Clases de Natación

Un joven padre de familia se siente atraído por el atractivo profesor de natación de su hijo, que aprovecha la oportunidad para enseñarle algo más que a nadar.

CLASES DE NATACION

Una de las cosas para las que siempre procuro tener tiempo, es mi hijo Ricardo. A pesar de que todavía es un niño, o tal vez porque aun lo sea, se que ese tiempo, aunque breve, es muy importante. Así que no había junta de trabajo, compromiso social o quehacer alguno que lograra que yo faltara a esa promesa que me hice a mí mismo de estar para él cuando me necesitara. Y la clase de natación, dos veces por semana, era una de esas necesidades.

Solíamos llegar temprano, bastante antes de que el resto de sus compañeritos llegaran con su acostumbrado alboroto. Ricardo, a pesar de tener sólo 5 años era un niño bastante responsable, y a mi me gusta alentarlo para que lo fuera.

Como siempre, los primeros – nos saludó Rafael, el profesor de natación.

Asentí con cierto orgullo mientras le devolvía la sonrisa.

Ojalá así fueran todos – se quejó mientras comenzaba a sacar los flotadores del armario y yo me sentaba a mirar ese ritual que ya había observado tantas veces. Tantas, que en algún momento y sin apenas darme cuenta había dejado de importarme el ritual en sí y había comenzado a fijarme más en la elegante figura de Rafael.

Le calculaba unos 35 años, apenas un par de años más que yo, pero con una figura que parecía de 20. El ejercicio, qué más, me consolaba a mí mismo, mientras autocriticaba mi incipiente abdomen y mi pecho poco definido.

El continuaba sus labores, hablando sin mirarme, sin darse cuenta de que yo aprovechaba su descuidada charla para seguir tomando nota de su envidiable físico. De aquellas piernas largas y fuertes. De las manos nervudas y antebrazos potentes. De su espalda ancha y el ajustado traje de baño.

Listo, campeón? – le pregunté a Ricardo cuando emergió de los vestidores preparado para su clase. No pude dejar de sentir cierto remordimiento por los pensamientos que llenaban mi cabeza apenas segundos antes.

Comienza a calentar – le dijo Rafael al niño, señalándole la alberca – dos vueltas pataleando y enseguida te alcanzo – le ordenó.

Tenía una voz profunda y rica. Una voz que uno sabía que debía de obedecer. O al menos eso imaginé que sentirían los niños al escucharlo. También imaginé que yo mismo bien podría obedecerla, aunque no llegué a concretar cuáles serían las órdenes que esa voz podría darme a mí.

Y a ti no te gusta nadar? – preguntó Rafael de pronto.

No soy muy bueno, la verdad – le confesé, mirando al piso, de pronto imaginando que él tenía la facultad de leer lo que pasaba por mi mente.

Pero Ricardo es un excelente alumno – continuó diciéndome mientras se acercaba, de pie frente a mi, las piernas abiertas, el ajustado bañador casi frente a mi cara – porqué dices que no eres bueno?

No tengo buena condición – le expliqué, mirando hacia arriba, hacia la voz profunda, hacia el pecho quemado por el sol, con tetillas rosadas, ligeramente hinchadas, noté, botoncitos de carne que de pronto parecían llamarme tanto la atención.

No te creo – dijo poco convencido – ponte de pie, ordenó.

Y obedecí. Así nada más. Allí estaba, la primera orden y la había seguido sin chistar, sin apenas darme cuenta.

Me puso las manos en los hombros. Su toque fue suave, pero eléctrico. O tal vez sólo era mi imaginación, pensé angustiado, de pronto confundido, como si yo mismo tuviera de nuevo 5 años.

Buenos hombros – dijo palpando sobre mi camisa – músculos un poco suaves, pero mejorarían inmediatamente con algo de ejercicio.

Tú crees? – pregunté de la manera más insulsa y estúpida.

Abre las piernas – dijo como si no me hubiera escuchado, y también obedecí sin dudar.

