse, y a quitarse la ropa hasta quedarse sólo con un bóxer de color negro, lentamente, con eterna parsimonia. Y no deja de mirarla. No hay expresividad en sus ojos, ni en sus labios, sólo la observa en silencio mientras se deshace de la ropa que lleva puesta. Ella le grita, suplica que la suelte, le dice que se equivoca, que ella es buena persona. Él abre el segundo cajón del viejo escritorio color caoba que hay frente a la cama y coge algo metálico y brillante. Se vuelve a colocar sobre Claudia con la parsimonia habitual. Resulta exasperante, aún peor que el aciago futuro que le aguarda es la calma con la que el desconocido actúa. Claudia clava la mirada en su mano y descubre que lo que ha extraído del escritorio son unas enormes y afiladas tijeras. “No me hagas daño por favor” – solloza ella. El extraño comienza a cortar la sudadera de Claudia, de abajo a arriba, con la misma calma y serenidad que quien quiere desenvolver un regalo sin romper el bonito papel en el que está envuelto. Repite la misma operación con las mallas, primero una pierna, de abajo a arriba, y luego la otra, con la precisión y concentración con que practicaría una operación de neurocirugía. Separa lentamente la tela cortada de la sudadera y acaricia suavemente con los nudillos la piel que queda al descubierto, siguiendo con la mirada el movimiento de su mano a través de cada milímetro de piel desnuda, recreándose en la belleza de sus formas. Ella se estremece de miedo, pero también de desconcierto. No comprende como alguien que la ha secuestrado y atado, pueda acariciarla con tanta dulzura y suavidad. Las manos del hombre ya están en sus bragas, acariciando la fina tela con delicadeza. La agarra del mentón y obligándola a levantar la cabeza susurra “Me lo acabarás pidiendo”. Y le arranca las bragas de un tirón.
Claudia suelta un aullido desesperado, grita como si no hubiese mañana. Él la vuelve a callar de un golpe y tapándole la boca fuertemente con la mano, le dice:
- ¿No habíamos quedado en que ibas a portarte bien? Tienes una piel demasiado bonita para destrozarla a golpes…
Dirige sus manos hacia su sujetador y tira hacia abajo, liberando los senos de Claudia de su prisión de tela. Se aleja un poco para poder contemplarla entera, así, desnuda. Para él. A su entera disposición. ¡Tanto tiempo obsesionado con ella y ahora es suya! La piel clara y suave como una brisa de verano, piernas finas e interminables, bien formadas y duras por el deporte; el vientre plano y las costillas ligeramente marcadas, y sus dos preciosos pechos, pálidos, grandes y redondeados, coronados por dos pezones rosados, del tamaño perfecto.
- Sabía que eras preciosa – murmura mientras se agacha y hunde la cabeza en su pecho.
Comienza a lamer sus pezones con fuerza, mientras sus manos comienzan a manosear los generosos pechos de Claudia. Ella se intenta retorcer bajo el cuerpo desnudo de su captor, pero resulta inútil, el es mucho más grande y apenas puede moverse unos milímetros. El desconocido continúa lamiendo sus pechos, con fiereza, cada vez más rápido, como si quisiese resarcirse así de todo cuanto le había sido negado hasta entonces. Sus manos descienden por la piel de seda de Claudia, buscando su entrepierna, sin dejar de dar pequeños mordiscos a los rosados pezones de su presa. Claudia solloza, intentando contenerse para no gritar. No quiere que vuelva a golpearla. Las experimentadas manos del desconocido se abren paso fácilmente en su coñito rasurado. Sus dedos se deslizan entre los labios mayores Claudia, separándolos, mientras el dedo pulgar busca su clítoris.
