Clara y otras historias de amor etéreo-sexual

Conjunto de narraciones basadas en el amor en forma de fantasía, amor etéreo, cotidiano, pero también relatos eróticos ó de contenido esencialmente sexual.

"CLARA Y OTRAS HISTORIAS DE AMOR ETÉREO-SEXUAL"

Infinito

Hoy... ¿O fue ayer?... ¿O será mañana? Perdón, permitidme simplemente que diga que es, era o será el cumpleaños de Laura. Digo cumpleaños porque no sabemos bien qué estaba celebrando. Es difícil conocer exactamente las costumbres de unos seres con los que apenas podemos sentirnos identificados, ya que son tan sencillos y etéreos que se confunden con la gracilidad de las nubes disolviéndose en el cielo. De hecho, el nombre de Laura se lo he puesto yo, para que os resulte más sencillo entender todo esto. Aunque estoy seguro de que más simple que a Juan os resultará. ¿Que quién es Juan? Pues uno más de nosotros... pero esperad, esperad... voy demasiado rápido...

Como os contaba, Laura celebraba su cumpleaños danzando y riendo y haciendo el típico rito de apareamiento fugaz con sus amigas. Se rozaban y jugaban a ver quién sentía más placer, y la ganadora besaba una estrella, y al besarla lucía con mucha fuerza y huía fugazmente al más allá. Los cumpleaños en ese lugar eran realmente una fiesta especial. Mareas de alegría inundaban las calles ahogando en pensamientos orgásmicos a todos los que paseaban por allí. Pero es que, ¡todo el mundo quería estar allí! Los cumpleaños eran celebraciones que se daban cada mucho tiempo, un tiempo casi infinito. Por eso todos aprovechaban la oportunidad para vibrar al ritmo de la música, creada para la ocasión por los músicos del lago. Esos músicos vivían eternamente en el centro de un lago de agua tibia y dulce. Y esperaban tranquilamente su momento. Porque sabían que su oportunidad llegaría y que la espera merecería la pena. Con sus cabezas llenas de sonidos puros entrelazados por todos ellos con asombrosa armonía. Cuando tocaban emergían a través de las ondas del agua, y unos cisnes galácticos los portaban con sus patas por encima de la ciudad, regando de frecuencias prohibidas los oídos de los sordos. Una lluvia compacta que los habitantes, prófugos de la soledad, recibían desnudos y predispuestos a la más exagerada de las orgías.

Dentro de ese cúmulo de sensaciones imperceptibles para un simple humano como tú, se entregaban también obsequios. Algunos eran efímeros, como cajas que al abrirlas desaparecían en sí mismas pero de manera única e irrepetible. Otros eran absurdos, como sonrisas o lágrimas de quita y pon. O incluso alimentos reconstituidos a partir de la nada. Manjares exquisitos que sólo buscaban paladares insípidos. Eran los presentes más comunes. Pero siempre había algo especial. De entre los millones y millones de regalos que recibía Laura instantáneamente, uno destacaba por encima de los demás. No tenía por qué ser el más grande, ni el más bello, ni el más original. Pero sus amigas sabían que le gustaría. Ella sonrió mil veces antes de aceptarlo y tiempo después consiguieron que lo desenvolviese. Y aunque el envoltorio era transparente, en cuanto lo abrió el regalo se nubló. Y entonces Laura preguntó cómo era posible que sólo viese oscuridad al observarlo y luz al mirar el papel que lo cubría. Sus amigas la invitaron a que tocase y sintiese lo que tenía ante sus ojos. Ella acercó todo su ser sintiendo de manera impúdica esa extraña mezcla de invisibilidad pervertida por la noche. Pero poco a poco y con cada gemido que le provocaba el roce, aprendió a dibujar aquel extraño objeto. Debajo de esa capa humeante y negra que tapaba la realidad, se encontraba una especie de muñeco de extremidades fijas y rostro serio. De un tamaño al que ella se adaptaba para bailar con él, y se dio cuenta de que era una especie de ser mutilado, limitado. Extrañada y extasiada se dirigió con besos a sus amigas y les pidió una explicación. Ellas se miraban tímidamente y una se animó a responderle que lo habían encontrado vagando por el Universo, y que no conocían su procedencia. Otra, conocida por su sinceridad exasperante, dijo que no, que no mintiese, que realmente una de ellas se lo había robado a aquel personaje que tanto las estuvo incordiando para copiar su perfección. Laura no les tuvo el robo en cuenta, porque de hecho, todo lo que conocían se basaba en la mentira. Así que les dio las gracias por ese regalo en forma de fuente de placer.

Desde ese momento Laura y "eso" fueron inseparables. Ella apreció el hecho de que se dejase moldear. Moldear y mejorar. Mejorar y revitalizarse. Podía transformar su realidad y sentir algo extraño que nunca había sentido al acariciar ningún otro objeto que ella hubiese tocado en su corta pero infinita vida.