Se agachó y apretó con sus manos mis pantorrillas. Contuve el aliento. Las manos en las rodillas, subieron rápidamente hacia los muslos. Una revolución en mi vientre. Qué me estaba pasando?

Buena definición en las piernas – concretó volviéndose a poner de pie, mirándome a los ojos, sonriendo de nuevo, el mismo Rafael de siempre, el profesor de mi hijo. Nada malo podía estar rondando su mente y tampoco debería de suceder en la mía.

Los niños comenzaron a llegar, salvándome de aquella incomodidad, pero dejándome también con la angustiosa duda de si aquellas manos podrían haber seguido subiendo por mi cuerpo, con la atormentante duda de hasta dónde podía llegar todo aquel asunto. Hasta dónde quería llegar yo mismo, hasta dónde el profesor.

Con aquellos pensamientos busqué la grada donde acostumbraba observar la clase de mi hijo, y me sorprendió notar una tremenda erección en mis pantalones, que disimulé lo mejor que pude delante de las mamás que ya me saludaban con familiar regularidad. Aun allí, al amparo de la pequeña multitud, seguía sintiendo las manos del profesor entre mis piernas, en los muslos, subiendo poco a poco, acercándose a mi sexo. De verdad había sucedido?, no sería una fantasía solamente?, me pregunté tratando de poner cierto orden lógico a lo sucedido.

Desde el agua, Rafael me miraba de vez en cuando, o al menos eso me parecía. Yo disimulaba y pretendía no darme cuenta, y saludaba a mi hijo cuando su manita se agitaba desde la alberca, haciéndome sentir aun peor.

Cuando la clase terminó, me acerqué a la orilla, al igual que los demás padres con toalla en mano, para recibir al pequeño ratón mojado y arroparlo camino a los vestidores. El profesor se entretuvo con los acostumbrados comentarios que los orgullosos padres hacían sobre el progreso de sus retoños. Yo escapé tras el mío, al amparo de los vestidores, sin querer dar lugar a un nuevo acercamiento. Sin embargo, cuando casi lo lograba me topé con Rafael, en la puerta de salida.

Qué decidiste? – preguntó – el pelo escurriendo sobre la frente, los ojos un poco irritados por el agua clorada, la sonrisa tan brillante como siempre.

Acerca de qué? – le pregunté a sabiendas de lo que preguntaba.

Las clases de natación para ti – explicó, dando pequeños saltitos sobre el piso, haciendo que el agua salpicara, que sus pectorales danzaran, y cómo no darse cuenta, que el húmedo bulto de su entrepierna se moviera con el inocente salto y que mis ojos, mucho más rápidos que mi cerebro registraran todos esos detalles y me nublaran el pensamiento.

No se – terminé diciendo – me daría penar venir a tomar clases entre tantos chiquillos.

La carcajada resonó tan clara como el agua de la alberca.

No seas tonto – dijo todavía riendo – no sería en la misma clase, con los niños.

Me sentí estúpido, pero también aliviado.

De hecho tendría que ser bastante tarde – continuó, mientras sacudía la cabeza, salpicándome un poco más – a eso de las nueve de la noche, un par de veces por semana, cuando el deportivo haya cerrado.

Las campanitas de alerta sonaron inmediatas en mi cerebro. La piel me escoció sin poder controlarlo y un retortijón de deseo se disparó desde el nudo de mi estómago hacia el resto de mi acalorado cuerpo.

No se – me resistí todavía – como si me estuviera pidiendo algo ilegal, algo que sobrepasaba mis límites, mis temores más profundos.

Podemos probar – dijo él simple y llanamente – y si no te gusta, no hay problema.

Asentí y él sonrió satisfecho. Me dio una palmada en la espalda y comenzó a marcharse, pero se dio la vuelta y me susurró al oído.

Aunque presiento que te va a encantar.

El regreso a casa fue un sinfín de emociones contradictorias. A ratos decidía olvidarlo, luego me convencía que no podía ser tan malo, o que a lo mejor yo estaba dándole un falso enfoque a todo aquello y que no me caería mal un poco de ejercicio. Pero las señales eran evidentes y también perturbadoras, y el sudor acalorado de mi cuerpo humedeciéndome las axilas y la entrepierna no me permitía engañarme tan fácilmente.