¡Eso es demasiado para Claudia! No puede negarse que el desconocido sabe como excitar a una mujer. Pero Claudia se niega a sí misma, se niega a aceptar que las sabias caricias de su captor, del hombre que la ha secuestrado para violarla, le hacen estremecer. El individuo no ceja en su empeño de excitarla y desliza uno de sus dedos dentro de su vagina. Claudia ahoga un gemido, casi imperceptible, no quiere darle el gusto a ese malnacido de oírla gemir. Pero el cuerpo no sabe mentir y su captor pronto se da cuenta de que sus dedos se deslizan cada vez con más facilidad. El hombre desentierra la cabeza de entre los senos de Claudia, y vuelve a clavar su mirada gris en ella. Se incorpora sin dejar de mirarla, con una sonrisa de satisfacción grabada en su rostro encapuchado.
- ¡Vaya, vaya! La zorrita se empieza a poner cachonda. Sabía que eras una auténtica puta, pero pensaba que te resistirías un poco más – su captor suelta una estruendosa carcajada.
Claudia comienza a insultarle, se siente humillada, culpable de disfrutar de las caricias de semejante hijo de puta. Pero él ya no la escucha, se deshace con su calma habitual de los calzoncillos y vuelve a ocupar su sitio, sobre el delicado cuerpo de su víctima. Inevitablemente, los acuosos ojos de Claudia se dirigen hacia la polla de su secuestrador. No puede evitar un gesto de sorpresa, ¡es enorme! Ya le hubiera gustado que Jorge, su ex novio, estuviese la mitad de bien dotado. Él se da cuenta de que ella no quita los ojos de su miembro, y con una sonrisa socarrona le susurra “Vas a gemir como una puta”. Y sin más preámbulo, se la clava con un solo movimiento. Comienza a cabalgar sobre ella, con fuerza, mientras Claudia intenta, en vano, resistirse a sus embestidas. Está cada vez más mojada y a duras penas puede contener los gemidos en su boca. Él se la saca entera y vuelve a clavársela de golpe, hundiéndose por completo en ella. Pega su cara a la de Claudia, sin dejar de embestirla rítmicamente, y con su mano derecha la agarra del pelo y tira hacia atrás. Le dice “Vamos putita, quiero oír como gimes. No disimules más, lo deseas tanto como yo”
Claudia se abandona bajo las furiosas embestidas de su captor y comienza a gemir como nunca. Ya no le molestan las ataduras de las manos y los pies, únicamente siente placer. Su captor para de golpe y separa unos centímetros su cuerpo del de ella. Ella, invadida por placer, totalmente mojada, lo mira con lascivia, abandonada a un placer que no ha sentido nunca. Él la mira, burlón, mientras ella intenta inútilmente acercarse a su cuerpo, buscando desesperadamente el contacto de su polla.
- Sabes lo que quiero oír… - le dice con voz ronca
- Fóllame…por favor… - se oye decir Claudia a sí misma, sin acabar de reconocerse en esas palabras
- Te dije que me lo acabarías pidiendo…
Suelta otra carcajada, y sin hacerse esperar más, vuelve a clavársela sin piedad. Comienza otra vez el hipnótico vaivén entre las piernas de Claudia, pero esta vez ella se mueve también. Sin parar de gemir, de gritarle que no pare de follarla, siente que ya no puede más. Va a correrse con la follada que le está pegando ese desconocido. Las contracciones no tardan en aparecer, y entre innumerables jadeos y arqueos de espalda, se corre como nunca. Él se incorpora y la mira complacido. Acerca su enorme falo a los rosados labios de Claudia y le dice “Creo que no hace falta que te pida nada, zorra”. Ella abre la boca y acoge, hambrienta, la polla de su captor. Su boca resbala con extrema facilidad por la verga del desconocido, empapada de sus propios fluidos. Él gime, abandonándose al placer que le proporciona la mamada de Claudia. La vuelve a coger del pelo, esta vez para acompañar el vaivén de sus caderas follándose la garganta de Claudia. Ella se atraganta, pero rápidamente vuelve a su labor. El desconocido ya no puede más, lleva demasiado tiempo aguantando, y comienza a correrse, descargando su semen en la boca de Claudia, presionando la cabeza de la chica contra él, obligándola a tragárselo todo.