Pero dejémosla que se divierta y disfrute de su soledad en compañía.

Y ahora, hagamos viajar a nuestra imaginación, lejos, muy lejos de aquí, en tiempo y espacio... sí. Vayamos rápidamente a nuestro maltrecho planeta, y adentrémonos en esa selva que tantos cantautores califican como la jungla de asfalto. Repleta de gente ensimismada en sus creencias, ya sean materiales, espirituales o ambas. Serios como piedras. Huyendo continuamente de la irresponsabilidad divina de los niños. Uno más, entre todos ellos, Juan. Enclenque de apellido, sin cerebro, sin futuro ni pasado, aburrido como él solo, obviado y olvidado por cualquier muestra de amistad que le hubiese llegado en un sobre con un simpático: "Si quiere tener amigos, pague por ello".

Debilitado por el paso del tiempo se dedicaba día a día a vagar de casa al trabajo. Y del trabajo a casa. Observando todo lo que le rodeaba, contabilizando traseros, pechos descubiertos y melenas al viento de mujeres imposibles que nunca se imaginarían babeadas por un engendro de la naturaleza como era él. En la fábrica de juguetes tenía un ojo en la cadena de montaje y otro en el canalillo de la chica de recursos humanos. Cuando llegaba a casa no le esperaba nadie con ropa interior de encaje ni velas encendidas. Todo se resumía en una lata de cerveza, una lata de sardinas, un latazo de televisión, una ducha con masturbación y a la cama. Dormir, qué liberación, el opio del trabajador ya no es la iglesia, ni las drogas de diseño, dormir es la muerte temporal que todos deseamos cuando nos invaden miles de sentimientos negativos que queremos borrar de un plumazo. Y sí, aunque Juan nos pueda parecer un degenerado, el pobre tenía sentimientos, y aunque se apaciguaba bajo el agua de la ducha, al momento recordaba nuevamente cuál miserable era su vida, y los pocos sueños que le quedaban ya por no conseguir. Porque si de algo se podía sentir orgulloso Juan, era de ser el hombre con más sueños incumplidos de todo su barrio. Al menos tenía la virtud de cerrar los ojos y desconectar... hasta esa noche.

En los planos oníricos en los que Juan vivía se cruzaban de igual manera aventuras y cotidianidad. Él no lo controlaba pero tampoco se extrañaba de todo lo que sucedía en ellos. Normalmente olvidaba lo que soñaba, como todos. Pero esa vez fue realmente para ser recordada... Juan sólo veía oscuridad, oscuridad y silencio, silencio e impenetrabilidad, impenetrabilidad y soledad. Y de repente algo le rozó el hombro. Él se asustó, como en esas pesadillas en las que algo extraño nos ataca por detrás. Pero sintió pequeños golpes a su alrededor. Primero su valentía flaqueó, pero luego se dio cuenta de que no había nada malo en ese contacto con la nada. De hecho si cerraba los ojos sobre los ojos ya dormidos podía ver materia que impactaba a su alrededor. La misma materia que era arrancada en olas de todos los colores, como en pequeñas explosiones de fuegos artificiales repoblando su piel. Era un sueño espectacular, sordo pero visualmente apabullante. Decidió entonces taparse los oídos para escuchar, convencido de que podría hacerlo. Y así fue, una orquesta de chispas y chasquidos se descubrió al contacto con su cuerpo y al ritmo de su mirada expiatoria. Cada instante que pasaba se sintió más invadido por todo ese mar en el que sentía que quería ahogarse. Ese sentimiento le llegó tan dentro, que el escudo que se había generado todos estos años comenzó a resquebrajarse y la excitación le recorrió todo su cuerpo. Todo él era una erección a punto de estallar. Miles de guiños y risas empezaron a circular a su alrededor. Los roces cada vez más evidentes y rápidos. Y él, fundía su sexo con el calor de aquello que sin estar invitado le provocaba un gozo imposible de describir. ¿Era un sueño o una pesadilla? Juan deseaba conservar ese momento y no volver a donde estaba. Sintió cómo se elevaba alto, muy alto, a la cima nevada del placer imposible, inimaginable, plagado de verdad. Y cuando acabó, no llegó a descender, permaneció abrazado por alguien que no existía en su vida, pero lo mantuvo flotando con un beso en forma de elixir. Y despertó. Y Laura, durmió.

Juan empezó a experimentar a partir de ese momento cambios. Cambios en su autoestima, cambios en su físico, cambios en su psicología hacia los demás. Juan ya no era Juan, sino alguien muy superior. Como siempre el último en enterarse de todo eso fue él. Eran detalles sutiles, casi sin importancia. Una mirada fugaz o una sonrisa repentina sin destino aparente, todas eran señales de aviso ante ese nuevo yo. Pero él estaba demasiado ocupado pensando en la noche, en la cálida noche donde yacía en los brazos de otra persona que corrompía su alma.