El parloteo de Ricardo en el trayecto a casa me ayudó a olvidarme de todo. El beso de bienvenida de mi mujer no ayudó a sentirme mejor precisamente. Finalmente decidí mandar todo al carajo y pedirle que ella llevara al niño a sus clases de natación la próxima vez, a lo que el niño se negó rotundamente, recordándome que ese era nuestro trato. Me di por vencido.

En los días siguientes me descubrí de pronto preocupado por mi cuerpo.

No crees que estoy hecho un cerdo? – le pregunté a mi mujer, desnudo frente al espejo, reprobando todo lo que tenía enfrente.

No, mi vida – dijo ella enviándome un beso en el reflejo – estás hecho un verdadero papacito.

No, en serio – le dije, girándome, mostrándole el incipiente rollo de grasa en la cintura, las caderas, los brazos.

Pues yo veo un hermoso cuerpo masculino que cualquiera desearía – dijo ella amorosa, y me abrazó desde atrás – y con un rico trasero que me encanta.

Abandonó la habitación, mientras yo reflexionaba en eso del trasero. Me viré y paré las nalgas. No estaban del todo mal, pensé. Firmes todavía. Abultadas pero suaves, ligeramente velludas. Las toqué y las separé, tratando de verme el agujero, aunque no lo conseguí. Imaginé las manos del profesor haciendo aquello en mi lugar. Me visualicé abriéndome las nalgas para él. Tuve una erección inmediata. Me asusté. Nunca había tenido esas clases de pensamientos. Nunca al menos de forma tan consciente, poniéndole cara y nombre a la fantasía.

Los días pasaron y llegó el martes. Día de natación, me recordó Ricardo en el desayuno. Jornada de trabajo normal, día carrereado para recoger al niño, la mochila, el tráfico, y la llegada a la alberca. Rafael en el vestidor, sonrisa matadora, y allí me decidí.

Sobre las clases – le dije, mirando al piso, a las paredes, al techo, jamás a sus ojos.

Te espero a las nueve en punto – dijo. Dejaré sin llave la puerta del anexo. Cierra luego de que entres – y esas fueron sus únicas instrucciones.

La clase de Ricardo transcurrió de modo normal y regresamos a casa. La merienda fue agradable y aproveché para decirle a mi mujer de mi nueva decisión de hacer ejercicio.

Ya te dije que estás hecho un cuero, mi vida – dijo ella – pero el ejercicio te va a poner mejor todavía.

Sandalias, toalla, traje de baño, desazón en el pecho y hormigueo en la entrepierna. Efectivamente, la puerta del anexo no tenía llave. El deportivo se veía extraño sin la gente y el ajetreo acostumbrado. La alberca estaba iluminada, pero las gradas no. Desde la oscuridad, emergió Rafael.

Me alegra que vinieras – dijo a modo de bienvenida. Sonreí, estatua de arena, temblando por dentro, incapaz de dar un paso. – Vamos - apremió él – fuera ropa. Como no me moví se acercó y me empujó hacia los vestidores – anda, que se hace tarde - apremió.

En el vestidor, sólo él y yo. Por primera vez completamente solos. Comencé a desnudarme, y él tomó asiento mirándome. Me sentí incómodo, pero a la vez complacido de tener su mirada sólo para mí. De forma mecánica desabotoné mi camisa y pantalones. Me sentí algo estúpido con los pantalones a media rodilla trastabillando para desanudarme los zapatos.

Será mejor que te sientes – dijo Rafael con malévola sonrisa, disfrutando de mi total descoordinación, de mi nerviosismo o lo que fuera que estuviera sufriendo en ese momento.