Tras unos segundos recuperando el aliento, se aparta de ella y vuelve a colocarse el bóxer en su sitio. Sale de la habitación, dejando sola a Claudia con sus remordimientos, y vuelve unos minutos después, con un vaso de agua en la mano. Se lo acerca con amabilidad, ayudándola a beber.
Claudia despierta en su cama cuando el reloj marca las 14: 23. Lleva puesto uno de sus camisones y la cabeza le duele horrores. Quizás todo haya sido sólo un sueño, un horrible sueño. Pero la imagen de unas rozaduras en sus muñecas y sus tobillos la devuelve de un golpe a la realidad. Ha pasado. La ignorancia se va, dejando paso a la culpa. Culpa por haber gozado en los brazos de ese desconocido. Su mirada se detiene sobre la mesilla de noche. Allí descansa un sobre blanco, a su nombre. Extiende la mano temblorosa y lo abre mientras dos pesadas lágrimas resbalan por sus mejillas.
“Por otra parte, aquella noche era incapaz de pensar demasiado, de concentrar su pensamiento en un objeto cualquiera, de resolver una cuestión con conocimiento de causa; no experimentaba más que sensaciones. La vida había sustituido al razonamiento.”
Fiódor Dostoievski (Crimen y castigo)
Sin comprender muy bien el significado de aquella nota, Claudia intenta pasar el fin de semana lo mejor que puede. Pero la culpa le corroe. Es incapaz de hacer cualquier cosa si no torturarse una y otra vez. Piensa en acudir a la policía y poner una denuncia, pero rápidamente deshecha la idea. ¿Qué va a decirles? ¿Que le gustó? ¿Que se corrió cuando un desconocido la follaba? A veces la culpa deja paso a la obsesión, a la imagen de las caricias de ese extraño sobre su piel, su manera de cabalgarla, de hacerla estremecer, gozar como nunca.
Después de pasar el fin de semana como un alma en pena, vuelve a su trabajo en la empresa de publicidad. Eso le hará volver a la normalidad, a su vida de siempre. Pero algo ha cambiado. Inconscientemente, se viste con un jersey fino de cuello vuelto y un pantalón de traje gris marengo, una indumentaria mucho más recatada de lo que es habitual en ella.
Cuando llega a la oficina, encuentra una rosa amarilla sobre su escritorio. No lleva nota, así que extrañada se acerca al mostrador de recepción, a ver si Laura, la recepcionista, sabe de quién es. Laura le dice que la han mandado de la floristería a primerísima hora de la mañana.
- Las rosas amarillas son para pedir perdón ¿sabes? – le comenta Laura.
Una voz a sus espaldas interrumpe la conversación. Iván, el hijo del dueño de la empresa, acude como cada mañana a recepción a pedir su correspondencia. Apoya el libro que lleva en la mano sobre el mostrador, mientras Laura busca sus cartas y se las tiende con una sonrisa de oreja a oreja. Él le devuelve la sonrisa, agacha la cabeza, muy levemente y se muerde el labio inferior.
¡Ese gesto! Claudia lo ha visto antes pero no acierta a adivinar dónde. Lo ve alejarse mientras su mente intenta atar cabos. La voz de Laura le saca de sus pensamientos.
- ¡Está para mojar pan! – dice divertida – ¡Vaya, se ha olvidado el libro!
Extiende el libro hacia Claudia. Sobre la pasta del libro aparece impreso en letras negras el título: Crimen y castigo. Los ojos de Claudia buscan desesperados a Iván, vidriosos; mientras sujeta en una mano el libro y la rosa en la otra. Lo ve unos metros más allá, charlando con los demás jefes, antes del trabajo. Él se percata de ello, y le devuelve la mirada. La mira como un tigre mira a su presa.
Sus ojos son grises y fríos, como una mañana de invierno que anuncia tormenta…