Pero día a día, en el plano real, las cosas cambiaban. A Juan que se había vuelto tan genial, tan humano y sociable lo invitaban a fiestas donde decenas de chicas se rozaban impúdicamente. Antes cualquiera de esas mujeres le hubiesen confundido con un animal salvaje... y ahora ellas deseaban ser su presa. Quizás ese cambio de imagen propiciado por la aparición de extraños músculos por doquier tenía algo que ver con aquello. O puede que la muerte de su timidez hubiera sido la llave de todo eso que siempre quiso ser. Insinuaciones a medianoche. Pero era tan contrario a todo eso... su deseo era realmente otro. Todavía se sentía fiel a los sueños que cada noche lo acompañaban. Aunque justamente una noche, Laura tuvo que esperar...

De camino a casa después de una de las innumerables veladas a las que Juan acudía ahora como si lo hubiera estado haciendo toda la vida, empezó a escuchar gritos en un callejón. Se acercó sigilosamente ocultándose bajo las sombras. Miró fugazmente y pudo ver claramente cómo una chica era forzada a cometer una felación. De rodillas ante su violador y sujetada fuertemente por otros dos, se introdujo el miembro del agresor en la boca. El trío se reía pervertido ante la forzada imagen sexual. Las lágrimas de la chica desmaquillaban su cara. Juan sintió en su piel lo que ella estaba sufriendo. Era como un chispazo de repulsión, ansiedad, miedo y rabia, un conjunto apocalíptico para el nuevo cuerpo de nuestro amigo. En un abrir y cerrar de ojos una sombra atravesó el callejón dejando una leve brisa. La chica, que permanecía con los ojos cerrados sintiendo la presión del falo erguido en su boca, los abrió y vio que delante de ella no había nadie. Rápidamente giró la cabeza y el cuerpo mutilado de su agresor yacía inerte a varios pasos de ella. Escupió su pene y vomitó seguidamente. Los dos cómplices gritaron e intentaron escapar pero en la oscuridad se encontraron con nuestro amigo. Un par de gritos y luego el silencio. De las sombras apareció Juan y se acercó a la chica, la cuál temblorosa apenas pudo agradecer su acción. Después, desapareció en la noche.

Al día siguiente una pequeña columna en el periódico gratuito del metro reflejaba la noticia. Juan leyó su propio acto y un pequeño escalofrío le recorrió el cuerpo. Dudaba si realmente esos cambios en su fisonomía lo habían convertido en una especie de héroe. Lo que parecía absurdo era quizás malgastarlos en simples flirteos con desembocadura sexual. Así que poco a poco y según fue adquiriendo nuevas habilidades, Juan ayudó y salvó a una y mil personas más.

Aprendió a combinar velocidad y fuerza para detener coches antes de que cayeran por barrancos. La dureza de sus músculos eran ya capaces de parar golpes, puñaladas y disparos como si de acero blindado se tratase. Saltaba tan alto que los continentes se le quedaban pequeños bajo sus pies, y buceaba tan profundamente que le hicieron hijo predilecto de un pueblo en un inframundo donde sus habitantes le creían un dios venido de la superficie. Pero nada más lejos de la realidad. Como el planeta que conocía era mínimo ya en su capacidad, necesitaba mirar más allá. Descubrió también que poseía la habilidad de empequeñecerse hasta hacerse amigo de unos átomos que le explicaron los orígenes del Universo, sus autopistas siderales y sus luchas por la expansión. Y otro día se hizo tan grande tan grande, que miles de niños treparon por su cuerpo como si fuera una sequoia gigante, para que vieran desde lo más alto de la cima el horizonte, infinito y poblado de misterios. Todos eran felices a su lado. Tanto que Juan olvidaba los sueños que le llevaron a ser así. Esos sueños que alguna alma paralela tejió para que él no sintiera el frío de la soledad.

Mientras, al otro lado, Laura intentaba comunicarse con él, como cada noche. Pero él sólo buscaba la parte más egoísta de esa relación invisible e insomne. Soñando despierto, Juan ignoraba los gritos de auxilio emocional que lanzaba ella, que temía perder aquello que ni siquiera había podido poseer del todo. Él sólo vivía para su fama, esa lotería viviente que le había sumergido en un río de excesos sin fin. Sonrisas estiradas como gomas a punto de romperse, fiestas sin inicio ni fin, amaneciendo sobre miles de cuerpos desnudos. Ella era ciega a todo eso, pero sentía una pena enorme al ver que sus sentimientos habían viajado a otro corazón para no volver. Había sido robada por dejar el cofre abierto. La tristeza brotaba de su ser generando un millón de agujeros negros. Apagando ilusiones. Porque ella amaba a Juan sin saber muy bien cómo ni por qué. Y Juan, por desgracia, había olvidado que los cuentos siempre tienen un final feliz.

(...)

*Párrafo del relato "Infinito" de "Clara y otras historias de amor etereo-sexual".

Autor: Iván Hernández Pérez

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