Me senté en un banco frente a él, sintiéndome torpe y sin saber qué hacer para remediarlo. Terminé zafándome los zapatos y me arranqué los calcetines. Rafael me seguía observando y terminé de quitarme los pantalones. Ya sólo me quedaban puestos los calzoncillos. Qué acaso pretendía quedarse allí hasta que estuviera completamente desnudo?. No se movió de su sitio, y los segundos pasaban mientras yo me aferraba a mis calzones como si fueran un salvavidas y yo estuviera a punto de morir ahogado.

Tal vez para animarme, para hacer el trago menos amargo, o simplemente para terminar de complicar las cosas, Rafael se puso de pie justo en ese momento. Llevaba ropa deportiva, así que no batalló para bajar la cremallera de su chamarra ni para deslizar sus pantalones hasta los tobillos. En un par de segundos estuvo listo, con el ceñido, muy ceñido traje de baño como única vestimenta y listo para empezar la clase.

Venga – me animó – que no tenemos toda la noche.

Me quité los calzoncillos y me di la vuelta inmediatamente, buscando en mi mochila el traje de baño. Sentí su mirada en mi cuerpo, pero no hizo ningún comentario. Lo seguí a la alberca en total silencio. Las luces del agua iluminaban su cuerpo perfecto. Se lanzó a la alberca con una gracia envidiable y yo me lancé con la delicadeza de un hipopótamo.

Empezamos la clase con cierta tensión, pero pronto el ejercicio me relajó y me olvidé de todo nerviosismo. La respiración agitada, el agua fresca, las instrucciones precisas y el deseo de hacer un buen papel ante sus ojos. La hora transcurrió rápidamente. Salimos del agua y nos fuimos a las duchas. Comentábamos sobre la clase, me daba consejos sobre la técnica que debía mejorar, me sugería una dieta balanceada, aunque comencé a perderme sus palabras al verlo despojarse del traje de baño y abrir el agua de las regaderas. Su cuerpo, completamente desnudo era perfecto. De espaldas a mi, tuve el tiempo suficiente para admirar sus hermosas piernas y sus admirables nalgas. La espalda ancha y ligeramente pecosa, sus pies grandes y masculinos.

Anda – me apremió de nuevo – que el agua está perfecta.

No tanto como tú, pensé mientras sentía de nuevo vergüenza por mi físico, nada hermoso comparado con el suyo. Abrí la regadera sin quitarme el traje de baño, teniendo cuidado de dejar una regadera vacía entre los dos.

No me vas a decir que pretendes bañarte de esta forma? – dijo señalando mi traje de baño, y sin mayor preocupación se acercó con dos zancadas y me bajó la prenda antes de que pudiera hacer nada.

Para no quedar como un tonto, hice como si no pasara nada y continué bañándome, aunque evité mirarlo, concentrándome en el shampoo, en la pared y en las burbujas de jabón resbalando por mi cuerpo.

Qué pinches nalgas mas ricas tienes – declaró de pronto.

Cómo? – pregunté estupefacto, incapaz de creer lo que acababa de escuchar.

No te hagas pendejo – dijo acercándose sonriente – que bien que lo sabes.

Ya deja de estar jugando, Rafael – le dije – tratando de darle una salida cómica a su comentario.

Yo no juego – dijo – lo digo muy en serio - y para recalcarlo me agarró las nalgas sin el menor empacho.

El agua de la ducha seguía corriendo, nublándome la vista, pero no tanto como para no ver su rostro muy cerca del mío, no tanto como para no sentir su mano fuerte y segura tentando mi trasero, agarrando la nalga derecha, luego la izquierda, luego ambas.

Un puto y delicioso culito el que tienes, eh? – me dijo suave y ronco al oído.

De nuevo no contesté. El agua seguía cayendo y si abría la boca podría ahogarme, pensé, aunque me di cuenta que ese era el más estúpido de los pretextos.

Y me lo vas a prestar esta misma noche – continuó hablando Rafael, ahora deslizando un dedo por la raja de mis nalgas, resbalando por el humedecido canal, encontrando rápidamente el sensible agujero de mi ano.

Como no contestara nada, asumió mi silencio como tácita aceptación. Pegó entonces su cuerpo desnudo, tan desnudo, al mío. Sentí en la espalda su pecho, sus caderas contra las mías, y una innegable erección se repegó contra mi trasero. Se sentía enorme, aunque no me atreví a voltearme para constatarlo. Me besó la nuca, aunque más que beso fue un lametón procaz y provocativo. Entonces me giró y me besó en la boca. Ni siquiera en las películas me gustaban los besos entre hombres, pero de pronto estaba allí, protagonizando uno yo mismo. Su lengua era inquieta y demandante. Se metió entre mis labios, forzándome a abrirlos, mientras sus manos seguían todavía en mis nalgas, amasándolas como si le pertenecieran. A lo mejor era así.

El beso terminó, pero no los lenguetazos, que ahora descendieron por mi cuello, voraces, acaparadores, mientras las manos ahora apretaban mis pechos, con aquella misma urgencia devastadora. La lengua llegó hasta ellos, y se concentró en mis tetillas, despertándolas con un eco rabioso e inesperadamente sensual. Carajo, estaba tan caliente como pocas veces lo había estado en mi vida.

Pero antes – dijo son soltar mi tetilla de su boca – antes de disfrutar de tu culito – mas besos, mas mordiscos de tetillas – antes me vas a dar una soberana mamada – ordenó.

Con las manos en los hombros, me obligó prácticamente a arrodillarme frente a él. El agua cayó entonces por su cuerpo, descendiendo en una cascada por su pecho, vientre y sexo. Ahora sí, aunque no quisiera verlo lo tenía frente a mí. Hinchado y poderoso, erguido y tieso. Una verga grande y maravillosamente bien formada. La cabeza sobresalía del prepucio gorda y tirante. El agua escurría de su vientre a su velludo pubis y escapaba entre sus ingles, bañando sus huevos.

Tomó mi cabeza entre sus manos y la acercó hasta su verga. Abrí inmediatamente la boca y me la comí. Ahora si no había ninguna duda. A eso había venido, pensé, y eso iba a obtener. Y eso estaba delicioso. Más, mucho, mucho más de lo que había imaginado. El glande grueso y caliente calzaba a la perfección con mi boca. Mis labios lo rodearon, tratando de abarcarlo en su total magnificencia.

Que boquita tan mamadora – dijo el profesor de natación – y golosa de a madres! – completó.

Asentí sin sacarme el enorme trasto de la boca, sintiendo cómo mi frente pegaba en su duro abdomen y mi nariz y ojos en la pelambre mojada de su pubis.

Cómetela toda – continuó Rafael – cómetela entera y disfrútala mucho, porque dentro de poco la tendrás bien enterrada en el culo.

Sus palabras me hicieron estremecer y me atraganté con más ganas todavía. Pasaron diez minutos, diez minutos eternos y lujuriosos. Lamí el grueso tronco venoso, los huevos peludos, las ingles y el ombligo. Le dejé que guiara mi cabeza a todas las partes de su cuerpo que deseaba, y aún así, no me sentía satisfecho. Quería más, mucho más, pero Rafael decidió que ya era suficiente.

Venga – dijo tomándome de la mano, ayudándome a incorporarme, y lo seguí mansamente hasta el área de los vestidores, escurriendo como un perro callejero perdido, pero tomado de su mano.

Con toalla en mano, friccionó todo mi cuerpo, mientras comenzaba de nuevo a besarme las orejas, el cuello, la nuca y la espalda. Me secó el pecho mientras me besaba en la boca y de paso se secaba también su cuerpo. Estiré una mano para acariciar su pene, juguete nuevo, maravilloso y difícil de abandonar.

Te encanta la verga, verdad? – preguntó malicioso, y no le respondí, porque no sabía si me gustaban todas las vergas, pero sí sabía que me encantaba la de él.

Cuando terminó de secarme, extendió el par de toallas en el piso.

-Venga, putita – me dijo señalando las toallas – te voy a hacer gozar.

A cuatro patas, como me indicó, permanecí a la espera de lo que prometía. Sus manos comenzaron a acariciarme las nalgas, y el deseo de que consumara su promesa me mareó casi como una droga. Sus dedos hurgaron entre mis nalgas y la sensación terminó de enloquecerme, aunque no fue nada comparado con el ataque de su lengua, que me hizo gemir sin el menor control.

Yo creo que estas más que preparado – dijo Rafael entre mis nalgas, y su voz reverberó como un eco en mis entrañas.

Sentí que se incorporaba. Sentí sus manos en mi espalda resbalando hacia mis caderas. Sentí que me asía con fuerza, como si quisiera evitar que escapara, y sentí su miembro caliente y duro deslizándose entre la raja de mis nalgas, sensación maravillosa, aunque sólo fue por un par de segundos, sólo los necesarios para que su gorda punta encontrara el mejor ángulo para penetrarme, cosa que comenzó a suceder aun antes de que mi enfebrecido cerebro lograra registrarlo.

La primera impresión, la que registré más con la mente que con el cuerpo fue pasmosamente dolorosa, aunque no tanto como para opacar el deleitado goce de estar allí empinado, con un hombre desnudo pegado a mis espaldas. No tanto como para evitar sentirme deliciosamente empalado, lleno, ahíto, repleto de su carne, impregnado de aquella hombría con un sorpresivo placer que superaba con mucho el ardor que su verga despilfarraba en mi culo violentamente distendido. Gemí como un cerdo en el matadero, rugí como un león herido, como algo sin alma dentro del cuerpo, algo desconocido, algo nuevo y perverso que asomaba de pronto desde mi interior.

Eso es, putita – espetó Rafael con el ímpetu de sus empujes – gózala, disfruta la verga que te esta perforando el culo, muévete chiquita.

Y me moví. Me moví hacia delante y hacia atrás. Hacia los lados, hacia arriba y hacia abajo, y a donde lo hiciera encontraba siempre su enorme verga, siempre dura, llenándome aquel hueco antes desatendido y ahora tan hambriento y sudoroso.

Cogimos por espacio de una hora, siempre al borde del orgasmo, siempre deteniéndonos en el precipicio sin fondo, tomando aliento, me besaba los ojos y la boca, me daba vuelta, me empinaba sobre el banco y me la volvía a clavar, sin la menor misericordia y entonces me la sacaba, me mordía los pezones mientras me abría las piernas y me enterraba tres dedos en el culo, ya tan dilatado y lubricado, y yo gemía, de cansancio, de placer, de lo que fuera, y entonces me sacaba los dedos y los olía y con un extraño brillo vidrioso en sus ojos me cargaba sobre su regazo, haciendo que me sentara sobre su verga mirando atentamente mi rostro mientras lo hacía, embelesado con mi rictus de doloroso placer, y volvía a chuparme las tetas mientras me palmeaba con fuerza las nalgas y yo cabalgaba con renovados bríos sobre su incansable verga.

No puedo mas – le pedía de pronto tregua, y él me besaba de nuevo, las mejillas, los ojos cansados, las nalgas sudadas y me palmeaba el culo hasta que me ardía, hasta que le pedía seguir, hasta que le rogaba que me la metiera de nuevo.

Y continuamos, hasta que después de un rato o mucho rato, no lo se, se puso de pie y me jaló del pelo, jalándose la verga con frenesí frente a mis ojos y mi boca.

Quiero ver ese hermoso rostro bañado con mi leche – dijo simplemente, y continuó jalándosela, mientras yo hacía lo mismo y no se detuvo hasta explotar en mi cara. Su semen me bañó los ojos y la frente, escurrió por mis mejillas y se mezcló con mi sudor y mi placer. Me vine con el simple olor de su leche desparramada tan cerca de mi nariz, de sentirla viscosa entre mis labios entreabiertos, con verlo así, hermoso y masculino de pie ante mis ojos. Me vine de puro cansancio.

Esa noche, la primera, llegué tan tarde a casa que encontré a mi mujer preocupada. Ni siquiera pude verla a la cara mientras inventaba mil excusas, y me duché una vez más antes de meterme en la cama. Con todo y la culpa, estaba tan excitado por mi aventura que el simple beso de buenas noches de mi mujer me encendió de lujuria y le hice el amor como si no viniera llegando de una agotadora sesión de sexo.

Amanecí con la resaca de la culpa y por más que intenté desvanecerla con trabajo, la muy cabrona se negaba a abandonarme. Falté a la siguiente clase de Rafael, pero al día siguiente no pude faltar al compromiso con mi hijo, así que inevitablemente me topé con él.

Me dejaste plantado ayer – me reclamó algo serio, en un minuto que logró hablarme a solas.

Tuve mucho trabajo – le mentí, sin poder mirarlo a la cara, excitado nada más por su mera cercanía.

Trabajo vas a tener para contentarme y lograr que te perdone – dijo con media sonrisa, acariciándose el paquete disimuladamente, asegurándose que nadie lo viera, salvo yo.

Se alejó para dar la clase, y yo tuve que quedarme allí un buen rato para esperar que se me bajara la delatora erección que su gesto me había provocado. Cuando la clase terminó, y mientras los chiquillos entraban a ducharse y cambiarse se acercó hasta las gradas, donde yo esperaba con los demás padres de familia.

Al final del pasillo – dijo entregándome una llave – está el cuarto de controles eléctricos. Entra y desnúdate. Yo te alcanzaré en unos minutos.

Me quedé de piedra. Primero porque había personas cerca y temí que le hubieran escuchado. Segundo porque mi hijo no tardaría mucho en volver, y finalmente porque el deportivo estaba lleno de gente y no quería que me vieran entrar o salir de ningún cuarto, ni solo ni acompañado. Sin embargo obedecí porque ya tenía el diablo adentro y no había forma de aplacar el ardor en mis entrañas y el deseo que atenazaba mi garganta.

El cuarto estaba oscuro, pero encontré el interruptor rápidamente. Nervioso comencé a desnudarme. Estaba tan excitado que casi me vine con el mero hecho de estar allí aguardándole. La puerta se abrió y Rafael entró sin decir palabra. Me dio la media vuelta y me abrió las nalgas, besándome el culo con rabiosos movimientos que me hicieron gemir de placer. Escupió un poco de saliva en mi ano y sin mayores preámbulos me metió la verga casi con un solo movimiento, mientras me sujetaba del pelo dolorosamente.

Esto – dijo empujando su verga de forma violenta y dolorosa – es para que nunca más me dejes plantado – retiró su miembro causándome un nuevo rayo de dolorido placer y me lo volvió a clavar casi inmediatamente – y para que no olvides quién es el que manda.

Asentí en silencio, o no tan en silencio si tomamos en cuenta los gemidos y quejidos, pero asentí de todos modos. El mandaba. Sólo él. Su verga me lo explicó con detalle y yo acepté sus condiciones mientras sus caderas chocaban furiosas contra mis nalgas y yo babeaba sobre la pared y me chorreaba literalmente sin apenas tener que tocarme.

Esta vez su leche me llenó el culo y me ordenó apretar las nalgas para que no se me saliera. Apreté tanto que luego de vestirme, recoger a mi hijo y llegar a casa sentía que el culo iba a explotarme. Sólo hasta que pude ducharme aflojé la presión, y su leche salió, caliente y espesa, por pura fuerza de gravedad, chorreando sobre mis muslos, desapareciendo por la coladera, no sin antes llenarme con su olor y su recuerdo y tener que recurrir a una rápida pero gratificante sesión masturbatoria para lograr aplacarme lo suficiente para poder dormir.

Nunca más falté a las clases de Rafael y aunque debo aceptar que no mejoró mi estilo de natación sí aprendí muchas otras cosas, no necesariamente buenas, pero igual las aprendí.

Y sin quererlo, he alargado ya demasiado esta historia y será mejor ponerle ya un punto final. Aunque en realidad no terminó allí. Rafael aún tenía algunas sorpresas bajo la manga, y si el tiempo y la oportunidad me lo permiten, me encantaría contárselas en otra ocasión.

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